Sobre la nieve

“Todos los recuerdos son surcos de lágrimas”

¿Qué hacer con Dostoievski?

Afuera sigue nevando.

Hoy es 24 de abril del año 2046. He vivido 23724 días. Son suficientes.

Este mundo de ruinas y frío era previsible, y hacia él nos hemos precipitado con el empeño fanático que dictó el capitalismo y su idea imparable de progreso. Por supuesto que hubo detractores y según avanzó la situación, los defensores decrecionistas, los que apostaban por la sostenibilidad (al principio), y por la más pura supervivencia (a partir de la década de los veinte de nuestro siglo), fueron ganando adeptos e importancia. Sin embargo fue insuficiente y fracasaron. Fracasaron en sus estrategias de comunicación y conciencia, en la toma de poder, y en las pocas ocasiones en que llegaron a detentarlo, en las alternativas y gestiones que ofrecieron.

Mientras, los milagros tecnológicos que supuestamente resolverían todos nuestros excesos energéticos y medioambientales, no llegaron nunca. No revertimos el desastre, y el precipicio en forma de cambio climático radical, se echó sobre nosotros, precisamente cuando se pusieron en marcha flamantes ingenios técnicos que en lugar de paliar el problema, nos llevaron a la nueva era glacial en la que vivimos.

Afuera sigue nevando, y aquí dentro, en mi cabaña, alejado del mundo, decido finalmente abandonar. No abandono por falta de comida pues aún me quedan reservas enlatadas para varios meses, ni por falta de salud o aislamiento, aún podría subirme en la motonieve y llegar hasta los refugios de las ciudades que siguen habitadas. No, abandono literalmente por falta de libros.

Soy un neurótico tal como se entendía en los ya lejanos albores del siglo. Soy excéntrico e incapaz de mantener correctas relaciones laborales, sociales, y familiares. Soy obsesivo y la literatura ha sido mi mal.

−El mundo se va a la mierda –me repetía sin parar mi segunda esposa hace unos quince años− y tú, en lugar de poner tu talento al servicio de buscar soluciones, te encierras en tu biblioteca para escribir y para leer.

−¿Qué sentido tiene que dediques tu tiempo –seguía ella incansable−, a saber lo que ocurre ficticiamente en Parma durante los últimos años del imperio napoleónico, o que te obsesiones con un supuesto diario íntimo de un contable lisboeta de los años 30 del siglo pasado, o que te dediques a inventar mundos de un futuro que tus ojos no verán? Vive el presente, lucha por él, disfruta mientras puedas…

−¿Qué sentido tienen tus reproches? –Le pregunté yo a ella cuando me harté de su lógica incontestable. Era una mujer tan hermosa, inteligente, que rebosaba salud… y que se me murió de la noche a la mañana.

−¿Qué sentido tiene tu muerte? –No dejaba yo de preguntarle, y de llorar, en el crematorio.

Sí, mi biblioteca ha estado entre lo mejor de mi vida, pero también me harté de vivir fuera de los libros. Bailé, reí, lloré, hice el amor hasta reventar, me reventaron el corazón tantas veces como yo lo quebré, gocé de la amistad, me traicionaron, también apuñalé por la espalda, caí y me levanté tantas veces como fueron necesarias, impedí que arrancaran flores, que pisaran hormigas, me drogué, tuve resacas infernales, los mejores amaneceres, cicatrices, besos, orgasmos, el vigor vivió conmigo, como la apatía y el aburrimiento, creí en los hombres, y en las mujeres, y descreí hasta de mi sombra, rogué muchas veces que todo se parara para poder bajarme, pero cuando solo me faltaba dar el paso me arrepentí y seguí disfrutando del sinsentido, de las contradicciones, de la vanidad, de respirar, del dolor, de la alegría, de la idea erótica de mi futura muerte, de trazar todavía una vida estética… y todo ello fue posible en su mejor intensidad gracias precisamente a la literatura. Hasta hoy, 24 de abril del año 2046.

Afuera sigue nevando y me pregunto qué hacer con Dostoievski, aunque lo cierto es que la suerte está echada. Hace dos meses se acabó la leña. A partir de entonces comencé a quemar las sillas, las mesas, y todo lo que pudiera servirme para no morir de frío. Todo excepto los libros. Los libros comencé a quemarlos hace tres semanas. Arrojé el primero al fuego porque ya sabía lo que haría cuando llegara al último. No me siento ya parte de este mundo, como especie saldremos adelante, tal vez hasta nos repongamos, pero como individuo he tenido bastante.

Afuera sigue nevando y sí sé qué hacer con Dostoievski. En cuanto termine de escribir este párrafo, saldremos juntos ahí afuera. Él se quedará sobre la nieve, yo me quedaré sobre la nieve, y pronto todo se habrá acabado.


