No me gustan las flores

No me gustan las moralejas, las cargan lo obvio, pero a veces…

Mientras el silencio entre nosotros se volvía cada vez más pesado e insoportable, el coche comenzó a resollar por el esfuerzo. La radio daba interferencias, la cuesta no terminaba nunca y opté por pisar el acelerador a fondo. A pesar del aumento de la velocidad, ella siguió sin mirarme.

Todo, de nuevo, había salido mal en nuestro viaje. Sería la última vez, el último intento, me dije, y comencé a sudar frente a su aparente calma. Pasé cerca de varios camiones, demasiado cerca, pero tampoco se inmutó. ¿Lo deseaba acaso tanto o más que yo? Era una forma como otra cualquiera de ser libres.

A lo lejos divisé el fin de la pendiente. Acababa en curva cerrada, como anunciaban con insistencia las señales de precaución para que se redujera la velocidad. No lo hice y ella tan solo puso las manos en su regazo, si acaso esbozó una ligera sonrisa. Entonces las vi, fugazmente, y recordé.

No me gustan las flores, confesé en nuestra primera cita. ¿A qué tipo de monstruo no le pueden gustan las flores? Contestó, poco antes de enamorarnos.

Las vi, fugazmente. Clavadas sobre un poste al lado de la carretera. Eran el típico ramo de luto, de pérdida, de crueldad intolerable para los que se quedan.

Tal vez fueran las flores, tal vez fui solo un cobarde, tal vez un valiente, pero levanté el pie del acelerador. Pasada la curva lloramos, al llegar a casa decidimos un punto final menos salvaje.

No me gustan las moralejas y no me gustan las flores, pero hoy hemos rehecho, cada uno con sus pedazos, nuestras vidas.


Madame Macabre: Flores negras en el mundo natural.

Cobarde

I

Al llegar de la editorial se encontró la puerta de su casa abierta y, con inquietud, se preguntó si se trataría de uno de sus numerosos despistes o de un robo. De inmediato cayó en la cuenta de que no tenía copia alguna del archivo word que contenía su última novela, casi terminada. Si ha desaparecido el ordenador… se precipitó dentro y al dar la luz se topó con su familia y sus amigos.

−¡Feliz cumpleaños! –Le gritaron al unísono mientras él se serenaba.

Recibió besos, abrazos y tirones de orejas. Se mostró estoico. Incluso forzó su sonrisa para no resultar desagradecido, aunque no dejaba de pensar que cuarenta y dos años era una cifra lo suficientemente abultada como para ahorrarse todas esas zarandajas. Para sobrellevar mejor el trago y a los suyos se sirvió un whisky doble. Los demás no pasaron del vino o de la cerveza, y eso cuando lo hicieron, porque la mayoría optó por refrescos light que a él horrorizaban, si bien nadie conocía ese pueril secreto. La tarta esperaba.

Una hora más tarde en la casa del prestigioso escritor los asistentes se habían dividido en dos grupos. En uno, con mayoría de mujeres, se mezclaba la política con los pañales. En el otro, hombres sobre todo, el fútbol y también la política iban de la mano. El anfitrión, que siempre había escrito contra los tópicos, no pudo sino viajar hacia su mundo interior, aunque en apariencia fuera de un lado para otro repartiendo sonrisas y afecto. Sin embargo algo fuera del guión le impidió esta vez sobrellevar a los demás como tantas otras veces.

Comenzó a llover con fuerza y el repiqueteo de la lluvia contra las ventanas le anegó de nostalgia. El recuerdo de ella bajo la lluvia se hizo insoportable.

−Me voy –dijo sin dar ninguna explicación a los atónitos invitados−. Cerrad la puerta cuando os marchéis.

II

Nada más comenzar su paseo errático sintió el extraño alivio de la contradicción. La lluvia nunca golpea contra la ventana con suficiente fuerza, pensó mientras recordaba que su última conversación con ella había sido bajo una tormenta, que sus mejores noches llegaron bajo tormentas, que las lágrimas como mejor se ocultan es bajo la tormenta.

