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Dice Julian Barnes que vivimos conforme al recuerdo y no a la verdad. La frase es pura lucidez que no debería necesitar más explicación, pero tangencialmente la usaré para unirla a esa otra idea que tan bien canta Sabina: al lugar donde has sido feliz, no debieras tratar de volver. Y sin embargo, ese «no debieras» implica que si existe la posibilidad, la mayoría de las veces y la mayoría de nosotros, volveríamos.

Y es lógico, sabemos de la alta posibilidad del desastre pero nos abrazamos a la ínfima posibilidad, no ya del éxito con el que no nos engañamos a partir de cierta madurez, sino de recuperar al menos sensaciones sobre un tiempo que nos hizo felices, que nos colmó. Con el paso del tiempo uno se va dando cuenta que la felicidad ya no queda tan al alcance de la mano, ni siquiera de la imaginación más notable. Uno vuelve sobre sus mejores pasos: nostalgia, melancolía, la nieve resistiendo al desierto, llámalo como quieras.

La pérdida de la inocencia, eso es crecer como tan acertada y dolorosamente se sabe. Y es una de esas cosas que se sabe porque se experimenta en la piel, en el corazón y en la cabeza. Así que, si después de una travesía dura podemos volver a rondar nuestros mejores recuerdos, quién necesita y a quién le importa la verdad. El problema es que ni siquiera en esa calma somos capaces de permanecer mucho tiempo. Y sí, al final la verdad importa lo suficiente como para arrojarnos de la calma más nimia que hayamos conquistado. El cuerpo y su manía de lanzarse al mar proceloso.

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La fila

Caía la noche pero esta vez eran los siguientes. Las semanas de espera llegaban a su fin. La puerta del apartamento que se había construido en una sola altura, en un solar en medio de la ciudad, estaba a punto de abrirse para ellos. La Cosa les esperaba.

Durante los largos y lentos días que se habían sucedido desde que se pusieron a la fila, las discusiones por ver quién entraba primero de los dos, habían sido constantes. Al final, la suerte de una moneda al aire decidió que fuese ella la primera en pasar.

La puerta se entreabrió. De nuevo el hedor que impregnaba el aire, de nuevo la luz blanca que se desparramaba fuera del apartamento. La pareja se miró por unos segundos con lágrimas en los ojos. Se despreocuparon de los impacientes rostros alineados detrás. Tras un cálido beso ella se dirigió hacia la puerta. Su cojera esta vez pareció un motivo de orgullo, saboreaban que el recuerdo agridulce perdería pronto su lado negativo.

Ella entró. Desde el interior alguien cerró la puerta de un portazo, como ocurría siempre cada vez que accedía el nuevo elegido. Él se quedó a la espera, calculó que bastarían cinco minutos. En breve la felicidad de ambos estaría asegurada. Comenzó a temblar.

Miró para atrás. Las luces amarillas de las escasas farolas que aún funcionaban, pintaban la acera de un gris extraño. Sobre esa lámina de color se extendía la fila hasta donde alcanzaba su vista. Su miopía pronto convertía a las personas que de modo escrupuloso y en silencio se colocaban de uno en uno, en manchas, pero si hubiese tenido la agudeza visual de un águila, tampoco podría haber abarcado la fila por entero. Esta reptaba de una calle a otra, rodeaba edificios, y no paraba nunca de crecer.

La fila se deshacía aproximadamente de un infeliz cada cinco minutos, pero cada cinco minutos llegaban de media a la ciudad tres o cuatro infelices nuevos,  venidos de cualquier lugar, y a los que había que sumar los que la propia ciudad generaba, rendidos antes o después a la promesa, como les había ocurrido a ellos.

Pronto la puerta se abriría para él y el pasado sería tragado en la forma en que lo había conocido. Quiso pensar por última vez en su vieja ciudad, transformada en un caos desde la aparición de La Cosa. Un caos específico y distinto al de cualquier otra ciudad. Hasta ese día se trataba de una ciudad a la vez triste y alegre como la mayoría, pero entonces se convirtió en dos ciudades irreconciliables. La de las personas infelices, a un lado, y la de las gentes felices, al otro.

Ellos habían tratado de resistir como muchos a la promesa de la fácil felicidad que ofrecía La Cosa, pero como la mayoría, pasaron de un entusiasmo resistente, a doblar sus voluntades con el paso del tiempo, los hechos y la evidencia. Al fin y al cabo, como rezaban los grandes carteles publicitarios que el alcalde había autorizado poner: luchar contra la felicidad carece de sentido. Convéncete. Conviértete.

Sintió que la puerta estaba a punto de abrirse para él. Sintió el pulso apagado del lado triste de la ciudad. Todo lo que quedaba vivo a ese lado parecía concentrarse en la fila, y todo lo que estaba en ella, lo estaba para huir hacia el otro lado. Lo demás había muerto o estaba en sus últimos estertores; en los supermercados los productos languidecían, en los hospitales ya no había enfermos, en las iglesias, no quedaba nadie para rezar y ni siquiera a quién hacerlo.

Ancianos, hombres, mujeres, niños… todos anhelaban llegar dos puertas más allá. El paraíso quedaba demasiado cerca como para ofrecer resistencia. Él sintió que había llegado la hora de olvidarse del pasado.

La puerta se entreabrió. De nuevo el hedor que impregnaba el aire, de nuevo la luz blanca que se desparramaba fuera del apartamento. Él se adelantó y llegó hasta la puerta. Bajo el arco de la misma vio cómo al fondo del apartamento, desaparecía ella tras otra puerta que desprendía un aura dorada, y que conducía hacia la parte feliz de la ciudad.

