Idiota

Miro el panel del telefonillo y encuentro el piso que busco: ático B. Me empalmo y comienzo a tener dolor de huevos. Siento cómo la libido se me desboca, cómo mi racionalidad hace aguas hasta vaciarse y perder mi último escrúpulo. En otras ocasiones, cuando una etapa de carestía sexual se me hace insoportable, acudo a mis librerías favoritas, a los Cines Golem, e incluso a la Biblioteca Nacional, y allí espío a mujeres y persigo una aventura que no llega, pero que al menos me hace escapar por absurdo que parezca, de la tentación de pagar por sexo. Llamo al timbre.


Veinticuatro horas antes me encuentro en la Fnac de Callao, bastante necesitado, hojeando poesía, y las piernas y los escotes que el tórrido verano madrileño me ofrece. Mi cabeza me habla del encanto que tenéis si sacáis a Shakespeare del estante, de cómo me fascináis si vuestra elección es Proust, de lo cachondo que quedo si es Auster o Henry Miller quien se acuna entre vuestros dedos, o de cómo se muere mi pasión, al margen de lo buenas que estéis, cuando es Coelho o Moccia lo que elegís. Es entonces, en la cuarta planta, cuando escucho su voz por primera vez.

−Perdona, guapo, Filosofía en el tocador del Marqués de Sade, ¿lo tenéis en edición de bolsillo?

El dependiente, en su stand, y en efecto atractivo a pesar del feo uniforme, teclea en el ordenador sin apenas levantar la vista, y tan competente como anodino, manda a la mujer al fondo, a la izquierda, sola. Si él es idiota, yo no lo soy. La sigo, guardo disimulo.

Es pelirroja, juraría que natural, y su melena le llega casi hasta el culo, un culo por otra parte adorable, rítmico, prieto. Camina llevando en su mano derecha un libro, pero no alcanzo a ver ni título ni autor. Llega a la zona indicada y comienza a pasar su dedo índice por los lomos de los escritores. Su nariz griega le marca un perfil seductor, sus labios rojos parecen gritarme obscenidades. Tiene tanto encanto que no quiero reprimir mi erección a pesar del bulto que se me forma, disponible a cualquier mirada casual.

Localiza a Sade y le soba con delicadeza. Es entonces cuando logro ver el libro que llevaba y que se apoya ahora en su regazo, El teatro de Sabbath de Philip Roth, estoy a punto de marearme. Sin poder evitarlo emito un ridículo sonido, una especie de gemidito que llama su atención. Me mira, tiene dos almendras marrones, preciosas, de las que no puedo disfrutar el tiempo que quisiera. Esbozo una sonrisa y ella me la devuelve. Hago como si pasara por allí y me alejo. Yo también soy idiota.

Me atrevo o no me atrevo, me atrevo o no me atrevoParezco una margarita y vilipendio mi cobardía mientras hago denodados esfuerzos por seguirla camino de la caja sin que se note demasiado, sin que parezca un pervertido.

Ella paga, yo pago, ella sale a la calle, yo salgo a la calle. Decido finalmente pecar por obra, no por omisión. Me atrevo a tocar su hombro y no me habría excitado más de haber tocado sus pezones.

−Perdona, verás, eh…

Me vuelve a regalar su sonrisa y consigo relajarme un poco. Un río de gente nos atraviesa en todas las direcciones, pero desaparecen.

−Lo siento pero no puedo evitar preguntarme tu nombre e invitarte a lo que quieras. Tú en cambio sí puedes evitar que yo haga el ridículo. Por favor, no te des la vuelta y me dejes aquí plantado, sin respuesta, sin esperanza.

−Qué gracioso eres, guapo. Y veo que sabes hablar, además de gemir.

Parece que todos le parecemos guapos. Me mira de arriba abajo sin decir nada más, con todo el descaro del mundo. Se centra en mi bragueta, luego en el libro que llevo en las manos, parece considerar mi media melena, acaba en mis ojos, y por fin añade, con total seriedad.

−Encanto, no soy lo que buscas, huye a tiempo.

−Es imposible huir bajo el imán de tu sonrisa, y ya llevas dos.

Le saco una tercera. Me vuelve a repasar con su mirada, en silencio, hasta que vuelve a insistir.

−De verdad, no me buscas a mí.

Y me parece que se dará media vuelta y punto final. Pero no, me equivoco.

−Allá arriba, cuando encontré a Sade, cuando me seguías tan torpe, debiste pensar que yo era una mujer que te interesaba por los libros que compraba, que sin duda carezco de prejuicios, que soy muy sexual, que podrías conquistarme y follaríamos entre risas, fantasías y libros…

Me pregunto si me está leyendo el pensamiento. Continúa.

−Seguro que llegaste a la conclusión de que yo soy en la cama tan puta como a ti te gustan, que además las palabras me llevan al cielo, que la acción consigue que este arda, y que de nuevo el verbo me hace resucitar.

−Yo no podría haberlo dicho mejor –contesto embobado.

−Pero lo siento guapo, yo no soy así, yo no mezclo la realidad con la ficción, ni el placer con el dinero. Yo soy puta dentro de la cama… pero también fuera de ella. Y no voy a acostarme contigo porque no me gusta complicarme la vida. Un tío atractivo, que me sigue por comprar libros, que me entra de esa manera tan ridícula… tan adorable, y que lee a Benedetti mientras piensa en el Marqués. No, gracias, mejor aléjate de mí.

