De Puskahr a Johdpur

Trato de llevar a cabo lo imposible: escribir de una manera legible mientras viajo en un autobús hindú. No será por falta de tiempo (me esperan varias horas de trayecto cubriendo la distancia que separa la sagrada Puskahr de Johdpuhr y su famoso fuerte), sino por el infernal traqueteo en donde el asfalto brilla por su ausencia y los baches decoran cada metro. Para hacerse una idea del estado de la carretera basta con decir que la distancia entre ambas ciudades es de ciento ochenta y cinco kilómetros y el tiempo estimado que nos espera será de cinco horas. Achacar la culpa al vehículo, destartalado, desconchado, con seis plazas en la cabina junto al conductor formando una especie de semicírculo, no me parece que se ajuste a la verdad. Bastante hace con no averiarse.

Confirmo que una de las mejores experiencias que se puede tener en la India es probar sus innumerables, y en ocasiones inefables, modos de transporte. Además y mientras viajas en uno de ellos, no se está a pie y se evita la posibilidad de morir atropellado por un autocar, un coche, una moto, una motoricksaw, una biciricksaw, una simple bici, una vaca, un elefante, o incluso una gastroenteritis. Definitivamente esta última opción puede ser lo peor de todas.

Hemos subido al bus un grupo de mochileros y estoy de suerte porque me ha tocado sentarme solo. Esto me permite recogerme en mí mismo y en la India, y soltar reflexiones a diestro y siniestro al tiempo que el asiento de al lado es ocupado sucesivamente por hindúes que no cubren el trayecto hasta el final, y que por tanto se suben y se bajan en las distintas paradas del camino. De las dos mujeres y del hombre que hasta el momento tuve por compañeros, me quedo con este último y su turbante, largo, blanco, y con su gesto que interpreto respetuoso (a saber si hago una buena hermenéutica). Así, cuando me vio sacar el diario de viaje se echó a un lado para que mi mano zurda pudiera ganar espacio en su lucha por escribir. Daría mi reino por estar en sus cabezas y saber lo que piensan de nosotros.

Es verdad que según pasan los días me encuentro más a gusto y en sintonía con el país, pero tampoco voy a engañarme, han caído algunas costras culturales con las que vine pero bien sé que no lograré pasar de la epidermis, que tan solo podré captar la India desde sus trazos más gruesos. A diferencia de otros países que he visitado, sí estoy en otro mundo. Quizá esperaba la sexta economía mundial y me topé con Nueva Dehli y su pobreza extrema, quizá me esperaba la espiritualidad de Puskhar y no supe mirar adecuadamente por encima de su mierda y de sus vacas, quizá pensaba que mi capacidad de sorpresa no se podía desbordar y entonces apareció Benarés…

Un bote que no se puede decir que sea inesperado, pero sí más brusco que la mayoría, me lleva a nuevos territorios y reseño la siguiente frase que escucho antes de que pueda olvidarla: “¡Cuánto daño ha hecho el plástico a este país!”. De inmediato asocio que Marvin Harris habría necesitado de esta actualización para abordar una nueva edición de su famoso Vacas, cerdos, guerras y brujas. Debería explicarme por si alguien tuviese la mala fortuna de leerme, pero se acaba de sentar a mi lado una señora con su hijo pequeño en brazos. Ambos llevan encima más color del que llevaré yo en toda mi vida. Decido cerrar el diario y disfruto del viaje que continúa entre zarandeo y zarandeo, como la vida. La sonrisa permanece.

El ascensor

La puerta del ascensor se cierra. El hombre, la mujer y la niña, suben hasta la última planta.

Francisco Roca

Odio los espacios cerrados, siento que me dejan al descubierto. Qué mira esta cría, ¿mis manos?

Ni siquiera desollándome la piel logro zafarme del olor a pescado. Cortar cabeza, abrir tripa, sacar entrañas. Una y otra y otra vez hasta que las merluzas, gallos, boquerones, espadines, arenques, percas, caballas… me impregnan y no hay agua ni perfume que me libre de su hedor. ¿Cómo voy a conquistar así a nadie, cómo no sentir odio, cómo no arrepentirme de la promesa que le hiciera a mi abuelo, cuando descubrió que su nieto era un sádico, y me hizo prometerle que nunca más volvería a intentar cortarle la cabeza ni sacarle las tripas a un ser humano… cualquier día me rindo.

La mujer es bonita, podría servirme. Le sonrío.

María Barco

Todo el día aguantando a viejos y ahora este olor. Seguro que es la cría, el hombre es demasiado guapo. Y esos ojos tan azules, tan dulces, con los que me ha mirado. Ahora creo que se fija en mis piernas, o en el culo. Hace como que se observa las manos, pero estoy segura que se muere por hacerme un cumplido, y por… jiji.

