Reseña de Orlando, o la muerte del héroe

Estamos en pleno julio, pero llueve y hace frío. Mientras bajo de un autobús azul y a la espera de uno verde, frivolizo con la idea de que el cambio climático no está tan mal después de todo.

Espero junto a la marquesina donde parará el autobús que debe llevarme al trabajo. Abro el paraguas para combatir la lluvia y abro el Orlando, de Virginia Woolf, para combatirme a mí. Mientras leemos escapamos de nosotros mismos, me digo, para refutarme al instante, tras pensar en la tarde de curro que tengo que afrontar.

Me centró en la lectura y tras varios párrafos sentencio que Orlando es maravilloso. Al margen de su calidad literaria, que por supuesto, pienso en las fluctuaciones que llevan al lector de un mar a otro a través del Orlando hombre y de la Orlando mujer, y en cómo Virginia construye y lega a la posteridad un increíble alegato feminista, o lo que es lo mismo, humanista.

Me ataca entonces la duda de si estoy en disposición de legar algo de interés, y sonrío por respuesta. Suficiente tengo con sobrevivir al estrés del trabajo, con madrugar lo que debo para terminar de corregir mi último manuscrito, con sacar tiempo para promocionar la novela que acabo de autopublicar de manera agridulce, o con inventarme el tiempo para que mi vida social… Cuando levanto la cabeza ya es tarde.

¡Mierda! ¡Me cago en todo! Mi autobús se larga sin mí. Blasfemo una, dos veces. Me calmo un poco y pienso que la blasfemia es un gran tema. Descuido el ángulo del paraguas y Orlando acaba con las páginas ciento treinta y ocho y ciento treinta y nueve empapadas y desteñidas. Blasfemo una tercera vez y es cuando ocurre. El cambio climático no era tan bueno y Dios se ha tenido que quedar muy a gusto… El rayo me ha impactado de lleno.

Caigo al suelo entre convulsiones. Todos los pelos se me han erizado, no es un mito. El paraguas se hizo trizas, la novela no. Orlando ha caído con la contracubierta hacia arriba. Desde ahí, Virginia me mira con pena. ¿Qué más le puedo pedir a esta aventura? ¿Sobrevivir? No lo parece; ¿Que remita el dolor? Estaría bien; ¿Que la gente deje de gritar a mi alrededor? Eso estaría mucho mejor.

Mis párpados pesan una tonelada, el resto de mi cuerpo, de repente, he dejado de sentirlo. Pienso en eso de que en el arte hay sentido, pero en la vida no. Pienso en que dejo demasiadas historias sin escribir y demasiados libros sin leer, y que así es imposible alcanzar la posteridad. Pienso que hasta muriéndome me justifico. Pienso que tendría que haber borrado el historial de Google antes de salir de casa. Pienso en los «gracias» y en los «te quiero» que dejo sin pronunciar. Pienso en lo mucho que me jode morirme pensando en cursilerías.

Desde el suelo y a pesar del entumecimiento de mi conciencia, de la lluvia cegándome y de la gente que se arremolina en torno a mí, distingo en la marquesina a una niña abrazada a su madre. Comprendo que mi cuerpo, gracias al paraguas, absorbió toda la descarga del rayo evitando que alcanzara a la niña. La he salvado y me digo que si eso no es encontrar un sentido, que baje Dios, o que suba el Diablo, y me lo discutan.

Sin embargo, no hace falta que baje uno o suba el otro, pues voy a discutirlo con ellos, o con la Nada si fuera preciso. Al fin y al cabo, tenemos muchas cuentas pendientes y no tengo otra cosa mejor que hacer, yo ya estoy muerto.     


«Paisaje con la caída de Ícaro» del pintor holandés Brueghel el Viejo

Libertad, Jonathan Franzen

No sé si Libertad estará o no entre las diez mejores novelas de lo que llevamos del Siglo XXI, pues son unas cuantas y más quisiera haber leído muchísimas más de las que lo he hecho. Por si fuera poco, cada uno tiene su criterio y hasta criterios muy distintos pueden ser válidos. Pero de lo que estoy seguro, es que la recordaré como una obra maestra que asciende a mi olimpo particular junto a novelas como La broma infinita (1996), de David Foster Wallace y 2666 (2004) de Roberto Bolaño.

