Peligro

El hombre dejó el masaje y apoyó todo el peso que pudo sobre la espalda de la mujer. La tiró del pelo con una mano y con la otra aseguró el preservativo en su sitio. Orientó su polla y la penetró hasta el fondo. Entró sin apenas resistencia. Mordisqueó el lóbulo izquierdo de su oreja y le dijo en un susurro:

−Te quiero.

Ella jadeó y sonrió al mismo tiempo.

Después de varios minutos penetrándola con dulzura incrementó el ritmo de sus arremetidas. Miraba furtivo cada poco al reloj despertador que había sobre la mesita de noche. Estaba pendiente de la respiración de ella. Antes la había masturbado, luego llegó el masaje tailandés, suave, más erótico que terapéutico. Ahora quería agotarla, dejarla plenamente satisfecha. Ella se lo merecía, pensó el hombre. Como todas, se dijo. Toda mujer merece el máximo placer posible; era su lema. Sintió que el orgasmo de ella estaba cerca y paró de golpe.

−Vamos a cambiar de postura –dijo él.

−Hijo de puta –dijo ella.

Él sonrió, segundos más tarde estaba debajo. El cuerpo de ella hizo un ángulo de noventa grados con respecto a la posición tumbada del hombre. Tras la nueva penetración los dos comenzaron a moverse.

−¿Quieres escupirme? –dijo él, solícito.

−Calla. No te pases de listo.

Él obedeció. Los minutos pasaron y los jadeos volvieron a cobrar intensidad. Él quiso volver a salirse. Pensó en ponerla a cuatro patas, desde esa posición podría controlar a la perfección el ritmo de las embestidas, acabar violentamente, rendirla. Cuando dijo que iban a cambiar ella no se lo permitió. La mujer le aferró los brazos, bajó el culo al máximo, lo restregó por las ingles de él, le hizo sentir todo su peso. Hasta que ella llegó al orgasmo.

Tras unos segundos de calma él intentó de nuevo cambiar de posición, retomar la iniciativa, lograr que ella se volviera a correr. No logró quitársela de encima, ni siquiera liberar sus brazos. Se sintió ridículamente débil. Ella comenzó a moverse de nuevo.

−Hasta el final –dijo ella y marcó el ritmo.

Apenas un minuto más tarde él hizo esfuerzos por contener su esperma pero fracasó.

−Así está mejor –dijo ella poniéndole el dedo índice en su boca.

Él mostró desconcierto en su rostro. No dijo nada pero besó el dedo de ella.

−Tienes buena polla y buenas intenciones, pero mides todo demasiado.

Él se sintió desnudo. Trató de recuperar el control.

−Que tuviera que decirte te quiero me ha descolocado.

−No me hagas reír –dijo ella algo sombría, no dio más explicaciones de por qué había pedido esa frase antes de empezar.

Comenzaron a vestirse. Él pensó que eran igual de altos, pensó que ella debía pasarse en el gimnasio al menos tanto tiempo como él, pensó que los veinte años de diferencia que se llevaban no se notaban demasiado en los cuerpos. Era hermosa y era extraña.

−¿Por qué haces esto? –Dijo él sin poder contenerse –Podrías tener cientos de tíos gratis que babearían por estar contigo.

Ella no le contestó. Buscó su bolso y su cartera. Sacó un billete de doscientos euros y pagó lo acordado, incluyendo la propina por el te quiero. Él no tuvo suficiente, quería saber de ella.

−Perdona que insista, es que me he acostado con muchas mujeres, y me pagáis por muchos motivos distintos… pero no tengo claro donde encuadrarte.

−Así que nos encuadras, nos clasificas, nos cosificas –dijo ella muy seria.

−Perdona, no quería decir eso… bueno, en realidad, no sé qué has querido decir tú.

