La azotea

Di un sorbo al cubata. Miré al maromo con altanería. Sabía que la noche iba a acabar muy mal…

El día había ido bien y esperaba terminarlo sin que se estropeara. Mientras hubo luz, las dos o tres veces que la nostalgia quiso entrar en mí, le cerré la puerta. Sin embargo me pasé de listo, de confiado, y de alcohol.

Lo supe de inmediato, en la pensión, al oscurecer. Lo supe en cuanto me vestí con la camiseta que reza: Yes, I’ve read Ulysses. Es un hecho objetivo que atrae problemas cuando me la pongo. Y con ella marché a la discoteca.

Todo podía haberse reconducido si el gorila de la puerta hubiese sido más estricto y me hubiera impedido el paso. Creo que se lo pensó dos veces pero al final decidió que cumplía con la etiqueta aunque fuese por los pelos. Y nunca mejor dicho, pues para variar me recogí los míos en una coleta.

Bajé las escaleras de La Noche y el Día como siempre bajo unos escalones; pensando en Dante y en la famosa inscripción a las puertas de su infierno: «Los que vais a entrar…»

Me instalé en la barra y comencé a beber con la intención de transmutarme en el tipo impresentable, que ya puedo llegar a ser si me esfuerzo un poco. Con el segundo cubata de vodka arribó mi desprecio hacia esa jodida música; en el cuarto la discoteca estaba llena y mis ganas de burlarme de todos también; con el sexto convertía al que se cruzaba conmigo en personajillo; con el octavo vodka, transformé a la rubia que se pidió una copa no muy lejos de mí, en una mezcla de Marilyn y de Virginia Woolf… aunque ella probablemente no hubiera oído hablar en su vida de la segunda, y quizá tampoco de la primera.

Sin embargo, de lo que no tuve dudas es que se trataba de una calientapollas de primera. Cuando se topó con mi mirada de borracho la sostuvo, y no la esquivó a partir de entonces ni una sola vez, por muy libidinosas que se tornaran mis pupilas. Tampoco dejamos de provocarnos cuando llegó su novio, su maromo, su chulo, o lo que fuese. Tampoco cuando lo que fuese se dio cuenta de mi presencia, digamos… amenazadora.

−¿Tienes algún problema? –preguntó lo que fuese acortando la distancia que nos separaba con tres pasos. Como mínimo su bíceps era el doble que el mío.

−Bueno, no tenía ninguno hasta que viniste a mí con tu asquerosa frase manida –le dije con una sonrisa.

Yo estaba muy satisfecho de mí. Eché mano al cubata.

−¿Qué coño dices?

Por un momento parecía haberse olvidado de lo que había venido a defender… el honor de su chica.

Recuerdo que pensé en decir, «solo contemplaba la fermosura de la doncella». Pero finalmente dije tras dar un sorbo al cubata, mirar al maromo con altanería, y saber que la noche iba a acabar muy mal:

−Mi problema es que la rubia con la que estás, tiene ganas de hacerme una mamada, y tú nos estorbas.

Ya había dicho bastante y añadir una sola coma me hubiera supuesto perder la iniciativa. Mi lado macarra está en fase de construcción, pero ya sé de modo sobrado que en estos casos, la iniciativa es lo más importante. Así que actué en consecuencia.

Le estampé el vaso de cubata en pleno rostro, a la altura de su oreja izquierda, cuando aún no había cerrado su bocaza, cuando aún no le había dado tiempo a reaccionar.

El vaso estalló y todo alrededor se llenó del pringoso vodka. Mi mano se rajó. El maromo se desplomó a mis pies, su oreja y su mejilla pronto fueron un surtidor de sangre. Ganada la guerra, salí por patas.

No presté atención a los gritos de la rubia, quien ya no tenía nada de Monroe ni de Woolf. Tampoco hice caso de los insultos de quienes habían presenciado la escena, incluida la camarera que debió caer en la cuenta de que me largaba sin pagar. Conseguí librarme de dos héroes que intentaron impedir mi fuga. Y logré mi objetivo porque los gorilas de planta estaban lejos, mientras que el de la puerta, a su pinganillo, le decía no escuchar bien cuando yo salí del averno a la carrera, burlándome de la amenaza dantiana, y recuperando la esperanza entre tropiezo y tropiezo.

Oí pasos detrás de mí, continué la carrera, y aún la aceleré al escuchar sirenas y sentirme el protagonista.

La imaginación no se elige y la mía trabaja muy por su cuenta, así que comencé a pensar, justo cuando di con un portal abierto, ¿el limbo?, que los mejores cuentos de Hemingway son aquellos en los que la palma el protagonista. Yo sin embargo no tenía pinta de que fuera a morir a pesar de la fea herida de mi mano.

Sabía que la noche iba a acabar mal, pero no en muerte para mí. ¿Y para el otro, para el maromo? Yo no soy un personaje de Hemingway, me salgo de sus esquemas, pero lo que fuese sí que lo era. Tal vez, pensé mientras subía al último piso, haya otro por ahí relatando la historia desde el punto de vista del maromo, para quien la noche sí que va a acabar mal de verdad… En ese momento envidié que su historia pudiera ser mejor que la mía, tropecé contra un escalón y casi me partí los dientes.

Para mi sorpresa llegué hasta la azotea. La puerta que daba acceso al cielo estaba abierta.

La cabeza me daba vueltas, nadie me seguía, las sirenas habían desaparecido. Me convencí de que el maromo no acabaría tan mal la noche, y yo tampoco. Me senté. La tranquilidad llegó después del vómito. Aún estuve despierto un buen rato. Mientras me dormía al amanecer, pensé que el Paraíso es siempre aburrido.

Romero (Apuntes, 2)

Homenajes

Proust me aburría. Desde hacía dos o trescientas páginas, Marcel estaba enfrascado en una de sus interminables y fatuas fiestas burguesas, sin lanzarme uno de sus abigarrados flashes llenos de genio y sensibilidad.

Fue entonces cuando me atravesó la frase de la chica:

−Hay hombres algunos años más tristes que yo.

La mesa de la pareja estaba cerca de mi mesa. Ella, rubia, me daba la espalda, pero gracias a un espejo podía ver su perfil, su bonito perfil. Él, quedaba por entero frente a mí, vistiendo impecable, con el pelo impecable, con un atractivo impecable, y con una sonrisa sin embargo que se perdió al escuchar la respuesta desconcertante de la chica.

Era sin duda su primera cita. El tipo pareció procesar la información poco a poco. No entendió el cambio de género, llegó tarde a la metáfora, ni por asomo se le ocurrió que se citaba una canción. Lo peor de todo es que no le encontró ninguna gracia a la frase.

Decidí ponerme al acecho. No tenía prisa, las viperinas lenguas que pululaban en las páginas festivas del francés  tampoco, y mi cerveza estaba a la mitad.

La conversación entre ellos no fluía, ella tiraba de ingenio que él no captaba, y él hacía gala de un ego que no iba a ninguna parte.

Años atrás me hubiera conformado con ser un simple voyeur, pero había crecido y quise convertirme en una amenaza. Arranqué una hoja de Sodoma y Gomorra, me puse a escribir en los márgenes, y esperé mi oportunidad.

Al acabar sus postres el tipo se marchó a los servicios, tal vez quería escaquearse de la cuenta, tal vez revisarse el pelo engominado, tal vez tan solo quería mear. Me importó poco salvo que era mi oportunidad. Doblé la página una, dos veces. De inmediato me puse nervioso y la arrugué hasta hacerla una bola. La lancé hacia la mesa donde la rubia había sacado la cartera para pagar. La bola de papel chocó contra su copa de vino, y quedó muerta.

Ella se giró y me examinó con descaro de arriba abajo por unos segundos. Luego se volvió hacia su mesa, desenvolvió la bola, curioseó, y leyó lo que le había escrito: en la ardiente oscuridad me gustaría invitarte a un dry Martini, y sexo anal.

El tipo regresó del baño, ella seguía mirando la nota, yo contemplaba la escena con todo el descaro del que era capaz. Pero ni siquiera así el impecable me consideró una amenaza, no se le ocurrió pensar que esa página arrugada se la hubiera podido alcanzar quien se sentaba a un metro escaso de ellos.