Sí, su extensión, cerca de setecientas páginas, puede ser un duro escollo para acometer su lectura, pero la literatura siempre exige algo de su lector, para ofrecer a cambio infinitas recompensas. Subrayo que es el caso. Escrita a la manera decimonónica de Tolstoi o de Dickens, es decir, profundizando hasta el tuétano en cada uno de los miembros de la familia protagonista, nos regala momentos que te harán reír, que te harán llorar, que te harán reflexionar, que te harán emocionarte, y que a mí me llevaron a escribir en el margen de su página quinientas ochenta: ¡Qué puta maravilla de libro!

Jonathan Franzen, es de agradecer en los tiempos insufriblemente correctos que vivimos, no quiere saltarse ningún charco y se reboza con deleite en las profundidades insondables de la sexualidad, en el laberinto de las relaciones familiares, en el fango de la política. Sorprendentemente sale airoso y vivo, y su obra crece y crece y crece con cada envite que enfrenta.

A lo largo de la novela odiarás y amarás a sus protagonistas, tendrás tus favoritos, te posicionarás a favor o en contra, pero al final, querrás lo mejor para ellos, porque serán, un poco, o un mucho, parte de ti, y los habrás comprendido en sus miserias y alabado en sus virtudes a lo largo de las décadas que su creador nos hace pasar junto a ellos. Walter, Patty, Richard, Joey, Jessica, y muchos personajes más, serán absolutamente poliédricos y más humanos que muchos humanos de carne y hueso.  

Para acabar diré que estamos una novela rotundamente significativa, que utiliza el camino artístico tantas veces recorrido, y sin embargo, tan difícil de trazar y tan lejos del alcance de la mayoría de los artistas: ir de lo particular a lo universal. Y es que Franzen consigue, a través de un puñado (aunque sea un puñado grande) de páginas cargadas de tinta, que entendamos un poco mejor el complejo cifrado de nuestra existencia. No digo que lo resuelva, digo que ayuda, que no quiero reclamaciones. Yo, desde luego, voy a poner esta novela en los altares y entre lo mucho que me ha da, recordaré que la libertad es un privilegio, pero su uso una responsabilidad.


Yoga, Emmanuel Carrère

Vuelvo al moribundo blog no sin una carga de vergüenza a mis espaldas, pero vuelvo, porque debo reseñar Yoga, de Emmanuel Carrère. Me gustaría pensar que es la primera piedra que reconstruya secciones, que habitaré nuevamente mi espacio literario original, sin embargo, bien sé que no será así, al menos no por ahora. Basta de lamentos y escribamos lo que he venido a escribir.

Tras leer una elogiosa reseña en un periódico cuyo nombre no recuerdo, me dije que Yoga era un firme candidato a engrosar mis estanterías de libros cuando volviera a realizar una compra selectiva, pero tras encontrarlo en la Biblioteca Pública donde acudo asiduamente, no pude resistir la tentación y me lo llevé. Esperaba un buen libro, no lo que he encontrado.

Yoga es una obra de arte profundamente hermosa, un texto que trasciende su formato de libro para encontrar un equilibrio incandescente entre la palabra y los hechos. Sin lugar a dudas es uno de los artefactos más luminosos que recuerdo. Por si fuera poco es un libro para todos los públicos, a poco que todos los públicos, tenga un mínimo de interés por el mundo que le rodea, un mínimo de empatía, un mínimo de sensibilidad literaria.

Confesaré que me preocupa un poco generar tanta expectativa, porque ya se sabe que las expectativas las carga el diablo y suelen provocar que la obra elogiada tienda a la baja en aquel que llegó a ella tras tanto alboroto y aplauso. Sin embargo, ante esta maravilla que en español ha publicado Anagrama, estoy dispuesto a correr el riesgo.

Llegados a este punto, contar de qué trata Yoga, al menos mínimamente, sería de una lógica aplastante, pero me vais a perdonar, o no, pero invito a quien me lea a que acuda para este punto a las cientos de reseñas que seguro lo hacen mejor que yo. A mí lo que me interesa decir es que mientras leía Yoga empecé a practicar Taichí, escuché la Polonesa de Chopin con ardor, recordé y sentí el drama de los refugiados, y hasta he intentado ser mejor persona. Sí, Yoga trata de meditación, de todo lo anterior y de mucho más.

En el eterno debate de si la literatura debe ser social, me posiciono en el lugar de que no tiene por qué serlo, pero que si lo es, y está bien hecha, bienvenida sea. Yoga sin duda es pura literatura y por si fuera poco, es útil. Es difícil pedir más. Solo queda hacer lo que he hecho, hablar y escribir sobre ella para que llegue a tus manos.


El hombre del salto, Don DeLillo

Terminé de leer la novela y me dije que sí, que podía estar ante una obra maestra. Durante su lectura había pensado otras muchas cosas, ahí van algunas de ellas.

