Esta bruma insensata, Enrique Vila-Matas

Desde que me descubrieron a Vila-Matas (estaré eternamente agradecido a la mujer que me dijo, deberías leer…) allá por el inicio de la década anterior, regresar a su obra es como estar en casa. Es verdad que abrir sus artefactos literarios ya no supone la sorpresa de las primeras veces, y que por tanto hay una ausencia de furor inicial, pero siempre termino por acomodarme y por disfrutar de cada rincón que propone.

Dicho lo anterior, y aunque hace poco que estoy en Goodreads, saber que iba a subir a la plataforma la puntuación de Esta bruma insensata me hizo tener mala conciencia cuando las primeras páginas pasaban y la novela no me terminaba de enganchar. De hecho, temí que a al paso que iba tendría que poner un dos y me sentía de lo más culpable. Quizá la guerra iniciada por Rusia no ayudara a centrarme, quizá tampoco el estrés laboral, o el precio de la luz, pero los problemas siempre están ahí fuera, y mi refugio en la literatura suele estar hecho a prueba de bombas, así que no encontraba más excusa que decirme, Vila-Matas ya no me enamora.

Por suerte, las páginas fueron danzando y terminé por caer, una vez más, bajo su hechizo. Cuando un libro, y en realidad cualquier objeto artístico, va de menos a más en tu percepción personal, se puede decir que está salvado para el recuerdo. Y eso es lo que me ocurre con esta bruma literaria que entreteje Matas con sus hábiles juegos y reflexiones sobre la vida que tiene tanto de literatura y sobre la literatura que tiene tanto de vida.

Aquí en concreto, Vila-Matas toma uno de sus sellos identitarios, las citas, y extrae y exprime y recorre hasta las últimas consecuencias de sus posibilidades. Me pregunto, por cierto, sabiendo lo bien que se lo pasa con sus malabares de transfiguración y traslación, cuántas de las citas que cita, son fidedignas en cuanto a sus palabras y autoría, y cuántos juegos intertextuales no se me habrán escapado, si un infinito o varios.    

Por lo demás, la historia de los hermanos crece, se desarrolla y muere como debe ser dentro del universo del autor, y que centre los tres días en los que se desarrolla la acción, en la pseudo virtual hipotética declaración de Independencia de la República Catalana de 2017, le permite bordear especialmente los límites entre realidad, ficción y absurdo.

En definitiva, quizá no sea, para mí, allá cada cual, la mejor obra de Enrique Vila-Matas, pero sigue siendo una lectura imprescindible, teniendo claro, como se encarga de subrayar uno de los dos hermanos protagonistas de esta bruma insensata, que «¡anda ya!».  


Libertad, Jonathan Franzen

No sé si Libertad estará o no entre las diez mejores novelas de lo que llevamos del Siglo XXI, pues son unas cuantas y más quisiera haber leído muchísimas más de las que lo he hecho. Por si fuera poco, cada uno tiene su criterio y hasta criterios muy distintos pueden ser válidos. Pero de lo que estoy seguro, es que la recordaré como una obra maestra que asciende a mi olimpo particular junto a novelas como La broma infinita (1996), de David Foster Wallace y 2666 (2004) de Roberto Bolaño.

Sí, su extensión, cerca de setecientas páginas, puede ser un duro escollo para acometer su lectura, pero la literatura siempre exige algo de su lector, para ofrecer a cambio infinitas recompensas. Subrayo que es el caso. Escrita a la manera decimonónica de Tolstoi o de Dickens, es decir, profundizando hasta el tuétano en cada uno de los miembros de la familia protagonista, nos regala momentos que te harán reír, que te harán llorar, que te harán reflexionar, que te harán emocionarte, y que a mí me llevaron a escribir en el margen de su página quinientas ochenta: ¡Qué puta maravilla de libro!