Y me sonríe por última vez, y me siento perdido, y se da media vuelta, y se aleja, y el río de gente dirección Callao y dirección Sol regresan de golpe, y yo no reacciono, soy un pasmarote, un espantapájaros. Pero entonces ella se para cuando ya está a diez metros, y busca algo en su bolso que termina siendo un boli, y regresa a mí, y me toma una mano, y me dibuja en la palma un río, y por encima dos peces, a la izquierda.

−Mañana, a esta hora, y ven sin libros, y no hables de ellos. Te cobraré como a todos mis clientes. Soy cara, por cierto.

Y se marcha. Tras unos segundos en los que no sé qué hacer regreso a Fnac. Medio doblado de la excitación subo hasta los servicios y me encierro en un baño.


Pulso el timbre durante tres segundos.

−Soy el que debe ser –contesto al neutro «¿quién es?», que llega desde el telefonillo, desde el ático izquierda de la calle Río, número 2.

−Sube, chico guapo –el tono neutro ha muerto, su voz me suena a pura sensualidad y vicio.

Ella efectivamente debe de ser cara, el barrio, el portal, el ascensor, lo son. También la bata de seda negra semitransparente con la que me recibe. También la ropa interior de encaje. Pero lo que me deja sin aliento es la cascada de su pelo rojo, cayendo indómito, salvaje, libre, por su espalda y por su pecho, que se adivina bajo el sujetador grande, firme.

−Sin palabras –digo.

Me besa en las mejillas y me planta un vodka en las manos. Podría haberme plantado una pistola, ordenado que me disparase, y me habría faltado tiempo para obedecer. Sin embargo no me ordena nada, y tras pegar un largo trago al vodka curioseo la casa.

Se trata de un ático descaradamente elegante. Sabe combinar el rosa con cientos de libros diseminados en estanterías repletas, y un estilo minimalista por momentos, con toques de sensualidad, como el cuadro de, El origen del mundo, de Courbet, con ese gran coño abierto, en la mejor de las metáforas posibles.

Esta pelirroja de ensueño, que si no fuese porque me va a desplumar la cartera no terminaría de creérmela, no me deja más tiempo de observación. Me mira a los ojos, y a causa de sus tacones, sus iris marrones están a la altura de los míos, azules. Me besa el cuello.

−Sabes bien –me dice.

−Tú hueles a Paraíso –le digo en un ataque de cursilería impropio de mí, y aún añado: −No he estado con muchas mujeres a pesar de haberos buscado tanto, y desde luego, no estuve con tantas como hubiera deseado. Tampoco estuve antes con ninguna prostituta, ni con nadie tan mujer como tú.

Ella sube del cuello a mis labios, me mordisquea el inferior, al tiempo que cuela en mi boca sus dedos meñique y su anular de una mano, mientras que con la otra baja por mi pecho. Estoy a punto de irme allá abajo cuando ella dice:

−Te dije que dejaras los libros y la literatura en tu casa, no lo has hecho y me obligas a confesarte que te mentí: no soy puta.

En ese instante algo se rompe dentro de mí. La lógica dictaría que me preguntase por qué me ha mentido al conocernos, o si cuando me miente es ahora, o por qué ha hecho una cosa u otra, pero la lógica nunca ha sido mi fuerte. Mi deseo se muere, mi lunática racionalidad toma el mando. Me separo de ella la distancia de mis brazos.

−Si no eres puta no puedo creerte. Si no eres puta esta escena es un grave problema para mí. Chico conoce chica fascinante, chica fascinante presenta un problema irresoluble para el amor. Ese problema se resuelve pronto. Pasión, felicidad, todo acaba bien… Esa no es mi vida, esa sería la vida de un personaje de ficción, de mala ficción si me apuras. Si te follase ahora, si nos enamorásemos, conformaríamos el relato de cualquier escritorzuelo. Me siento demasiado real y vivo como para pensar que alguien me escribe, que alguien juega conmigo, y que encima lo hace como el culo.

Ella abre la boca, quizá incrédula de lo que escucha, quizá estupefacta, quizá indignada. Tal vez quiera hablar y explicarse pero yo vuelvo a la carga:

−Por otra parte, ¿qué carne se resistiría a tu carne? Todos querrían devorarte y no hacerlo es una incongruencia, un requiebro inverosímil del guión, pura estilística, retórica vomitable, tan ficción o más como enamorarnos… Pero al final hay que elegir, y yo elijo rebelarme contra el pasteleo, la mediocridad para otros. Si tenemos a un creador cerniéndose sobre nosotros, que se joda, que tenga que tomar decisiones difíciles, contradictorias, absurdas. Así es como más sentiré yo, y en parte le obligaré a él a darme algo suyo, aunque sea su dolor.

−Gilipollas, estás enfermo. –me dice ella finalmente.

−Gracias –replico con toda sinceridad.

Y con los restos de mi naufragio, con mi libido extinta, salgo de allí lo más pronto que puedo. La lágrima que en la calle recorre mi mejilla me sabe a certeza: soy idiota, soy.

Romero (Apuntes, 5).

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