Don DeLillo es un escritor difícil, ya me lo había parecido en Fascinación, la primera obra suya que leí, donde el argumento gira en torno a la existencia de una película porno protagonizada por Hitler en sus últimos días de vida, y donde me costó en ocasiones seguir la trama. Pues bien, El hombre del salto ha venido a dejarme una impresión similar. Sus personajes y la estructura suelen ser en ocasiones difíciles de seguir y me exigió de vez en cuando volver atrás en la frase, en el párrafo, en la página. Sin embargo, me mereció la pena hacerlo. Vaya si lo hizo.

El hombre del salto no es una novela sobre los atentados del 11S que cambiaron el rumbo de la Historia, sino sobre el impacto que causó el acontecimiento en Keith Neudecker, que se encontraba en una de las Torres cuando se produjo el atentado, y en Lianne, su ex mujer, y en su hijo, y en el tipo que dará el título a la obra, y también, parte esencial, en uno de los terroristas que perpetraron la matanza. Es una obra que en definitiva profundiza en las vidas particulares de unos pocos personajes, para levantar un monumento sobre reflexiones y experiencias universales. Es decir, es pura literatura.

Será una obra tan descorazonadora, que llega a humanizar a un terrorista, Hammad. Este no será el fanático clásico que se nos ha enseñado para racionalizar su barbarie (sí lo será Amir, el líder de la célula), sino un ser humano que duda, que ni mucho menos cree ciegamente en la locura que está planeando hacer, y que sin embargo, ahí radica el mayor de los problemas, la hace.

En esta novela nadie tiene brújula y se sobrevive como se puede. No por casualidad, Keith recurrirá en última instancia al azar de las cartas, su hijo echará mano de la imaginación y la negación, y Lianne estará a punto de volverse loca. El hombre del salto, un artista callejero que realizará la sórdida y arriesgada representación de lanzarse al vacío sin apenas protección y jugándose la vida con cada actuación, tampoco tendrá precisamente respuesta alguna con su arte.

Creo que Don DeLillo en definitiva nos quiere mostrar una gran metáfora, la del salto al vacío que es la vida. A nosotros, nos corresponderá extraer algunos pequeños tesoros durante esa caída, para que la hostia merezca la pena. Y sin duda, la literatura es uno de esos tesoros.


Resultado de imagen de don delillo el hombre del salto

 

 

 

 

Sumisión, Michel Houellebecq

Leer a Houellebecq es siempre una experiencia, pero hay experiencias mejores que otras y la lectura de Sumisión me ha dejado un sabor agridulce: esperaba más. Por otra parte, me gusta la sensación de acariciar cierta derrota, de saber que no soy fanático de ningún autor, de creerme con el espíritu crítico intacto.

Lo dicho no quiere decir ni mucho menos que Sumisión no sea interesante o recomendable, sencillamente no ha estado a la altura de mis expectativas, que siempre son muy altas con el francés. Reconozco que se vuela alto en esta novela de política ficción, pero a mi parecer, se vuela torcido.

Es una posibilidad que el tiempo la convierta en un clásico, en una novela visionaria al estilo de 1984 o de Un mundo feliz. Visiones por cierto que a la postre no fueron tan parejas a la realidad, pero sí cercanas. Y supongo que ahí se juega su futuro esta novela. Yo quiero pensar que ni siquiera tendrá esas notas de cercanía. Y espero acertar, aunque reconozco que tal vez me pierda mi optimismo, que no es mucho, pero al menos es mayor que el de Houellebecq.

Vayamos rápidamente con lo que defino como el argumento carcasa. Estamos en Francia, en el 2022, ante unas nuevas elecciones donde el partido Hermanos Musulmanes, con su líder Ben Abbes a la cabeza, ha crecido lo suficiente como para tener opciones de llegar a la segunda vuelta y disputar el poder al Frente Nacional de Marine Le Pen. Para evitar que la ultraderecha gane y gracias a las habilidades de unos y a las torpezas de otros, se termina produciendo una gran coalición que lleva al poder a los Hermanos Musulmanes.

La novela, dividida en cinco capítulos, se podría dividir perfectamente en dos; hasta que el partido político musulmán gana las elecciones presidenciales, y después de que lo haga. Y si antes apuntaba la idea de argumento carcasa, es porque todo lo anterior queda en cierta manera en un segundo plano, ya que en el primero tenemos a François, el protagonista de la novela, un profesor universitario de literatura, especializado en Huysmans, un escritor francés del XIX y principios del XX, cuyo pesimismo es tan sobresaliente, como el hecho de que al final de su vida se convirtiera al catolicismo. Detalles ambos nada baladíes, pues François vendría a ser por el desarrollo de la novela una especie de reencarnación del primero.