Cuando él le preguntó qué hacía, lo que ella hizo sin contestar fue rebuscar en su bolso. De allí sacó un boli bic azul y con verdadero garbo escribió en un margen libre de la hoja. Cuando acabó volvió a arrugar la página, se giró hacia mí, me sonrió, y me la echó encima de la mesa.

−Vámonos anda –dijo sin más explicaciones para nadie.

Estuve a punto de levantarme e irme con ella, pero la invitación era para el otro, quien la siguió con su boca abierta. Había perdido la impecabilidad.

Ya se habían marchado cuando leí lo que me había escrito: los freakis me gustáis para muchas cosas, pero, he trazado un ambicioso plan que consiste en sobrevivir, y en follarme a los guapos. Lo siento, pero Proust ya no tiene mucho que ofrecerme al respecto… eso sí, estoy de acuerdo contigo en que este tipo es demasiado tonto para hacerle el favor de tirármelo, aunque él todavía no lo sepa.

Con una sonrisa pagué y me marché. La victoria está sobrevalorada, y esa noche tampoco perdí.

Romero (Apuntes, 1)


Desvelo

Me desvelé a media noche y decidí levantarme para no molestarla. Fui hasta la nevera, cogí un par de hielos y me serví un whisky. Luego fui hasta el salón y me encendí un cigarrillo. Me acerqué al ventanal. Afuera estaba nevando. La luna llena ofrecía una luz plateada que se desparramaba por el parque y el lago helado. Me quedé absorto. El vaso de whisky en una mano y el cigarrillo en la otra.
De repente aparecieron dos figuras, una en cada extremo del lago. Comenzaron a acercarse el uno al otro. Caminaban con paso cuidado para no resbalarse por el hielo. Desde el ventanal no podía apreciar sus rostros pero sí, que los dos llevaban en la mano una especie de garrote. Se encontraron en mitad del lago. Se quitaron con parsimonia los abrigos que llevaban y estrecharon sus manos. Comenzaron a agredirse.
Yo no me moví y tampoco me alteré. Miraba fascinado la escena. Estuvieron intercambiándose golpes hasta que uno de ellos cayó al suelo y no fue capaz de levantarse. Recibió entonces un último garrotazo en plena cabeza. La sangre corrió por el hielo. Un pequeño charco se formó en torno a la víctima.
El vencedor cojeaba. Se tapó la boca rota con una mano e hizo un esfuerzo para ponerse el abrigo. Luego cogió por los pies a su víctima y comenzó a arrastrarlo. El cuerpo dejó una estela de sangre que pronto sería cubierta por la nieve.
Vi su reflejo en el ventanal antes de que vencedor y vencido llegaran a la orilla. Ella, hermosa, desnuda, sin prestar atención a lo que ocurría en la noche, me exigió que le acompañara de nuevo a la cama. No pude ni quise negarme, y no terminé ni el cigarro ni el whisky. Dejé que la luna llena, la nieve, la sangre, el lago, el parque, los hombres, se las entendieran ellos solos. Preferí rendirme a la sencillez de un cálido abrazo.

Gritos

Si no tienen pan –dijo la reina− que coman pasteles

I

Antes de la entrevista vi una vez más las imágenes en youtube donde la mujer, aún sin identificar, cometió el intento de magnicidio que conocemos. Me afané por escuchar lo que dijo, pero no entendí nada más allá de un alarido que reflejaba el desquicie de la desgraciada. Una semana después de los hechos todo el mundo se preguntaba quién era la mujer y por qué intentó degollar al presidente del Gobierno.

Apagué el portátil y acudí al bar de las afueras donde habíamos quedado. Cuando llegué los clientes se ponían al día con la televisión, que informaba del entierro de la magnicida, muerta tras siete días de coma, y de las protestas de la tarde y la noche anterior. Yo no conocía al tipo que me había llamado horas antes, pero la seguridad y la ternura con la que habló brevemente de la mujer recién fallecida, me convencieron para presentarme en busca de la exclusiva.

Un hombre sentado al fondo me hizo gestos con la mano y me fui hacia él. Tomaba una cerveza. Quise romper el hielo.

−¿No es un poco temprano para beber?

Su mirada hizo que me arrepintiera de inmediato. Su desaliño, el temblor de las manos, la gabardina raída, la bolsa de viaje… Se trataba sin duda de un mendigo, o de un alcohólico, o de ambas cosas.

−Desde lo que ocurrió –me dijo− he recaído en mi fantasma y desde ayer no quiero luchar más. Así al menos no estoy solo.

No sé si para redimirme o para confirmar mi idiotez pedí dos cervezas cuando se acercó la camarera, más pendiente de las noticias del televisor que de hacer su trabajo. Como todos, estaba inquieta ante lo que podía venir.

−No hace falta emborracharme para que hable, tengo intención de contar su historia…  nuestra historia.

A punto de justificarme, me callé. Saqué mi cuaderno y la grabadora. Él terminó su primera cerveza y dejó el vaso.

−Esta ciudad es un vertedero y por eso me siento cómodo, soy basura. Rosa estuvo a punto de sacarme del fango, pero su derrota ha sido también mi derrota.

Lo que acababa de oír era enrevesado y le pedí que empezara por el principio, por su nombre. Yo apunté el de Rosa en mi cuaderno, era la primera vez que escuchaba cómo se llamaba la magnicida. Tampoco lo sabía ningún medio informativo, tenía delante una gran oportunidad.

−Está bien. Me llamo Leo y Rosa es el nombre de la mujer de quien todos hablan, aunque nadie salvo yo conocía. Ayer murió una persona maravillosa y he decidido que se sepa. Su historia merece la pena, más que su intento de… crimen.

El bar comenzó a llenarse, la televisión seguía dando cuenta de los disturbios en las ciudades del país. Se comentaba y se daba la opinión sobre lo que tenía que ocurrir. Leo siguió con lo suyo, traté de no interrumpirle.

−Desde que comencé a vivir en la calle hace ya demasiados años, no me importaba dónde caerme muerto cada noche, pero hace dos años encontré mi hogar al regresar a esta ciudad que me vio nacer. O al menos, cuando encontré la casa abandonada donde vivo desde entonces. Para llegar desde aquí solo hay que seguir el curso del río hacia el sur, cruzar el Puente de Otoño y atravesar la arboleda. Allí la conocí a ella hace seis meses.

Se quedó con la mirada fija en el vaso, contuve la lengua, ya preguntaría más tarde. Continuó.

−Encontré la casa por casualidad en una de mis borracheras. Creo que si la casa no hubiera estado allí esa noche habría acabado en el fondo del río. Reconozco que nunca la cuidé y que con el paso del tiempo se convirtió en una pocilga. En la casa había una habitación pintada de rojo. La habitación tenía vistas al río a través de una ventana rota, pero solo durante la mitad del año, porque durante el invierno la tapaba con maderos y cartones para protegerme del frío, y a mediados de la primavera la volvía a destapar para ventilar los fuertes olores. Fue en esa habitación, al destapar la ventana a primeros de mayo, cuando me di cuenta que alguien había estado en la casa en mi ausencia durante el día.  No era la primera vez que ocupaban la casa ocupada por mí, y como las otras veces pensé que debía evitar que se repitiese. Pintar las paredes con símbolos satánicos, ensuciarla todavía más y arrojar jeringuillas al suelo eran los recursos que antes había utilizado. Sin embargo en esta ocasión me quedé extrañado y tuve mis dudas porque el intruso había puesto algo de orden en la habitación pintada de rojo, y sin saber muy bien por qué, decidí que la noche siguiente no me emborracharía.

Leo me resultaba sincero a pesar de tener el discurso algo ensayado, de momento no le iba a exigir más y seguí escuchándole.

−Al despertar no cambié mi rutina, me marché temprano a la catedral y fui luego al ayuntamiento. Mendigaba durante horas y regresaba al caer la tarde o la noche, después de comprar algo de comida y mucho de alcohol con lo que hubiera sacado de pedir. Ese día fue mal, cada día en realidad iba peor, y al regresar comprobé de nuevo que alguien había estado en la casa. La habitación roja estaba aún más ordenada. Esa noche tampoco bebí. A la mañana siguiente me levanté temprano y antes de salir empecé a recoger la pocilga donde vivía.

