He escrito otro libro, y hay días que me siento culpable

Escribir es un arte tan difícil como cualquier otro, pero vender y promocionarse lo es mucho más, o al menos lo es para mí.

Hace cosa de un par de meses terminé mi sexta novela, ahora intento colocar la quinta, mientras empiezo a dar la cuarta por imposible (las tres primeras ya están sueltas por el mundo). Y qué distinta es la sensación a cuando publiqué mi primera, Hermanos y reyes. El día de su presentación, allá por un lejano 2013, lo cuento entre los más felices de mi vida.

No es que por entonces hubiera conseguido publicar con un gran sello, pero sí tenía editor, cantidades ingentes de ilusión y, sobre todo, mi inocencia a salvo. Sin duda alguna debía pensar que era un primer paso hacia el estrellato (o tal vez no, nunca he sido demasiado triunfalista) de otros muchos que ya no tendrían freno.

El caso es que hoy, ocho años más tarde, la cosa es bien distinta. Cuando por fin tengo Mi hermana y yo, o un talento especial para el fracaso entre mis manos, tengo claro que no haré presentación alguna, ni por todo lo alto ni por todo lo bajo. Y ni siquiera tengo especiales ganas de anunciar a los cuatro vientos que he publicado otra novela. Tan solo querría tiempo para ilusionarme en otras tramas, otros personajes, otras obsesiones. Y sin embargo.

Y sin embargo, aquí estoy. Porque bien sé que es hora de mover y publicitar y dar la brasa con mi nueva obra, pues al fin y al cabo forma parte de lo ineludible. Y sobre todo, porque creo que he escrito una buena historia, que además, me ha costado mucho esfuerzo y merece al menos la oportunidad de sus lectores.

Así que aquí estoy, tecleando estas líneas, en la contradicción de pediros a los de siempre y a los que se quieran sumar, que gasten su tiempo y su dinero en Mi hermana y yo, o un talento especial para el fracaso, mientras me atenaza la sensación de que podríais hacer algo mejor con vuestras horas y vuestra economía.

Aunque si me da por pensarlo un poco mejor, me terminan de convencer las ganas para subrayar que ya sois mayorcitos para saber lo que queréis hacer, que mi novela es un artefacto literario bastante digno, y que leer e invertir en un libro solo hace daño a los malos. Así que adelante, leedme, leedme, benditos.


Filosofía para resistir, comprender y pelear

En un mundo como el nuestro donde se habita en lo inmediato, en la urgencia y en la necesidad de lo práctico, resulta comprensible que la Filosofía haya sido arrinconada y se le eche paladas de desprecio bajo las acusaciones de ser difícil, aburrida y de estar pasada de moda. Pero que resulte comprensible de acuerdo a los cánones que nos imponen no quiere decir ni mucho menos que sea verdad y, como me gusta nadar a contracorriente, aunque sea solo por molestar, vengo a presentar tres obras muy breves (digamos que la más larga no se llevaría siquiera dos horas de vuestro tiempo) y de lenguaje relativamente sencillo (digamos que solo requerirá prestar una atención debida), pero de una importancia tal, que quien las lee mejora automáticamente su capacidad de resistencia, de comprensión y de pelea. Y si con la que está cayendo no consideran esa mejora como algo urgente y necesario, pues qué quieren que les diga, mejor no sigan leyendo.

 

“El mito de Sísifo” Albert Camus (tiempo estimado: ni 15 minutos).

Camus publicó en 1942 su ensayo “El mito de Sísifo” para exponer su visión del absurdo, que contribuiría y mucho a asentar el existencialismo (junto a las obras de Sartre y de otros pensadores), un planteamiento de la vida más que necesario en plena II Guerra Mundial y durante una posguerra más que Fría, helada. La Historia nos obliga a hacernos determinadas preguntas y en esos años resultaba necesario más que nunca responder a la acuciante, ¿por qué no suicidarse? Sobre ese punto de partida reflexiona Camus.

Sin embargo, ni siquiera vengo a invitarles a leer todo el ensayo, unas 180 páginas, aunque por supuesto sería la decisión acertada, sino a recomendar encarecidamente el último capítulo, que da título al libro, y donde se nos cuenta que Sísifo, condenado eternamente a subir una roca que caerá de nuevo al llegar a la cima, es definitivamente el héroe absurdo.

Lo cierto es que resulta difícil encontrar páginas donde se entrelacen más bellamente la filosofía y la literatura (solo por eso ya deberíamos honrar a Camus), pero es que además expone una serie de argumentos para superar la sensación de futilidad y sinsentido que nos envuelve tanto ayer como hoy. El absurdo existe, sí, y machaca, también, pero es una condición de posibilidad para rebelarnos, para crear, para sonreírle a la vida y decir, a pesar de todo, todo estará bien mientras respiremos.

Dice Camus al comparar a Sísifo, a Edipo, al Kirilov de Dostoyevski, que “la sabiduría antigua coincide con el heroísmo moderno”, que ellos representan la victoria absurda, que sus destinos les pertenecen después de todo, que la roca del condenado es su casa, que hay que imaginarse a Sísifo feliz.

Pues bien, lo que yo me pregunto y lo que a mí me preocupa es que nosotros, ni antiguos ni modernos, no sé si contemporáneos o postmodernos, o qué sé yo, no podamos decir lo mismo, que nuestra roca ni siquiera sea nuestra, que a pesar de todo, tampoco se esté bien, que no podamos imaginarnos felices más allá de la aparente felicidad en la que tratan y tratamos de envolvernos. Y esto último, los más afortunados… Pero sigamos sin caer en el desaliento, que no hemos venido a caer derrotados.

“Sobre verdad y mentira en sentido extramoral” Friedrich Nietzsche (tiempo estimado: 45 minutos, pero mejor si se le dedica 1 hora).

Solo por conseguir que uno de los lectores de este artículo se ponga a buscar en internet este texto nietzscheano de unas 20 páginas, incluso solo por imaginaros leyendo el primer párrafo, a mí me habría merecido la pena cada palabra que aquí escribo y pienso. Señalaba en Camus que es difícil superar su capacidad para aunar filosofía y literatura, pues bien, el genio alemán lo consigue. Compruébenlo, os reto.

En ese primer párrafo Nietzsche pergeña una fábula donde define toda la andadura de la humanidad como “el minuto más altanero y falaz de la Historia Universal”, y con todo lo que sabemos hoy que no se sabía por 1873, fecha de su publicación, solo cabe decir que todavía es más cierto ahora que entonces, porque, ¿qué seremos una vez se haya apagado nuestro Sol? O, ¿qué después de que nos hayamos ido a la mierda tras cargarnos nuestro propio planeta? Apenas un minuto en la historia del universo, y uno no demasiado feliz, por cierto.

Sin embargo, mientras ese minuto transcurre, hay que sobrevivir y vivir si es posible y para ello, nos dice Nietzsche, el ser humano está dotado del intelecto, un mecanismo capaz de construir apariencias de verdades absolutas, que lo que esconde en demasiadas ocasiones es un pseudoconocimiento rastrero y mentiroso.

La crítica radica entonces no en lo que se es, pues no podemos escapar de nuestra finitud, de nuestra fragilidad, de una vida en constante cambio, sino en querer pasar por verdad lo que no es sino arbitrario, relativo a un acuerdo lingüístico, o social, donde han intervenido olvido e intereses a lo largo de los siglos para construir dioses, o paradigmas científicos, que sin embargo no desvelan una X que está más allá de nuestras posibilidades.