Jonathan Franzen, es de agradecer en los tiempos insufriblemente correctos que vivimos, no quiere saltarse ningún charco y se reboza con deleite en las profundidades insondables de la sexualidad, en el laberinto de las relaciones familiares, en el fango de la política. Sorprendentemente sale airoso y vivo, y su obra crece y crece y crece con cada envite que enfrenta.

A lo largo de la novela odiarás y amarás a sus protagonistas, tendrás tus favoritos, te posicionarás a favor o en contra, pero al final, querrás lo mejor para ellos, porque serán, un poco, o un mucho, parte de ti, y los habrás comprendido en sus miserias y alabado en sus virtudes a lo largo de las décadas que su creador nos hace pasar junto a ellos. Walter, Patty, Richard, Joey, Jessica, y muchos personajes más, serán absolutamente poliédricos y más humanos que muchos humanos de carne y hueso.  

Para acabar diré que estamos una novela rotundamente significativa, que utiliza el camino artístico tantas veces recorrido, y sin embargo, tan difícil de trazar y tan lejos del alcance de la mayoría de los artistas: ir de lo particular a lo universal. Y es que Franzen consigue, a través de un puñado (aunque sea un puñado grande) de páginas cargadas de tinta, que entendamos un poco mejor el complejo cifrado de nuestra existencia. No digo que lo resuelva, digo que ayuda, que no quiero reclamaciones. Yo, desde luego, voy a poner esta novela en los altares y entre lo mucho que me ha da, recordaré que la libertad es un privilegio, pero su uso una responsabilidad.


Serotonina, Michel Houllebecq

Houllebecq es, sin duda alguna, uno de los escritores más incómodos del panorama actual. Para mí, de los que conozco, junto a Chuck Palahniuk, el que más, y gustándome este último, el francés me parece el mejor grano en el culo que se pueda desear.

No por casualidad describe su obra como un meter el dedo en la llaga, y lo hace como nadie, y se recrea, y disfruta, y a muchos, de una manera extraña o grimosa o retorcida o incluso deleitable a secas (por momentos), nos hace disfrutar.

Pues bien, Serotonina es un buen ejemplo de lo anterior y su protagonista, Florent-Claude Labrouste, un tipo tan desagradable como lúcidamente peligroso, pues supone una bofetada a nuestra cacareada zona de confort y un recrearse de los elementos más decadentes de nuestro tiempo.

Su lectura no es fácil, y no por el estilo, claro y preciso como un bisturí, sino por el tratamiento que hace de los temas, pero en todo caso siempre es apasionante… si no se tiene la piel muy fina, porque va a cuestionar tus principios, tu buen gusto, tu ética, y te llevará a lugares donde no es fácil estar.

Lugares límite, tabú, degenerados para la sociedad, donde el protagonista la mayor de las veces asiste como espectador y actúa, si es que actúa, de manera pasiva, indiferente, cobarde. Pero no es una novela donde se haga alarde del morbo por el morbo, sino que el núcleo de la historia versa sobre el amor/desamor, sobre la felicidad/infelicidad, sobre la posibilidad de si el protagonista, podrá vivir, con su arquitectura mental, de una manera digna.

Y Florent comprueba a lo largo de sus páginas, que si alguna vez lo fue, a sus 46 años, y sin ningún problema físico, y con la vida económicamente resuelta, y con un elevado nivel cultural, es decir, en la cresta del privilegio burgués, no lo es, no queda salvación para él. Nadie somos Florent, pero muchos lo somos en algún aspecto, y eso es suficiente para aterrarse.

«¿Era capaz de ser feliz en soledad? No lo creía. ¿Era capaz de ser feliz en general? Creo que es la clase de preguntas que más vale no hacerse.»

Y sin embargo, de eso trata la novela, de un constante preguntarse al respecto.   