Me acabé mi primera cerveza, él la segunda. Cada vez que Leo paraba de contar su historia daba cuenta de la mitad de su vaso. Le pedí otra.

−En menos de un mes la casa cambió por completo. Yo recogía por las mañanas, la otra persona lo hacía antes de que volviese. Regresaba cada día un poco antes pero siempre se había marchado ya. Desaparecieron los cartones y las botellas. Borré lo mejor que pude las pintadas de las paredes y una tarde, mi ocupa misteriosa había pintado parte de la casa con bastante destreza. Barrimos, fregamos, colocamos los muebles de una manera armoniosa y hasta desbrozamos las malas hierbas que rodeaban la casa. Quería que se tratara de una mujer, de una mujer dulce. Tenía que ser así. Pero me resistía a dejar una nota, o peor aún, a aparecer de improviso. Por fin, cuando la casa parecía habitable (sin agua corriente ni electricidad, eso sí), me atreví a dejar en el salón una margarita y El Principito. Ese día regresé temblando y comido por los nervios.  Lo que me encontré fue una nota que decía: «Me llamo Rosa y tu libro siempre nos ha parecido sobrevalorado, pero me gustó la flor y tu gesto. Un beso. Lo siento, no estoy preparada para conocerte». Tal vez no fuera tan dulce como había imaginado, el «nos» me dejó a cuadros. Que no quisiera conocerme me entristeció profundamente.

El bar se llenó. La gente parecía imantada a la televisión. El vicepresidente iba a dar una rueda de prensa. Esperé a que Leo retomara su historia, había hecho otro alto para beber. No hicimos caso a la tensión que se comenzaba a respirar.

−Por las tardes no paraba de releer la nota. Sin duda se trataba de una mujer con carácter y quise demostrar que yo tenía el mío. Decidí regalarle un libro cada semana. En una librería de viejo conseguí comprar MomoLa historia interminable, y las dos Alicias. A lo largo de cuatro semanas ella me dejó comentarios breves y mordaces. Y una orquídea y un cactus. Ya no podía decirse que la casa estuviera abandonada, ni ocupada, ni tampoco que fuera mía. Era nuestra y era nuestro hogar. Fue el primer viernes de julio cuando me atreví a dar otro paso, en el salón dejé una nota donde la citaba ese domingo para una cena en la habitación roja. Me marché de casa y a la vuelta encontré su respuesta: «Sí». Llegó el domingo, me vestí lo mejor que pude y me marché a mendigar. En las horas de espera me sentí afortunado. Yo, me sentí afortunado… De regreso compré una pizza para llevar y temí encontrarme con Rosa en el camino, que se perdiera la magia. No fue así. Al llegar pensé que no estaría, que finalmente no iba a aparecer. Tampoco fue así. Me esperaba en la habitación.

II

Pedimos más cerveza.

−Me esperaba en la habitación roja con vistas al río, sentada a la mesa que dejé lista antes de marcharme. Nos sonreímos con timidez y serví la pizza. Me sentí ridículo. Durante la cena apenas hablamos. La situación, lo confesaríamos tiempo después, nos llenaba de vergüenza al sentir que el otro merecía más que una casa abandonada, esa cena y esa compañía. Nos sorprendió descubrir que ambos teníamos estudios universitarios, que los dos tuvimos nuestra oportunidad familiar (ella incluso había estado casada), y que asumíamos nuestras miserias sin responsabilizar a terceros. Rosa tenía treinta y ocho años, siete menos que yo, y me resultó imposible no preguntarme cómo podía existir una mirada tan cansada, una mirada cargada con tantas ojeras  en un rostro tan repleto de arrugas para no haber cumplido los cuarenta. Tal vez en su día fuera bonita… El tiempo me haría ver que sus estragos físicos  no se debían, como en mi caso, al abuso del alcohol ni de las drogas, y aunque como yo vivía en la calle, su desgaste era fruto de batallas que yo terminaría por conocer. Al acabar la cena pensé que había decepcionado a Rosa como había hecho a lo largo de mi vida con todo el mundo.

−Debo irme, Leo –me dijo ella con tristeza−. Hemos hecho como La dama y el vagabundo pero sin dama.

−Y al decir la última palabra se rió. Pareció sentirse en paz consigo misma y yo supe que no podía dejar que se marchara sin más, que éramos nuestra última oportunidad y que entre nosotros había magia, tal vez extraña y rota, pero magia al fin y al cabo.

−No puedes irte –le dije, y con torpeza añadí: −llevo tanto tiempo durmiendo solo.

−Soy mala compañera de cama –contestó Rosa ruborizándose− y de sexo mejor ni hablar.

−Perdona, no quería decir…, no pretendía…

Leo agachó todavía más la cabeza. Le di tiempo sin decirle nada. La historia era triste, tenía su miga, pero de momento nada que ver con la noticia que podía cambiar el país. No mostré prisa.

−Al final se quedó a dormir. Rosa no paró de agitarse y de hablar entre sueños durante toda la noche. Cuando la intenté calmar con un abrazo o con susurros todavía fue peor, temblaba. Al levantarnos por la mañana me dio un beso en la mejilla. Nos caíamos de sueño. Apenas habíamos dormido ninguno. Era lunes. No teníamos nada. Y sin embargo a partir de ese momento y durante cuatro meses fuimos felices. Todo lo felices que podíamos ser. Luego su enfermedad venció.

El vicepresidente del Gobierno por fin comenzó la rueda de prensa. En el bar se apagaron todas las discusiones, se acabaron todos los murmullos. Incluso Leo prestó atención.

III

El vicepresidente dio el parte médico, dijo que el presidente permanecía estable, fuera de peligro y que pronto pasarían a retirarle el coma inducido. Luego informó de las protestas y calificó a los manifestantes de terroristas. Dio un paso más y creyendo tener el micrófono apagado añadió: «Estos idiotas se creen que van a lograr algo». El bar rugió indignado. Miré a Leo, regresé a su historia. En esa historia estaba la mujer que había puesto patas arriba el país. Como muchos decían, que nos había despertado.

−Rosa pronto me reveló su secreto, si se podía llamar así. Fue la quinta noche que pasamos juntos. Lo hizo para calmarme y para evitar que me emborrachara. Unos críos me habían pegado y robado a las puertas del mismo ayuntamiento. Rosa ofreció contarme su vida si yo desistía de mi intención de acabar con una botella de vodka. Accedí entre lágrimas. Me contó que era esquizofrénica de tipo paranoide desde hacía doce años. Me dijo que la enfermedad le vino a los veintiséis, después de un año de feliz matrimonio y embarazada de su primer y único hijo. Que una noche en su sexto mes de embarazo comenzó a escuchar voces dentro de su cabeza, que le murmuraban cosas de su marido y de su bebé. Me dijo que consiguió dar a luz sin acudir a ningún especialista por miedo a que le recetaran medicación que afectara al embarazo. Se vino abajo y comenzó a llorar cuando contó que al tener a su niño las voces no se marcharon sino que se hicieron más frecuentes y violentas. A partir de ese momento nunca volvió a dormir bien.

La camarera se pasó por nuestra mesa pero ninguno queríamos nada más.

−Acudió entonces a un psiquiatra, le diagnosticó la esquizofrenia y le recetó la medicación con la que podría llevar una vida, le dijo, normal. Pero las voces no desaparecieron. Cuando pensó que su hijo y su marido podían estar en peligro por culpa suya, la que desapareció fue ella. Sin explicaciones, sin un adiós, para siempre. Rosa abandonó su ciudad y se mudó a la capital donde por un golpe de fortuna comenzó a trabajar de profesora en un municipio cercano. Aguantó durante dos años las voces que no paraban de hablar de sus alumnos y de sus compañeros. Me contó que el primer año no le fue mal, que incluso creyó que podría someter a las voces a través de su voluntad y de la medicación. Las distintas personas que hablaban dentro de su cabeza no desaparecieron, pero se volvieron menos audibles y violentas. El segundo año sin embargo la enfermedad se agravó, las voces se multiplicaron y dejaron de hablar entre ellas para dirigirse directamente a Rosa. Los mensajes dejaron de ser críticas maliciosas para exigir sangre la mayoría de las veces. Rosa, al contármelo, pronunció la palabra «sangre» con tal intensidad que no pudo seguir. Rompió a llorar y esa noche se durmió en mis brazos sin apenas temblores.