Ella sonrió. La inocencia con la que él dijo su última frase desarmó las barreras de ella. La habitación de hotel tenía minibar. Sirvió dos copas de whisky. Bebió un trago y dijo:

−Mis silencios te han terminado por confundir, de ahí a que me conviertas en una mujer especial hay solo un paso. No seas tonto, los silencios también mienten. En la cama tan solo actué de la forma que más me gusta. Pago por disfrutar, la frase que me dijiste es solo una frase, me gusta arrastrarla, saciar de vez en cuando mis necesidades ¿Quieres encuadrarme? Soy de las que no tienen tiempo para relaciones, mejor, de las que no quieren tener tiempo. Tan simple como eso, casi tan simple como vosotros, los hombres.

Él tenía siempre prisa después de hacer su trabajo pero en esta ocasión sus pies no querían moverse de allí. No se le ocurría nada digno que decir y al final dijo:

−¿Quieres saber por qué lo hago yo?

Era algo que solían preguntarle, sin embargo en esta ocasión se sintió ridículo.

−La verdad es que no. No quiero saberlo. Perdóname pero tampoco habrá mucho misterio. Y aunque lo hubiera. No me interesa.

−¿Tanto tiempo te robaría un hombre? –dijo, y picado en su orgullo se le ocurrió añadir: −¿Tanto daño te hemos hecho?

Ella se bebió de un trago lo que le quedaba de whisky.

−Ay, con el lugar común del corazón roto nos hemos topado. No se trata de vosotros ni de que no cumpláis con vuestras promesas, más bien soy yo incapaz de cumplir con las mías, con las que en algún momento os hice. La verdad es que los hombres sois muy pesados, habéis caído de bruces en la red de tópicos del amor. Al menos tanto como la mujer, pero eso sí, sin renunciar a meter vuestras pollas en cualquier agujero.

No terminaba de seguirla pero quería que siguiera hablando.

−¿Quieres otra copa?

Ella le besó en la mejilla. Dejó el vaso sobre el escritorio de la habitación.

−Hasta aquí nuestra charla. Podría decirte que debo irme y darte el consuelo de que no puedo quedarme, pero no es el caso. Soy una borde. Lo siento.

La sonrisa de ella le pareció una última oportunidad.

−¿Volveré a verte?

Ella no le contestó y fue hacia la puerta. Antes de cruzar el umbral se giró.

−Eres bueno en tu trabajo. No, no volverás a verme.

La puerta se cerró con suavidad. Él se sentó en la cama, se tumbó de espaldas, miró al techo. Tuvo la sombra de una intuición.

−Peligro –dijo.


Publicado originalmente en dekrakensysirenas.com, @krakensysirenas, el 17.08.16

Ecuación perfecta

Estábamos tumbados y desnudos sobre la cama cuando tuve la idea. Me levanté de un salto, saqué una lata de cerveza de la nevera y la vacié sobre una jarra. Ella miraba divertida, ya le había mostrado que era un tanto payaso y que de mí se podía esperar cualquier cosa. Metí el dedo índice y el dedo corazón hasta el fondo de la jarra, los empapé a conciencia y regresé a la cama. Le di un beso en su coño, otro en su ombligo, otro en cada uno de sus pechos absolutamente perfectos y, con los dedos ungidos en la sagrada cerveza, dibujé sobre su vientre una cruz al tiempo que dije:

−Lo que Philiph Roth ha unido, que no lo separe nadie.

Ella se descojonó. Su risa iluminó el apartamento y por qué no confesarlo, también mi corazón. Me llamó tonto, me comió la boca, me ordenó tumbarme sobre la cama, se me subió encima, y sin ninguna dificultad se clavó otra vez mi polla.

 

Nos habíamos conocido horas antes de la mejor de las maneras. Después de varios intentos fallidos en Casas del Libro, en la Fnac y en La Central, por fin encontré en Tipos Infames el Philiph Roth que buscaba. Al verlo estiré la mano para acariciar su lomo y llegó la sorpresa: otra mano se interpuso y al mismo tiempo agarramos El teatro de Sabbath. No iba a dejarme avasallar y planté resistencia hasta que miré a mi oponente, entonces Roth perdió brillo por una vez en mi vida. Era tan alta como yo pero no quise malgastar la visión descubriendo si el motivo eran unos tacones o no. Su rostro era precioso y me niego a afearlo con mi descripción, el pelo le caía completamente liso más allá de los hombros, y su piel era muy pálida, punteada de un mar de pecas y lunares.