[Publicado originalmente en DeKrakensySirenas, @krakensysirenas el 09.10.15]

Camino a Damasco

Tras tomarse el primer café de la mañana se plantó frente al enorme mapa del mundo estilo vintage, que colgaba en la pared de su despacho. Había llegado la hora de hacer la llamada, el día de la gran decisión: alrededor de seis mil trabajadores se irían a la calle, cerca de doscientas tiendas en diversos países echarían el cierre. La reestructuración de la compañía debía marchar por los cauces que exigía el mercado, y para eso le habían contratado a él, no para alcanzar beneficios, pues estos se habían dado incluso en la cresta de la crisis, sino para lograr una curva de ingresos y una bajada de gastos, que permitiera a la compañía crecer tan rápido, que escalaran decenas de puestos en el posicionamiento del sector.

Cálculos y previsiones, en eso él era el mejor a pesar de su juventud, y por eso los accionistas le habían elegido. Su currículo impresionaba, y era harto conocida su capacidad para tomar medidas implacables.

Después de recorrer con la mirada países del mapa que se verían afectados tras su llamada, acabó en Grecia, y cuando quiso mover la vista del país heleno, no pudo. Es entonces cuando vivió lo que algunos llamarían epifanía y otros paranoia, mientras que él, lo bautizó bajo el nombre de, El privilegio de mi generación.

Apenas logró salir del desconcierto se hizo con papel y bolígrafo, se acomodó en el suelo, y describió su vivencia:

«Tras unos segundos completamente paralizado en los que el terror a lo desconocido llenó cada poro de mi piel, pude al fin desclavar los ojos de Grecia justo al tiempo que sin saber cómo, recordé la máxima de Sófocles según la cual, “muchos son los misterios del universo, pero no hay mayor misterio que el ser humano”. Caí entonces sobre mi sillón ejecutivo, las piernas me temblaban. De inmediato otras descargas en forma de… intuiciones espasmódicas intelectuales, sacudieron mi cuerpo.

Esas descargas me hicieron sentir:

la enorme fortuna de haber nacido unos cientos de kilómetros más al norte que al sur, y dentro de ese norte, más en un barrio que en otro, y dentro de ese barrio, en el seno de una familia que me quiere, en lugar de en una en la que no;

la suerte de mi indeterminación religiosa, donde nadie me ha machacado la cabeza con la idea de ningún dios, fuese este terrible, bondadoso, o puro amor;

la pesadumbre feliz de la infinita levedad del ser y todas sus consecuencias;

el disfrute de mi sexualidad con libertad, dentro del privilegio de poder follar sin amor, de amar sin follar, y de haber llegado incluso a tener ambas cosas a la vez;

el profundo aguijonazo de vivir una época donde el hambre de millones de personas son el capricho de unas pocas, con la plena conciencia de habitar un tiempo, el primero en la historia de la humanidad, donde existen los medios suficientes para erradicar esa plaga que sin embargo no se desea erradicar;

el ardor de comprender que las lecciones de la Historia solo parecen servir de papel higiénico;

la certeza de la literatura frente a la incertidumbre de las matemáticas y la falsedad de la moralidad;

y cuando pensaba que ya nada más podía sacudirme, llegó la intuición de Walt Whitman para arrojarme a la cara el verso que aún puede aplicarse a mi generación: disfruta del pánico de tener toda la vida por delante».

Terminó de escribir su experiencia y se levantó del suelo. Volvió a mirar el mapa. Se sentía tranquilo, sereno, extrañamente feliz. Se encendió un cigarrillo y se sirvió un whisky. Sonrió, cogió el teléfono móvil e hizo la llamada que tenía que hacer.


[Publicado originalmente en DeKrakensySirenas, @krakensysirenas el 31.08.15]

No me fío

No me fío del blanco de la página, como se verá, capaz de cualquier cosa,

No me fío del amor, porque te quise y mira cómo estamos,

No me fío de mis pasos, lentos, rotos, demasiado extraños.

No me fío del océano, lo insondable es demasiado hermoso.


No me fío de Dios, que pudiendo hacer cualquier cosa, nos hizo a nosotros.

No me fío de tu mirada, ese abismo, ese precipicio, nuestra noche derrotada.

No me fío de las palabras ni de las grises ni de las buenas ni de las claras.

No me fío de la vida, capaz de jugártela en la primera encrucijada.


No me fío del tiempo, a la vez demasiado largo y demasiado estrecho.

No me fío del beso, porque es dulce agrio amargo y salado.

No me fío de la música que me lleva a cualquier estado.

No me fío de la literatura, el mayor de mis juegos.


Sí me fío de la muerte, sí del sexo, sí de la sangre…

Pero fiarse casi nunca es querer,

y que no me fíe, casi siempre significa deseo.


[Publicado originalmente en DeKrakensySirenas, @krakensysirenas el 13.08.15]