Conciencia desacompasada con redoble final

En la primera curva del camino me pregunté por la cantidad de alcohol que llevaba en sangre. Al caer en la cuenta que, demasiada, agradecí ir a pie.

Era de noche, acababa de salir de su casa y me sentía viejo. Despojado del arrojo que tenía a los quince, de la seguridad de mis veinte, de la experiencia que sentía a los treinta, de toda esperanza. Ya solo conocía perdedores en un reino de perdedores donde yo era el rey.

Tocaba enfilar a casa entre el frío, la distancia y la decepción. La apuesta no había salido como esperaba; ni la ginebra, ni la maría, ni nuestras tristezas nos habían llevado a la cama. Una ligera emoción trasnochada de posos nostálgicos, tampoco. Todo sabía a trampa, pero de esas que ni siquiera te desmiembran, sino que te dejan igual, cargando con el saco de dudas sobre el lomo.

He dicho que hacía frío, y es que quién no ha temblado en verano, mientras contempla las cuatro estrellas que con suerte nos deja ver la ciudad, mientras ya sabemos que nosotros no seremos una de ellas, mientras el fin del mundo cada día está más lejos y tu fin a cada segundo más cerca. He dicho, más o menos, que la decepción era un puñal clavado en mis partes más dolorosas. He dicho o diré, con firmeza, que la distancia a casa era como una bala en el vacío. He insinuado tantas cosas, que me siento desnudo, aunque no deje de caminar.

¿Qué, si no caminar, se puede hacer de provecho a altas horas de la noche y, en realidad, en cualquier puñetero momento? Al fin y al cabo pararse es morir, y morir es todavía peor que arrastrarse. Así que camino, como si hubiera un rumbo, por más que se oculte, aunque se subraye a cada latido que no hay sentido se mire por donde se mire.

Y atravesado por mi neblinoso estado de ánimo, cruzo calles y farolas que me arrojan recuerdos y sombras, y con la mejor de mis sonrisas malsanas, me cruzo con adolescentes que empiezan a llorar y a reír sin saber que el mayor privilegio es ser joven, pero que ese privilegio no se conoce realmente hasta que se pierde.

Casi al final, incluso me acerco a casa sintiéndome mejor, mérito sin duda de mis traspiés y de una luna menguante, que me mira mientras la miro, y claro, cuando estás embobado es cuando te embiste la vida. Siempre fue así. Y quien dice la vida, dice un coche. Y mientras la guadaña se plantea si llegará a la yugular, me revuelco por el parachoques, por el capó, por el techo y, por un abismo que suena a mis últimas plumas rotas.

Sin embargo, nadie conoce su último vuelo, o al menos yo no lo conozco, y encamado, deshecho y vendado hasta la médula en un hospital, abro los ojos y te veo.     


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