Yoga, Emmanuel Carrère

Vuelvo al moribundo blog no sin una carga de vergüenza a mis espaldas, pero vuelvo, porque debo reseñar Yoga, de Emmanuel Carrère. Me gustaría pensar que es la primera piedra que reconstruya secciones, que habitaré nuevamente mi espacio literario original, sin embargo, bien sé que no será así, al menos no por ahora. Basta de lamentos y escribamos lo que he venido a escribir.

Tras leer una elogiosa reseña en un periódico cuyo nombre no recuerdo, me dije que Yoga era un firme candidato a engrosar mis estanterías de libros cuando volviera a realizar una compra selectiva, pero tras encontrarlo en la Biblioteca Pública donde acudo asiduamente, no pude resistir la tentación y me lo llevé. Esperaba un buen libro, no lo que he encontrado.

Yoga es una obra de arte profundamente hermosa, un texto que trasciende su formato de libro para encontrar un equilibrio incandescente entre la palabra y los hechos. Sin lugar a dudas es uno de los artefactos más luminosos que recuerdo. Por si fuera poco es un libro para todos los públicos, a poco que todos los públicos, tenga un mínimo de interés por el mundo que le rodea, un mínimo de empatía, un mínimo de sensibilidad literaria.

Confesaré que me preocupa un poco generar tanta expectativa, porque ya se sabe que las expectativas las carga el diablo y suelen provocar que la obra elogiada tienda a la baja en aquel que llegó a ella tras tanto alboroto y aplauso. Sin embargo, ante esta maravilla que en español ha publicado Anagrama, estoy dispuesto a correr el riesgo.

Llegados a este punto, contar de qué trata Yoga, al menos mínimamente, sería de una lógica aplastante, pero me vais a perdonar, o no, pero invito a quien me lea a que acuda para este punto a las cientos de reseñas que seguro lo hacen mejor que yo. A mí lo que me interesa decir es que mientras leía Yoga empecé a practicar Taichí, escuché la Polonesa de Chopin con ardor, recordé y sentí el drama de los refugiados, y hasta he intentado ser mejor persona. Sí, Yoga trata de meditación, de todo lo anterior y de mucho más.

En el eterno debate de si la literatura debe ser social, me posiciono en el lugar de que no tiene por qué serlo, pero que si lo es, y está bien hecha, bienvenida sea. Yoga sin duda es pura literatura y por si fuera poco, es útil. Es difícil pedir más. Solo queda hacer lo que he hecho, hablar y escribir sobre ella para que llegue a tus manos.


Resurgir, Margaret Atwood

Margaret Atwood es una de esas piezas que me faltaba por encajar en mi puzle literario personal. A pesar de las referencias que había escuchado sobre ella, a pesar de haber escrito El cuento de la criada que tanta fama ha alcanzado, a pesar de ser la autora de una de mis citas predilectas, “dadas las circunstancias adecuadas, cualquier cosa puede ocurrir en cualquier sitio”, todavía no había leído ningún libro suyo. Sin embargo, en apenas diez días, han caído dos.

El primero, Asesinato en la oscuridad, es un libro de relatos que ya me anunciaba la capacidad inventiva de Atwood y el dominio magistral de su oficio. El segundo, Resurgir, es una novela que cuando llevaba dos tercios leídos la calificaba de muy buena, y que en su último tramo toma a mi parecer una curva extraña (pero estructuralmente precisa), que  desemboca en una obra maestra.

Resurgir es un viaje para la protagonista y para sus lectores, pero no un viaje cualquiera. Para un lector medio como lo soy yo, quiero decir, para un europeo urbano al que la idiosincrasia de Canadá le suena relativamente conocida, me atrevo a definir el viaje como un periplo atravesado por la naturaleza que va de lo lejano a lo inaudito.

La protagonista es una mujer que se reconoce sin tapujos socialmente disfuncional, y que a lo largo de la novela, narrada en primera persona, mostrará también la disfuncionalidad de quienes supuestamente sí son aptos para la vida social. Sin duda, las páginas de Resurgir en ese aspecto tienen un poso pesimista y triste. Y sin embargo, en la confrontación que se hace de la vida civilizada contra la natural, relucirá un trueno, no tanto de esperanza, cuanto de belleza, al menos literaria.