−Quédate con el maestro –le dije clavando mis ojos en sus pupilas marrones y, sintiendo que nunca nada me salió tan de dentro, añadí−, pero déjame que te invite a lo que quieras.

−No me gustan los románticos ni los enamoradizos, tampoco los aduladores y mucho menos los lunáticos. Y tú pareces una mezcla de todos ellos. Además, lo que quieras es un concepto muy amplio que te puede condenar… pero no sé decir que no a una coca cola light sin hielos –Y me sonrió, y me di cuenta que con ella no podría evitar, ser todo lo que me acababa de decir que no le gustaba.

 

Volvimos a corrernos juntos tras no callarnos ninguno de los dos ni uno solo de los jadeos que teníamos muy adentro. Con el orgasmo todavía reflejado en el rostro, con la respiración aún al galope, sin poder dejar de mirarla, le confesé la intuición que me empeño en defender a pesar de las pruebas en contra que me ha ofrecido la vida:

−Gracias a la literatura se folla mejor.

Esta vez fue ella la que se levantó de la cama con presteza. Llegó hasta el bolso tirado en el suelo y, después de rebuscar en él encontró su paquete y sacó un cigarrillo. Usó la lata de cerveza como cenicero. Mientras la contemplaba pensé que nunca nada podría arrojarme más luz que esa pálida desnudez. Pensé en decirle que era la canción que buscaba, que era todas las mujeres que me gustan, el milagro que no me iba a ocurrir. Pensé todo eso y mucho más después de recordar nuestro milagroso encuentro, nuestras conversaciones que nos habían llevado a mi apartamento con total naturalidad pero llenos de deseo, la comunión sexual que habíamos demostrado… Pero aunque lo pensé no lo dije, pues de nuevo caí en su advertencia sobre los tipos que no le gustaban. Fue ella la que contestó a mi intuición con una sonrisa en los labios, y con estas palabras:

−Tal vez folles mejor gracias a la literatura, cielo, pero seguro que en estos tiempos donde reina la imagen y no la palabra, no follas mucho.

Nos reímos, despotricamos contra el mundo, lo intentamos arreglar y, cuando vimos que no tenía remedio, ella me agarró la polla con su mano y yo estuve de nuevo listo para un nuevo asalto.

−Dios debe envidiarme a muerte, o quererme mucho por una vez –dije acariciando el cuerpo de mi religión recién descubierta.

−¿Eres siempre tan blasfemo? –Preguntó ella, acercando su boca a la mía, y apretó fuerte la mano con la que me agarraba la polla.

−No me gusta tentar al infierno −susurré− pero nunca he encontrado un motivo mejor que tú para arder en él.

Una vez más no quise parecer excesivo y me cuidé de soltar mi teoría sobre la querencia por la blasfemia cómplice; esa que no se vocea a los cuatro vientos, esa que se comparte en la intimidad de la pareja o de la amistad, esa que no falta al respeto de quien libremente asuma los supuestos de cualquier fe (siempre y cuando esa misma fe respete también mi libertad), esa blasfemia donde juego a retar a Dios, donde le exijo explicaciones, donde me río de su supuesta gloria, de su promesa a la vida eterna; porque lo sagrado para mí está en el más acá y en la risa y en el darnos pequeños sentidos dentro del caos absurdo al que hemos sido arrojados. Pero como digo todo esto no se lo dije a ella, y hábil por una vez en mi vida, me olvidé de lo divino, me centré en lo humano, y le introduje mi polla una vez más.

De nuevo estuvimos inspirados en las posturas y en los juegos que ejecutamos en perfecta armonía hasta que nos corrimos. Luego, tal vez por culpa del cansancio, del sudor en los ojos, de la piel arañada, de la mezcla de nuestros fluidos, cometí la torpeza de irme de la lengua:

−Por una vez no me siento vacío después del orgasmo.

Y por si el romanticismo no hubiera resultado ya escandaloso, tuve que añadir:

−Somos la ecuación perfecta.

