Reseña de Orlando, o la muerte del héroe

Estamos en pleno julio, pero llueve y hace frío. Mientras bajo de un autobús azul y a la espera de uno verde, frivolizo con la idea de que el cambio climático no está tan mal después de todo.

Espero junto a la marquesina donde parará el autobús que debe llevarme al trabajo. Abro el paraguas para combatir la lluvia y abro el Orlando, de Virginia Woolf, para combatirme a mí. Mientras leemos escapamos de nosotros mismos, me digo, para refutarme al instante, tras pensar en la tarde de curro que tengo que afrontar.

Me centró en la lectura y tras varios párrafos sentencio que Orlando es maravilloso. Al margen de su calidad literaria, que por supuesto, pienso en las fluctuaciones que llevan al lector de un mar a otro a través del Orlando hombre y de la Orlando mujer, y en cómo Virginia construye y lega a la posteridad un increíble alegato feminista, o lo que es lo mismo, humanista.

Me ataca entonces la duda de si estoy en disposición de legar algo de interés, y sonrío por respuesta. Suficiente tengo con sobrevivir al estrés del trabajo, con madrugar lo que debo para terminar de corregir mi último manuscrito, con sacar tiempo para promocionar la novela que acabo de autopublicar de manera agridulce, o con inventarme el tiempo para que mi vida social… Cuando levanto la cabeza ya es tarde.

¡Mierda! ¡Me cago en todo! Mi autobús se larga sin mí. Blasfemo una, dos veces. Me calmo un poco y pienso que la blasfemia es un gran tema. Descuido el ángulo del paraguas y Orlando acaba con las páginas ciento treinta y ocho y ciento treinta y nueve empapadas y desteñidas. Blasfemo una tercera vez y es cuando ocurre. El cambio climático no era tan bueno y Dios se ha tenido que quedar muy a gusto… El rayo me ha impactado de lleno.

Caigo al suelo entre convulsiones. Todos los pelos se me han erizado, no es un mito. El paraguas se hizo trizas, la novela no. Orlando ha caído con la contracubierta hacia arriba. Desde ahí, Virginia me mira con pena. ¿Qué más le puedo pedir a esta aventura? ¿Sobrevivir? No lo parece; ¿Que remita el dolor? Estaría bien; ¿Que la gente deje de gritar a mi alrededor? Eso estaría mucho mejor.

Mis párpados pesan una tonelada, el resto de mi cuerpo, de repente, he dejado de sentirlo. Pienso en eso de que en el arte hay sentido, pero en la vida no. Pienso en que dejo demasiadas historias sin escribir y demasiados libros sin leer, y que así es imposible alcanzar la posteridad. Pienso que hasta muriéndome me justifico. Pienso que tendría que haber borrado el historial de Google antes de salir de casa. Pienso en los «gracias» y en los «te quiero» que dejo sin pronunciar. Pienso en lo mucho que me jode morirme pensando en cursilerías.

Desde el suelo y a pesar del entumecimiento de mi conciencia, de la lluvia cegándome y de la gente que se arremolina en torno a mí, distingo en la marquesina a una niña abrazada a su madre. Comprendo que mi cuerpo, gracias al paraguas, absorbió toda la descarga del rayo evitando que alcanzara a la niña. La he salvado y me digo que si eso no es encontrar un sentido, que baje Dios, o que suba el Diablo, y me lo discutan.

Sin embargo, no hace falta que baje uno o suba el otro, pues voy a discutirlo con ellos, o con la Nada si fuera preciso. Al fin y al cabo, tenemos muchas cuentas pendientes y no tengo otra cosa mejor que hacer, yo ya estoy muerto.     


«Paisaje con la caída de Ícaro» del pintor holandés Brueghel el Viejo

Del amor fraternal y otros cuentos

Ada escuchó el timbre y su cuerpo tembló como un junco azotado por una repentina racha de viento. La cita a ciegas con un taxista que le había organizado su hermana aguardaba al otro lado de la puerta. Hacía dos años que no salía con un hombre, cuatro desde su último y desastroso encuentro sexual, seis desde el fatídico accidente.

Pensó en encerrarse en su dormitorio, pero no lo hizo; en no abrir la puerta por mucho que sonara el timbre, pero la abrió tras dos ráfagas de insistencia; en rogar al taxista que se marchara, pero le resultó encantador a primera vista. Ada pensó en no defraudar a su querida hermana y logró balbucear, hola, adelante…

A un mundo de distancia, Zaida se retocaba el maquillaje en el espejo del baño. Su novio se impacientaba a cada segundo. Cuando Zaida regresó por fin a la mesa que habían reservado en el restaurante, el joven confesó que llegó a pensar que ella se había fugado sin pagar la cuenta, y que era mentira todo lo que le había contado en los últimos meses.