Creo que no estamos ante una novela apta para un público generalizado, pero también, que para muchos lectores, será esencial. Y puesto que no soy nadie para decidir quién sí y quién no debe leerla, animo a todo el mundo para que le dé la oportunidad que se merece. También creo, que entre otros, uno de sus mayores aciertos es el proceso de ruptura del lenguaje al que nos aboca al final, que va de lo prosaico a otra cosa, y que no es poético, y que no sé definir, pero que está en la dirección al origen.

Por resumirla con una idea, leyéndola no sentía (como me ocurre especialmente con la literatura de estilo), la necesidad de subrayar sus frases, sino que algo mejor me atravesaba: era la novela quien me subrayaba a mí.

Termino como empecé, reseñando que me he topado con una obra imprescindible para mi biografía literaria. Lo mínimo que podía hacer tras su impacto es reconocérselo, pero también, poner rumbo de inmediato a la biblioteca para que mi próxima lectura, todavía no sé cuál, vuelva a ser de Atwood.


Los monederos falsos, André Gide

Mi primera vez con Gide se la debo a La Cuesta de Moyano, ese monumento madrileño a la literatura, que son las casetas de venta de libros de segunda mano que se apostan desde hace décadas junto al Jardín Botánico y a pocos pasos de El Retiro. Compré la novela en uno de los puestos, a pesar de creer que no encontraría tiempo en meses para atacar su historia medianamente voluminosa, pero ya se sabe, uno hace planes y luego la realidad lo que le da la gana. Así que llegó mi segundo confinamiento de este 2020 y pude hincarle los ojos con calma.

La novela retrata a un amplio abanico de personajes de diversas edades, pero todos pertenecientes a una clase media-alta, en el París ocioso de entreguerras y vanguardia. El hilo conductor será Edouard, un escritor que reflexiona en su diario sobre la posibilidad de escribir una novela que viene a confundirse con los hechos que pasan en su realidad. Edouard tendrá una especie de archienemigo, el conde Passavant, que por supuesto también será escritor. Ambos pelearán por el afecto de diversos jóvenes, en especial de Olivier, sobrino de Edouard, y Bernard, grandes amigos que están a punto de terminar el instituto sin saber qué hacer con sus vidas, en especial este último, pues acaba de descubrir que es un bastardo y al comenzar la novela decide marcharse de casa.

Ese cuarteto inicia, desarrolla y termina las andanzas de los múltiples personajes que circulan por Los monederos falsos, pero ni mucho menos la agota, y es que sorprende la capacidad de Gide para meterse en la piel de todos sus personajes, independientemente de su edad, y ver cómo les extrae el jugo con un acierto incontestable. Con todo, no quiero mentir a posibles navegantes, y debo advertir que por momentos tuve que pisar páginas bastante áridas, que por suerte, eso sí, siempre compensé con la llegada a fragmentos y escenas brillantes.

No puedo despedir esta reseña sin decir que en la novela habita una profunda carga homoerótica entre los cuatro personajes arriba mencionados, flotando de principio a fin con diferentes ramificaciones. Tampoco, que el retrato que hace del grupo de pre-adolescentes, uno de ellos el hermano pequeño de Olivier, es duro, cruel, nada gratificante, pero tremendamente acertado y si me apuran, terriblemente actual.

Finalmente recomiendo para quien se anime a leerla, que tenga algo de disciplina, que no la abandone al primer contratiempo, creo que alcanzará su recompensa y agradecerá el esfuerzo. Y si no es así, cosas peores hay en este mundo que pasar las horas leyendo una buena novela de un gran escritor, aunque no a disgusto, eso nunca.     