Con esa tempestad repleta de aristas caminó largo tiempo despreocupado de su salud e indiferente a los comentarios que dejaba atrás. Se envolvió en recuerdos y reflexiones. Habían pasado ya diez años desde que se vieran por última vez, y ocho desde que ni siquiera hablaban por teléfono. El mar les separaba pero el abismo definitivo era la conciencia de un proyecto de vida distinto al que ninguno de los dos quiso renunciar. Sin embargo él la seguía adorando y la consideraba su mejor fracaso. Ella había sido entre todas las mujeres que había conocido, la única que asumiera como él lo hacía, el radical absurdo de la vida y, por muy absurdo que resultara, la seguía queriendo. Del mismo modo podía considerarse un sinsentido que cada año le escribiese una carta que finalmente nunca enviaba, pero seguía haciéndolo bajo la idea de que al menos la acariciaría en cada palabra que le escribiese.

La expresión calarse hasta los huesos se le quedó corta después de una hora bajo la lluvia, y hasta el alma le resultó más conveniente a pesar de no creer en tal cosa. Sin duda fue esa imagen la que le llevó a pensar que estaba erigiendo un templo de preguntas con el que torturarse. El altar era evidente: ¿por qué se dijeron adiós? Su vía crucis terminó con la sentencia en la que siempre concluía, lo que ella dijo al despedirse: «somos valientes y únicos al sacrificar los sentimientos por nuestros proyectos».

Chorreaba de la cabeza a los pies. Tiritaba a cada paso. No tardó en decirse que merecía ahogarse allí mismo, que bendito sería el rayo que le fulminase. Pero no ocurrió tal cosa y sin saber bien cómo, se encontró de nuevo en su portal.

III

Su familia y sus amigos le habían hecho caso y cerraron la puerta al marcharse. La tarta seguía intacta, le pareció la viva imagen de la tristeza.

Entre temblores logró deshacerse de su ropa que sonó a charco al arrojarla sin miramiento contra el parqué. Desnudo, con la lluvia azotando los cristales, contempló su apartamento repleto de libros. Una idea se apoderó de él: había sometido su vida a muchos sacrificios por lograr su sueño de entregarse por entero a la literatura y, sacrificarla a ella había sido un error. Todo se le nubló.

Fue hasta la nevera y se abrió una coca light, la bebida que ella siempre tomaba, entonces encendió las velas de su tarta, y finalmente buscó el teléfono móvil. A pesar de los años y de que había borrado el contacto de la agenda, no le costó nada recordar las nueve cifras.

Con el primer tono lo tenía claro, le diría que quería ser digno de reconquistarla, asumiría que era un cobarde, pero que quería serlo a su lado. En el segundo tono se percató de que la lluvia ya no golpeaba contra la ventana, la tormenta había cesado por completo. La nostalgia se esfumó de golpe. La voz de ella sonó al otro lado de la línea, «¿Sí?».


Publicado originalmente en dekrakensysirenas.com, @krakensysirenas, el 28.01.16

Escalones

Mi brillante futuro llama al telefonillo. Una, dos, tres veces. Seguridad e insistencia, ella no deja nada al azar. Yo  tampoco así que tardo en descolgar el cacharro cuatro, ocho, doce segundos. «Ya estamos aquí los dos, cariño, no tardes» me dice melosa. Contesto con un solícito «Enseguida bajo, aunque recuerda que es un décimo». ¿Por qué justo antes de colgar tengo que oír toser a mi futuro suegro de esa manera, qué me quiere insinuar? Una repentina ola de calor me aprieta la garganta.