Zaida miró a su joven amante, valoró si no había confiado demasiado en él y finalmente le dijo que no fuera idiota, que a esa hora su querida hermana sería feliz, y que no olvidara que ellos debían celebrarlo.

Feliz es una palabra demasiado ambiciosa, pero la ilusión sí que empezaba a cosquillear la epidermis de Ada. El taxista se había mostrado sensible durante la ensalada y atento durante el risotto. Además, parecían compartir intereses comunes y tal vez, pensó Ada, no tenga prisa en acostarse conmigo.

Todo marchaba incluso mejor de lo soñado hasta que el taxista, con un tono de voz completamente nuevo, le preguntó si conocía bien a su hermana. Cuando Ada dijo que sí, que por supuesto, que por qué se lo preguntaba… de esa manera, él sonrió.

El joven se encontraba desnudo y exhausto. Zaida estaba en la ducha. Nunca la había visto tan salvaje ni tan excitada. Por su parte, la culpa y el arrepentimiento crecían en él a cada segundo, daba igual el punto de vista que adoptase, era cómplice de lo ocurrido.

Comenzó a vestirse con prisa tras recordar la primera vez que Zaida le había contado el plan. Él no pudo evitar preguntar por qué. Por qué va a ser, contestó Zaida sorprendida, por dinero. Luego añadió, el accidente de papá salió bien, pero no conté conque Ada sobreviviera, ni mucho menos conque el muy cretino ya le hubiera dejado a ella encargada de mi parte.

Ada temblaba de la cabeza a los pies. El sicario le tendió una infusión a la espera de que se tranquilizase. El falso taxista había decidido romper uno de sus códigos para salvaguardar otro. Y creía hacer lo correcto, aunque la situación se le podía escapar de las manos.

Después de dar un sorbo a la infusión, Ada preguntó por fin, mientras fijaba sus ojos en los del hombre, que por qué se lo había contado. El sicario se pensó mucho la respuesta, hasta que al final dijo, porque eso no se hace entre hermanas. Tras sostener la mirada de quien hubiera tenido que ser su víctima, añadió, salvo que empiece la otra.

Zaida salió pletórica y perfumada del baño y no dio importancia a la ausencia de su novio. Canturreaba mientras tomaba la decisión de echarse otro amante, uno quizá no tan guapo ni tan joven, pero sí más decidido. Tal vez el taxista quiera cenar conmigo, pensó, encajamos como billete al banco.

Llamaron a la puerta, se puso un albornoz y fue a abrir.  Vivía tan alejada de la realidad en los últimos meses, que no se preguntó quién podía ser a esas horas. Cuando se topó de frente con aquella sonrisa, tardó un momento en comprender que los planes no salen como uno quiere.        


Las dos hermanas, de Théodore Chassériau, 1843, óleo sobre lienzo.

Fantasías colaterales

Es difícil saber cuándo termina el placer y cuándo comienza el dolor, pero lo que está claro es que conviene saberlo. «De haberlo sabido», ese suspiro que casi siempre llega tarde, salió más de sus entrañas que de sus labios. Luego llegó la discusión, mi huida, los copos.

Al igual que conviene conocer en qué lado del límite hay que estar, también es recomendable posicionarse en el lado correcto de la ventana. Quiero decir, no es lo mismo estar dentro que fuera; mejor ver la tormenta bajo techo, mejor sentir el terremoto al aire libre. Pero ni ellos ni yo supimos elegir bien.

O mejor todavía, más que elegir bien o mal, muchas veces no elegimos, y nos dejamos llevar, por lo que las elecciones terminan por tomarnos a nosotros, por no decir que nos atropellan. Con siete años te lo puedes permitir, con quince empieza a pesar, a mis treinta ya es una losa…

Pero llevo una eternidad aquí plantado y todavía no he dicho nada que valga la pena, si por valer la pena consideramos no morirse de frío. Porque aquí estoy, desnudo, en la calle, mientras nieva. Mientras los vecinos poco a poco comienzan a incorporarse al sainete, mientras intento llamar la atención de la pareja que discute y discute tras la ventana del primero por la que escapé, mucho antes de tiempo, en un acto de estupidez supina, cuando vi cómo esgrimían un par de cuchillos.

