Peligro

El hombre dejó el masaje y apoyó todo el peso que pudo sobre la espalda de la mujer. La tiró del pelo con una mano y con la otra aseguró el preservativo en su sitio. Orientó su polla y la penetró hasta el fondo. Entró sin apenas resistencia. Mordisqueó el lóbulo izquierdo de su oreja y le dijo en un susurro:

−Te quiero.

Ella jadeó y sonrió al mismo tiempo.

Después de varios minutos penetrándola con dulzura incrementó el ritmo de sus arremetidas. Miraba furtivo cada poco al reloj despertador que había sobre la mesita de noche. Estaba pendiente de la respiración de ella. Antes la había masturbado, luego llegó el masaje tailandés, suave, más erótico que terapéutico. Ahora quería agotarla, dejarla plenamente satisfecha. Ella se lo merecía, pensó el hombre. Como todas, se dijo. Toda mujer merece el máximo placer posible; era su lema. Sintió que el orgasmo de ella estaba cerca y paró de golpe.

−Vamos a cambiar de postura –dijo él.

−Hijo de puta –dijo ella.

Él sonrió, segundos más tarde estaba debajo. El cuerpo de ella hizo un ángulo de noventa grados con respecto a la posición tumbada del hombre. Tras la nueva penetración los dos comenzaron a moverse.

−¿Quieres escupirme? –dijo él, solícito.

−Calla. No te pases de listo.

Él obedeció. Los minutos pasaron y los jadeos volvieron a cobrar intensidad. Él quiso volver a salirse. Pensó en ponerla a cuatro patas, desde esa posición podría controlar a la perfección el ritmo de las embestidas, acabar violentamente, rendirla. Cuando dijo que iban a cambiar ella no se lo permitió. La mujer le aferró los brazos, bajó el culo al máximo, lo restregó por las ingles de él, le hizo sentir todo su peso. Hasta que ella llegó al orgasmo.

Tras unos segundos de calma él intentó de nuevo cambiar de posición, retomar la iniciativa, lograr que ella se volviera a correr. No logró quitársela de encima, ni siquiera liberar sus brazos. Se sintió ridículamente débil. Ella comenzó a moverse de nuevo.

−Hasta el final –dijo ella y marcó el ritmo.

Apenas un minuto más tarde él hizo esfuerzos por contener su esperma pero fracasó.

−Así está mejor –dijo ella poniéndole el dedo índice en su boca.

Él mostró desconcierto en su rostro. No dijo nada pero besó el dedo de ella.

−Tienes buena polla y buenas intenciones, pero mides todo demasiado.

Él se sintió desnudo. Trató de recuperar el control.

−Que tuviera que decirte te quiero me ha descolocado.

−No me hagas reír –dijo ella algo sombría, no dio más explicaciones de por qué había pedido esa frase antes de empezar.

Comenzaron a vestirse. Él pensó que eran igual de altos, pensó que ella debía pasarse en el gimnasio al menos tanto tiempo como él, pensó que los veinte años de diferencia que se llevaban no se notaban demasiado en los cuerpos. Era hermosa y era extraña.

−¿Por qué haces esto? –Dijo él sin poder contenerse –Podrías tener cientos de tíos gratis que babearían por estar contigo.

Ella no le contestó. Buscó su bolso y su cartera. Sacó un billete de doscientos euros y pagó lo acordado, incluyendo la propina por el te quiero. Él no tuvo suficiente, quería saber de ella.

−Perdona que insista, es que me he acostado con muchas mujeres, y me pagáis por muchos motivos distintos… pero no tengo claro donde encuadrarte.

−Así que nos encuadras, nos clasificas, nos cosificas –dijo ella muy seria.

−Perdona, no quería decir eso… bueno, en realidad, no sé qué has querido decir tú.

Ella sonrió. La inocencia con la que él dijo su última frase desarmó las barreras de ella. La habitación de hotel tenía minibar. Sirvió dos copas de whisky. Bebió un trago y dijo:

−Mis silencios te han terminado por confundir, de ahí a que me conviertas en una mujer especial hay solo un paso. No seas tonto, los silencios también mienten. En la cama tan solo actué de la forma que más me gusta. Pago por disfrutar, la frase que me dijiste es solo una frase, me gusta arrastrarla, saciar de vez en cuando mis necesidades ¿Quieres encuadrarme? Soy de las que no tienen tiempo para relaciones, mejor, de las que no quieren tener tiempo. Tan simple como eso, casi tan simple como vosotros, los hombres.

Él tenía siempre prisa después de hacer su trabajo pero en esta ocasión sus pies no querían moverse de allí. No se le ocurría nada digno que decir y al final dijo:

−¿Quieres saber por qué lo hago yo?

Era algo que solían preguntarle, sin embargo en esta ocasión se sintió ridículo.

−La verdad es que no. No quiero saberlo. Perdóname pero tampoco habrá mucho misterio. Y aunque lo hubiera. No me interesa.

−¿Tanto tiempo te robaría un hombre? –dijo, y picado en su orgullo se le ocurrió añadir: −¿Tanto daño te hemos hecho?

Ella se bebió de un trago lo que le quedaba de whisky.

−Ay, con el lugar común del corazón roto nos hemos topado. No se trata de vosotros ni de que no cumpláis con vuestras promesas, más bien soy yo incapaz de cumplir con las mías, con las que en algún momento os hice. La verdad es que los hombres sois muy pesados, habéis caído de bruces en la red de tópicos del amor. Al menos tanto como la mujer, pero eso sí, sin renunciar a meter vuestras pollas en cualquier agujero.

No terminaba de seguirla pero quería que siguiera hablando.

−¿Quieres otra copa?

Ella le besó en la mejilla. Dejó el vaso sobre el escritorio de la habitación.

−Hasta aquí nuestra charla. Podría decirte que debo irme y darte el consuelo de que no puedo quedarme, pero no es el caso. Soy una borde. Lo siento.

La sonrisa de ella le pareció una última oportunidad.

−¿Volveré a verte?

Ella no le contestó y fue hacia la puerta. Antes de cruzar el umbral se giró.

−Eres bueno en tu trabajo. No, no volverás a verme.

La puerta se cerró con suavidad. Él se sentó en la cama, se tumbó de espaldas, miró al techo. Tuvo la sombra de una intuición.

−Peligro –dijo.


Publicado originalmente en dekrakensysirenas.com, @krakensysirenas, el 17.08.16

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