“Bartleby, el escribiente”, Herman Melville

Todo buen libro es infinito en tanto que al releerle nunca te regala lo mismo. Siempre te muestra tesoros nuevos. Si tenemos en cuenta eso y que la narración que traigo hoy es una obra maestra, pues ya podéis imaginaros el valor incalculable de sus líneas.

Es curioso (leer siempre lo es, entre otras muchas cosas) que “Bartleby” me la recomendara hace unos cinco años una de las personas con más criterio que he conocido nunca, y que sin embargo al leerlo algo no saliera bien, pues el poso que me dejó por entonces no fue palpable y el copista más famoso de la literatura me decepcionó.

En mi defensa diré que siempre reconocí que el problema era mío y no de la obra, y que siempre estoy dispuesto a corregir errores si de libros se trata. El caso es que después de toparme con una estupenda edición ilustrada en mi librería favorita de Madrid, la Librería Méndez, pegada a Sol, decidí darle (darme) otra oportunidad. Y sí, he podido corroborar feliz que el problema era solo mío. Ha sido a la segunda cuando el cofre se ha abierto para mí con todos sus tesoros. Por suerte, me digo, preferí hacerlo y elegí leer. Es la ventaja de tener claro que siempre es mejor leer que no hacerlo.

Borges apunta que “Bartleby”, escrito a mediados del siglo XIX, prefigura a Kafka, y es imposible no estar de acuerdo con el maestro argentino. El famoso preferiría no hacerlo del copista es la rebelión contra el sentido que suponemos de las cosas, rompe el orden establecido y nos aboca a una situación kafkiana antes de que llegara Kafka. Al fin y al cabo, Kafka siempre ha estado entre nosotros.

Mientras leía el relato me preguntaba qué pasaría si a ciertos momentos importantes de la vida le aplicáramos la frase del copista. ¿Os imagináis? Qué rebelión tan radical y deliciosa. Debe usted firmar su despido. Y soltar, preferiría no hacerlo. Y no hacerlo porque Bartleby es consecuente hasta la médula con su preferencia. Debe usted ejecutar esa orden de desahucio. Y decir, preferiría no hacerlo. Y no hacerlo. Debe usted ir a la guerra. Y sí: preferiría no hacerlo. Y que vayan los que la provocan, joder. Una pena que un absurdo así resulte tan poco plausible, porque por desgracia, al otro lado nunca estará un abogado tan comprensivo como el narrador de esta historia, que definitivamente os recomiendo leer si no lo habéis hecho, y releer a poco que tengáis un par de ratos libres, pues se trata de una de esas maravillas literarias breves, pero al tiempo inagotables.

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«La hoguera de las vanidades», Tom Wolfe

La literatura, menudo viaje ¿Cómo no me va a gustar leer cuando compruebo una y otra vez que se llega a disfrutar de un libro lo que no está escrito?

Hacía tiempo que no me embarcaba en un proyecto de más de 600 páginas pero tras el resultado de leer esta maravilla de Wolfe, me he quedado con ganas de ir a por otro viaje de larga travesía, tal vez “La broma infinita” de David Foster Wallace, tal vez “2666” de Bolaño. Como se lee, hablo de viajes en primera, sé de antemano que será una experiencia única, irrepetible. Pero volvamos de dónde vengo.

“La hoguera de las vanidades”, publicada en 1987, es un libro plagado de una inteligencia desbordante y de una crítica furibunda contra nuestra sociedad y su forma de funcionar. Ahora tenemos internet y móviles, pero seguimos siendo igual de imbéciles, de borregos, de primarios, o lo que es lo mismo, nos seguimos moviendo por y para el reconocimiento social del peor de los modos entendidos, por y para el dinero, por y para la libido. Tal vez la palabra «vanidad» no aparezca una sola vez en toda la obra, pero la sobrevuela y la impregna, es la brújula que nos guía.