Porque joder, que se odien si quieren, que se queden el dinero que me prometieron los dos, que allá ellos con sus fantasías mal avenidas, pero por favor, vuelvo a gritar: ¡Devolvedme la ropa y las llaves!


Marte y Venus descubiertos por Vulcano,
Alexandre Charles Guillemot, 1827.

Fugas

Estoy muerto, pero nadie lo sabe.

Antes, logré escapar, conseguí el coche, pero se paró en mitad de la vía.

No fue un sueño, no soy un fantasma, el tren me arrolló, sentí cada hueso roto. Luego la nada.

Sin embargo, de alguna manera, la nada me devolvió entero.

Como mi muerte no invita a la lógica, tomé decisiones que tampoco. Regresé voluntariamente a la cárcel. Nadie entendía demasiado, yo no era una excepción.

Hoy comencé a cambiar por el principio, llamé a mamá, le dije te quiero y lloramos. Hacía tanto tiempo que no estaba tan vivo.


Átropos, Las Parcas o El Destino,
forma parte de la colección de las pinturas negras de Goya

¡Desiertos del mundo, alerta!

Ser desierto no me resultó fácil, nadie nace siendo un monstruo, pero a todo se acostumbra uno. Así que, a lo largo de los siglos, aprendí a usar mis sofocantes días y mis gélidas noches, para acallar las voces discrepantes que entraban en mi cada vez más extenso territorio.

Reconozco pues sin rubor, vergüenza ni culpa, que sin distinción alguna de planta, animal o cosa, hice sufrir, acabé con cuantos individuos pude, resquebrajé lo que se tenía por irrompible y hasta extinguí especies en su totalidad. Es por tanto normal, que con tal currículo, os estéis preguntando qué diantres ha pasado de la luna al sol, para que me haya aguado de esta manera, para que haya florecido, para terminar en mi superficie con esta disposición a la alegría.

Por lo que observo, algunos crédulos lo llaman milagro, los racionales se devanan los sesos, y a los menos no les importa el motivo y tan solo disfrutan del resultado. Pero también están los recelosos que piensan que volveré a torturar con mi frío y mi calor a la primera de cambio, los interesados que ya planean rentabilidades a cada centímetro de mi ser, y los malvados, que saben, porque se encargarán de ello, que este paraíso tampoco acabará bien.

En todo caso no tengo respuestas para nadie, y no porque quiera competir con el diablo, que puedo, y no porque no sepa salir impune como los dioses, que sé, sino porque el instante de ternura que ha posibilitado esta osadía es inexplicable y me tomó a traición y me cambió de arriba abajo y de un lado a otro y de dentro a fuera.

Tenía que haber aplastado esa semilla a tiempo, pero no lo hice, pues no vi su fuerza, la consideré inofensiva y esperé, como ocurre, ya no siempre, su marchitar. Así que ya sabéis, desiertos del mundo, cuidado con la esperanza, porque germina de la manera más insospechada y puede hacernos polvo.


Gustave Guillaumet – “El desierto” (1867, óleo sobre lienzo, Museo d’Orsay, París)

Caín, Abel, Marte, el fútbol

Tenía que llegar y llegó, apuntó un antropólogo entrevistado a doscientos  veinticinco millones de kilómetros de los hechos. Poco antes, los políticos de la Tierra habían soltado sus discursos vacíos, los científicos temieron que se cancelara el Proyecto Rojo 20-35, las crecientes corrientes anticientíficas se frotaron las manos y, en las redes sociales, el pitorreo fue mayúsculo.

Tenía que llegar y llegó, no el primer muerto humano en Marte, que como todos recordamos fue la astronauta y bióloga Magdalena Bojarska, tras un desgraciado accidente de despresurización, sino el primer asesinato. Y por si fuera poco, sí, el título lo anticipa, uno en el que la víctima y el homicida son hermanos.

El motivo de momento está claro. Faltan en Marte policías, abogados y periodistas para retorcerlo todo, así que nos quedamos con la versión del asesino y del resto de testigos, que hasta ahora coinciden: el asesinato no fue fruto de la envidia (sería ya una coincidencia bíblica pasmosa), sino la estupidez.

Filósofos y psicólogos lo han apuntado hasta la saciedad, el desarrollo tecnológico no significa un desarrollo ético, y la inteligencia cognitiva no conlleva inteligencia emocional. Tampoco es que se descarten, pero nada se regala de antemano. En fin, repetimos, tras el asesinato está la estupidez, en concreto, la estupidez por el fútbol.