A ella entonces le cambió el gesto, comprendió que yo era un infeliz que le hablaba mucho más en serio de lo que quería aparentar, y me dijo mientras me besaba en los párpados y en la frente:

−Una ecuación perfecta es aquella que no se resuelve. Resuelta la incógnita se acabó el misterio. Y si se acaba el misterio…

Decidió no acabar la frase porque ambos sabíamos que no era necesario. Lo que sí hizo a continuación fue canturrear, fue lavarse los dientes con un cepillo rosa que llevaba en el bolso, fue retocarse el maquillaje, fue vestirse.

Cuando ella estuvo preparada para la despedida, yo estuve a punto de pedirle explicaciones. Me contuve a tiempo. Tampoco lloré. Sacrifiqué definitivamente la parte de mí que quería retenerla. Le pedí un cigarro a pesar de que no he fumado en la vida. Nos abrazamos, nos sonreímos. Nos dijimos gracias en lugar de adiós.

Me he encendido su cigarro y me he puesto a escribir nuestra pequeña gran historia, qué sabe Dios si no volveremos a pelearnos por otro libro.

Romero, 7.


Publicado originalmente en dekrakensysirenas.com, @krakensysirenas, el 15.12.15

HALLELUJAH

Llegué a mi despacho como cada lunes una hora antes de que se abriera la sucursal bancaria, y treinta minutos antes del resto del personal, salvo por Carmen, la limpiadora, que ya danzaba por ahí tarareando feliz sus canciones. No la soporto. Cerré mi puerta y encendí mi equipo de música.

¿Qué fuerza me impulsa cada inicio de semana a escuchar El Mesías de Handel? Supongo que los posos del domingo, sus excesos reflexivos, la necesidad de reencontrarme con Dios, ese dios que pudiendo haber hecho cualquier cosa, nos hizo a nosotros. Ese mismo que creyó necesario crucificar a su Hijo. Ese dios, que sin duda es el ser más solitario del universo. Luego, a poca distancia, me hallo yo.

Mientras ordenaba el escritorio y me preparaba para un inicio de mes donde debemos mejorar las ventas de nuestro paquete estrella, «los mejores putos bonos del mercado», según el lameculos que vino a imponérmelos hace un mes, y cuya letra pequeña los convierte, bajo contratiempos más que plausibles, en rayanos a la usura, presté atención al Recitativo de Malaquías en el inglés de la época de Handel que tanto me ha costado captar, y que aquí ahorraré eligiendo la traducción “… y sacudiré los cielos, y la tierra, y el mar, y la tierra seca, y haré temblar a todas las Naciones…”. Dios siempre tan dulce, aún no sé cómo fue posible que se me rompiera el puente que me unía a él en candoroso amor. Por suerte para la especie, siempre habrá genios tocados por la divinidad que asegurarán la fe, y con ello la reproducción.

Me recliné en la silla con las manos entrelazadas a la parte posterior de mi cabeza, estiré las piernas, y sentí el único reino del que gozaré jamás: el aquí y el ahora. María no tardará en llegar. En los últimos días me gusta recibirla de esta facha despreocupada. María, sensual a su manera, paliducha, descarada y tímida al tiempo, alta, rubia, rolliza, agradable en la cama, aburrida fuera de ella, teatral, perdida en el juego de vivir, y supongo que al paso que va, derrotada sin mucha demora.

Como era previsible, María atravesó la puerta del banco con la intención de atravesar la puerta de mi despacho con la intención una vez más, de acercarse a mi corazón. Ella ya debería saber a estas alturas que yo carezco de él. La pobre ya no sabe qué intentar. Llegó aquí hace cinco meses y medio como becaria, y aunque se ha esforzado mucho conmigo, en veinte días se marchará sin conseguir el puesto fijo que nunca estuvo a su alcance.

−Ya estás con esa música, Lázaro –me dice, mitad pregunta retórica, mitad reproche−, no te pega nada.

Sonrío. No opino nada y hago un esfuerzo por no mirar su generoso escote. Sin duda lo lleva para mí. Debe odiarme y me pregunto si lo hará más, menos, o igual, que en el resto de los momentos de nuestra relación. Espera a que yo diga algo.