El escándalo que se había formado en el bar por las palabras a supuesto micrófono cerrado del vicepresidente, amainó hasta generar una calma tensa. La tensión se respiraba. Algo estaba a punto de ocurrir, desbordarse.

−Al día siguiente regresé pronto a casa. Ella no había salido. Nada más verla le miré a los ojos y le dije lo que pensaba. Le dije que era una heroína, que un héroe no es quien hace grandes cosas por tener grandes capacidades, sino quien se rebela contra sus demonios y evita hacer el mal por mucho que se le empuje hacia él. Esa noche me besó por primera vez. Lo hizo como nadie me había besado nunca, con una mezcla de agradecimiento y derrota. Después del beso terminó de contarme cómo había llegado hasta la casa. La situación al finalizar el primer trimestre de su segundo año se hizo insoportable. Su lucha diaria contra las voces llenó su rostro de ojeras y arrugas. Pronto la mirada se le empezó a torcer. Los rumores entre los alumnos y entre sus propios compañeros terminaron por hacer que se marchara. Pocos meses más tarde perdió la casa y solo le quedó la calle. La calle y las voces. Unas voces fuera de control que solo conseguía dominar a base de gritos. Comenzó así a alejarse de la ciudad a diario, a recorrer el solitario río y a llenar con sus gritos la arboleda y el abandonado Puente de Otoño. Hasta que dio con la casa, hasta que me encontró a mí. Y no es que al conocerme dejara de gritar, sino que me confesó que lo hacía durante horas mientras yo estaba fuera, que cuando llegaba ella se encontraba tan agotada que podía ignorar las voces.

El final de la historia de Rosa llegaba, el principio de algo propiciado por ella con su intento de magnicidio daba comienzo. La televisión informaba con urgencia de manifestaciones espontáneas por todo el país, de mareas tranquilas pero indignadas, de policías que en muchos casos se unían a los manifestantes. El bar comenzó a vaciarse. Solo quedamos nosotros y la camarera.

−Rosa nunca me lo confesó pero creo que intentó matar al presidente porque las voces le pedían que acabara conmigo. Las últimas semanas apenas durmió, temblaba más y comenzó a gritar también en sueños. Dos días antes del suceso le dije que no tenía miedo, que me imaginaba lo que le exigían las voces y que no me separaría de ella. Intentamos hacer el amor por primera y última vez. Fue un desastre… hermoso. ¿Por qué eligió al presidente? Es posible que yo tuviera la culpa. Cada día le llevaba periódicos para que se evadiera lo máximo posible de su tortura. El país era una ruina y las voces supongo que también le pidieron que acabara con el máximo responsable de esa ruina. Lo que creo es que contra esa petición no pudo, o no quiso, seguir gritando. Tal vez aceptara hacerlo porque era el modo de salvarme a mí, o tal vez porque así acallaría de una vez las malditas voces. No sé, no me lo dijo. Solo sé que Rosa fue mi último hogar.

Solo supe decirle que Rosa era de verdad una heroína y que el país iba a vivir las consecuencias.

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Diarios

Al encontrar su cadáver hubo un total desconcierto. Unos dijeron que se trataba de un suicidio por amor, otros, de una muerte natural. La investigación forense no arrojó luz y la policial lo complicó todo más cuando encontró dos diarios personales.
En el primero se describía el goce que le producía su relación, su cercanía con el paraíso, la pasión desatada con la que miraba a su pareja. En el segundo, sus odios, su desconcierto, su desaliento más terrible. Ambos diarios tenían fechas desde el inicio hasta el final de la relación. Ambos incluso fechas en común donde la diferencia era de horas.
Al callejón sin salida se llegó cuando se le preguntó a ella y dijo desconocer no solo los diarios, sino que el muerto fuera capaz de tales emociones en vida, de la edénica y de la infernal, que se recogían en los escritos. Para ella, él era una persona equilibrada, aburrida incluso en su forma de querer.
El embrollo se resolvió como se resuelven las cosas, todo el mundo quedó insatisfecho, cada uno tomó lo que quiso, y el frío cadáver no desveló su misterio.

Espejos

Mi reflejo empezó a hablarme sin que le diera permiso, estábamos en un tugurio, borrachos y a punto de perder la escasa dignidad que nos quedaba.
−No lo hagas –me dijo.
Cerré los ojos por un momento. Tal vez me dormí. Una eternidad más tarde seguíamos frente a frente. Pensé en romperle la cara, no por lo que me había dicho sino por callarse. Al final volvió a abrir la boca. Le escuché con atención.
−El escritor está condenado, la felicidad no está hecha para él, su deber es recorrer los recovecos profundos del alma, asomarse a los precipicios, paladearlos, arrojarse a ellos si es preciso. A cambio será suya la intensidad. La intensidad que otros solo conocerán en el amor o en el desamor, y en otras mentiras de más baja estofa, pero que nosotros tendremos al alcance de la mano, a diario, y en ambos extremos de la cuerda, cuando rebozados en el fango nos sacuda un verso, una frase, una idea y nos elevemos hasta tocar el cielo.
Confundí el cielo con el espejo y comencé a tocarlo con la mano. Entonces llegaron los golpes en la puerta. Todo estaba borroso. Sentí que el reflejo quería continuar hablando, que iba a pontificar sobre lo que debía hacer cuando saliera del servicio. Puse mi frente contra su frente, y le dije:
 −Shhh…
Al salir sonreí al impaciente que me miró perdonándome la vida. Llegué a base de empujones hasta mi vaso de vodka, lo agarré con fuerza y me dispuse a zanjar la cuestión. Ni siquiera supe si hacía caso al del espejo, o a mí.
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Por una botella de whisky

           Javier abrió la puerta de su casa, dejó las llaves en el recibidor, no quiso mirar su rostro en el espejo, y sin quitarse las zapatos se tumbó en el sofá. Era domingo por la mañana y las cosas no habían salido según lo previsto.
         En su sofá verde pistacho repasó mentalmente la noche anterior buscando una respuesta. La única que encontró fue la que él mismo dio cuando ella le había preguntado:
−¿Qué es lo más inútil que hay en tu casa?
A lo que Javier, cuando las cosas parecían marchar, contestó:
         −Una botella de whisky… y una pistola.
         Sin embargo la conclusión de repasar la noche anterior fue que, desde luego, las cosas no habían salido bien, o que habían salido tan mal, que necesitaba de la botella de whisky.
Javier llevaba años sin probar nada que fuera más allá de la cerveza y el vino, y cuando un amigo le regaló la botella de whisky, este le dijo ante la mala cara que puso que: «No me mires así, y no tengas prisa, a la botella ya le llegará su hora». Su amigo lo dijo con una sonrisa, pero a él le sonó a amenaza. Una amenaza que desde entonces parecía mirarle desde el lugar que la botella ocupaba en la cocina. Una amenaza que en ese momento se cumplía: la hora había llegado.
Con el tercer whisky decidió a llamar a su jefe. El jefe no cogió el teléfono pero Javier dejó un mensaje en el que le decía lo que pensaba.
La luz se filtraba con fuerza por las ventanas y la cortina, y la botella iba por la mitad cuando Javier cogió de nuevo el teléfono para llamar a su ex mujer. Él soltó los reproches que se había guardado durante años, y ella terminó por colgar.
Una hora más tarde, con la botella casi acabada, llamó a su hija. En el cuarto tono iba a desistir, pero ella descolgó y preguntó:
−¿Qué quieres, papá?
Él dijo entonces cosas que no quería decir y que no sabe cómo dijo, y ella acabó llorando.
Muy borracho, se quedó dormido en el sofá. Despertó horas más tarde,  de noche, y con un fuerte dolor de cabeza. Al principio no recordó nada, pero luego vio que tenía un mensaje en el contestador de su teléfono.
−Tenemos que hablar –decía, escueto, su jefe.
Javier recordó las tres llamadas, la noche anterior…, miró la botella de whisky casi vacía. Mientras le daba el último trago pensó en la segunda cosa inútil que había en su casa.