Fue durante la pasada Final de la Champions, un hermano con cada equipo y el penalti dudoso que levantó tanto altercado en la Tierra, incendió también los ánimos en el planeta rojo hasta desatar la cuchillada mortal.

“Al menos ganó el equipo del muerto”, escribió en sus redes sociales el astronauta jefe del equipo de informáticos, luego borró el mensaje.


Caín matando a Abel (Andrea Schiavone)

El hijo

Mi padre siempre contó, a quien quiso escucharle, que un faro no es nada sin su noche y que es menos que nada sin la mar. Me pregunto si ahora, después de su muerte y tras la visita que he recibido, por fin comprendo lo que quería decirme exactamente.

Mi padre, que durante cuarenta y un años años fue el alcalde del municipio más al sur del país, siempre contaba, con la misma convicción y sin apenas variaciones, que una noche de diciembre de 1979, una tormenta sacudió el pueblo como pocas veces se había visto antes. Una tormenta que no podría olvidar, no por su violencia, sino porque vio funcionando el faro, un faro que estaba abandonado y en desuso desde hacía décadas.

Mi padre siempre decía que por entonces era vanidoso, confiado, irresponsable, y que a pesar de lo extraño de la situación o precisamente por ello, tomó la decisión de acercarse hasta el faro que, todavía hoy, se levanta ruinoso a dos kilómetros del pueblo. Lo que allí sucediera cuando llegó no lo recuerda, y hasta el día de su muerte mantuvo que perdió la memoria en cuanto alcanzó los pies de la torre.

Lo que es seguro, pues he leído muchas veces la crónica del periódico local, es que le encontraron a la mañana siguiente, tirado en la playa y a punto de ser llevado por el mar resacoso. Cuando recobró la consciencia no dijo una sola palabra durante una semana, hasta que empezó a contar lo dicho, es decir, que no recordaba nada de lo sucedido una vez que llegó hasta el faro.

Sin embargo, en el pueblo pronto hubo versión oficiosa, pues nadie había visto el faro fantasma en funcionamiento y todos pensaron que, el hijo del molinero, como en tantas otras ocasiones, se había emborrachado. La herida que presentaba en la cabeza y su cuerpo casi devorado por la mar, fueron dos claras señales de la suerte que había tenido esa vez.

Mi padre siempre contaba que habría aceptado sin rechistar la versión que le daban, de no ser porque, en septiembre del año siguiente, en mitad de otra noche de furibunda lluvia, de nuevo volvió a ver parpadeante la luz del faro y de nuevo volvió a marchar hasta allí. Sin duda todo hubiera sido más fácil de haber avisado a alguien más, pero no lo hizo.

El caso es que mi padre, en esa segunda noche tormentosa, llegó hasta la base del faro y esta vez sí recuerda lo sucedido. Se encontró con la puerta abierta, subió las escaleras hasta acceder a la sala de control, a la recámara, a la casa del torrero, y allí empezó a escuchar un llanto que provenía de más arriba. Cuando llegó a la cúpula, al lado de la linterna fantasmal que arrojaba su luz parpadeante y cegadora, me encontró a mí, berreando, desnudo, recién nacido.


Mi padre siempre repetía que mi padre era el faro, que mi madre la mar, que él lo sabía y que la noche lo sabe. Sin embargo, yo siempre tuve mis dudas. Más o menos como las tenía el resto del pueblo. Pero lo cierto es que en esta ocasión, mi padre regresó conmigo en sus brazos de la incursión al faro fantasma, y aunque de nuevo nadie más que él lo había visto en funcionamiento, y aunque nunca nadie lo volvió a ver funcionar jamás, a mí sí se me podía tocar, oír y ver.

En los días siguientes a mi misteriosa aparición, nadie me reclamó y puesto que mi padre dijo querer quedarse conmigo, y a pesar de que no parecía ser un candidato idóneo para convertirse en buen padre, los vecinos del pueblo me dejaron en sus manos tras una acalorada asamblea.

Para sorpresa de todos, mi padre supo hacerse cargo de mí. Se alejó del alcohol y cambió el molino ruinoso por unas tierras que aprendió a cultivar con sacrificio y maña. Fue tal su conversión, que cuando yo tenía dos años, se había ganado el cariño y el respeto de todos sus vecinos y se presentó para alcalde. Ganó el puesto y se mantuvo en el cargo hasta su muerte, hace tres meses, a la edad de 65 años.