−Un café, manchado, con hielo –y vuelvo a mis papeles. María se cansa de esperar a que añada algo más y se marcha a por el café.

¿Cerró la puerta de un portazo?  La escena tiene tan poco que ver con nuestros inicios. Ya en los primeros días yo me mostré lascivo ante sus conductas recatadas; aposté a que esa veinteañera ejercía una pose y acerté de pleno. A las dos semanas ella ya se mostraba coqueta mientras que yo reculé a posiciones menos directas, y me conformé con jugar a insinuaciones pícaras. No había transcurrido un mes cuando nos citamos fuera, y esa misma noche nos acostamos. Entonces ella empezó con su espectáculo.

Su novio no era un buen novio, su condición de becaria no era una buena condición, su vida era una mierda. A mí, una mierda era lo que me importaba todo lo anterior. Ella pasó de ser algo fresco y sin pretensiones a un muermo lacrimógeno, donde lo peor eran sus malas interpretaciones, porque tenía claro su objetivo, y pensaba que de ese modo lo conseguiría. Aún nos seguimos acostando un mes más, pues María no carecía de gracia en la cama, y hasta tuve dos momentos en los que rayé la empatía, o algo parecido.

En el primero María me acariciaba el pelo mientras no dejaba de mirarme con dulzura.

−Lo siento pero yo no puedo hacer nada para que consigas esa plaza fija –le dije en un acceso de sinceridad−. Soy el director de la sucursal, sí, pero esa decisión no es mía.

−Pero tú mismo me dijiste que tu puesto lo habías logrado gracias a tu padre, que no hay directores tan jóvenes, que todo es…

−Tú no eres mi hermana –le corté−, si lo fueses, ya estarías colocada.

Su cara de asco, no sé si por imaginarse el incesto (dudo de esta hipótesis por su falta de imaginación), o porque pensó que le mentía, fue un mal poema que tuvo su epílogo; que si me empeñaba mínimamente le conseguiría el puesto, que si… Allí comenzaron mis silencios.

La segunda vez que traté de ser bueno con María, llegó después de que me hiciera una estupenda felación. Tras varios encuentros aburriéndome con la cantinela de lo infiel que era su novio, le dije con todo el cariño del que soy capaz, y con una sonrisa que pretendía ser tierna, que a lo mejor ella debería replantearse su relación, pues ninguno parecía tener muy claras las cosas. Su respuesta fue una indignación calculada que le quedó ridícula y le salió peor. Soy capaz de prescindir del sexo cuando las escenas previas y posteriores me aburren sobremanera, y su actuación de reproches insípidos lo logró. Desde entonces no hemos vuelto a follar a pesar de sus reiteradas insinuaciones, que he respondido con un desdén de burla y recato.

La escena cuatro de El Mesías con su, La anunciación a los pastores, estaba sonando cuando María entró con mi café. Me pregunté si habría escupido en él mientras sonreí como un idiota. Sus ojos ardían y hasta un ciego vería el odio que siente hacia mí. Sin embargo aún espera que cambie de opinión, que le consiga el puesto y que volvamos a la cama. Si no es así, no puedo entender que hace unos días me soltara que piensa casarse con su novio, quedarse embarazada y formar una familia. No puedo entender tales anuncios sino desde la estrategia de la última carta. Una última carta que conmigo lo es seguro y no le servirá de nada, y que con ella misma, también lo parece. Pero allá cada uno con sus miserias y sus soledades, yo ya tengo bastante con las mías.

Esta vez María se marchó del despacho sin dejar lugar a la duda: cerró con un portazo. Un portazo en toda regla que atrajo la mirada del resto, incluyendo al primer cliente del día. Por fin se mostró osada y sincera, lástima que mi excitación por ella muriera sin posibilidad de resurrección. El coro canta “Glory to God in the highest”.   

La mañana transcurre densa, pesa cada segundo. Pongo en orden algunas cuentas y temas de facturación, pero sobre todo me recreo en la sensación subjetiva de la laxitud del tiempo.