El refugio

El cineasta Ernesto Grivaldo redujo una marcha de su todoterreno y el vehículo ganó fuerza ante la nueva pendiente.  En la radio ya solo se escuchaban interferencias y Ernesto decidió apagarla. A ambos lados de la carretera cada vez más estrecha los pinos se erigían frondosos. El refugio de montaña estaba próximo.

Una vez más la imagen que le había obsesionado durante los últimos diez meses de su vida, el motivo de aquel viaje, acudió a él y se adueñó de sus labios, que susurraron: «La nieve comenzó a caer con suavidad, pronto el charco de sangre desapareció bajo un manto blanco». La escena, como siempre, se cortó de golpe.

Todas sus películas estaban basadas en argumentos desarrollados a partir de una sugerente imagen que le llegaba sin previo aviso y que moldeaba posteriormente, con mayor o menor esfuerzo pero siempre con brillantez para encandilar al público y a la crítica. Sin embargo, tras llegarle la imagen de la nieve no había ocurrido un desarrollo posterior y después del “manto blanco” se había abierto el abismo. Y aunque había intentado salvarlo de numerosas maneras y con numerosos guiones y escaletas, todo terminaba siempre en fracaso, sin una moldura convincente, con la sensación de que la imagen valía mucho más de lo que conseguía sacar de ella.

La primera vez que la nieve y la sangre acudieron a él fue durante la gala de la Academia, justo cuando recogía el galardón en forma de claqueta que le consagraba por su transgresora Cristales, una película experimental que podía visionarse desde diferentes puntos de partida, pero con resultados simétricos en una experiencia que había sido catalogada de “cinematografía fractal”.

Nada más aparecer la nueva imagen, al tiempo que levantaba en alto su premio, pensó que pronto tendría otro excelente guión. Así se lo hizo presagiar el cosquilleo que recorrió su cuerpo como en casos precedentes, o la convicción de que paladeaba una idea brillante y de gran calidad. Pero sus premoniciones esta vez no se cumplieron.

Los días pasaron y la imagen se enquistó. Sus armas habituales no lograron desmadejar el nudo. Su talento, capaz de asociar ideas muy variadas que le conducían hacia síntesis nuevas, se mostró inane; y su férrea disciplina, solo acumuló horas de trabajo que acumularon resultados que el propio cineasta calificó de mediocres en el mejor de los casos. El cierre del pernicioso círculo se lo dio el hecho de que no solo no había satisfactorios avances con la nieve y la sangre, sino que su obsesión era tal que no cabía la posibilidad de conceder espacio a ninguna otra apuesta.

Ernesto Grivaldo miró por el retrovisor interior y junto a los guiones sin terminar que se depositaban en el asiento trasero del vehículo, observó sus ojos. Sus ojos negros, cansados y enrojecidos, pero dispuestos a llegar hasta las últimas consecuencias. El bloqueo duraba ya diez meses, diez largos meses en los que había echado a perder entre otras cosas su matrimonio, ya de por sí en el alambre pero desbordado tras un repunte de su irascibilidad ante el permanente bloqueo creativo; diez meses en los que perdió un contrato millonario por un proyecto firmado que se negó a filmar; y diez meses en los que dijo adiós a buena parte de su salud y a quince kilos de peso. El deterioro físico y psicológico de Ernesto era tan evidente, que quienes lo conocían,tenían claro que o él acababa con su idea, o su idea acabaría con él.

A la hora prevista llegó al refugio. El cielo clareaba pero por el noroeste se divisaban unos densos nubarrones. Hacía bastante frío. Ernesto sacó las cuatro cámaras y los trípodes del maletero, y lo preparó todo tal como lo había diseñado. Fue meticuloso en su ir y venir del todoterreno a la cabaña, y viceversa. Echó leña y encendió el fuego de la chimenea para caldear el refugio; comprobó las baterías de las cámaras y las colocó, una encima del techo del vehículo, para tomar una imagen picada, otra casi ras del suelo para obtener un contrapicado ligero, y dos dentro de la cabaña para recoger todas las impresiones posteriores; revisó el botiquín; comprobó la cobertura del móvil, que sin ser completa bastaría; y, finalmente, metió la bala en el tambor de la pistola. La previsión señalaba que comenzaría a nevar en breve.

El reloj marcó las once de la mañana. Las nubes ya lo cubrían todo. Ernesto Grivaldo comenzó a sudar y a hablar consigo mismo a causa del miedo: «Este experimento de fundir realidad y ficción para salir del bloqueo es una soberana locura». Una soberana locura que sin embargo no canceló. Antes del primer copo se arrodilló en el lugar donde las cámaras exteriores ya grababan, antes del primer copo se colocó la pequeña pistola del calibre treinta y dos contra su costillar en la posición donde se había informado, antes del primer copo le dio tiempo a respirar profundamente siete veces. Con el primer copo se pegó un tiro. El dolor fue agudo, como nada que hubiera sentido antes. El disparo resonó por los alrededores y tres cuervos levantaron el vuelo.

La bala penetró el cuero y la carne, pero sin orificio de salida. A pesar del dolor, el cineasta mostró a las cámaras una expresión de triunfo, estaba vivo y no se había desmayado. La sangre fluía a buen ritmo.

El cineasta susurró de nuevo pero más convencido que nunca: «La nieve comenzó a caer con suavidad, y pronto el charco de sangre desapareció bajo un manto blanco». En esta ocasión la imagen era real a falta de que el charco de sangre fuese cubierto por una nevada que dejó de ser suave. Ernesto se sentó en el asiento del copiloto del todoterreno mientras miraba con fijación su efímera obra. Respiraba con dificultad, el frío le atería y el dolor le hacía retorcerse. No supo si debido a esos factores, el desbloqueo inmediato no llegó. Al menos estaba convencido de que un par de flashbacks, con él de crío, habían cruzado su cabeza nada más dispararse. Pero no consiguió retenerlos ni hacerlos explícitos y se habían deshecho como blanda nieve entre los dedos.

El charco de su sangre desapareció bajo sus ojos, pero no su contumaz bloqueo. Comenzó a nevar con intensidad. En el asiento del copiloto se formó otro charco. Ernesto debía marchar al refugio, llamar a emergencias y empezar la cura.

La ventisca estuvo a punto de derribarle camino de la cabaña en un par de ocasiones. Antes, había gritado de dolor y maldecido su estupidez, mientras con verdadero carácter de lunático guardaba en el todoterreno las dos cámaras que habían grabado su experimento. Si moría, pensó que tal vez nadie interpretara las imágenes correctamente, y esa idea fue un vanidoso consuelo más que una decepción.

Logró cerrar la puerta del refugio. El frío y la nieve quedaron fuera. El dolor pasó con él, y también otro flashback por el que pudo verse con cinco años, en su primera casa, fascinado delante del televisor, mientras de fondo escuchaba los gritos de sus padres. Todo ocurrió en un segundo. La imagen se le volvió a esfumar.

Llamó al hospital. La operadora que le atendió quedó confusa ante las explicaciones de Ernesto a pesar de que este se ciñó al disparo, a su localización, y a que le rescataran. En cualquier caso la operadora tuvo que darle la noticia: la tormenta superaba con mucho las previsiones originales y ninguna unidad de rescate, ni por tierra ni por aire, podría acceder al refugio hasta que la tormenta amainara.

El cineasta colgó entre blasfemias. Acto seguido le brotó una carcajada seca que desembocó en un inmediato gesto de amargura. Los diferentes registros fueron recogidos por las cámaras, y eso provocó en Ernesto Grivaldo una sonrisa difícil de catalogar.

La autocura que se realizó con el botiquín le calmó el dolor en parte, aplacó el desangrado y le infundió cierta esperanza. Con rabia le dijo a una de las cámaras: «Tal vez muera, pero antes voy a acabar lo que he venido a hacer». Se medio arrastró unos diez metros desde la ventana, hasta el calor de la chimenea. Fijó la mirada en la cámara más próxima a él, y recitó su particular mantra.

−La nieve comenzó a caer con suavidad… el charco de sangre… la nieve…sangre.