En sus estertores mi padre me recordó que un faro no es nada sin su noche y que mi madre era la mar, así que, en mi último intento por conocer la verdad, también fracasé.

Pocos días más tarde, en un acto de homenaje y de honra a su memoria, conté en un periódico local la historia que mi padre siempre había contado a quien quiso escucharle. Y para mi sorpresa, la noticia voló por todo el país. Durante varias semanas numerosos medios quisieron entrevistarme e intentaron resolver mi origen; analizaron los partes meteorológicos de la época, estudiaron el faro, hablaron con los vecinos, revisaron archivos… Hasta que al final de sus investigaciones no quedó más que humo y teorías tan disparatadas, o incluso más, que las de mi padre.

O al menos así fue hasta hace unos días, cuando el ruido ya había pasado y me encontraba dispuesto a aceptar que la versión de mi padre era la mejor versión. Sin embargo, ocurrió que una anciana llamó a mi puerta, me preguntó si yo era yo y me pidió permiso para sentarse y contarme una historia. Le serví un café, me serví otro y contó lo que había venido a contar.

Que la noche de diciembre de 1979 en la que quien decía no ser mi padre perdió la conciencia, dos jóvenes enamorados fueron hasta la playa cercana al faro. Allí, el joven, borracho, forzó a la joven, que a pesar de rogarle que parara, no lo hizo. Ella logró escapar de él cuando le estampó una piedra en su cabeza.

La joven, que vivía en un pueblo cercano y que era la hija de un acaudalado empresario naval, no quiso volver a saber nada de su amante hasta que supo que se había quedado embarazada. Cuando no le quedó más remedio que aceptar la noticia, buscó al joven y se lo contó. El joven, por su parte, le dijo a la chica que hiciera lo que quisiera, pero que él no se haría cargo de la criatura que naciera y que no quería volver a saber nada de ella.

La joven siguió el consejo del joven e hizo lo que quiso, que no fue otra cosa que lo que consideró una venganza. No abortó y tuvo a su bebé de manera que solo su sirvienta se enteró de que había estado embarazada. En cuanto pudo moverse tras el parto, se presentó por última vez en la casa del joven y le contó que en el faro quedaba abandonado su hijo, que hiciera también lo que él quisiera.

Cuando la anciana terminó la historia, quizá demasiado mayor para ser mi madre, quizá demasiado joven para haber sido la sirvienta, ambos lloramos. Por fin, tras reunir el valor suficiente me atreví a preguntar si esa noche hubo tormenta. Sin esperar respuesta lancé otra pregunta, la de si ella era mi madre. La anciana me miró con ojos vidriosos y cansados y me dijo que de eso no había duda, que mi padre era el faro y mi madre la mar.


Conciencia desacompasada con redoble final

En la primera curva del camino me pregunté por la cantidad de alcohol que llevaba en sangre. Al caer en la cuenta que, demasiada, agradecí ir a pie.

Era de noche, acababa de salir de su casa y me sentía viejo. Despojado del arrojo que tenía a los quince, de la seguridad de mis veinte, de la experiencia que sentía a los treinta, de toda esperanza. Ya solo conocía perdedores en un reino de perdedores donde yo era el rey.

Tocaba enfilar a casa entre el frío, la distancia y la decepción. La apuesta no había salido como esperaba; ni la ginebra, ni la maría, ni nuestras tristezas nos habían llevado a la cama. Una ligera emoción trasnochada de posos nostálgicos, tampoco. Todo sabía a trampa, pero de esas que ni siquiera te desmiembran, sino que te dejan igual, cargando con el saco de dudas sobre el lomo.

He dicho que hacía frío, y es que quién no ha temblado en verano, mientras contempla las cuatro estrellas que con suerte nos deja ver la ciudad, mientras ya sabemos que nosotros no seremos una de ellas, mientras el fin del mundo cada día está más lejos y tu fin a cada segundo más cerca. He dicho, más o menos, que la decepción era un puñal clavado en mis partes más dolorosas. He dicho o diré, con firmeza, que la distancia a casa era como una bala en el vacío. He insinuado tantas cosas, que me siento desnudo, aunque no deje de caminar.

¿Qué, si no caminar, se puede hacer de provecho a altas horas de la noche y, en realidad, en cualquier puñetero momento? Al fin y al cabo pararse es morir, y morir es todavía peor que arrastrarse. Así que camino, como si hubiera un rumbo, por más que se oculte, aunque se subraye a cada latido que no hay sentido se mire por donde se mire.