Cuando el ascensor abre la puerta el espejo del fondo me devuelve la imagen de mis zapatos nuevos, mi pantalón Mcgregor, la camisa Ralph Lauren, la chaqueta Lacoste, el pelo engominado. Yo, Jorge García, soy un triunfador. ¿Cuántos hubieran apostado por ello en el colegio, en el instituto, incluso en la universidad? ¿Cuántos no se pudren de envidia porque me trajino a la hija de Wiedermann? Dar por culo al gran jefe será mi mayor placer. Me deleito tanto ante la idea que la puerta se me cierra sin que yo mueva un músculo. En lugar de apretar el botón para volver a abrirla, comienzo a bajar por las escaleras. «Que esperen un poco más», me digo a mí mismo mientras por un momento me cuesta tragar saliva.

Hasta el octavo no desciendo de mi nube y si lo hago es porque he tropezado con un escalón. Casi me abro la crisma. Al recolocarme el peinado los gemelos del puño de la camisa me parecen un exceso. Primero van al bolsillo pero cuando recuerdo el comentario de ella, «a mi padre le gustarán», los saco y los dejo caer. Resuenan contra las escaleras varias veces. Un cosquilleo me recorre todo el cuerpo.

Ese cosquilleo, esa saliva atragantada, una temperatura anormal en mi cuerpo, me acompañan hasta el quinto. La sonrisa también. La ventana de la entreplanta me deja ver en el patio de luces cómo tiende la ropa en el otro portal la madre de María. Qué habrá sido de ella, creo que se marchó a Londres, o a Berlín, era un torbellino en la cama y en la vida. Empiezo a sentir que el calor se hace excesivo y el cuello de la camisa me aprieta lo indecible. En la cuarta planta tengo que quitarme la chaqueta. Al carajo, la tiro al suelo mientras pienso que voy demasiado vestido.

El vecino del sexto con sus ochenta años se cruza conmigo en el tercero. Va con bolsas del Ahorramás, nunca sube en ascensor y rechaza mi ayuda con la amabilidad de otras veces. Sospecho que conoce que soy un caradura. Si un día me dijera que sí, que le suba la compra, maldita la gracia que me haría. Tras echarme a un lado para dejarle paso le observo, su calma, su fuerza de voluntad, no se detiene ni una sola vez para tomar resuello. El contraste con él me paraliza por unos segundos. Hago una cuenta atrás «Tres, dos, uno» y consigo moverme.

Mi novia es preciosa y por dentro es mucho más bonita que yo sin ninguna duda. Por si fuera poco está todo lo demás y lo único que me ha pedido es un poco de decoro para no asustar a su familia. Es lógico… Lo que no es lógico es que en la segunda planta pierda la camisa y en la primera me siente con parsimonia a quitarme los pantalones. Antes me descalzo para hacerlo más fácil pero luego me pongo de nuevo los zapatos.

«¿Tendré cojones?» De entre todo el torbellino de preguntas que me pasan por la cabeza esta es la única que me formulo en alto. A pesar de conservar solo mis bóxer Calvin Klein y mis zapatos relucientes, el calor sigue conmigo, no consigo desprenderme de él, me agobia. Estoy sudando y noto cómo la gomina se derrite y el pelo se me revuelve.

El espejo del portal que yo rompí hace tres años después de aquella gran noche y, que la comunidad de vecinos aún no ha cambiado por falta de presupuesto, me devuelve fragmentada mi imagen casi desnuda y por entero ridícula. Suspiro una, dos veces. Me digo, «Hay que llegar por una vez hasta el fondo, cueste lo que cueste y signifique lo que signifique». Y mientras me quito los calzoncillos, y mientras veo dibujarse detrás de la puerta del portal la cara de horror de la que ha sido mi novia, y la cara de asesino del que iba a ser mi suegro, me pregunto si hoy empieza todo o si hoy se acabó todo. Me concedo un segundo. Voy hacia ellos.


Publicado originalmente en dekrakensysirenas.com, @krakensysirenas, el 31.12.15