Las imágenes que se le habían escapado con anterioridad regresaron. En ellas se volvió a ver de niño, en el salón de una casa casi olvidada, con una pequeña claqueta de juguete entre las manos, frente a la televisión y fascinado con una película en blanco y negro. Sus padres no paraban de gritarse en la cocina.

Los gritos se adueñaron de la escena y el niño decidió ver qué ocurría. Ernesto no podía recordar el rostro de su padre y por un segundo lo tuvo frente a él. De inmediato, este se volvió para seguir discutiendo. La madre, advirtió la presencia del pequeño y le ordenó entre lágrimas que regresara al salón, pero el niño no obedeció y se escabulló a un rincón sin que le viesen.

La discusión aumentó. De los reproches la madre pasó a lanzarle un plato al padre, este contestó con un bofetón en la cara y una patada en el vientre, ella intentó revolverse ante los golpes y recibió un puñetazo en la boca. Roja de ira y roja de sangre con un labio partido, la madre se hizo con un cuchillo. Cuando ambos quisieron darse cuenta, él tenía el cuchillo clavado en el pecho hasta la empuñadura. El padre cayó a plomo al suelo de la cocina, la madre comenzó a chillar, el niño lo había contemplado todo con la boca abierta, la claqueta de juguete se le había caído al suelo.

La madre tras el tercer chillido descubrió a su hijo. Estuvo a punto de entrar en shock mientras el niño, boquiabierto todavía, observaba el charco de sangre que se formaba alrededor del cuerpo del padre. La madre se serenó lo suficiente como para sacar de la cocina a su hijo. Antes de llamar a la policía colocó al niño frente al televisor y le rogó con nerviosas caricias que se olvidara de todo lo que había visto. En la televisión nevaba en blanco y negro. Pronto llegó la policía, pronto la ambulancia, pronto el niño censuró este episodio que por fin afloraba a su conciencia.

A Ernesto Grivaldo se le fundieron a negro sus recuerdos y regresó a la cabaña. Una sonrisa se sobrepuso al dolor. Con dolor irónico habló a las cámaras: «Ahora sé que el cine ha sido a lo largo de los años mi refugio, que el cine me ha permitido huir de mi fantasma. Pero me he empeñado tanto en alcanzarle, que al final lo he conseguido».

Se palpó la herida, un rayo de sol se filtró por la ventana.

Resultado de imagen de nieve y sangre

 

El último

De este relato se ha dicho sin el entusiasmo que el autor hubiera querido:

«No es más que un juego sin un ápice de talento, pero al menos posee cierta gracia, que es más de lo que estamos acostumbrados a encontrar». Lázaro.

«Más profundo de lo que parece tal vez por no resultar nada revelador. Presenta un cinismo propio de nuestro tiempo, y sus vulnerabilidades». Eugenio Toré.

«Triste debe de ser el pensamiento de quien lo escribe, escasa su esperanza». Carlos M.

 

I

A las pocas horas de que reventáramos la Luna las predicciones científicas que se habían hecho centenares de años atrás, se cumplieron. De acuerdo con la primera, desaparecieron las mareas y las grandes masas oceánicas se marcharon hacia los polos. En el camino, muchas ciudades costeras fueron anegadas, aunque no arrasadas porque de ese trabajo ya nos habíamos encargado nosotros antes. La segunda predicción también se cumplió, en trece días logramos confirmar el nuevo cálculo de nuestra órbita; al desaparecer la Luna se modificaban levemente nuestras relaciones gravitacionales con el Sol, y esa levedad será suficiente para introducir de lleno a la Tierra en el infierno climático.

Provocar el infierno en cualquier caso ha sido una simple precaución contra posibles cobardes. El proceso hacia la extinción debería acabar en mí, es mi derecho después de mis logros, y mientras grabo esto, debo suponer que soy el último de los homo sapiens ludens. Pero si no fuese así, si quedaran ratas escondidas a la espera de asomar la cabeza, con la esperanza de llevar a cabo cualquier tipo de inicio, la nueva órbita se encargará de la desilusión, y de acabar el trabajo.

II

Me permitiré una pequeña descripción.

Madrid, siglo XXIII, año 25 según el antiguo calendario cristiano. La ruina de la antigua capital de España no es ni mejor ni peor que las del resto de ciudades y poblaciones del mundo, pero su destrucción llegó algo más tarde que a muchas otras, escapando de las más virulentas Guerras Lúdicas, lo que ha conservado algún edificio que otro.

Frente a mí se levanta pavoroso el Museo del Prado. Hace mucho que sus cuadros se quemaron, se robaron, y hasta se comieron –estuve presente cuando se obligó al último alcalde de la ciudad a realizar la performance titulada,  Alcalde devora el cuadro de Saturno que a su vez devora a uno de sus hijos−, pero el edificio aún se mantiene en pie. No la estatua de Velázquez que durante siglos presidió su puerta principal, no los edificios, museos, y hoteles de alrededor, no Eva.

Eva no. Ella yace a mis pies.

Si mi padre pudiera verme en esta hora, si mi padre pudiera hacerlo… volvería a quitarse la vida.

 

III

Pronto acabará todo, pero antes grabo holográficamente estas palabras.

Y lo hago sin que haya nadie que pueda reprocharme tan absurda vanidad, que pueda recordarme que nunca más seré admirado, que nunca más causaré temor ni odio. ¿Para qué grabarme entonces, por qué no matarme sin más preámbulos?

¿Temo acaso que el Contador de Almas impreso en el pabellón de mi oreja no funcione correctamente, y yo no sea el último de los ludens? ¿O tal vez espero que mis palabras las escuchen otros seres que en un futuro visiten la Tierra desolada? ¿O el problema es que a pesar de mi triunfo, hay una parte de mí que lo lamente? ¿O quién sabe, si no se trata de mi incapacidad para sustraerme a los recuerdos de mi padre, y necesite contar esta última historia como él siempre me contaba cuentos y leyendas?

No tengo una respuesta clara, pero sé que no se trata de miedo, y que aún quiero contar algunas cosas, sea contradictorio o no.

 

IV

Resulta difícil cifrar cuándo todo comenzó a desbocarse, y a la mayoría poco y nada nos importaba, centrados como estábamos en sentir cada vez más fuerte, más tiempo, más inmediato. Pero decidido a narrar nuestra extinción, deberé hacer un esfuerzo por recordar el lenguaje y las muchas enseñanzas de mi padre y de sus maestros; deberé recordar los llantos racionalizadores que la mayoría nos sacudíamos sin pestañear.

La teoría con mayor poso y predicamento anclaba sus raíces en un pasado lejano, y señalaba que nuestra ruina nació del siglo XX y sus guerras mundiales, que nos llevaron al límite moral para arrojarnos al abismo del siglo XXI, culminado con la III Gran Guerra en el año 73 de ese siglo, y de la que ya no nos recuperaríamos, según estos teóricos, en el plano de la justicia moral.

La segunda teoría más reconocida, apuntaba que la gangrena se volvió inextirpable cuando en el año 60 del siglo XXII, se permitió grabar el reality show de la TeleVisión3.0., conocido como La selva. El programa consistió en llevar a la última selva virgen a algunos de los intelectuales más prestigiosos de la época, y obligarles a actuar para sobrevivir. O mejor, se les obligó a que salvaran sus vidas a través de la acción. Error de cálculo o no, con premeditación y alevosía o sin ella, todos los concursantes murieron, «produciendo paradójicamente un desencanto definitivo por el esfuerzo del pensar y de la crítica», como se dijo en los postreros círculos de pensadores. Entonces, nos sermonearon estos, se entró en barrena para no recuperar jamás el vuelo ético.

En cuanto a mi padre, tan buen teórico como el mejor, tan respetado como el que más, y pesimista como pocos –al menos en sus días en los que la depresión le superaba−, podía demostrar que nos habíamos buscado la ruina en nuestro siglo, en el anterior, y en el que gustáramos, y convencer a cualquiera de que  nuestro verdadero fin dio comienzo al descubrir el ser humano el fuego, poniéndonos definitivamente la soga y apretando el nudo, con el invento de la rueda. El fuego y la rueda, repetía en sus días más tristes entre trago y trago, ya contenían toda la potencialidad no del sapiens, sino del ludens, y el resto, habría sido apurar el tiempo histórico hacia una involución con las cartas ya marcadas.