De repente una voz se eleva por encima del soprano y me saca de mis cavilaciones. En una de las mesas, un cliente, de pie, reclama algo con total brusquedad. Está de espaldas a mí, es bajo, calvo, raya la tercera edad si no sobrepasó ya el límite, y rechaza la invitación de calma que se le ofrece. Parece dispuesto a montar un escándalo. Me desperezo, me visto con mi mejor semblante y voy hacia la escena.

Según me acerco descubro su perfil y este me permite reconocer a Roberto Sagre, uno de esos clientes de toda la vida cuya historia conocemos todo el mundo porque en este país la desgracia tiene la lengua muy larga.

Su nariz enorme, aguileña en un ángulo casi imposible, se adueña por completo del resto de su rostro cuando me sitúo frente a él. Parece cansado, su ira retrocede ante el timbre de mi voz que le trata con familiaridad y respeto. Apenas me mira, no creo que me reconozca porque solo hemos hablado una vez antes de este momento, por mucho que él sepa de mí que allí decido yo, por mucho que yo sepa de él, al dedillo el estado de sus cuentas, nada difícil por otra parte porque los números rojos son fáciles de contar. Roberto acepta la invitación de pasar a mi despacho.

Los empleados del banco no dan crédito a que yo haya asumido tal responsabilidad, los clientes muestran en sus rostros estar defraudados, un posible espectáculo se acaba de esfumar, aunque algunos aún guardan esperanzas.

Si no me equivoco cuando entramos al despacho nos recibe el coro en la escena cinco de la parte dos.

−Vaya blasfemia –dice Roberto al entrar− música sacra en un banco.

No le contesto que estoy de acuerdo, que quizá por eso me deleita tanto escucharla. Le invito a sentarse y a que me cuente su problema, mientras trato de no bostezar y de no obsesionarme con la curva de su nariz.

−No pretendo dar pena –me dice recobrando sus nervios de hace unos minutos, su tono de voz es alto, sin llegar al grito, de momento−, y odio tener que hablar de mis miserias. Pero lloriquear es lo único que nos dejáis hacer una vez que nos lo habéis quitado todo.

No le interrumpo, no le pido que evite generalizaciones o matice, tampoco me muestro condescendiente, le dejo hablar, incluso le presto atención. Por una vez me gano el sueldo. Tal vez porque Roberto Sagre me cae simpático, no porque sea un cascarrabias o un luchador, sino porque es lo contario a mí y no esconde nada.

No cuenta sino lo que ya más o menos sé de él y de tantos otros. Que si toda una vida trabajando para acabar con una pensión de mierda; que si a los reveses siempre les contestó de cara y que así la tiene de partida; que si por él fuese en lugar de arrastrarse de banco en banco para conseguir un crédito, lo que haría sería prenderles fuego; pero que si la promesa a su mujer para que descanse en paz; pero que si la enfermedad de uno de sus hijos; pero que si la adicción de otro; pero que si su nieta…

Logro no bostezar y para mi sorpresa una idea inesperada comienza a rondarme. Roberto sigue con sus recuerdos, en cualquier momento puede explotar y lanzárseme al cuello. Lleva dos meses de banco en banco pidiendo un crédito que le negamos. Su primera opción fuimos nosotros, su banco de toda la vida. Aquí piensa acabar de un modo u otro. Su agresividad me estimula.

Tras escucharle, con el estado de sus cuentas frente a la pantalla del ordenador, las imprimo para enseñárselas. El hallelujah suena por todo el despacho. Pongo la hoja recién impresa sobre la mesa, delante de sus narices. Contrasto el resultado con la cantidad que solicita, le echo una rápida cuenta por encima. Llevo a Roberto al límite con un simple ejercicio de aritmética, él promete lleno de crispación vivir ciento diez años si es preciso, buscar un trabajo que sumar a su pensión, robar un banco… pero sus hijos, su nieta, su promesa.

Yo le miro impertérrito. Él va a explotar. Tengo la decisión más que tomada desde hace minutos. Me lo voy a permitir porque me lo puedo permitir.

−Está bien –le digo.

Roberto no comprende. No espera mi tono y me mira de hito en hito. Comienzo a preparar unos papeles.