Considero que debemos dar las gracias al arte en general y a la literatura en particular, porque gracias a ellos logramos algunas de las pocas victorias que realmente podemos saborear como especie. Y “La hoguera” se encuadra en lo dicho al ofrecer, en la época de la inmediatez y de la obsolescencia premeditada, un libro que pasados casi treinta años se muestra tan actual, tan útil, tan necesario, como el primer día. Porque pocas cosas más útiles y más necesarias que un buen libro. Gracias, de nuevo.

Me pregunto qué voy a hacer ahora, una vez que terminé mi viaje por el Nueva York de los 80, una vez que no hay más de la colmena de personajes que me han acompañado en las últimas semanas, una vez que no podré seguir aprendiendo de las miserias que Wolfe nos va tendiendo en una red que te atrapa sin remedio, una red donde la gran urbe, la ciudad cosmopolita y variopinta por excelencia, es en sí misma uno de los personajes principales.

Lo cierto es que conozco la respuesta. Ya la solté arriba. Lo que haré sencillamente será empezar otro libro. Pero sin olvidar una de las lecciones fundamentales de “La hoguera de las vanidades”; el viaje a través de las páginas lo hacemos con la mirada del escritor, que despliega su arte para que veamos el mundo tal como a él le conviene. Es así como logra que los personajes, dependiendo del momento, del interés de la trama, de su visión del mundo, nos caigan bien, nos saquen de quicio, o queramos perdonarles todos sus pecados. Es así, conociendo la naturaleza humana, como logra Wolfe que las páginas se asemejen tanto a la vida.

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Birdman (o la inesperada virtud de la ignorancia)

Año: 2014

Director: Alejandro González Iñárritu

 

Me senté en la butaca con ganas de mear y con la expectativa de ver una película interesante que, probablemente me gustaría, pero sin encandilarme por lo poquito que de ella había oído (apenas un tráiler sin sonido y dos críticas más bien tibias). Me levanté a punto del orgasmo con la certeza de haber vivido una de las experiencias artísticas más intensas de mi vida.

¡Joder, Birdman está hecha para mí, supongo que para otros también y de ahí su éxito, pero especialmente para mí!

“Una cosa es una cosa y no lo que se dice de esa cosa”, está bien, pero no esperes que si en la primera escena aparece el protagonista levitando, y con la reflexión sobre “la cosa” que aquí recojo, no vaya yo a hablar sobre esa cosa. ¡Y qué cosa, por Dios!

Y es que esta cosa de A. G. Iñárritu tiene todo lo que a mí me gusta, y hasta cosas que ni siquiera sabía que me gustasen.

Empecemos con que se representa, o más bien se quiere representar, una obra de Carver, cuando pocas horas atrás he terminado La Catedral y aún estoy impactado por la capacidad de este escritor para hacer trascender a personajes de segunda y hasta de tercera, con un lenguaje sencillo, directo, sin alardes. ¿Su secreto? La genialidad tiene muchos caminos. Pero no escapemos de la película.

O sí, porque eso es en buena medida Birdman, una película que se desborda. Lo hace hacia la literatura, hacia el teatro, hacia la psicología, hacia la fama, hacia el fracaso, hacia el humor… hacia las partes de la vida que en definitiva más me interesan. ¿Y cómo logra arrebatarme de esta manera? Recurramos a algunos ejemplos; por un guión perfecto, una música que invade mis sentidos, los movimientos de cámara que hacen que los personajes nos respiren encima, las interpretaciones brutales, los guiños a la ruptura entre realidad y ficción (que Michael Keaton podía haber sido el nombre de Riggan Thompson da buena idea del asunto), el humor que se escapa detrás de cada tragedia personal y de muchas escenas, o el realismo mágico/metáfora del ego que se encarna en la voz del pájaro, y finalmente en el pájaro mismo.

Soy consciente de que soy un cabronazo, y pido disculpas por ello. Resulta que si alguien lee esta crítica antes de ver la peli, difícilmente podrá quedar tan impactado como quedé yo, pues la expectativa que aquí levanto es tan alta, que su experiencia muy probablemente no podrá quedar a la altura. Pero qué le voy a hacer, una cosa será una cosa al margen de lo que se diga de ella, pero hay cosas de las que se debe hablar para llegar a la cosa misma. Lo siento, y no.