Pero veamos cómo lo plantea el propio Nietzsche en uno de sus párrafos: “¿Qué es entonces la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son”.

Las consecuencias de lo que Nietzsche plantea no son nada halagüeñas: vivimos sobre unos cimientos que pretendemos firmes, pero que son arenas movedizas. Es ahora cuando llegará nuestra elección, y donde creo que podemos fracasar o tener éxito en cualquier orilla que elijamos. Quiero decir, podemos abrir los ojos y tratar de bailar en esos temblores, o seguir mintiéndonos hasta que un día despiertas y te derrumbas con todo  el edificio encima. Pero también puede que no sea así, porque estamos hartos de ver a gente que vive toda la vida engañada, y de asistir a desastres donde asumir la fragilidad y donde haber aprendido a danzar, no fue suficiente ni salvó de nada. Así que mi consejo es que si alguien quiere desengañarse, no lo haga mirando el resultado. Y si no, ¿saben cómo acabó Nietzsche?

“Discurso de la servidumbre voluntaria” Étienne de La Boétie (tiempo estimado: dos horas irán mejor que una, o que hora y media).

Hace más de 450 años, en 1548 para ser precisos, un muchacho llamado Étienne de La Boétie escribe este breve ensayo que está hoy considerado como una pieza fundamental del pensamiento (político y social) moderno. Étienne tenía tan solo 18 años cuando la termina (moriría con 33; no se escape que los tres autores que he traído tuvieron vidas breves y su muerte prematura es una tragedia histórica por habérsenos robado quién sabe qué maravillas), y si no hubiese sido por la obstinación de su mejor amigo para que el texto viese la luz, lo más probable es que la obra se hubiese perdido sin remedio. Ese amigo, por cierto, no fue otro que Montesquieu.

Pero más allá de sus avatares de escritura y supervivencia lo que hace grande el “Discurso” es su originalidad y profundidad. Recurriendo a una erudición clásica y bajo un aparente análisis de las formas de gobierno de la antigüedad, se dedica a dar palos a su presente, la Francia de la época, y por extensión, hará un análisis aplicable a toda forma de tiranía basada en el concepto de servidumbre voluntaria. Concepto que expone y desarrolla y que te puede hacer temblar por su (por desgracia) terrible actualidad.

“No un Hércules ni un Sansón, sino un hombrecillo, frecuentemente el más cobarde”, a este solemos servir, nos dice La Boétie, porque si bien es verdad que “al comienzo uno sirve obligado y vencido mediante la fuerza; pero los sucesores sirven sin pena y hacen voluntariamente lo que sus predecesores habían hecho por obligación.” Y vaya, se me ocurre un ejemplo de casi cuarenta años muy doloroso en el que “personificar”.

Y por seguir lacerando las heridas: “es increíble ver cómo el pueblo, desde que se le ha sojuzgado, cae pronto en un olvido tan profundo de su libertad que ya le es imposible despertar para reconquistarla: sirve tan gustosamente y tan bien que, al verlo, se diría que no sólo ha perdido su libertad, sino además ganado su servidumbre”.

Una vez analizada la situación a través de ejemplos de la antigüedad que le permite presentar distintos tipos de tiranos (para así hablar del suyo sin perder la cabeza), y  hablando también de los “nuestros” venideros (sin poder ser consciente de ello, claro), vendrá a exponer la manera de combatirlos. Una manera que lo convierte en uno de los pilares fundamentales del anarquismo (aunque el término resulte aquí un tanto anacrónico). Pero sea como fuere y yendo al grano, se nos dice que “si estáis resueltos a no servir más, seréis libres”.

El análisis de La Boétie será el siguiente, puesto que no son las armas lo que defienden al tirano una vez se ha asentado en el trono, sino el pueblo que se somete por su docilidad voluntaria, debería ser posible liberarse del yugo del opresor, aún sin la fuerza de las armas. El problema principal a resolver sería la ignorancia a la que está sometida el pueblo, y las promesas recibidas de ser, algunos de ellos, los que en un momento dado llegarán a explotar a los demás. Sin embargo, si se lograra no darles nada a los tiranos (¿pueblo unido?), porque cuanto más se les sirve más fuerte se hacen, si hiciésemos justo lo contrario, “si no se les da nada, si no se les obedece en absoluto, sin combatir, sin golpear, se quedarían desnudos y derrotados”.

Desde luego no vamos en esa dirección, ni entonces, ni ahora, pero es curioso que tengamos el camino abierto desde hace tanto, y deplorable que no nos atrevamos a ponernos en marcha de una vez, o de una vez por todas, porque intentos históricos no faltan.

Llegamos al final de las particulares reseñas en las que he querido aventurarme y aventuraros, y aunque supongo que la mayoría se habrá quedado por el camino, tal vez alguna y alguno incluso queráis más. Si fuera así, id a los textos originales, no os quedéis con mis pobres palabras, recordad que todo está en los libros y que a veces solo falta encontrarlos: feliz comprensión, resistencia y pelea. Y sonreíd mientras leáis, que vamos a necesitar de esa suerte y de esa felicidad.


 

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Postmodernismo, sociedad líquida y posverdad, o de cómo todo se tambalea

“La luz mala se ha avecinado y nada es cierto” Alejandra Pizarnik

Mi querido lector, si concibes el mundo que te ha tocado vivir como una encrucijada, tal vez te sirva en tu camino familiarizarte con el cóctel de este artículo, donde presentaré tres ingredientes que combinan a la perfección y que puedes probar a servir (si se te va un poco la olla) en cualquier tertulia más o menos seria, reunión familiar más o menos tensa, o conversación entre amigos con más o menos cañas de por medio, siempre y cuando, eso sí, los temas vayan más allá del fútbol, de la prensa rosa, o de nuestros lamentables políticos. No obstante y ahora que lo pienso, todo lo anterior también cabe en esta misma coctelera. De todos modos recomiendo servir con mesura; hay riesgo elevado de que al poner sobre la mesa el postmodernismo, la sociedad líquida y la posverdad, se te acuse de cuñado, sabiondo, pedante, listillo, repelente… Aunque vuelvo a pensar y me digo que en estos tiempos nunca se sabe y que lo mismo se te tilda de llegar tarde a la fiesta.

EL POSTMODERNISMO

Sin duda es el concepto ingrediente del cóctel más conocido de los tres, el más usado desde hace décadas, el más desgastado y sobre el que se ha escrito hasta el vómito. Sin embargo puede ocurrir que no lo conozcas (al fin y  al cabo es conocido, pero digamos que sobre todo dentro de un mundo académico), o quizá te suene tan solo un poco, o a lo mejor sí sabes de lo que hablo, pero te gustaría poder lucirlo más. Trataré de ayudar sin llegar a aburrir. Trataré.

Me gusta la metáfora que explica el postmodernismo como el viaje a la deriva sobre los restos del naufragio del siglo XX. Pero, ¿qué hubo antes de ese naufragio? Durante muchos siglos los seres humanos viajaron en un barco que no era muy lujoso, pero sí seguro: la religión. Durante varios milenios las condiciones de vida para la mayoría de las mujeres y de los hombres resultaron muy difíciles, pero al menos quedaba el consuelo de tener la certeza de un Metarrelato donde se te explicaba con claridad absolutamente todo; de dónde veníamos, qué nos tocaba hacer aquí y qué nos esperaba una vez muertos. En definitiva, se vivía con unas instrucciones de uso que nos gustasen o no, daban seguridad y eran seguidas por la práctica totalidad de los mortales.