−¿Qué es lo que está bien? –pregunta al fin.

−Su crédito y sus condiciones –digo, y añado−, aunque rebajaré los intereses. Voy a darle una posibilidad para poder cumplir su palabra.

Su odio hacia mí nunca fue tan grande pues piensa que me burlo de él. Nunca estuvo tan cerca de agredirme con esas manos grandes y callosas. En parte lo deseo, sería la guinda y además no cambiaría de opinión. Me apetece tocar los cojones ahí arriba, ver hasta qué punto mi puesto está garantizado, y sobre todo quiero oír bramar a mi padre, que me diga una vez más lo inútil que soy, vapulear de nuevo el sagrado apellido familiar.

Estampo mi firma. Mi cliente no deja de mirarme, su desconfianza no termina de disiparse. Quiere entender lo que no puede entender. También firma.

Yo le sonrío. Él no me da las gracias y yo agradezco que no lo haga. Incluso aún no he perdido la esperanza de recibir un puñetazo.

El coro canta su amén.

Lázaro.

No me fío

No me fío del blanco de la página, como se verá, capaz de cualquier cosa,

No me fío del amor, porque te quise y mira cómo estamos,

No me fío de mis pasos, lentos, rotos, demasiado extraños.

No me fío del océano, lo insondable es demasiado hermoso.


No me fío de Dios, que pudiendo hacer cualquier cosa, nos hizo a nosotros.

No me fío de tu mirada, ese abismo, ese precipicio, nuestra noche derrotada.

No me fío de las palabras ni de las grises ni de las buenas ni de las claras.

No me fío de la vida, capaz de jugártela en la primera encrucijada.


No me fío del tiempo, a la vez demasiado largo y demasiado estrecho.

No me fío del beso, porque es dulce agrio amargo y salado.

No me fío de la música que me lleva a cualquier estado.

No me fío de la literatura, el mayor de mis juegos.


Sí me fío de la muerte, sí del sexo, sí de la sangre…

Pero fiarse casi nunca es querer,

y que no me fíe, casi siempre significa deseo.


[Publicado originalmente en DeKrakensySirenas, @krakensysirenas el 13.08.15]

Nymphomaniac Vol 1 Cut´s Director

Año: 2013

Director: Lars Von Trier

Hacía meses que una película no me arrastraba a escribir, que no me obligaba a teclear mis pésimas críticas, pero Lars Von Trier rompe con mi sequía.

Lo primero que me veo obligado a decir es que estamos ante una película blasfema hasta decir basta, y que será repudiada por la religión, la ética, lo cívico… pero no por el arte, si entendemos este en su cualidad de meter el dedo en la llaga, porque esta película no saca el dedo de esa llaga en ningún momento, de hecho, se recrea en ella una y otra vez, esa es su esencia.

Narrativamente es brillante. Por supuesto las relaciones entre la sexualidad más cruda y el refinamiento cultural pueden ser tachadas de incoherentes, pero qué carajo, la poesía visual les tiende los puentes necesarios, y la falta de prejuicios, el atrevimiento (recuerdo que he visto el montaje del director, sin censura, con pollas y coños al viento), la provocación, bien vale suspender el juicio para ponerte a aplaudir y decir, este cabrón llega a los límites, los recorre, los disfruta, y tiene la decencia de compartirlo filmando una obra como esta. Así que gracias, Trier (y sonrío, porque no puedo evitar pensar en Joaquín Reyes con su brillante y ya vieja imitación del danés).

En cuanto a los personajes, la pareja de baile principal combina de un modo tan arrítmico, tan insólito, incluso tan divertidos a veces, que son perfectos. No opino igual del tal Jeromé, que llega a molestarme por no considerarlo suficiente para ella, porque no me cuadra tal flaqueza, pero en fin, no hice yo la historia, y carezco de sus derechos.

Dos notas finales. Es difícil ser tan explícito y tan poco erótico, pero esa frialdad está calculada, y lo normal hubiese sido fallar: no es el caso. Segunda, esta biográfica y que no viene al caso, volví a disfrutar con Rammstein.

Y aún me queda el Volumen 2.