Trampas para monstruos

Solté al tigre porque yo ya estaba harto y él hambriento. La escena fue como la imaginé; los pasajeros del vagón del metro dejaron por fin de prestar atención a sus pantallas y a sus vidas virtuales y comenzaron a gritar en dolby surround. La fiera, como quería silencio antes de su festín, saltó sobre la yugular de los hombres más histéricos y de las mujeres más ruidosas y, como allí no callaba ni dios, hubo una pequeña matanza hasta que llegué a destino y encerré al animal de nuevo en mi imaginación. Las víctimas recobraron sus aburridos cuellos y sus ropas limpias sin sangre y sus malditos móviles.

A la mañana siguiente hubo una escena similar, salvo que en lugar de un tigre, creo recordar haber soltado un pequeño mamut, cuando otro vagón repleto de personas incapaces de levantar la vista de sus flamantes smartphones,me hicieron perder la paciencia. Y así volvió a suceder al día siguiente, y al otro y al otro, bien con un ninja sanguinario, con una gigantesca planta carnívora insaciable, o con un extraterrestre exterminador que nos llamaba alienígenas a nosotros.

La escabechina de pasajeros, que finalmente recobraban sus vidas al llegar a mi parada, se perpetuó hasta el sexto día, cuando al vagón subió mi némesis. Se colocó con descaro en frente de mí y cubrió la salida. Ella no tenía móvil y yo ni siquiera un libro entre las manos. Me retó con su mirada y no fui capaz de hacer otra cosa que humillar la cabeza, hasta que bajé en mi estación con mucho cuidado de no rozarla.

Hoy, nada más subir al vagón, he pegado mis ojos al móvil, buscándola desesperadamente en las redes sociales, por si tuviera la suerte de volver a encontrarnos y, en esta ocasión, fuera capaz de liberarme de mis monstruos.


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