Ella no llegó a girarse. Ella se perdió bajo el aura. Él la vio caminar sin la cojera que le había acompañado desde los diecisiete años como secuela de un atropello por no respetar un semáforo. Él era el conductor que la atropelló, él quien no supo reaccionar a tiempo por su incipiente miopía. Así se habían conocido. La puerta que daba acceso a la ciudad feliz, se cerró con cuidado. Ellos pronto volverían a estar juntos.

Avanzó varios pasos dentro del apartamento y la primera puerta se cerró de un portazo. Él miró hacia atrás y se sorprendió al descubrir al alcalde. Este le sonrió y le señaló hacia un rincón. Hizo caso y su vista se topó de golpe con La Cosa. De un modo fugaz su cabeza se preguntó cómo era posible que en un espacio tan reducido, no hubiera prestado atención antes a aquello.

La Cosa era enorme, su cuerpo, viscoso, y devoraba el espacio del rincón que ocupaba. El elegido comprobó como lo hacían todos, que La Cosa no se llamaba así por casualidad. Los infelices habían escuchado rumores que no tenían confirmación, los felices no le daban mayor importancia física a su salvador. En cualquier caso, unos y otros nunca se mezclaban. Nadie infeliz había atravesado al otro lado de la ciudad sin pasar por el cuarto y por La Cosa. Nadie feliz había querido retornar a la infelicidad. El orden anulaba el caos.

La Cosa no parecía humana, pero no era descabellado pensar que lo hubiese sido en algún momento. Todas las partes de su cuerpo estaban hinchadas, su color era cetrino, sus articulaciones deformes. La cabeza sebosa no presentaba ojos aunque sí boca, no presentaba pelo aunque sí arrugas, no tenía orejas ni nariz aunque parecía escuchar y oler. Y hedía. La Cosa hedía, toda ella rezumaba un olor pestilente. A él ya no le quedaron dudas sobre la causa del olor que impregnara el lado triste de la ciudad. Cada vez que la puerta se abría para acoger a un infeliz, cada vez que un infeliz era depurado, dejaba su carga para el resto de infelices.

El alcalde leyó el recelo en el rostro del nuevo elegido. Nada a lo que el alcalde no estuviera acostumbrado, y tomó la palabra como había hecho tantas otras veces en ese mismo punto:

−Quemar el mal de la infelicidad conlleva consecuencias, este olor es una, otra es el color que le ves a la criatura, otra el dolor que padece y que debe digerir para sanarnos cada trauma, cada pérdida, cada tara, cada cicatriz… pero La Cosa es nuestro regalo, y se sacrifica por nuestra felicidad. Tú, como todos los que te han precedido, eres ahora el privilegiado. Acércate y tócala para que todos tus males, tus miedos, tus derrotas, desaparezcan y dejen paso a una permanente felicidad. Únete a la buena vida y al lado correcto de la ciudad.

El alcalde mostró su mejor sonrisa e hizo un claro gesto con la mano para que el elegido le hiciera caso. La Cosa también movió ligeramente su rotundo cuerpo y, pareció incitarle a que se acercara.

Él quiso ser feliz como todos, y quiso serlo junto a ella, y quiso estar al otro lado donde la esperanza se hacía realidad. Él estaba convencido y ya no temblaba como le ocurrió por un momento antes de entrar. La Cosa no le daba miedo, ni asco, apenas sentía su hedor, tampoco le molestaba la mirada apremiante del alcalde… y sin embargo.

Sin embargo no se acercó a La Cosa. Sin embargo dijo «no», y «lo siento». Sin embargo miró con angustia hacia la puerta por la que se había perdido ella, y renunció. Y se giró, y volvió sobre sus pasos. Y la mirada del alcalde fue amenazadora, y La Cosa se agitó, y el hedor…

Él sin embargo no reparó en todo eso y siguió hasta la puerta que le conduciría de nuevo hacia el lado triste de la ciudad. Al girar el pomo, le pareció oír que afuera, algo se desmoronaba.

Al modo de Raymond Carver

La mujer se había levantado de la cama hacía un rato. Perdía la mirada en las llamas de la chimenea mientras tomaba café. Sonreía, mitad dulzura, mitad misterio.

El hombre entró en el salón somnoliento. Se frotó los ojos con los dedos.

−¿Por qué esa expresión? –Preguntó mientras se sentaba.

−Pienso en lo extraño que es la felicidad ­–contestó ella sin mirarle y añadió: −En concreto, en lo extraño que es la felicidad en pareja.

El hombre se imantó también con las llamas. Dijo:

−¿Quieres decir al modo de Raymond Carver. Al modo de una felicidad pasajera que termina por convertirse en una costra, dura si hay suerte, dolorosa en la mayoría de las ocasiones?

−Sí, eso mismo.

Ambos guardaron silencio. Él parecía pensar, ella se encendió un cigarrillo.

−Para mí no hay felicidad posible sin valor –dijo él y se puso en pie.

Observó con detenimiento las estanterías del salón repletas de libros. Se encaminó hacia una de ellas. Pareció encontrar lo que buscaba tras pasar el dedo índice por varios libros. Tomó, Dequé hablamos cuando hablamos de amor, estaba manoseado y repleto de pósits que sobresalían de sus páginas.

−Que dios me perdone por lo que voy a hacer.

Fue hasta la chimenea y arrojó el libro al fuego. Observó cómo ardía. La mujer miró la escena con calma y con un ligero tono de reproche le dijo:

−No crees en dios y encima tienes varias ediciones de esa obra. Pero cuidado con el fuego, su problema es que también quema aquello con lo que no se cuenta.

El hombre se dio la vuelta y la miró.

−Como casi siempre tienes razón y no hay palabras para replicarte.

Anduvo hacia ella y decidido la besó.

−No hay prisa –dijo la mujer cuando él retiró sus labios.

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