Aquí acabo yo

Hoy cumplo cuarenta años y a pesar de todo y de aquello y quizá por eso, sigo anclado en el Metro. En estas últimas cuatro décadas se ha modernizado y ha crecido mucho, pero me conozco cada línea, cada estación, todos los vagones. Al fin y al cabo me sobran paladas enteras de tiempo. Qué desperdicio.

Descanso, cuando se me antoja descansar, en la Estación de Chamberí. O lo intento. Desde que la reabrieran al público como museo hace unos años, comparto espacio con empleados y visitantes. Son una molestia, pero si me lo propongo, sé pasar desapercibido. Soy un muerto educado.

Al principio traté de comunicarme con los vivos, pero no hay manera. Tan solo perciben ruidos extraños, se les eriza la piel, se les hiela la sangre. Más allá de eso, están sordos y solo escuchan lo que quieren escuchar. Así les va.

Durante un tiempo también intenté hablar con los que a veces mueren aquí abajo por un infarto, por un suicidio, por un empujón a destiempo. Sin embargo son unos llorones. Que qué será de ellos, que qué van a hacer ahora sus hijos, sus padres, sus amantes. Qué dramas.

Menos mal que desaparecen pronto. No sé si van al cielo o al infierno, si se reencarnan o si son pasto de la nada. Pero se esfuman, se diluyen, se largan para siempre de mi reino. Mientras, yo sigo aquí.

Hay días que me tengo por un maldito, odio mi particular corona de difunto exclusivo y grito a los pasajeros. Pero ellos, con sus cascos, con sus móviles o con su somnolencia, ni se inmutan. Parecen fantasmas.

Hay días, en cambio, que me tengo por un privilegiado y animo a los pasajeros que siento más tristes a disfrutar de la vida. Trato de consolarles en sus miserias y en sus rutinas. Pero ya lo dije antes, los vivos están sordos.

Y hay días que estoy tan deprimido, que rezo para morirme otra vez.

¿Conocen eso de «Al salir, tengan cuidado de no introducir el pie entre coche y andén»? Pues se dice por mí. En una estación en curva tuve la mala pata de meterla por el agujero, tropecé, me golpeé de mala manera y me morí. Menudo ridículo.

Ese día iba pensando en lo que no debía pensar. Como suele ocurrir, el amor tuvo la culpa. Bueno, algunos no lo llamarían amor, sino sodomía. A Inmaculada le gustaba tanto… y yo quería complacerla en todo. Reconozco que al principio me costó, pero luego le cogí el gustillo. Es lo que más echo de menos de estar vivo. Qué cosas.

Ella me quiso mucho, tanto, que no volvió a sodomizar a ninguno de los hombres con los que se acostaba. Durante años y cada vez que Inma tomaba el metro, me ponía a su lado y trataba de alentarla para que contara sus anhelos a su pareja de turno. Pero ya lo he dicho antes dos veces, los vivos están sordos y no aprenden hasta que se mueren. Si acaso.

Ella me quiso mucho y puedo demostrarlo. Aunque desde hace años ya no usa habitualmente el metro, hasta hoy no se perdió ni una sola de mis cuarenta efemérides. Cada año venía a dejarme un ramo de flores a la estación y al andén donde perdí el pie y la vida. Pero el metro cerrará pronto y no la he visto.

He soportado la incertidumbre de no saber qué hay más allá de este más acá, pero si Inma no aparece, juro a quien sea responsable de esto, que aquí acabo yo. No pienso seguir de brazos cruzados en este limbo. Para siempre es demasiado tiempo… Estar muerto tampoco es fácil.


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Publicado originalmente en dekrakensysirenas.com, @krakensysirenas

En orden

La vida es rara.

Esa frase me martillea la cabeza cuando llego a la boca del metro. Es la frase con la que se despide una de mis pacientes en su cuarta sesión. Aplasto el cigarrillo contra la pared y, mientras bajo las escaleras mecánicas en dirección a la línea uno para llegar al andén dos, decido que nuestro próximo encuentro comenzará por su despedida. Mi paciente se aferra a construir un relato de sí misma bastante edulcorado, donde reprime los elementos más duros de su infancia, que debo hacer aflorar, que debo confrontar con su discurso semi fantástico.