Y son esas instrucciones de uso las que sufrirían en el siglo pasado modificaciones importantes con vistas a quitar el trono a Dios. Que quede claro, no limitarle o encontrarle un espacio más confortable (como veremos que se intentó hacer en los siglos previos), sino sustituirle. Se pretendieron así nuevos modelos de Metarrelato, cambiar el viejo trasatlántico de la religión por otros más potentes, lujosos y acordes a los tiempos. Los fascismos y los comunismos mesiánicos se echaron al mar dispuestos a domar sus aguas. En sus bodegas tenían tantas respuestas, o incluso más, que las que aparecían en los viejos libros sagrados.

En fin, no debería hacer falta recordar las zozobras que esos Megabarcos sufrieron en el siglo XX, pero desgraciadamente la memoria es tan débil, algunos maderos tan insumergibles, y el agua del océano tan insalubre y fría, que no me resulta extraño que todavía hoy tengan una enorme capacidad de seducción en la gente, incluso sin timones, con las cubiertas llenas de agujeros y sin capitanes… aunque me da por volver a pensar y me digo que precisamente no faltan candidatos para gobernar esas astillas y prometer que de ellas harán nuevos Titanics.

Y bueno, ya que estamos reflexiono que el siglo XXI necesita lo contrario de esos capitanes salvapatrias y salvarazas, que lo que necesita con urgencia son Don Quijotes que arremetan contra nuestros gigantes disfrazados de molinos. Pero esta andanza escapa a los límites de un artículo que retomo con el siguiente de los ingredientes.

LA SOCIEDAD LÍQUIDA

La deriva postmoderna ha lamido todas las orillas; filosofía, lingüística, arte, literatura, arquitectura… Y no cabe duda que nuestro segundo concepto bebe en abundancia de la idea de postmodernidad, aplicado a la sociología y traído de la mano del polaco Zygmunt Bauman.

Zygmunt Bauman nos ha dejado recientemente (Poznań, 19 de noviembre de 1925, Leeds, 9 de enero de 2017), pero se ha ido tras erigirse como un asidero firme y lúcido que nos permite entender mejor lo que ocurre en esta sociedad que bautizó de líquida.

La metáfora es realmente buena, precisa y llega como oposición a lo que nos dice que existía antes: una sociedad sólida (o mejor, pretendidamente sólida). Vayamos con ambas para una explicación por contraste. Bauman sitúa el inicio de la modernidad en el terremoto de Lisboa de 1755. Este terremoto, que los sismólogos calificarían hoy de 9 en la escala Richter y que causó entre 60.000 y 100.000 muertos (por cierto, llegó el 1 de noviembre, la festividad de todos los santos, no se nos escape la cruel ironía), fue una conmoción para toda Europa hasta el punto de que la obligó a replantearse sus cimientos: ¿cómo era posible que el buen Dios permitiera un desastre de tal magnitud?

A partir de entonces y a grandes rasgos se produjo una apuesta por la racionalidad bajo la idea de que la naturaleza era ciega, a Dios le importábamos menos de lo que creíamos, y más nos valía ocuparnos de administrar nosotros mismos nuestras cosillas aquí en la Tierra. No se pretendió atacar la fe (al menos no de manera general o radical), sino perfeccionar nuestra singladura por el valle de la vida; la Ilustración, el desarrollo científico-técnico, o el sueño de Goya de que la razón produce monstruos, forman parte de este proceso.

La búsqueda de más solidez frente a lo que ya se tenía, ese es el modelo de sociedad que se persiguió en la Modernidad y que se enfrenta a la sociedad líquida, la actual, la nuestra, esta donde todo se mueve, se desmenuza, cambia. Por supuesto habrá excepciones, pero ya no tenemos una sociedad donde los trabajadores pasan toda su vida en la misma fábrica, o donde naces y te aburres para siempre en la misma ciudad, o donde el amor se rompe por la muerte tal y como pide el cura en el altar, y no a través de un mensaje de wasap. El modelo puede gustarnos más o menos, podemos vivir el ritmo frenético que nos atenaza como una catástrofe, o como un caldo de oportunidades, pero nos guste o no, ahí está agitando sus turbulentas aguas: es nuestro tiempo.

El tiempo de la precariedad, del individualismo más recalcitrante, del poder de los Estados-Nación evaporado por el Mercado Global, del todo a cortísimo plazo, de la imposibilidad de planificar el futuro… En fin, si no éramos ya suficientemente frágiles, pues tomemos dos tazas. Así las cosas, me apetece pensar que comprender nuestro tiempo nos ayuda a levantarnos cada vez que se nos arroja contra el suelo. Un suelo duro, pero no lo olvidemos, lleno de barro. Y el barro ensucia, pero también amortigua.

LA POSVERDAD

A riesgo de cruzar el límite de la metáfora me atrevo a pensar que el postmodernismo es una concepción de nuestro tiempo hecha a vista de águila, que la sociedad líquida nos explica el modelo de sociedad que tenemos desde una distancia cercana, y que la posverdad adentra y profundiza la mirada en un campo concreto: la política.

Quién le iba a decir el dramaturgo Steve Tesich, cuando en 1992 usó por primera vez el término de posverdad para escribir sobre el escándalo del Watergate y de la Guerra del Golfo, o a David Roberts, cuando en 2010 lo cargó con el significado actual, que el “Diccionario Oxford” nombraría a este concepto la palabra internacional del año 2016.

Ese mismo diccionario, que señala un incremento del uso de la palabra del 2000% en comparación al 2015, define que la posverdad “denota circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública, que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”. O lo que es lo mismo, que la verdad importa menos que los sentimientos. O todavía más resumido, que quien grita mejor, se lleva las elecciones.

Efectivamente, bajo esas definiciones Trump se ha erigido como el máximo exponente de la posverdad. Pero antes de él se ha utilizado para tratar de explicar el Brexit, o el fracaso del referéndum sobre las FARC en Colombia. Es decir, que se ha utilizado para tratar de explicar unos resultados electorales que antes de producirse parecían improbables, cuando no imposibles.

Y es que una de las características que veo en la posverdad es que siempre llega tarde, nos explica el fracaso, pero no lo previene. Nos dice, hay mentiras mucho más creíbles que la verdad, incluso nos puede señalar cuáles y por qué, pero eso no cambia un resultado donde el problema no está en la diferencia de fuerza (Clinton no tenía precisamente menos apoyos que Trump, y lo mismo ocurría en los otros casos paradigmáticos). ¿Es entonces la pura estupidez de la gente en un grado máximo? No lo creo, aunque tenga la tentación de decir que por supuesto. Simplificar las cosas viene bien para dejar tranquilo nuestro esfuerzo racionalizador, pero la posverdad solo toca tangencialmente un fenómeno mucho más complejo; la crisis de nuestra sociedad y de nuestro tiempo.

Pienso (reconozco que a estas alturas ya estoy agotado) que para entender la deriva y el desastre que nos envuelve, toca trazar el camino a la inversa; de la postverdad a la sociedad líquida y de esta al postmodernismo. Sostengo que la mirada debe ir de arriba abajo y de abajo arriba para comprender el objeto que se mira. Pero que también debe tomarse tiempo (lo que va en contra de nuestros días), e incluso valor y originalidad (reclamo de nuevo la figura de don Quijote). Al final, el esfuerzo que se requiere para comprender el mundo que nos atenaza es tan enorme y la coctelera te deja una resaca tan jodida, que solo unos pocos eligen no acabar (exclusivamente) sumergidos en el fútbol, en la prensa rosa, o en quedarse con una política que vaya más allá del insulto y del, “y tú más”. Pero a mí pónganme otro chupito, que ninguna resaca me enseñó nunca demasiado.