  

 

Némesis, Philip Roth

A mí Philip Roth sencillamente me emociona y me fascina, qué le voy a hacer si no puedo ni quiero evitarlo. Supongo que solo me queda rendirme a sus páginas, aprender y disfrutar. Y qué es lo anterior sino la esencia misma del placer de la lectura.

Llegué a esta novela por un artículo de El País sobre Roth y su generoso legado hacia la pequeña Biblioteca de su ciudad natal, que casi me hizo llorar y que me derivó a otro artículo del mismo periódico donde tras la muerte del escritor, en mayo del 2018, se nos  recomendaban cinco de sus novelas. Las otras cuatro ya las había leído y no pareció quedarme alternativa. Finalmente, como siempre me ocurre con Roth, la casualidad buscada fue feliz y su lectura no pudo llegar en mejor momento.

No diré que Némesis sea visionaria, pues se inscribe en acontecimientos históricos que acaecieron en Newark, EEUU (¿dónde si no, tratándose de Roth?), en el verano de 1944, pero sí puedo decir que su lectura está hermanada con nuestro 2020 y su pesadilla llamada coronavirus. ¿Y cómo es esto posible? Digamos que la respuesta se llama polio.

El caso es que después de muchos meses sin aparecer por aquí, por temas tan variados como la falta de tiempo, un robo con tentáculos extraños, o el maldito Covid19 que le ha repintado por completo la cara a nuestro mundo, me he propuesto renovar mis críticas a algunos de los libros que caen en mis manos. Pues bien, elijo resucitar con Némesis.

La novela comienza cuando una terrible amenaza, la poliomielitis, comienza a cebarse especialmente con los niños de la comunidad del protagonista, un joven llamado Bucky Cantor, que deberá poner a prueba toda su fortaleza física, mental y moral, ante la extensión imparable del virus y sus incógnitas.

Por momentos el lector de nuestros días puede sentir de manera hiriente lo poco que hemos cambiado a pesar de todo y de tanto, y para muestra sirvan estas líneas:

“Lo que sí sabía la gente era que se trataba de una enfermedad sumamente contagiosa y que la mera proximidad física a los ya infectados podía hacer que se transmitiera a quienes estaban sanos. Por esta razón, a medida que el número de casos aumentaba imparable en la ciudad, y con ellos el temor de la comunidad, los padres de muchos niños de nuestro barrio les prohibieron utilizar la gran piscina pública […] les prohibieron ir a los cines con aire acondicionado y tomar el autobús que iba al centro de la ciudad o viajar por el barrio […]. Nos advertían de que no usáramos los lavabos públicos, ni bebiéramos de las fuentes públicas, ni tomáramos un trago de la botella de refresco de un compañero, ni nos resfriáramos, ni jugáramos con desconocidos, ni sacáramos libros en préstamos de la biblioteca pública, ni habláramos por teléfono público, ni compráramos comida en un tenderete callejero, ni comiéramos hasta habernos lavado a conciencia las manos con agua y jabón.”

Sin embargo, esta breve novela (apenas tiene doscientas páginas) es recomendable antes, durante y después de nuestro terrible año 2020, porque su lectura nos obliga a reflexionar sobre el mayor de nuestros enemigos, que no será ningún virus ni otra adversidad que no sea la que siempre ha sido la primera y más grande, la de nosotros mismos.    

No quiero acabar mi vuelta al blog y a la crítica de libros sin permitirme subrayar que Philip Roth es un maestro por muchos motivos, entre ellos, porque maneja el punto de vista del narrador como pocos. Al principio apenas te lo planteas, pero siembra la semilla adecuada para que sus posibilidades florezcan en el momento oportuno. Quien nos cuenta la historia permanece en la sombra durante la mayor parte de las páginas, pero emerge al final para arrojar luz y hacer de la narración un prisma poliédrico que permite llegar al lector a los lugares donde solo la literatura manejada con maestría sabe llegar.