Maldita niña, ¿por qué me sonríe? No hay nada más molesto que un hijo. ¡Cómo espera Juan que le quiera dar nada menos que tres! Que los tenga él con quien quiera, pero no conmigo. Mi figura, mi juventud, mis pechos, que le den al espíritu maternal.

Marina Castillo

Qué mujer más bonita, de mayor quiero ser como ella. Y qué labios más rojos, ojalá mamá me dejara maquillarme así, pero es tan antigua. Y qué guapo es él, seguro que no es tan bruto como papá, que quiere que estudie mucho, que no tenga móvil, que no esté sola en la calle. ¡Qué aburridos son papá y mamá! ¡Normal que me escape de casa! Si pudiera cambiar de papá y mamá… Seguro con este señor y con esta señora viviría muy feliz. Huele raro.

En orden

La vida es rara.

Esa frase me martillea la cabeza cuando llego a la boca del metro. Es la frase con la que se despide una de mis pacientes en su cuarta sesión. Aplasto el cigarrillo contra la pared y, mientras bajo las escaleras mecánicas en dirección a la línea uno para llegar al andén dos, decido que nuestro próximo encuentro comenzará por su despedida. Mi paciente se aferra a construir un relato de sí misma bastante edulcorado, donde reprime los elementos más duros de su infancia, que debo hacer aflorar, que debo confrontar con su discurso semi fantástico.

Llego al andén. A pesar de la hora no hay mucha gente. Los marcadores señalan que todavía faltan cuatro minutos para el siguiente tren. Enfrente tienen más suerte, queda solo uno. Trato de sentarme y eso me lleva a recorrer el pasillo en busca de un asiento libre. Paso por delante de un músico que con su guitarra ocupa el primer banco casi por completo. Tampoco quiero compartir asiento con una pareja de ancianos. En el tercero, hay una rubia preciosa absorta en una revista de moda, pero a su lado un chino habla con el móvil y me espanta con su lenguaje incomprensible. Por fin el cuarto banco, casi en el otro extremo de por donde he llegado, está libre. Me siento.

El metro del andén uno hace su aparición. No se baja nadie. Un chico llega a la carrera y logra colarse momentos antes de que se cierren las puertas. Ya se alejan. Mi paciente y ese chico me hacen pensar en el concepto de la huida. Sin embargo me distraigo pronto. Alargo la mano y tomo de una papelera el 20Minutos. Hojeo las noticias y me llama la atención que Amancio Ortega ya sea el hombre más rico del mundo. Me pregunto qué será lo próximo, mi humor absurdo me dice que tal vez los extraterrestres aterricen en Madrid en lugar de en Nueva York. No me da tiempo a más hipótesis. Oigo el golpe. Todos lo oímos.

El músico ha caído de bruces contra el suelo. Pienso en un infarto. Quiero acercarme pero algo me dice que no lo haga. Obedezco. Quien sí se acerca son los ancianos, próximos al guitarrista. La señora se arrodilla al llegar ante el músico. Queda petrificada en posición tan piadosa, de espaldas a mí. Sin saber bien por qué, sé que no se volverá a levantar jamás. Su marido, si es que lo es, correrá una suerte similar, si por suerte entendemos morir, y por similar, que su cabeza se le caiga del cuello, baje por su chepa, la espalda, la pantorrilla, y finalmente ruede por el suelo. El cuerpo tan extrañamente descabezado, cae a las vías. Todavía no he visto una gota de sangre, pero el horror lo impregna todo.

La rubia grita histérica. En sus manos tiembla la revista que antes leía. Se ha subido al banco de piedra, como si con ello lograra protegerse de la amenaza que acecha. El chino por su parte parece graznar, lo hace sin moverse más allá de unas pocas baldosas. En sus ojos se refleja un miedo comprensible. De golpe, la mujer deja de gritar, al momento su cuerpo entero se aja, se agrieta como un puzle, se deshace en mil pedazos. Su vida se desfigura por completo. Al chino se le caen los brazos, desde sus muñones le brota una sangre densa, oscura, cuyo intenso olor no tarda en llegarme. Al pobre desgraciado también se le desmiembran las piernas. Su tronco cae con un golpe seco. Chapotea en el charco de su propia sangre. Boquea por última vez. Lo hace mientras me mira, mientras su rostro me comunica la incomprensión.

Trato de despertar pero no estoy en una pesadilla. Me lo demuestro con las famosas leyes de la vigilia; experimento una física del movimiento correcta, siento dolor al dar un puñetazo contra la pared, y cada objeto que me rodea guarda su propia autonomía de mí. Además voy bien vestido, reflexiono sobre la experiencia… es inútil pretender salvarme con artimañas.

Ya solo quedo yo, y lo noto llegar, sea lo que sea. No protesto aunque unas lágrimas involuntarias me resbalan. De repente veo llegar el metro y la esperanza renace. El primer vagón se detiene junto a mis pies. Está lleno de cadáveres informes. No hay escapatoria, soy el siguiente.

La muerte también es rara.