Y atravesado por mi neblinoso estado de ánimo, cruzo calles y farolas que me arrojan recuerdos y sombras, y con la mejor de mis sonrisas malsanas, me cruzo con adolescentes que empiezan a llorar y a reír sin saber que el mayor privilegio es ser joven, pero que ese privilegio no se conoce realmente hasta que se pierde.

Casi al final, incluso me acerco a casa sintiéndome mejor, mérito sin duda de mis traspiés y de una luna menguante, que me mira mientras la miro, y claro, cuando estás embobado es cuando te embiste la vida. Siempre fue así. Y quien dice la vida, dice un coche. Y mientras la guadaña se plantea si llegará a la yugular, me revuelco por el parachoques, por el capó, por el techo y, por un abismo que suena a mis últimas plumas rotas.

Sin embargo, nadie conoce su último vuelo, o al menos yo no lo conozco, y encamado, deshecho y vendado hasta la médula en un hospital, abro los ojos y te veo.     


Trampas para monstruos

Solté al tigre porque yo ya estaba harto y él hambriento. La escena fue como la imaginé; los pasajeros del vagón del metro dejaron por fin de prestar atención a sus pantallas y a sus vidas virtuales y comenzaron a gritar en dolby surround. La fiera, como quería silencio antes de su festín, saltó sobre la yugular de los hombres más histéricos y de las mujeres más ruidosas y, como allí no callaba ni dios, hubo una pequeña matanza hasta que llegué a destino y encerré al animal de nuevo en mi imaginación. Las víctimas recobraron sus aburridos cuellos y sus ropas limpias sin sangre y sus malditos móviles.

A la mañana siguiente hubo una escena similar, salvo que en lugar de un tigre, creo recordar haber soltado un pequeño mamut, cuando otro vagón repleto de personas incapaces de levantar la vista de sus flamantes smartphones,me hicieron perder la paciencia. Y así volvió a suceder al día siguiente, y al otro y al otro, bien con un ninja sanguinario, con una gigantesca planta carnívora insaciable, o con un extraterrestre exterminador que nos llamaba alienígenas a nosotros.

La escabechina de pasajeros, que finalmente recobraban sus vidas al llegar a mi parada, se perpetuó hasta el sexto día, cuando al vagón subió mi némesis. Se colocó con descaro en frente de mí y cubrió la salida. Ella no tenía móvil y yo ni siquiera un libro entre las manos. Me retó con su mirada y no fui capaz de hacer otra cosa que humillar la cabeza, hasta que bajé en mi estación con mucho cuidado de no rozarla.

Hoy, nada más subir al vagón, he pegado mis ojos al móvil, buscándola desesperadamente en las redes sociales, por si tuviera la suerte de volver a encontrarnos y, en esta ocasión, fuera capaz de liberarme de mis monstruos.


No me gustan las flores

No me gustan las moralejas, las cargan lo obvio, pero a veces…

Mientras el silencio entre nosotros se volvía cada vez más pesado e insoportable, el coche comenzó a resollar por el esfuerzo. La radio daba interferencias, la cuesta no terminaba nunca y opté por pisar el acelerador a fondo. A pesar del aumento de la velocidad, ella siguió sin mirarme.

Todo, de nuevo, había salido mal en nuestro viaje. Sería la última vez, el último intento, me dije, y comencé a sudar frente a su aparente calma. Pasé cerca de varios camiones, demasiado cerca, pero tampoco se inmutó. ¿Lo deseaba acaso tanto o más que yo? Era una forma como otra cualquiera de ser libres.

A lo lejos divisé el fin de la pendiente. Acababa en curva cerrada, como anunciaban con insistencia las señales de precaución para que se redujera la velocidad. No lo hice y ella tan solo puso las manos en su regazo, si acaso esbozó una ligera sonrisa. Entonces las vi, fugazmente, y recordé.

No me gustan las flores, confesé en nuestra primera cita. ¿A qué tipo de monstruo no le pueden gustan las flores? Contestó, poco antes de enamorarnos.

Las vi, fugazmente. Clavadas sobre un poste al lado de la carretera. Eran el típico ramo de luto, de pérdida, de crueldad intolerable para los que se quedan.

Tal vez fueran las flores, tal vez fui solo un cobarde, tal vez un valiente, pero levanté el pie del acelerador. Pasada la curva lloramos, al llegar a casa decidimos un punto final menos salvaje.

No me gustan las moralejas y no me gustan las flores, pero hoy hemos rehecho, cada uno con sus pedazos, nuestras vidas.


Madame Macabre: Flores negras en el mundo natural.