Factfulness, Hans Rosling

Hace años que andaba tras la pista de Hans Rosling y su tesis, pero como no tenía ni idea del nombre del autor ni de la obra, mi búsqueda había resultado un fracaso. Lo que sabía, lo que había leído o escuchado por algún lado, era que existía un tipo tan descarado que sostenía la hipótesis de que el mundo es un lugar mejor en nuestros días. Y lo demostraba con datos, o eso decía.

Fue la Biblioteca Pública de Guadalajara la que me proporcionó salir de dudas. En su mesa de novedades Factfulness me estaba esperando y tras ojearlo decidí darle una oportunidad. No me gustaron los nombres que reseñaban la obra, un tal Barack Obama y una tal Melinda Gates, todo parecía demasiado mainstream dulcificado, pero un factor decantó la balanza: el factor sueco. Y es que los suecos me caen demasiado bien.

Mis primeras impresiones no fueron halagüeñas más allá de su curioso, bonito y útil, mapa de burbujas. Mucha estadística, un cuestionario de trece preguntas sobre las que basará todo el libro y, un estilo expositivo que en ocasiones me resultó cargante y pretencioso. Pero seguí, al fin y al cabo, ponía a prueba algunas de mis ideas fosilizadas y objetivamente resultaba un libro ameno e interesante.

El caso es que los datos ni mucho menos me convencían, por mucho que las fuentes fueran fiables. Quizá porque hay una evidencia, la de que todo dato es interpretable/manipulable y depende de comparaciones. Sin embargo, fue el propio Rosling quien más insiste en ese punto y era algo que empezó a gustarme.

Luego llegaron otros momentos favorables a tener en cuenta, como que me hice a su estilo y empecé a poder disfrutar de su humor y de algunas de sus anécdotas. Además me convencieron algunos de sus conceptos básicos. Uno de ellos, el término posibilista, según el cual, no se veía como una persona positiva, pero sí en la creencia de que las cosas pueden cambiar, porque de hecho cambian, aunque sea de manera lenta, ya que si no suele ser a la velocidad esperable para los individuos, al menos sí suele ser satisfactoria para las generaciones. Por otra parte, tampoco deja de reconocer que el mundo va mal, pero añade la coletilla de que va mejorando. Este es un principio que puedo comprarle en los días buenos.

Por supuesto, mis reticencias a sus ideas ni desaparecieron durante la lectura, ni al concluir el libro. Dos siguen siendo mis mayores objeciones a su tesis de que el mundo va a mejor. La primera tiene que ver con la urgencia, es verdad que él trata de desactivar nuestro alarmismo, pero no tengo claro que podamos permitirnos el ritmo de mejora que llevamos a cabo en algunas cuestiones esenciales, como la del medio ambiente.

Mi otro punto en contra es ético y se me marcó a fuego en la universidad, y siempre que puedo lo repito. Nuestro tiempo no es un tiempo cualquiera en la Historia de la humanidad, vivimos en el primer periodo histórico donde si hay hambrunas, pobreza estructural y guerras, es por una cuestión política. Por supuesto que arreglar el mundo no es fácil, pero es que hoy en día no interesa, porque no es tan rentable para algunos como su avaricia exige, y como muestra se puede decir que se queman anualmente millones de kilos de alimentos para especular con su precio. En cuanto a las guerras que se declaran o se mantienen, mejor no hablar. Tenemos los mecanismos para acabar con lo peor de la humanidad, pero ninguna intención de hacerlo.

Y sin embargo, Factfulness poco a poco fue me ganando el corazón y el mérito devino del propio Hans. Me explico, a lo largo de sus páginas cuenta buena parte de sus decisiones profesionales y expone su vida. Lo que se ve es a un tipo que no es un estadista, que sobre todo es un ejemplo personal.