Abismo (Poema).

Siempre digo lo que pienso

De entre todas las mentiras que acostumbrarnos a decirnos, la de siempre digo lo que pienso es una de las más manidas, sobadas, recurrentes, aburridas. Lo veremos en breve, o intentaré que se vea; yo diré cualquier cosa para que vosotros entendáis lo que os apetezca, en ocasiones debe ser así, a veces solo puede ser así. Pero no nos desviemos del tema. En apariencia la frasecita de la sinceridad ante todo viste bien, no lo niego, pero solo si la miramos de lejos, porque si decidimos acercarnos sus ropajes ya no combinan tanto.

No se me acuse (al menos no todavía) de promover la mentira, de apoyar la hipocresía, de incitar al cinismo. Solo pretendo ser sutil. Tan sutil como la dinamita. Y es que tengo mis dudas de que el ser humano sea el único animal racional (sospecho que no soy el único), pero ninguna de que somos el único que miente y que se miente de manera abrumadora.

Decir siempre lo que se piensa no es que sea mentira, es que es imposible. Por ejemplo, por una cuestión, digamos, casi metafísica: somos capaces de pensar una cosa y la contraria en tanto que la contradicción es intrínseca a nosotros. A veces es cuestión de confusión, de no haber pensado lo suficiente sobre un tema, o de haber pensado precisamente demasiado. Pero en cualquier caso ahí está, como un quiste inextirpable, anexo en nuestro viaje.

Decir siempre lo que se piensa no es que sea mentira, es que no es aconsejable. Por ejemplo, por una cuestión, digamos, de supervivencia. Decir en todo momento lo que se piensa de tus padres, de tus amigos, de tus enemigos, de tus jefes, de tu pareja (a veces lo anterior se combina en diferentes cócteles), significaría un suicidio social. Y no solo social, sería como saltar a las vías del tren cuando este pasa. Un tren por cierto de alta velocidad.

Decir siempre lo que se piensa no es que sea mentira, es que es poco ético. Por ejemplo, por una cuestión, digamos, de generosidad. La sinceridad está sobrevalorada. Al menos si por «sinceridad» entendemos dar tu opinión a costa de hacer daño. A veces ni siquiera se busca la verdad, sino inflar el ego (y todos deberíamos saber que hay motivos todavía mucho peores para la verdad). Callarse a tiempo puede ser un ejercicio de empatía, de solidaridad, de respeto.

Decir siempre lo que se piensa no es que sea mentira, es que encima resulta feo. La belleza del silencio es incuestionable. ¿Cuántas veces no es preferible callar a la obviedad? ¿Cuántas no es mejor no decir, si lo que pensamos es aburrido y antiestético? Decían los clásicos que «verdad» y «belleza» caminan de la mano, y que descubrir ese camino era el conocimiento. No estoy del todo de acuerdo con esa idea y pienso que es otra forma de engañarse, pero vaya, los clásicos se engañaban de una manera hermosa.

Sencillamente creo que «siempre», «decir» y «pensar», no hacen el mejor de los tríos, y que puestos a hacer uno, todas las partes deberían sentirse a gusto. Y dicho esto, ya dije lo que pienso, como siempre.


Publicado originalmente en dekrakensysirenas.com, @krakensysirenas

Carta de amor a la Filosofía

¿Qué me ha enseñado la filosofía?

De Immanuel Kant aprendí que somos unos ineptos con cierta capacidad para la paradoja; nunca podremos resolver la pregunta de si hay dios o no, de si tenemos alma o nada, de si existe libre albedrío o todo está jodidamente escrito. La ciencia dirá que es cuestión de tiempo, la religión que tengas fe, Kant, que sencillamente nuestra capacidad para conocer esas respuestas tiene su límite, que no está preparada para resolver tales disputas, y que sin embargo, estamos programados para preguntarnos una y otra vez sobre eso mismo que no somos capaces de resolver. Podemos llamarlo también eternas arenas movedizas.

De Friedrich Nietzsche aprendí mucho. Por ejemplo, que si Kant hubiera escrito de modo más inteligible y literario, la Historia sería bien distinta, quizá mejor, seguro que más bella. Tal vez exagero. Tal vez no. Pero sigamos con Nietzsche y algunas de las enseñanzas que me ofreció, como esa  por la que el dolor físico y los fracasos rotundos (para ejemplo los suyos, especialmente los suyos) no deben importar, o incluso pueden llegar a anhelarse cuando a cambio se concibe el eterno retorno de lo mismo. Con su actitud aceptaba el sufrimiento, la enfermedad, la locura, a cambio de la intensidad, de la lucidez, de afirmar por encima de todo y a pesar de todo, la vida.

También me enseñó que leerle me hace más despierto, y que la idea del superhombre es la voluntad de una flecha lanzada al infinito, donde la flecha debe ser cada uno de nosotros, y el infinito nuestra capacidad de superarnos. El Übermensch es luchar por romper nuestras propias barreras y nuestros límites. No siempre se le enseña así. Lo sé. Así es. Es una pena. Es asombroso.

Al principio fue el asombro. Lo dijeron los presocráticos. Y por eso y porque fueron un paso más allá en las respuestas que hasta entonces daban las mitologías, mi total respeto. Por cierto, también un presocrático me enseñó a rechazar definitivamente la forma antropomórfica de dios con su argumento de que si los caballos tuviesen manos y supiesen dibujar, dibujarían a sus dioses con forma de caballo. Sencillo, brutal.

Brutales fueron Platón y Aristóteles. Hay que leerles a ellos y a los que llegaron después para entender esa frase que apunta que toda la filosofía occidental no es sino notas a pie de página a las obras de estos monstruos. Quizá no esté de acuerdo, porque habría que incluir también a la no occidental. Son una escalera a cualquier ventana que dé al conocimiento.

De la escalera del conocimiento habló Ludwig Wittgenstein para pedir que una vez estuviésemos arriba, la arrojásemos bien lejos. La filosofía ha muerto, proclamó en cierta manera. ¿Fue el último filósofo? Una respuesta es que él mismo no dejó de hablar filosóficamente después de pretender haberse deshecho de la escalera. Revolucionario, sí, brillante, también, saludable a la hora de introducir una sangría necesaria a tanta metafísica, por supuesto. ¿Pero acaso no le había contestado ya Kant? Estamos condenados a la filosofía (¿la escalera?). Peores condenas hay. Eso seguro. Además, no es tan fiera, ni tan aburrida, ni tan complicada como la pintan.

Sobre la complicación nos dio ya Occam el mejor de los consejos con su ilustre navaja, acero forjado por el siglo XIII y todavía perfectamente afilado; si hay dos o más explicaciones, en igualdad de condiciones la más sencilla será la más probable. ¿La filosofía no puede ser práctica? Prueba a aplicar este principio en tu vida y verás cuánta mierda te ahorras.