Pero mi vanidad no tiene límites, y en mis últimos días estuve reflexionando al respecto hasta llegar a mi propia teoría, y aunque sé que no tiene mucho sentido exponerla, lo haré de todos modos.

V

Cuando los viejos teóricos escarbaron en las raíces para explicar este día que anticiparon −tampoco había que ser demasiado sabio para preconizar el fin de nuestra especie−, escarbaron demasiado profundo. Mi padre me enseñó la Historia, y yo aprendí de ella que con el límite se puede jugar y salir airoso del lance, salvo que tenses la cuerda demasiado. Y la soga de la historia no fue irreversible con el descubrimiento del fuego, como se lamentara mi padre, ni con ninguna de las guerras mundiales, ni tampoco con la mencionada La Selva, el último reality que fue a su vez el primer ultrashow. No, el límite lo cruzamos con la I Guerra Lúdica; estoy convencido de que con ella nos ahorcamos por primera vez para no volver a recuperar jamás el aliento.

La I Guerra Lúdica tuvo lugar en el año 80 del siglo XXII, veinte años más tarde del citado ultrashow que acabó con la muerte de los infelices intelectuales que no supieron enfrentarse a los peligros de una naturaleza casi extinta. Fue una guerra aséptica y nada reprochable en la forma; acaso en el fondo, pero fue entonces cuando por fin nos deshicimos por completo de toda crítica que apestara a humanismo. El espectáculo se sobreponía a cualquier otro valor. «El espectáculo −cito a mi padre− como arjé, como principio del sentido último».

Los preparativos de la guerra llevaron su tiempo, pero merecieron la pena. Cuatro años antes de iniciarse el conflicto, se constituyó El País del Gobi, delimitado por los márgenes del desierto que se extendía entre el norte de la extinta China y el sur de la extinta Mongolia.  En los dos años siguientes, se le dotó de unas condiciones de habitabilidad prósperas. Por último, se publicaron las bases finales del concurso; los participantes que viajaran al país y asumieran su nacionalidad, debían alinearse en uno de los dos bandos que se constituían, y tras un año de exhaustivo entrenamiento militar, comenzarían a matarse unos a otros. Los ganadores se quedaban con todo.

Los pocos agoreros que aún respiraban sobre la faz de la Tierra vaticinaron el desastre de la I Guerra Lúdica. Dijeron que apenas se presentarían concursantes, que las autoridades internacionales prohibirían lo que ya había llegado demasiado lejos, que despertarían las conciencias y nacería el hombre nuevo… Lo que en cambio se produjo, fue un éxito de participación con más un millón de concursantes, un éxito jurídico que sentó jurisprudencia, y un éxito visual con una guerra filmada desde todos los ángulos inimaginables para disfrute de una audiencia que pudo influir en el devenir de la contienda a través de sus apoyos.

Yo nací a las pocas horas de concluir la Guerra del Gobi. Entonces, mi padre le dijo a mi madre, poco antes de que esta nos abandonara, que tal vez yo era la reencarnación de alguna de esas víctimas, la reencarnación de alguno de esos idiotas sin remedio que habían perdido el juicio y todo valor digno. «Puede que así fuese padre −le contesté un día cuando él me relató la anécdota−  puede que yo fuera un espíritu reencarnado de esa guerra tan extraña, y puede que ese espíritu me legara la estupidez. Pero lo que yo no voy a consentir  −afirmé rotundo− es cargar con la idea de ser una  víctima. Puestos a elegir, seré un verdugo». No creo que tuviera más de quince años cuando le hablé así a mi padre.

 

VI

Ahora tengo cuarenta y cuatro años, y no cumpliré ninguno más.

Nací, como ya dije, el año en que se celebró la I Guerra Lúdica, a las pocas horas de que esta concluyera. A partir de ese momento todo pareció acelerarse y como meros ejemplos sirvan que cuatro más tarde se desató la II G.L., en la región de la Tierra de Fuego; al tiempo los ultrashows se prodigaban por todo el planeta en lucha a muerte, a menudo de un modo literal, por la audiencia; y en el año 95 de ese siglo XII, aparecía el chip que se bautizó como el Contador de almas, un sistema fijado al cuerpo –tras varios modelos el que se parcheaba en la oreja se popularizó y acabó con la competencia– que calculaba en tiempo real la gente viva sobre el planeta, avisándote de cada defunción, y del modo de cada muerte, si lo programabas para ello.

Con auténtico vértigo me planté en mi decimoséptimo cumpleaños, y para celebrarlo, decidí participar ya con la edad legal en mi primer ultrashow. Cuando le comuniqué a mi padre mi decisión irrevocable se le cayó el mundo encima y le aplastó un poco más. Hasta ese momento había pensado que podía educar a su hijo al margen de los tiempos que vivíamos, y tuve que desengañarle del peor de los modos.

La Carrera fue el ultrashow que elegí, y aunque pudo haber sido mi tumba en numerosos momentos, no lo fue. Como todo el mundo sabía, el concurso conjugaba velocidad, interacción entre participantes y público, y una alta posibilidad de muerte. Esta última era una probabilidad alta como queda dicho, acabar con un brazo, una pierna, o un riñón, de un rival que hubiera participado en tu misma prueba y muerto durante la misma, casi una certeza. Cada vez que un espejo me devuelve la imagen, no me cabe otra que recordarlo. La Carrera no engañaba a nadie y cuando firmabas tu participación eras consciente de que sobrevivir iba más allá del talento al volante. Debías sumarle suerte, para no caer por ejemplo en las trampas aleatorias o para no volar junto a una mina, y el cariño del público, para que se te aplicara la nanomedicina por delante de tus rivales una vez que el accidente se producía… y el accidente siempre se producía.

La contumacia es otro de mis rasgos y no solo sobreviví a una, sino que ostento el récord del ultrashow con doce carreras saliendo maltrecho –casi ninguna de mis extremidades son originarias−, pero vivo. No gané todas, pero ni uno solo de quienes me ganaron alguna vez, sobrevivieron en sus futuras participaciones.

Ni el dinero que se me ofreció, ni las súplicas de millones de fans, ni la memoria de la adrenalina, pudieron hacer que volviera a participar tras mi última victoria en la doceava ocasión en que participé. Sencillamente me había cansado y quería abrazar nuevos impulsos. Por un momento, mi padre pensó que sus súplicas argumentativas habían sido la causa de mi abandono, pero no tardó en comprobar su error, craso si se quiere.

 

VII

Corría el tercer año del siglo XXIII y enfilábamos ya la recta final de nuestro proceso autodestructivo: las últimas universidades terminaron por desaparecer a falta de estudiantes; las guerras, civiles en los países pobres, y lúdicas en los ricos, se impusieron al ritmo de varias al año; la polución, el crimen y el hambre, asolaban los pocos países que querían mantenerse al margen; el movimiento rebelde originado en las primeras décadas del siglo XXI por la denominada Crisis eterna, se consumió también por completo. En este contexto, mi padre, el brillante sociólogo, el emérito catedrático, el doctor honoris causa de las más prestigiosas universidades que habían sido antaño centro de cultura y poder para terminar desapareciendo «como lágrimas en la lluvia», como le gustaba recitar a mi padre en sus últimos días; en este contexto, digo, solo pudo recurrir a un último impulso de antidepresivos y alcohol para sobrellevar su ruina.

Pero fui yo quien terminó de derribarle. Su hijo no había dejado La Carrera por una cuestión ética, sino que dejé un ultrashow para coger al vuelo otro. Me había aburrido y sencillamente busqué nuevos horizontes. Era un muchacho con ansias de superarme y perseverante al máximo, pero en un sentido muy alejado al que mi padre hubiera deseado. Su educación no bastó para modelarme, el instinto de los tiempos triunfó.

Mi nuevo objetivo se llamaba Atrápalo, el ultrashow que conquistaría todas las audiencias –no habría guerra, lúdica o civil, que no hiciera sus altos el fuego cuando se retransmitía–, y era una idea tan brutal y lógica, que nadie se explicaba cómo no se había hecho antes.

