Libertad, Jonathan Franzen

No sé si Libertad estará o no entre las diez mejores novelas de lo que llevamos del Siglo XXI, pues son unas cuantas y más quisiera haber leído muchísimas más de las que lo he hecho. Por si fuera poco, cada uno tiene su criterio y hasta criterios muy distintos pueden ser válidos. Pero de lo que estoy seguro, es que la recordaré como una obra maestra que asciende a mi olimpo particular junto a novelas como La broma infinita (1996), de David Foster Wallace y 2666 (2004) de Roberto Bolaño.

Sí, su extensión, cerca de setecientas páginas, puede ser un duro escollo para acometer su lectura, pero la literatura siempre exige algo de su lector, para ofrecer a cambio infinitas recompensas. Subrayo que es el caso. Escrita a la manera decimonónica de Tolstoi o de Dickens, es decir, profundizando hasta el tuétano en cada uno de los miembros de la familia protagonista, nos regala momentos que te harán reír, que te harán llorar, que te harán reflexionar, que te harán emocionarte, y que a mí me llevaron a escribir en el margen de su página quinientas ochenta: ¡Qué puta maravilla de libro!

Jonathan Franzen, es de agradecer en los tiempos insufriblemente correctos que vivimos, no quiere saltarse ningún charco y se reboza con deleite en las profundidades insondables de la sexualidad, en el laberinto de las relaciones familiares, en el fango de la política. Sorprendentemente sale airoso y vivo, y su obra crece y crece y crece con cada envite que enfrenta.

A lo largo de la novela odiarás y amarás a sus protagonistas, tendrás tus favoritos, te posicionarás a favor o en contra, pero al final, querrás lo mejor para ellos, porque serán, un poco, o un mucho, parte de ti, y los habrás comprendido en sus miserias y alabado en sus virtudes a lo largo de las décadas que su creador nos hace pasar junto a ellos. Walter, Patty, Richard, Joey, Jessica, y muchos personajes más, serán absolutamente poliédricos y más humanos que muchos humanos de carne y hueso.  

Para acabar diré que estamos una novela rotundamente significativa, que utiliza el camino artístico tantas veces recorrido, y sin embargo, tan difícil de trazar y tan lejos del alcance de la mayoría de los artistas: ir de lo particular a lo universal. Y es que Franzen consigue, a través de un puñado (aunque sea un puñado grande) de páginas cargadas de tinta, que entendamos un poco mejor el complejo cifrado de nuestra existencia. No digo que lo resuelva, digo que ayuda, que no quiero reclamaciones. Yo, desde luego, voy a poner esta novela en los altares y entre lo mucho que me ha da, recordaré que la libertad es un privilegio, pero su uso una responsabilidad.


Liberté, egalité, fraternité, o traición

Eran las tres de la mañana y las noticias de las bombas de unos y otros, de los camiones sangrientos, de tanto bufón en los tronos, me revolvían las tripas y no me dejaban dormir. El insomnio me trajo una idea y decidí hacerla realidad: hablaría con los leones. No se me ocurrió nada mejor, tampoco nada peor, es lo que tiene querer ser un personaje literario, se debe intentar romper límites asumiendo el riesgo de hacer el payaso.

En el autobús íbamos el conductor, un travesti y yo. Dábamos para un chiste, pero no lo encontré, supongo que por estar en modo indignado en lugar de sarcástico. Al bajar en Sol tuve la ocurrencia de pensar que la justicia es una leyenda urbana. No recuerdo si fue antes o después de guiñar el ojo al travesti y que este me ignorara por completo.

Sol era un desierto, le eché la culpa a la madrugada y al martes. Desarrollé mi plan caminando por las calles vacías: hablaría con ellos y les pediría explicaciones de la mierda de mundo que tenemos. ¿Dónde queda el futuro que nos prometieron en ese pasado que nos hemos inventado? Sé que no me iban contestar y que ellos no tenían la culpa, mi imaginación no llega a tanto.

Primero divisé el Palacio, de inmediato a la Policía Nacional, que a pesar de las horas lo custodiaba, finalmente a los dos leones. Ya se sabe que toda historia que se precie comienza con un, y sí… Ya conocemos también esa frase tan española de, a que no hay huevos. Total, que me acerqué al policía más cercano, ametralladora en ristre (él, no yo), y muy serio le pregunté si vigilaban siempre el Congreso, si no lo dejaban libre por un ratito. Su cara fue un poema, yo había arriesgado la mía. Me miró de arriba abajo y me soltó rotundo, por qué lo preguntas.

No hubo más huevos y casi relajo el esfínter. Balbuceé que simple curiosidad y pregunté si podía hacerme un selfie con los gatitos, que no era de Madrid, que me hacía ilusión, que sería rápido. Se tomó su tiempo, creo que «gatitos» le desconcertó. Debió pensar que yo era idiota y desde luego no le faltaba razón. Finalmente dijo sí tras asegurarse con la mirada que no llevaba mochila ni nada sospechoso dentro de la camiseta o el pantalón.

Subí las escaleras. Los dos leones miraban hacia afuera, hacia el otro lado, como si no quisieran saber nada de lo que ocurría dentro del templo de la Democracia… Contuve la risa, decidí que no iba a decir una sola palabra en alto para no salir de allí en una ambulancia psiquiátrica, y supe que el encuentro iba a ser descafeinado. Yo, Romero, que digo estar siempre dispuesto a convertirme en novela, o al menos en relato digno, una vez más no iba a pasar de anécdota. Elegí al león de mi izquierda. Me puse a su altura. Me sentí plenamente ridículo, mi hábitat de costumbre.

Allí estábamos mi idea insomne y yo, sobre las cuatro de la mañana, mirando fijamente a uno de los leones del Congreso que me ignoraba por completo. Entonces le solté en un murmullo; mi única arma es un bolígrafo, o un teclado como mucho, ¿alguna idea de cómo hacer frente a tanto bastardo? El león siguió como si nada, pero yo continué.

Liberté, egalité, fraternité… o traición. Y seguí.

Cuando fuimos libres elegimos ser esclavos. No nos hemos movido un dedo de la servidumbre voluntaria de la que somos conscientes hace siglos. Hemos sabido derrocar a tiranos, pero no a la tiranía. Y seguí.

Somos iguales… en el desprecio a nuestras diferencias. Los sans cullotes tenían que haber triunfado, si todos no podemos ser ricos, seamos todos pobres y a tomar por culo. Al fin y al cabo, ya está globalizada la miseria moral. Y seguí.

¿Fraternidad? Los mal nacidos están en todos los bandos, ¿por qué esa sensación constante de que nos obligan a elegir? Yo no quiero a ningún hijo de puta por muy nuestro que sea, y estoy dispuesto a abrazarme con quien…

Tú, cortó entonces el policía la línea argumental de exabruptos musitados que no provocaron en el león el más mínimo gesto, ¿no ibas a hacerte una foto? Sal ya de ahí, me ordenó.

Y obedecí. Ni siquiera me despedí del león.

Comencé a bajar las escaleras humillado y pensando que en el mejor de los casos no era más que un triste dispensador de frases, que ni siquiera las sentía, que nunca sería literatura ni revolución, que no hay peor traición que la que uno se hace a sí mismo.

Al llegar abajo levanté la cabeza. El policía me observaba a menos de un metro de distancia. Le sostuve la mirada. Buenas noches, dije. Buenas noches, dijo. Y eso fue todo.

Romero, 9


Resultado de imagen de los leones del congreso


Publicado originalmente en dekrakensysirenas.com, @krakensysirenas