De otro cristiano de lo más fervoroso, san Agustín (no se pierdan eso sí su vida antes de su conversión), aprendí que el problema al que todos nos enfrentamos a diario no es precisamente nuevo: que sepamos lo que debemos hacer no sirve precisamente para que lo hagamos. En términos religiosos podemos expresarlo como que saber cuál es el camino del bien no sirve para mucho, si acaso, para culparte cuando eliges el camino del mal. Suele ocurrir que en cuanto tenemos conciencia del mundo, la fe no basta. Así fue al menos en mi caso.

A falta de fe tuve que aprender de otros que no fueran Dios. Sartre llegó en el momento justo ¿Cuánto no me ha mostrado? Sobre el peso de la libertad y de la responsabilidad, sobre la necesidad de elegir, sobre hacer, sobre qué hacer. Y con Sartre y el existencialismo, y con Camus y su Sísifo como paradigma de resistencia, aprendí a sonreír frente al absurdo. Es difícil pedir algo más intenso. Y sin embargo me lo ofrecieron. Me enseñaron el camino. Porque especialmente Sartre, Camus y de nuevo Nietzsche, me señalaron que literatura y filosofía pueden ir de la mano. Y deben ir de la mano. Al menos, otra vez, en mi caso.

No hay dos sin tres, y vuelvo al alemán para ponerle en otro trío, esta vez junto a Karl Marx y Sigmund Freud. Ellos fueron catalogados célebremente como los maestros de la sospecha. Sospecharon y demolieron la conciencia como hasta ese momento se entendía. Desde tres puntos de vista distintos. Para nunca más volver a ser nada igual. Solo un ignorante puede decir que la filosofía es inerme. Marx nos enseñó cómo la estructura de la economía domina y falsea las relaciones que nos damos entre nosotros. Por si fuera poco, dijo que había llegado la hora de cambiar el mundo y no solo de interpretarlo como había ocurrido hasta ese momento. Y todo cambió. Freud, por si no fuese todo ya suficientemente complejo, nos arrojó a la cara el inconsciente. Un siglo largo ha pasado desde entonces y todavía hoy no sabemos muy bien qué hacer con esa bomba que habita en nosotros, incómoda, inconmensurable. Nietzsche, que destrozó y desbrozó y desarmó tanto, construyó, como también construyeron sus parejas de baile (por eso se les recuerda especialmente y no solo por hacer con su dedo en la llaga, un infierno), una nueva música. Y en la desvalorización de todos los valores supo ver que teníamos mucho por hacer, y él desde luego construyó más sentido y me atrevería a decir que incluso esperanza, que la mayor parte de sus enemigos, declarados o encubiertos.

Sí, la filosofía es peligrosa y peligrosos son todos los que he mencionado antes y mencionaré ahora. Como Jung y su capacidad para alcanzar cualquier rincón con su mirada universal. Como Foucault por hacer arquitecturas de conocimiento casi imposibles que desestructuran lo que hasta ese momento había sido evidente. Como Unamuno por enseñarme a borrar los límites entre la ficción y la realidad en su niebla. Como Ortega y Gasset por mostrarme el corazón de lo español, de lo europeo, de la masa. Como Simone de Beauvior demostrando que el feminismo había venido para quedarse porque sencillamente es lo justo. Como Hanna Arendt enseñando que el mal es banal, que el mal es cada uno de nosotros huyendo de las decisiones éticas que debemos tomar. Como Stirner por dibujar el camino del anarquismo. Como Spinoza, como Hegel, como Schopenhauer…

Todos ellos y muchos más maestros de la Historia en el mejor de los sentidos y atacados y reducidos hoy en nuestro sistema educativo por la peor de las formas: desde el desprecio y la ignorancia. ¿O tal vez no se trata de ignorancia? Porque no se puede tratar de tanta ignorancia. No cabe tanta ignorancia sino en una estrategia interesada, tal vez burda, mediocre, pero nunca sin propósito, nunca ignorante.

Pero da (relativamente) igual. La Filosofía no ha muerto y no va a morir. Forma parte de nuestro ADN. La filosofía es muchas cosas, entre otras, buscar la pregunta adecuada y cuestionarse la respuesta que parece definitiva. Y en España no hay nada menos definitivo que un Plan de Estudios. En cualquier caso la filosofía traspasará las fronteras que se le pongan por medio y atravesará los muros que haga falta. Ya se encargará de un modo o de otro de seguir respirando, porque también, la filosofía es bella, y la belleza siempre encuentra un camino para resistir.

Todo esto, y mucho más, me ha enseñado la filosofía.


Publicado originalmente en dekrakensysirenas.com, @krakensysirenas, el 28.06.16

Peligro de extinción

Hoy no vengo con un relato bajo el brazo, hoy vengo con una arcada, con una exageración. Pero no descarto con ello encontrar algo de verdad: en estos tiempos que corren los niños son una especie en peligro de extinción. Y no me refiero a un problema estadístico.

Uno puede pasear por la calle y encontrarse a muchos de ellos, en las escuelas e institutos todavía hay bastantes ejemplares, e incluso en los parques de toda la vida (esos de tierra y columpio) queda alguno. Pero no nos engañemos, son más bien niños de pega, de cartón piedra que si se les rasca se les desfigura la escasa inocencia y lo que viene a surgir son códigos de barras en miniatura.

Los niños, qué desastre, quieren ingresar cada vez antes en ese club llamado  «ser adulto», y nosotros les empujamos ahí con nuestras acciones al tiempo que les decimos con nuestras palabras todo lo contrario, esto es, les decimos  que deben vivir su infancia pero no hacemos que crean en ella. Nunca nos hemos sabido mejor la teoría y hemos aplicado peor la práctica.

¿Quién de nosotros (hablo de adultos responsables, formaditos y con las mejores intenciones) no sabe que el reino de la infancia es sagrado y que hay que hacer todo lo posible por conservar la magia? Y sin embargo las estadísticas arrojan una sombra tras otra; cada vez los niños comienzan a beber antes, a fumar antes, a follar antes, a pegarse antes, a matarse antes y a «querer ser mayores» cuanto antes.

Quizá mi visión pesimista (la es, por si no había quedado claro) viene forzada por el sector de niños con el que trabajo, aquellos que se encuentran en riesgo de exclusión social. Pero sospecho que no hay excesiva diferencia con respecto al núcleo que podemos llamar, «niños criados en condiciones de normalidad» y es que después de todo, unos y otros comparten los patrones comunes de nuestra sociedad.

Al menos en el primer mundo, a menudo resulta más fácil llevarse a edad temprana un móvil al bolsillo, que a la boca un pedazo de comida saludable. Y por supuesto el móvil es un símbolo de la sobreabundancia tecnológica que se filtra por cada poro, ese exceso que ha hecho desaparecer las formas lúdicas tradicionales (¿quién ve hoy en día en un parque unas chapas, unas canicas y hasta un escondite?) ese que permite acceder a imágenes y músicas y vídeos de todo tipo a menudo sin control, y ese que puede adoptar los nombres de tantos «dispositivos» que resulta difícil estar al día y hasta a la hora.

Y si el gusto por la tecnología es un patrón, qué decir de la sexualidad, o mejor, de la hipersexualidad que padecemos. Están muy bien todos los talleres, asignaturas y discursos grandilocuentes y adaptados que se imparten sobre la educación en igualdad y sobre la no discriminación por sexos, pero la realidad es que el machismo campea en las aulas como nunca, la homofobia entre muchos jóvenes es moneda de cambio y las relaciones sexuales se experimentan a menudo desde la desinformación, el riesgo y hasta el miedo.