El caso es que si analizo la obra en cuanto al personaje protagonista, veo al mejor Houellebecq; metiendo el dedo en las llagas de nuestra cultura, mostrando el brillo de las cadenas del posmodernismo, preguntándose casi con desdén qué hacer con toda esta nada, exhibiendo con crudeza las relaciones sociales y sexuales de nuestros días, no olvidando ni uno solo de sus razonamientos hirientes.

Sin embargo, si la analizo como novela de política ficción, creo que yerra. Por supuesto que el tema es en términos históricos necesario, urgente, me atrevería a decir que crucial: ¿cómo afectará la crecida del mundo musulmán en Europa? Pero creo que estira en demasía el valor demográfico y acalla la importancia de los valores occidentales, como las conquistas feministas de las últimas décadas. La mujer en esta novela es mero objeto, se adaptará el ideario islámico sin presentar batalla; poligamia, formas de vestir, vuelta a reclusión doméstica… No hay resistencia alguna por parte de una sociedad laica y democrática que en Sumisión está prácticamente desaparecida.

Hay justificaciones narrativas a lo anterior que empiezan y terminan prácticamente en la habilidad política del líder del partido de Hermanos Musulmanes, y en que los hombres pueden volver a tomar el control exacerbando sus deseos más o menos reprimidos. Desde luego, a mí no me convence la reducción que hace de las problemáticas. Lo que reprocho a Houellebecq es, que para levantar su mapa del territorio narrativo que le interesa, no traza nada más que unas líneas gruesas, y lo que es peor, me da la sensación que una vez que las elecciones están decididas, el autor se deja llevar con marcha automática tanto como su personaje. Y esa dejadez narrativa y estilística sí que me parece imperdonable.

Por tanto, el problema a nivel literario de la obra no me parece el carácter polémico del tema que trata, sino cierta inverosimilitud que recorren los acontecimientos. Ahora bien, el tiempo dará la razón a Houellebecq o se la quitará en cuanto al desarrollo del islam en Europa, y esperemos que se equivoque y mucho, puesto que ni siquiera pinta el peor de los panoramas posibles.


Sumisión.jpg

Ecuador, Benjamín Prado

Que alguien tan prosaico como yo venga a reseñar poesía puede ser constitutivo de delito, pero asumo el riesgo.

Cada vez que voy a una biblioteca (y últimamente, paradojas, voy mucho por el precio del alquiler), sé que voy de fiesta. Además, desde que he redescubierto el paraíso borgiano, soy también más valiente. Al no haber el riesgo económico que supone una librería y, ante los pasillos del laberinto más feliz que construiremos jamás, dejo llevar mis pasos sin excesivas brújulas y el resultado es siempre una victoria. Así descubrí Ecuador, Poesía (1986-2001).

Ecuador me ha sorprendido por realizar una fusión maravillosa de erudición literaria, experiencia vital y malabarismos lingüísticos cargados de ideas. Adiós a la rima clásica en buena parte de los casos, hola a la poesía que rasga, rompe y abre nuevos espacios, reflexiones y significados a cada palabra y verso.

Hay tantos versos y tantos poemas que me han obligado a releer y a doblar el pico superior de la página para regresar a esa casa recién descubierta, que solo puedo recomendar la obra en su totalidad. Sin embargo, no quiero dejar de señalar en esta diana que es mi reseña, algunas balas como:

«Las ventanas se encienden. Algunos hombres miran la oscuridad, saben lo que desean, pero no lo que necesitan».

«El dolor es siempre nuevo, es el que toca el agua quien inventa las ondas, es el que cae quien inventa el precipicio».

«Una canción es solo la forma de salir de un callejón sin salida».

«Hace falta la noche para ver las estrellas».

«Avanzar es irse quedando solo».

O bien poemas completos como Roto, 4 de octubre en el Landmark Hotel, Siete preguntas para Kurt Cobain y 100 veces mentira. Y es que como dice Benjamín Prado llegado el momento oportuno:

«Hay poemas que saben detener los relojes.

Hay poemas que espantan a los lobos.

Hay poemas que son el camino a una isla.

Hay poemas que son lo contrario al hielo».  