Llego al andén. A pesar de la hora no hay mucha gente. Los marcadores señalan que todavía faltan cuatro minutos para el siguiente tren. Enfrente tienen más suerte, queda solo uno. Trato de sentarme y eso me lleva a recorrer el pasillo en busca de un asiento libre. Paso por delante de un músico que con su guitarra ocupa el primer banco casi por completo. Tampoco quiero compartir asiento con una pareja de ancianos. En el tercero, hay una rubia preciosa absorta en una revista de moda, pero a su lado un chino habla con el móvil y me espanta con su lenguaje incomprensible. Por fin el cuarto banco, casi en el otro extremo de por donde he llegado, está libre. Me siento.

El metro del andén uno hace su aparición. No se baja nadie. Un chico llega a la carrera y logra colarse momentos antes de que se cierren las puertas. Ya se alejan. Mi paciente y ese chico me hacen pensar en el concepto de la huida. Sin embargo me distraigo pronto. Alargo la mano y tomo de una papelera el 20Minutos. Hojeo las noticias y me llama la atención que Amancio Ortega ya sea el hombre más rico del mundo. Me pregunto qué será lo próximo, mi humor absurdo me dice que tal vez los extraterrestres aterricen en Madrid en lugar de en Nueva York. No me da tiempo a más hipótesis. Oigo el golpe. Todos lo oímos.

El músico ha caído de bruces contra el suelo. Pienso en un infarto. Quiero acercarme pero algo me dice que no lo haga. Obedezco. Quien sí se acerca son los ancianos, próximos al guitarrista. La señora se arrodilla al llegar ante el músico. Queda petrificada en posición tan piadosa, de espaldas a mí. Sin saber bien por qué, sé que no se volverá a levantar jamás. Su marido, si es que lo es, correrá una suerte similar, si por suerte entendemos morir, y por similar, que su cabeza se le caiga del cuello, baje por su chepa, la espalda, la pantorrilla, y finalmente ruede por el suelo. El cuerpo tan extrañamente descabezado, cae a las vías. Todavía no he visto una gota de sangre, pero el horror lo impregna todo.

La rubia grita histérica. En sus manos tiembla la revista que antes leía. Se ha subido al banco de piedra, como si con ello lograra protegerse de la amenaza que acecha. El chino por su parte parece graznar, lo hace sin moverse más allá de unas pocas baldosas. En sus ojos se refleja un miedo comprensible. De golpe, la mujer deja de gritar, al momento su cuerpo entero se aja, se agrieta como un puzle, se deshace en mil pedazos. Su vida se desfigura por completo. Al chino se le caen los brazos, desde sus muñones le brota una sangre densa, oscura, cuyo intenso olor no tarda en llegarme. Al pobre desgraciado también se le desmiembran las piernas. Su tronco cae con un golpe seco. Chapotea en el charco de su propia sangre. Boquea por última vez. Lo hace mientras me mira, mientras su rostro me comunica la incomprensión.

Trato de despertar pero no estoy en una pesadilla. Me lo demuestro con las famosas leyes de la vigilia; experimento una física del movimiento correcta, siento dolor al dar un puñetazo contra la pared, y cada objeto que me rodea guarda su propia autonomía de mí. Además voy bien vestido, reflexiono sobre la experiencia… es inútil pretender salvarme con artimañas.

Ya solo quedo yo, y lo noto llegar, sea lo que sea. No protesto aunque unas lágrimas involuntarias me resbalan. De repente veo llegar el metro y la esperanza renace. El primer vagón se detiene junto a mis pies. Está lleno de cadáveres informes. No hay escapatoria, soy el siguiente.

La muerte también es rara.

La medida y su ruptura

La guerra está perdida, pero aún quedan unas cuantas batallas que disfrutar.

Al entrar en el metro de Madrid tengo la misma sensación que en el de Tokio, o en el de Londres, Budapest, Nueva York… Hace tiempo que llegué a la conclusión de que el Metro es la medida de todas las grandes ciudades… y todas las grandes ciudades son ya similares.

Cada vez hay menos conversación, menos risas, menos libros. Cada vez más silencio malinterpretado, más móviles, más tristeza.

Hoy tocaré los Caprichos de Paganini.

Pienso fugazmente mientras me acomodo el violín, en cuántos viajeros se acercarán esta vez para darme una moneda cuando deje de tocar, y cómo yo desapareceré por las puertas sin aceptar su dinero. Sus miradas serán de extrañeza, de enfado, de incredulidad, tal vez alguno hasta sonría y comprenda, que yo no toco para salvarme a mí, sino para salvarles a ellos.

Comienzo a tocar y el mundo se desvanece, todo es posible todavía.