Llegar a la violencia tras el camino andado no tiene mucho misterio. El acoso, el bullyng, los suicidios infantiles, la cantidad de niños diagnosticados con trastorno disocial, la cantidad de ellos que serían diagnosticados con ese trastorno o con alguno similar si todos acudiesen a consultas psicológicas, sería escandaloso, casi demencial.

Digo yo que algo estaremos haciendo mal y muy mal y que tanto padres, como agentes sociales y educativos, como esa otra especie en peligro de extinción llamada políticos honrados y consecuentes, deberíamos hacer y logar más de lo que logramos y hacemos.

Permitidme que termine de vomitar poniendo mi última arcada encima de la mesa: Hemos derribado los puentes que separaban la distinción entre el valor y el precio, y hemos dejado a los niños en la orilla equivocada, una orilla equivocada en la que también estamos varados los adultos.


Publicado originalmente en dekrakensysirenas.com, @krakensysirenas, el 22.03.16

París no morirá nunca

O pongo la música alta o reviento. Bob Dylan es el elegido. Los que leen con la estupidez entre los dientes ya pueden lanzárseme a la yugular; sí, vengo a hablar de la barbarie y me enfrento a ella de una manera tan blanda.

Mejor, vengo a hablar de lo que me provoca la barbarie y la estupidez humana. Vengo a decir que me gustaría acurrucarme en un rincón y pudrirme allí. Pasar desapercibido hasta el fin de los días, que anhelo lleguen pronto para nuestra especie, porque ver el mundo hace que se acreciente mi misantropía, porque nos lo merecemos tanto a veces.

Si tuviera hijos los abrazaría con todo mi cuerpo y mi espíritu. Cuando vea a mis padres y hermanos y amigos, lo haré. Como lo que tengo a mano son mis libros, me refugiaré en ellos.

Tomo Discurso de la servidumbre voluntaria, del francés Étienne de la Boétie, escrito en el siglo XVI ¡Dicen que con dieciocho años! Tan actual para nuestro lleno de astillas postmodernismo o post-postmodernismo del XXI. ¿Por qué elegimos ser esclavos a Uno (dios, rey, dinero) cuando podríamos ser libres? He ahí la cuestión clave que plantea esta maravillosa obrita que debería ser lectura obligada en los institutos, y que resulta tan reveladora…

¿Y de qué sirve saber? Las mentiras del Corán son tan palpables como las de la Biblia o la Torá, como las del terrorismo de Isis, como las del terrorismo financiero, como la de toda idea que empuja a matar a otro ser humano, aunque con todo el cinismo del que es capaz nuestra especie, te lo prohíba sobe el papel.

Pero ningún dios tiene la culpa. Mi fe laica, mi ateísmo, crece en estos días para afirmar (pido perdón por una seguridad que en el fondo sé que no poseo) que los dioses nacieron como vertebradores de sentido ante nuestra conciencia a la muerte. Ellos son nuestra obra, así que nuestros desastres, por más que sean en su nombre, son nuestros.

Soy europeo y sé que no puedo ir a un fanático integrista musulmán a decirle esto, porque me mataría gustoso y se sentiría regocijado. Pero con mi discurso y mis razones tampoco puedo ir a ningún integrista judío ni cristiano, quienes como mínimo me desearían lo mismo que aquel. Y lo que es peor, tampoco puedo ir a muchos, españoles, europeos, occidentales, porque me dirán que ellos o nosotros, y no querrán saber de causas profundas, de raíces del problema, de generadores de odio. Porque convertirán la etiqueta musulmán en el miedo generalizado a lo diferente. Porque no querrán matices, porque el matiz paraliza el sentimiento de venganza, porque para qué reconocer que la tragedia de París se repite a diario en Siria, en Irak, en Afganistán. Porque cómo vamos a admitir que nuestra sensibilidad para con ellos no es la misma (y viceversa). Porque aunque lo sepamos, qué más da que haya responsabilidad occidental en aquellos desastres lejanos (en parte, pues esa culpa no es ni mucho menos exclusiva, pues esto también es verdad). Porque cómo nos vamos a olvidar de China y de Rusia y…

Y al final la complejidad de las cosas me abruma. Pero el problema no es la complejidad, esta causa angustia y he aprendido a lidiar con ella, el problema es la sangre inocente, y ese derramamiento es lo que me causa el asco hacia lo que somos. Pero también soy consciente, que ese asco es mi privilegio, y me siento sucio por ello. Me puedo permitir el asco porque soy un privilegiado.

Un privilegiado como todos aquellos que como yo lo son, pero que desean más sangre y más dolor, tan privilegiado como los que saben, de uno y otro bando, que la solución es fácil, que basta con acabar con el enemigo. Tan privilegiado como los intelectuales de pacotilla que venden soluciones conscientes o no, de que repercuten en el beneficio de su bolsillo, de su periódico, de su orgullo.

Tan privilegiado como ellos pero no como ellos, porque yo soy un cobarde, porque yo no sé cómo salir de esta complejidad, porque yo me refugiaré en un rincón, en los libros, en un abrazo. Y sin embargo soy consciente de que hay que tomar decisiones, y por ello rezaré a mi manera a todos los dioses en los que no creo, para que de una maldita vez se empiece a acertar con las soluciones, y que el dinero, el odio, la estrechez de miras, no salgan victoriosos en esta guerra eterna que siempre pierden los mismos, la buena gente.


El discurso puede eternizarse en argumentos y contraargumentos pero el sentimiento hay que concretarlo, encarnarlo, para intentar salir del rincón. Porque sí, porque saldré de ese rincón y volveré a mi vida normal pues una vez más, como probablemente tú, soy un privilegiado, que desde mi humilde posición en el mundo, he escrito esto para todos aquellos que en tantas fechas fatídicas, dejan de ser, sin ninguna culpa, privilegiados.