En la literatura en general y en la poesía en particular, tenemos tantos temas como decepciones y desde luego un aire gélido y triste, recorren golpe tras golpe muchos poemas de esta antología. Dos de ellos reclaman en mí sin duda un espacio de honor, las historias de las escritoras Anna Ajmátova y Silvia Plath. Esta última, con tal fuerza que he tenido que incorporarla a mi manera en mi próxima novela. No podía dejar pasar como si nada que alguien llegara a tanto y sin embargo no le sirviera para salvarse. «Soy yo misma. Y no es bastante». Gracias a la lectura de Prado, sé que Silvia Plath escaló su dura montaña, pero que incluso así, metió la cabeza en el horno.

Sí, hay un considerable pozo de amargura en buena parte de la obra, porque al fin y al cabo es el reflejo mismo de la vida. Pero para los que vamos quedando, leer, y leer poesía más si cabe, es un modo de no ahogarnos dentro de ese pozo.

Entré en Ecuador con dudas, salgo con un compromiso: leer más poesía, leer más a Benjamín Prado.

Agosto 2018


Resultado de imagen de ecuador benjamin prado

Ampliación del campo de batalla, Michel Houellebecq

¿Hacia dónde va la novela? Esta pregunta que me hicieron, cuando yo trataba de explicar de qué iba el libro, me atravesó como un bisturí que te deja las profundidades de la carne al desnudo. No tenía ni idea, o al menos no mucha. El protagonista es un informático bastante antisocial (nada raro de acuerdo a los cánones del tópico), que aparte de su pasión por la lectura y de escribir fábulas éticas (aquí ya estamos fuera del lugar común para entrar en terreno extraño), parece tener ganas de que estalle el Sol y todo se vaya a la mierda. Contemplamos su hastío a lo largo de las páginas, y lo hacemos de la mano de un anecdotario que tira hacia lo desagradable.

Es en la vorágine de sus rutinas anodinas y amargas como conoce a uno de sus compañeros de trabajo y, al describirlo por otras cuantas páginas, saltó en mí la idea de que Houellebecq ponía en marcha un recurso narrativo que ya le encontré en otras novelas, la de poner junto a su protagonista antipático y desagradable, otro personaje mucho más desagradable, de modo que por contraste, al lector el primero le resulte más llevadero. Sin embargo me equivoqué y llegamos así al episodio que tal vez justifica por sí solo la novela y el tiempo que se pasa con ella.

Hacia el final de la segunda parte (la obra es corta y tiene tres) ya sí podemos decir ante lo que estamos: un psicópata al descubierto, un enfermo mental muy listo al borde de su crisis violenta, un hijo de puta en toda regla, que a diferencia de otros muchos hijos de puta, no sabe qué hacer con su hijoputismo. En fin, se podría hablar de vacío existencial, pero lo anterior me parece más preciso. Houellebecq, sin embargo se muestra optimista, y su personaje fracasa también en su manipulación psicopática hacia su compañero de trabajo. Por los pelos y no sin consecuencias. Al final, el pobre secundario da mucha pena, sin dejar de dar grima.

El resto de la novela no alcanza ese cénit prematuro y me genera la sensación que luego he corroborado por internet; estaba ante una de sus primeras obras, aunque el francés ya daba muestras de lo que estaba por llegar. Efectivamente y si Wikipedia es precisa, Ampliación del campo de batalla es su primera novela, publicada en 1994 cuando su autor contaba con 38 años. Con Ampliación ya puso en práctica el lema que tanto le ha caracterizado, encontrar las llagas de la sociedad y retorcer el dedo en ellas, lo más fuerte y profundo de lo que es capaz. Y aseguro que es muy capaz.

Algunas de las reflexiones que el protagonista amargado de su tiempo y de su sociedad lleva a cabo, son brillantes (recogeré brevemente dos, la idea de que “el hombre es un adolescente disminuido”, es decir, en la adolescencia alcanzamos nuestra plenitud y todo lo que sucede después es una lenta agonía; la otra, la que da precisamente pie al título del libro, apunta que el liberalismo amplía el campo de batalla de las personas, con este sistema deben luchar por todo y en todo momento, sin edad, sin tregua y sin cuartel unos contra otros), y puedes o no compartirlas (yo por ejemplo creo que el campo de batalla no se debe al liberalismo, sino a algo un poco mayor, la vida), pero quedan ahí para que las mastiques, con calma, si no quieres atragantarte. De hecho, resultará difícil que no te entren ganas de echar a correr, pero ahí surge el último de los problemas que se plantea Houellebecq en su personaje, ¿hacia dónde se puede huir, acaso hacia la profundidad del bosque?

Julio 2018