El libro se me convirtió de pronto en un ensayo interesante, en un viaje útil, en una vacuna contra ciertas ignorancias propias y contra diversos mecanismos perniciosos de autodefensa. Pero por encima de todo, descubrí a un hombre que aunaba palabra y obra, discurso y ejemplo. Más que un ensayista, un médico que durante décadas ha trabajado para los más pobres, más que un conferenciante para ricos, una persona que se ha enfangado en países donde la mayoría de nosotros ni siquiera sabemos situar en el mapa. Más que un teórico que planea desde su sillón, un tipo que a lo largo de su vida ha tenido que tomar decisiones muy duras, con consecuencias trágicas en ocasiones, pero que ha sabido hacer algo, o bastante, por mejorar el pedacito de mundo que tenía a su alrededor.

Por todo lo anterior también me dolió su muerte en 2017, pero los coautores de la obra dejan claro que Factfulness fue un proyecto feliz, que era consciente de que la muerte se le echaba encima y quería dejar antes de irse un legado. El libro lo es, sus ideas también, y Hans Rosling merece todo mi respeto.


factfulness2.jpg

Ojos azules, Toni Morrison

Leer casi siempre es un placer, escribir no tanto, pues uno debe enfrentarse a menudo a sus propios complejos y, Ojos azules, me sacó los colores cuando descubrí que se trataba de la primera novela de la autora. Busqué entonces información y encontré algo de consuelo, ya que la publicó a los 39 y yo todavía estoy a un año de distancia. Que con 38 lleve tres novelas publicadas que no se acercan en calidad ni a la suela de aquella, lo dejaré al margen para no desconsolarme definitivamente. Ahora bien, dejemos de hablar de mis mierdas y vayamos con el motivo que me trajo hasta aquí.

Desde la primera línea del libro uno sabe que en Ojos azules hay un gran esfuerzo por el estilo. La preocupación por el lenguaje marca un gran distintivo con respecto a la mayoría de las novelas, más preocupadas por la historia, por la trama, o por los personajes, es decir, más preocupadas por el qué, que por el cómo.

Sin embargo, que Morrison aliente su obra con cierto vanguardismo estilístico, lo vemos en el inicio, ¿una especie de prólogo dictado por un niño obsesivo?, lo vemos en la cabecera de los capítulos, una técnica similar que me provoca el interrogante de que al final no le encontré sentido estructural, y, lo más importante, lo vemos en la fuerza estilística de los narradores, que será una niña en su voz principal, no significa ni mucho menos que se descuiden los aspectos mencionados al final del párrafo anterior.

De hecho, si nos saltamos las dos primeras páginas, y nos las saltamos porque no formarían parte del cuerpo de la historia, así comienza la novela: Aunque nadie diga nada, en el otoño de 1941 no hubo caléndulas. Creímos entonces que si las caléndulas no habían crecido era debido a que Pecola iba a tener el bebé de su padre. Repasar estas líneas al final del libro, es descubrir que la trama ya estaba prácticamente ahí, pero no por ello nos dejará de interesar, sino que faltará lo importante, saber cómo se llega a ese terrible punto.

Y si uno no se despega de la obra a pesar de los momentos de zozobra que uno debe vivir en, o con su recorrido, es precisamente por el tratamiento exquisito de los personajes que aparecen. Por supuesto Claudia, que nos relata en su mayor parte la historia y su hermana Frieda son arrolladoras, por supuesto las putas, o Maureen, la niña perfecta, a pesar de ser negra, o el reverendo torcido del final que obra el no milagro del cambio de ojos, pero sobre todo, hay dos personajes que merecen un reconocimiento especial, Cholly, el padre, y la hija, Pecola.

De Pecola quiero decir que se trata de uno de los personajes más conmovedores que recuerdo haber leído nunca. La autora descarga sobre su criatura toda la tragedia del mundo, toda la ignominia de la que es capaz el ser humano. Y por desgracia somos capaces de mucha ignominia.

La sola escena de Pecola, engañada por otro niño para que acuda a su casa a jugar, y en la que el artero e insoportable muchacho le termina tirando el gato que odia, porque su madre adora al animal, a la cara de la niña, y lo que sucede antes, en ese momento y después, ya de por sí hacen que merezca la pena el tortuoso placer de leer Ojos azules.