40

Uno va por ahí devanándose los sesos por saber a quién coño debe disparar para arreglar todo esto. Pero qué difícil resulta el asunto.
Vayamos al principio, que ni quiero jugar al despiste, ni al plagio. Todo lo que voy aquí a contar, está inspirado, o sacado literalmente, de John Steinbeck y sus, “Uvas de la ira”.
En su capítulo V nos encontramos con dos de sus personajes secundarios que plantean el problema de su tiempo, del nuestro, y prácticamente de todos. Y es que hay libros que escritos ayer, son para hoy, son para siempre: algunos los llaman clásicos, a mí el nombre me da igual, yo me conformo con leerlos, con disfrutarlos. Pero volvamos al problema, que no es otro que el de la disolución de la responsabilidad. Déjenme adentrarme un tanto para quien no conozca la obra, o no la recuerde.
Los protagonistas del libro son quizá la familia Joad, pero también lo son los cientos de miles (parece ser que más de un cuarto de millón) de agricultores y hombres de campo estadounidenses que en los años 30 se ven obligados a abandonar lo que fueran sus tierras en Texas y Oklahoma, al no poder competir con las deudas de los bancos ni con la técnica de los tractores, pues donde surge la eficacia de un tractor ya no comen diez familias. El dinero se une así a la eficiencia y se dispara un margen de beneficios contra el que el trabajador de toda la vida poco puede hacer. El caso es que no saben muy bien cómo ha ocurrido, pero sin entender el procedimiento miles y miles de personas se encuentran en la carretera cargados con la familia y con lo poco que pueden transportar en busca de la tierra prometida, en este caso California, en éste también falsa, como todas. Y además, ya saben, donde hay debilidad, los buitres se crecen. Si lo que les digo les suena a algo, sepan que si la leen no pararán de decir: ¡joder, igual que ahora! Y se encabronarán, se lo aseguro.
Pues bien, no todos deciden emigrar a la tierra de promisión (perdónenme esta licencia, pero siempre quise escribir este palabra –con el tiempo te conformas con los placeres más raros), al menos uno, el granjero Muley, decide anclarse al tiempo y vive como un proscrito, entre las tierras que ya no son suyas, cazando y viviendo de lo que encuentra, y escondiéndose, siempre escondiéndose. Pero antes de llegar a ese estado, intentó solucionar a su manera el problema, y este intento nos lleva de nuevo al principio, veámoslo con detenimiento.
Muley se encuentra con el tractorista de turno que ha allanado lo que fueran sus tierras, que ha echado a todas las familias que vivían en esa zona, y que resulta que es hijo de un granjero conocido. Muley se detiene frente al tractor, y con el rifle y el corazón y las entrañas y la lengua, le dice que debería matarle, y que lo que más le molesta es que encima se trate del hijo de un granjero, de un buen hombre.
El tractorista no se inmuta demasiado, y su respuesta es doble. En cuanto a su ascendencia y supuesto sentido de pertenencia contestará que él debe preocuparse por su familia, que le pagan bien, y que no se puede permitir pensar en la comunidad. En cuanto a su posible muerte a manos de Muley, resulta tan convincente como desolador.
Resulta que el tractorista contesta con toda la tranquilidad del mundo a Muley, que si quiere matarle adelante, pero que no se lo recomienda, pues después de todo, en 24 horas, otro en su lugar ocupará la máquina, mientras que tú, Muley,  irás camino de la horca. El granjero se convence y pregunta que entonces a quién, y el tractorista le devuelve que la cosa no resulta nada fácil. Y es que después de todo, podría ir a por quien dio las órdenes de echarles, a por el arrendador, pero resulta que el banco le dijo a éste, o quitas de en medio a esa gente, o te quedas sin empleo. Y se podría ir a por los directivos del banco pero entonces parece que estos también recibieron órdenes, del gobierno nada menos. Y claro, allí se actúa por el bien común, y… “pero, ¿hasta dónde llega? ¿A quién le podemos disparar? A este paso me muero antes de poder matar al que me está matando a mí de hambre”. Y el tractorista le contesta con ignorancia, que él no lo tiene tampoco nada claro, y termina con, “puede que la propiedad tenga la culpa”. Menos mal que al menos no dijo, puede que la crisis tenga la culpa, porque entonces hubiera sido un profeta, no un tractorista.
Pero Muley sabe algo que es muy importante, y que tira por tierra toda la santificada explicación del tractorista, toda esa bagatela que le han contado y que exculpa a los culpables. Y es que, todo el artificioso proceso del limpiarse las manos tal vez esconda las responsabilidades, pero no las anula. Y es que: “Tiene que haber un modo de poner fin a todo esto. No es como una tormenta o un terremoto. Esto es algo malo hecho por los hombres, y te juro que eso es algo que podemos cambiar”. Y Muley se pone a reflexionar, y por supuesto, no encuentra una respuesta adecuada, o al menos una que puede poner en práctica. Pero que él no lo consiga no significa que otros no puedan, y Steinbeck da en sus páginas toda una lección de resistencia ante la adversidad creciente, pero eso quizá exigiría otro episodio, o mejor, les invitaría a su lectura.
Eso sí, antes de irme, un consejo, a estas alturas de las cosas, nunca, nunca, nunca, dispares para acabar con el problema. No porque no se lo merezca quien hayas elegido, tal vez sí, sino porque la bala te morderá a ti, de formas que ni puedes imaginar.

Canal Cero

Una de las grandezas y al mismo tiempo una de las miserias que nos constituye como especie, es la capacidad que tenemos para fascinarnos, y no sólo con los grandes misterios del universo, o con los menores, o con pequeñeces terrenales o absurdos humanos, sino también con lo fútil y vacuo, pues también somos capaces de apasionarnos con aquello que no nos aportará nada.

Para acabar prendado por cualquier cosa, apenas necesitas de algo más que tiempo. Cuanto más tiempo le dedicas a una cosa, a la que sea, más importante te parecerá y más atracción sentirás por ella. Así tiende a dar igual que se trate de literatura, de estrellas, o de televisión. Objetiva, potencial y tristemente, engancha tanto leer a Cervantes como ver al friki de turno y de moda.

Una sociedad que no aprecia el esfuerzo, no invertirá sus horas en aquello que apasiona pero que cuesta. Y es que una sociedad que no aprecia el esfuerzo, malgastará su tiempo en aquello que no cuesta esfuerzo, aunque probablemente sí dinero. Por tanto, una sociedad como la nuestra, que como habrán adivinado es de las que no aprecia el esfuerzo, está montada a lomos de un tiempo que cabalga sobre grados indecentes de bazofia.

Cómo no comprender ahora que la normalidad –que no es otra cosa que el mayor número de casos de algo-, arroje y produzca a ciudadanos medios que en circunstancias medias sabrán todo del friki, y nada del genio. Es más, el gasto de su tiempo hará que necesiten saber del primero, y reírse del segundo.

Todo lo anterior podría no parecer problemático si usamos las varas de medir que se usan en nuestra sociedad, como por ejemplo la del dinero o la del éxito: lo importante no es ser médico o crápula (hoy día hay muchos adeptos de esta profesión), lo importante es que seas lo que seas, debes tener los bolsillos llenos. Pero quiero ir más allá y enfrentarme a otra vara, predilecta de los gurús que llenan las pantallas, y que reza lo siguiente: lo importante es ser feliz, ¿y si lo somos mirando una pantalla para qué necesitamos enfrascarnos en batallas mayores?

Reconozco que la respuesta que daré quizá sea demasiado subjetiva, pero me sirve para romper sus varas, y no es otra que el poso. Enfrascarnos en batallas mayores deja un poso mayor. No es lo mismo leer “Guerra y paz”, que ver un partido de fútbol, no es lo mismo ver “Ciudadano Kane”, que leer prensa rosa, no es lo mismo comprender la teoría de la relatividad, que atender al último modelito de la reina. Como dije, quizá estemos ante algo subjetivo, pero los que hemos probado de los dos lados, sabemos que el poso que deja uno y otro, nos hace identificar lo que vale la pena y lo que no, nos hace saber cuando estamos perdiendo el tiempo y cuando no.

En cualquier caso el problema no es la subjetividad, sino la objetividad. El problema es que esta sociedad nuestra, trata a la mayoría de sus ciudadanos como idiotas, dándoles un tiempo idiotizado y banal, que produce así banalidad e idiotización. El problema es que se está sembrando una sociedad estéril que recoge y recogerá su fruto en personas con forma de cáscara vacía.

Y termino con brevedad: el círculo es vicioso, y continuará imparable. Pero hay que decir que hay responsables, y que hay que señalarles con el dedo. Y por supuesto, que hay que ofrecer alternativas. Hay que ofrecer otro tiempo, hay que ofrecer otro ocio, hay que revalorizar el esfuerzo.