El concurso consistía en llenar un avión de pasajeros modelo A380-8, −una de las cosas que más cautivó es que se eliminó el límite de edad y entre los pasajeros siempre había un alto porcentaje de niños en busca de la misma fortuna que los adultos−, en hacer que el avión alcanzara su altitud máxima, y en realizar en ese momento un sorteo. El ganador se convertiría en el bulto, y de inmediato se le arrojaría del avión sin paracaídas. Llegaba entonces el turno de los concursantes, a menudo diez, nunca más de quince ni menos de siete, que debían lanzarse tras el bulto para intentar engancharle a su paracaídas antes de que se estrellara. Quien rescatara el bulto compartía el premio al 50% con este. Si ningún concursante lo lograba, cinco de los paracaidistas eran ejecutados para regocijo de todos. Puro espectáculo.

La experiencia y la adrenalina eran tan salvajes que participé como concursante una veintena de veces, y como pasajero alrededor de 50 –sin embargo nunca logré que me tocara el sorteo y convertirme en el bulto. Gané en mi primera participación y otras tres ediciones más; salvé el pellejo en cuatro ocasiones donde el bulto se estampó; y tuve que matar a lo largo de mis saltos a cinco compañeros cuyas estrategias durante el vuelo no compartí.

Mi padre sin embargo no pudo verme ni una sola vez. Me lo había dejado muy claro cuando le comuniqué mis planes, «salta y me volaré la tapa de los sesos» –me dijo. Reconozco que medité la situación y que sopesé la posibilidad de no saltar, pero al final lo hice, pues no podía permitirme que otro “Yo” condicionara mi voluntad. En buena medida se trataba de una de sus lecciones. Él, más o menos cumplió también con su palabra; en lugar de dispararse se arrojó desde la planta número veinticuatro de un rascacielos. Interpreté que había sido un mensaje por coincidir con mis años, y que ese mensaje buscaba al menos mis remordimientos. No lo logró. En cuanto a la nota que dejó antes de saltar, tuvo una influencia decisiva tal vez para el devenir del mundo, pero eso lo contaré más adelante.

Lo grabo y no me ruborizo: éramos una sociedad polimórficamente enferma. Pero lo asumo con sencillez de acuerdo a lo que  mi padre me había enseñado; conocer el diagnóstico, saberse enfermo y de qué, no sirve para nada si no hay voluntad de curarse. Y nosotros lo que precisamente desbordábamos era voluntad, pero no de cura, sino de perpetuar nuestra enfermedad hasta que esta nos destruyera. Lo voy a decir de este otro modo: mi padre fue quizá el último de los antiguos, seres fundamentalmente complejos y contradictorios, yo, soy el último de los nuevos, el último de los ludens, seres fundamentalmente autodestructivos.

 

 

VIII

Después de mis numerosas participaciones en Atrápalo, embestí de repente contra una crisis existencial en la que todo me resultaba frívolo y vacío; nada era emocionante, nada merecía la pena, nada me movía a jugarme el tipo, o a matar a otros. Oportunidades no faltaban por mi solicitado caché, pero todo era gris y los escasos proyectos en los que participé me supieron a más de lo mismo.

Sirva de ejemplo para resumir con prontitud los seis años en los que padecí esta crisis, mi participación en la Guerra Lúdica Nuclear entre la ex−poderosa USA, y el ex−pacífico Canadá. Fue visualmente espectacular, cuantitativamente demoledora, cosechó cifras de récord… y sin embargo, tan solo fue estirar lo dado previamente, nada nuevo, nada salvífico, nada que me erizara la piel, y solo mis fuertes mecanismos de autodefensa me mantuvieron vivo.

Sobreviví a esa guerra con una sensación de hastío y podredumbre que me llevó hasta la planta treinta y dos del mismo edificio, desde el que saltara mi padre ocho años atrás.

Estoy subido al pretil de la azotea, sin vértigo, sin miedo, a un paso de ser libre. ¿Por qué no salto entonces?

Después de estos años dándole vueltas elijo pensar que por su nota. «De todas las distopías –escribió él antes de suicidarse y me recordaba yo mientras tomaba una decisión− que han imaginado los escritores y los filósofos a lo largo de los siglos, he tenido que vivir la peor de las posibles. La peor no por ser la más sangrienta, la más desvalorizada, la única que se encarnó en verdad, sino la peor porque no pude detenerla, y porque mi hijo disfruta con ella». Si saltaba, ¿dónde quedaba mi placer? Toda su vida mi padre tuvo razón –otra cosa es que le sirviera para algo− y robarle también eso hubiera sido cruel e innecesario. Yo ya había sido un mal hijo, para qué insistir.

Un año más tarde de mi atisbo de suicidio en el rascacielos, llegó la luz que cegó tanta mediocridad. Por fin algo cualitativamente distinto, por fin vislumbré el horizonte: extraer las últimas consecuencias de nuestro largo viaje hacia el fin. Corría el año 14 del siglo XXIII y me alisté al grupo por entonces clandestino y ya dirigido por Eva, que se denominaba Autofagizadores. Por fin pasé a formar parte de una idea bella, necesaria y duradera.

 

IX

La extinción de la raza sería el espectáculo definitivo, la síntesis perfecta de guerra lúdica y de ultrashow. Por supuesto, la mayoría de los ludens no concebían ni querían el fin del juego, y tuvimos que solventar diversos problemas estructurales a base de ingenio y brutalidad.

Nuestro grupo, calificado paradójicamente de intelectual, ha tenido que infiltrarse durante estos últimos años en las argamasas más duras que aún impedían la extinción, y ha tenido que hacer en ocasiones tal ejercicio de cinismo, que solo algunos políticos históricos habrían estado a la altura. En cualquier caso, la cantidad de sudor y sangre que derramamos resulta difícil no ya de cuantificar, sino de concebir. Pero daré algunas pistas: por ejemplo, hubo que desinflar a los ricos que anhelaban perpetuarse; por ejemplo, hubo que erradicar los vestigios del concepto “Estado” y terminar de enfrentar a muerte a unos ciudadanos con otros al margen del terruño donde hubieran nacido; por ejemplo, hubo que resucitar a los antiguos dioses para concienciar a algunos continuistas de que había llegado la hora de la vida ultraterrena; por ejemplo, hubo que poner toda la maquinaria científica al servicio de la destrucción masiva; y finalmente, tuvimos que forjar los mecanismos que anularon por completo palabras ya maltrechas como “amor” o “familia”, y ridiculizar hasta el paroxismo otras como “justicia”, “paz” y “sexo”.

Con verdadero denuedo logramos todos nuestros objetivos y aún así, la vida intentó negarse a desaparecer. El grupo se escindió por la aparición de los conversos que pretendieron perpetuarse e iniciarlo todo de nuevo. Sin embargo esta rebelión no llegó muy lejos y fue sofocada casi de inmediato y desde la raíz. Los Contadores de almas redujeron sus dígitos a una mínima expresión. Apenas quedamos unas cientos, y había que terminar el trabajo.

 

X

Destruir la Tierra haciéndola explosionar era posible pero no nos pareció digno. Era una solución fácil y carente de emoción, ya representada en cientos de formas y variantes.

Fue Eva quien tuvo las dos ideas; sencillas, brillantes, conclusivas. Eva nos había llevado hasta el horizonte en forma de abismo, y con su ingenio también nos permitiría cruzar el límite, saltando al vacío para siempre. Primero, reventar la Luna con los misiles. Luego, algo tan simple como matarnos entre nosotros en un enfrentamiento sin cuartel. Solo teníamos que ser fieles a nuestros ideales y aplicarnos a nosotros mismos sin más fisuras, lo que habíamos aplicado a los demás.

Como en el mito cristiano, hubo una última cena, pero sin besos traidores y conscientes de que todos, acabaríamos en cierto sentido crucificados.

12 de junio del año 25 del siglo XXIII según el calendario occidental. Hace poco menos de una hora que maté a la última mujer sobre la faz de la Tierra, yo soy el último de los hombres y no la sobreviviré más que por unos minutos. ¿Mereció la pena todo este largo camino? Mi vello está aún electrificado y tengo las manos demasiado manchadas de sangre, como para decir no.