Con respecto a Cholly ocurre algo todavía mucho más brutal. Él no es la víctima, él es el agresor, él es un hijo de puta de la peor calaña. Y sin embargo, al poner la escritora el foco sobre sus orígenes, sobre su desgraciada vida, sobre las razones que le arrastran hasta su inmundicia, no compasión ni justificación, pero sí comprensión es lo que provoca en el lector. La valentía de lo que hace Morrison, añade todavía más mérito a la novela.

Concluyo, no sin antes comentar que la propia autora, en un epílogo que al menos se encuentra en la versión que he leído de Ediciones B, habla de fallos en esta su primera novela. Es verdad, cabe apreciarse costuras que andan sueltas y puntadas visibles que impiden que la obra maestra, que para mí por lo que me ha hecho sentir en determinados momentos, no sea por completo redonda. Sin embargo, casi se agradece, la perfección artística, como toda perfección, agota y aleja, mientras que Ojos azules invita a ser recomendada y releída a no mucho tardar, por el disfrute que produce toda su crudeza literaria y vital.

PD: Toni Morrison murió ayer, sirva esta reseña, escrita hace unos días, pero sin publicar hasta ahora, como mi más sentido homenaje.


ojos-azules-toni-morrison.jpg

El animal moribundo, Philip Roth

Philip Roth es siempre una apuesta segura. Debería acabar mi reseña con esa primera frase, pero me extenderé un poco, perdonen mi redundancia.

No tengo los juicios de valor suficientes, es decir, no he leído (o no lo recuerdo) si Roth lo hace a conciencia, como sí lo hará por ejemplo y sistemáticamente Houellebecq, pero está claro que con cada una de sus obras el escritor estadounidense, fallecido en el 2018, cumple una de las funciones necesarias de la literatura; tocar las narices, hurgar en las heridas, ser políticamente incorrecto.

En El animal moribundo cumple a la perfección el anterior leit motiv. Su breve novela, con David Kepesh por protagonista y narrada a un testigo que nunca llega a desvelarse, me resulta una obra maestra que trata el sexo y la muerte sin autocensuras, sin filtros y por momentos con provocación.

El personaje al que recurre en numerosas de sus ficciones, David Kepesh, ya ha sobrepasado los sesenta, pero sigue siendo un individualista, un cínico si lo requiere la situación, un esteta y un irreverente social, que se enfrentará en estas páginas a una de sus últimas oportunidades de gozar la sexualidad con una estudiante joven, Consuelo, que le hará perder el equilibrio de su vida.

Latigazos como, «la corrupción no es el sexo, sino lo demás. El sexo no es solo fricción y diversión superficial. El sexo es también la venganza contra la muerte». O, «no importa cuánto sepas, no importa cuánto pienses, no importa cuánto maquines, finjas y planees, no estás por encima del sexo. Es un juego muy arriesgado. El sexo es lo que desordena nuestras vidas normalmente ordenadas», dan una idea de lo que Roth es capaz de hacer cuando reflexiona, clavando su bisturí hasta el tétano del hueso.

La historia pasional del profesor universitario con la alumna que deja de serlo para poder empezar la relación de dependencia entre ambos, se ramificará además por otros derroteros que muestran un collage que va, desde la revolución sexual de los 60 en el ambiente universitario, hasta la muerte de uno de sus mejores amigos, pasando por la compleja y culposa relación con su hijo Kenny, que será la contrapartida moral del padre.

En apenas 120 páginas, Roth y David, esta pareja artística que me han dado tanto, logran sacudirme unas cuantas veces y me tienen atento de la primera a la última página, pues la única manera de perderse lo menos posible, es permanecer al acecho de las reflexiones del autor y de las tuyas propias que van surgiendo, en una combinación que te hace crecer por los paisajes a los que te ves arrastrado.


1540-6.jpg