En todo caso Jesús creó a Dios

A pesar de ser ateo y de deambular por el siglo XXI, dios me preocupa, me obsesiona casi. ¿Puede interesarte algo en lo que no crees? Por supuesto, y por muchos motivos, en lo que nos ocupa, las razones más bien sobran, conoce la idea de dios y conocerás culturas, tradiciones, verdades, engaños, excesos, arte, contradicciones y un largo etcétera. Pero no seré tan ambicioso como para tratar lo dicho, sino que me ceñiré a este punto: dios no pudo crear al hombre, en todo caso, Jesús creó a Dios, como Mahoma, y como tantos otros rostros desconocidos que sin embargo levantaron panteones.

Hace ya más de una década que un profesor me marcó a fuego la idea de que dios no necesita a los hombres pero que nosotros sí necesitamos de él. He aquí el mejor argumento de la “existencia” de dios –que no su prueba-: la necesidad de Sentido, que explica la aparición de todos los dioses, del primero al último. Pero puestos a plantear la posibilidad de su existencia real vengo a quedarme con una hipótesis que aunque absurda, me parece más plausible que una imposible. Vayamos con ellas.

La hipótesis imposible reza que dios creó al hombre a su imagen y semejanza y está bautizada en un sentido amplio como antropomorfismo. Pocas cosas hay que rechace con más fuerza (lo reconozco, con la fuerza de un intelecto bastante normalito y limitado, por lo que asumo que mi opinión puede ser errónea, por lo que recomiendo que no se monte una religión en torno a mí), y es que me causa mucha gracia, pensar por ejemplo en un dios con el atributo tan poco occidental de la paciencia, esperando ámbar en mano, o lo que tomen ahora los dioses, mientras la Tierra se madura para que las sucesivas extinciones conviertan a los mamíferos en especies propicias que heredarán la Tierra, con especial mención a uno de ellos que seguirá evolucionando hasta comprender que fuimos creados no por el azar y millones de años, sino por un ser inteligente y superior. Y nótese que aquí asumo que los defensores de dios a los que me refiero asumen algo como la evolución y esas cosillas, y que luego le añaden la idea del antropomorfismo. A estos no les voy a convencer, pero es que con los otros, creacionistas, fundamentalistas, reaccionarios, o beatos, ni siquiera podría discutir de ello por mucho que Habermas se empeñe. En fin, mucha tinta podría correr para rechazar el antropomorfismo, pero me quedo con aquella apreciación griega, que tontos no eran precisamente, por la que apuntaban que si los caballos supieran pintar, pintarían a sus dioses con forma de caballo. No se puede ser más escueto, convincente y tajante, y yo añadí ya mucho más de la cuenta para decir que tendemos a humanizar lo que no lo es, o lo que no existe, y que es un proceso natural, propio del ser humano, y que sin embargo hay que saber reconocer para sacarle su provecho (por ejemplo en el campo del arte) y para evitar sus engaños.

Y tras el anterior paseo por una hipótesis que califiqué de imposible, vamos a por la que llamo absurda, pero plausible comparada con la otra, y que hasta donde yo sé es mía, y que me granjeará comentarios de, “este tío está como una chota”. No tiene mucho misterio a estas alturas porque ya la mencioné dos veces y con ésta tres: puestos a creer en creaciones, creo más bien que Jesús creó al padre y al espíritu santo, y etc., etc., etc., con el resto de las aportaciones divinas. Y que conste que siguiendo esta teoría en la que yo no creo pero que me resulta interesante como dije por ser mía, no hablamos sólo de fundar una religión, sino de que esa religión fundada, tiene un dios o unos diosecillos correteando por algún lugar más o menos tangible de la Tierra o el espacio.

Lo apuntado anteriormente es lo interesante de la absurdez plausible: al fundar una religión no sólo conseguían inventar un nuevo génesis, unos nuevos horizontes y unos destinos cargados de Sentido, sino que lo creaban. De acuerdo con esto, Dios quizá no sea omnipotente, puesto que de un talento finito y limitado, no puede salir nada perfecto y todopoderoso, pero quizá sea. Quizá sea una mancha colgada en las estrellas que se infla más, cuanta más gente crea en ella, y quizá esa mancha se deshaga y desaparezca, al igual que nosotros, los replicantes, y todo lo que existe, como lágrimas en la lluvia, cuando la gente le dé la espalda. Por tanto, cuanta más gente crea más brillará esa mancha, y cuanta más fuerza haya en esa mancha, más poder para ella.

Hablé de creencia y fuerza, pero no tengo problemas en hablar de fanatismo e intolerancia. Lo curioso del asunto, (aunque “curioso” quizá no sea la palabra), es que esto provocaría una especie de doble lucha histórica, la que todos conocemos a ras de tierra con sus terribles devenires, y otra en las alturas o allá donde se vayan estas creaciones; una interesante teomaquia que por ejemplo en el último siglo estaría ganando la religión islámica, con una mancha (no tengo una palabra mejor para definir una hipótesis tan improbable) que gana fuerza y adeptos, frente a la mancha occidental, debilitada por la escasez de culto y la aparición de pequeños competidores en forma de sectas de todo tipo.

¿Puedo aportar acaso la más mínima prueba del desvarío que digo? No, o al menos una prueba seria, no. Y que conste que lo digo esbozando una sonrisa porque siento que me pone a la altura de las religiones, que tampoco es que aporten mucho. Pero sí quisiera añadir algo más, no una prueba pero sí quizá un indicio: respeto profundamente a los místicos.

Utilizo la palabra “místico” en sentido amplio y con el siguiente rasgo definitorio: probidad y genio. Evidentemente son muchos los que comparten tales cualidades sin ser místicos, pero los místicos de los que hablo deberían tener esos rasgos para que “funcionen”. Así, Jesús, Mahoma, Buda, Zoroastro, Santa Teresa de Jesús, y algún otro de los que he oído hablar y muchísimos de los que no, serían místicos en el sentido amplio que quiero dar. Y los cantamañanas de turno al estilo del fundador de la cienciología, no entrarían en mi selecta clasificación. A lo que iba, respeto profundamente a los místicos, y está demostrado que en cierto sentido somos capaces de proyectar fuera de nosotros lo que tenemos dentro. Acaso no podrían esos místicos poner una especie de semilla (sí, semen y óvulos en sentido más literal) que generara el embrión de los dioses, o que los reforzaran con fuerza, dándoles lustre y brillo. ¿Acaso una proyección-mancha del dios cristiano no podría cobrar un nuevo ímpetu en su seno tras Santa Teresa o San Juan de la Cruz?

Llego al final de un camino que queda abierto, y pienso que probablemente es muy difícil ser más blasfemo en tan pocas líneas como lo he sido yo. Pero sólo juego con una hipótesis y el pensamiento, y si eso es ser blasfemo para muchos, que lo es, qué le vamos a hacer. Si alguien se ha sentido ofendido, lo siento porque no lo conozco y no me gusta disgustar a discreción, pero ni me arrepiento ni lo comparto, puesto que yo podría escuchar a sus dioses con gusto, siempre que no atenten contra la libertad y el respeto de los seres humanos que probablemente dirá defender, y porque dios y sus múltiples formas, en las que por última vez apunto en estas líneas que no creo, estarán con nosotros hasta que nosotros lo estemos: es una idea que vino para quedarse, puesto que da Sentido, que es lo que más nos falta y lo que como especie no seremos nunca capaces de asumir, tan sólo, y gracias, como individuos. Y lo que me pregunto es si mi desvarío y las múltiples líneas que he dejado abiertas, será recogida con sorna por alguna mancha divina, incipiente, asentada, o agonizante, o más bien quedarán perdidas en la nada.

Aranjuez, 15.12.09