Callar a pleno pulmón

“Vivir, no importa cómo, pero vivir.” Raskólnikov

 

            En año el 2065 la ONU declaró finalmente el Paraíso sobre la Tierra. Dios estaba definitivamente muerto, no le necesitábamos. Fue el año que se alcanzó el acuerdo satisfactorio para todas las partes entre Palestina e Israel. Así acabó el último gran conflicto. Para entonces el terrorismo se había esfumado del mapa. También los problemas raciales. El hambre estaba erradicada. La población mundial decrecía a un ritmo óptimo. Habíamos encontrado vida unicelular en otros planetas. La primera ciudad en Marte y las colonias en la Luna funcionaban correctamente. No había enfermedad incurable. El Ártico, los bosques, las especies animales, no tenían motivos de preocupación. Incluso se rozaba la respuesta definitiva a la pregunta de qué hay al otro lado. Sencillamente Homo sapiens era una etiqueta que empezaba a quedarse pequeña. Entonces apareció el problema de mi padre.

            El viejo acaba de cumplir 87 años y debió morirse hace 720 días. Estamos en el 2068 y su vida amenaza con romper todas las reglas, con fracturar el equilibrio. Por si fuera poco sonríe y se siente orgulloso, como si luchara contra una distopía de tres al cuarto, como si no hubiésemos hecho realidad el sueño de que otro mundo mejor sí era posible, como si no pusiera en riesgo todo por lo que él habría muerto feliz hace apenas unos años. Es un converso, lo sabe, lo disfruta, me lleva al límite. Hace una hora, en la última visita que le haré, tras el regalo que le he concedido, me ha dicho:

            Ya sabemos que el alma no pesa 21 gramos, ya sabemos cuántos latidos alberga cada corazón, ya se dice lo que se tiene que decir, se piensa como se tiene que pensar, se vive como se tiene que vivir y por supuesto se muere como toca morirse. Pero mi cuerpo se ha revelado contra todo eso, harto de callar a pleno pulmón, solo quiere morir en su mundo, no en este.

            La disfunción técnica de mi padre, o el milagro, así lo llaman algunos recalcitrantes, es fácil de contar, pero de momento imposible de explicar para la ciencia. El viejo debería estar muerto, porque su corazón ha sobrepasado el número de latidos con el que su cadena genética le programó. Y lo mismo ocurre con el resto de sus órganos vitales, todos sobreviven por encima de sus posibilidades. Las pruebas realizadas descartan que  haya manipulado su cuerpo. Sabemos también que no es una falta de cálculo, sabemos que no es un error de la teoría. Una teoría que ha predicho correctamente el 100% de los casos restantes. Mi padre sencillamente es una anomalía. Una anomalía que da miedo. El cielo es demasiado frágil.

            Cuando el año pasado mi padre cumplió 86 años hice lo que tenía que hacer y denuncié su caso. El Comité de Expertos que se formó de inmediato tomó el asunto con la gravedad y la celeridad necesarias. La primera opción, unánimemente aceptada, fue matarle y erradicar cualquier contaminación. Sin embargo ya no existe el asesinato. La segunda opción barajada, fue inducirle al suicidio, pero nos topamos con otra barrera lógica: ya nadie se suicida. Por si fuera poco, mi padre celebra la vida más allá de lo razonable, y visto lo visto, más allá de lo posible.

            Finalmente decidimos recluirle en una celda aséptica, sin libros y sin la posibilidad de que escribiera. La intención era matar su espíritu y rendir así su cuerpo. Pero su corazón ha resistido. Hoy se despidió de mí diciéndome que lo sentía por todos nosotros y por el mundo feliz que él ponía en riesgo, pero que su imaginación estaba muy viva. Luego me miró con cariño, quizá con aire de triunfo, o tal vez fuese de pena, cuando accedí a entregarle su novela favorita, la que nos había rogado desde su primer día de reclusión. Cuando cerraron su celda me pidió paciencia y añadió: lo siento, un ser humano todavía es capaz de hacer cualquier cosa, incluso lo que no debe.

            Estuve a punto de confesar que no podía estar más de acuerdo, de decirle que no tocase las hojas del libro, que estaban envenenadas. Pero no lo hice. A estas horas la anomalía debería estar resuelta y el mundo a salvo. ¿O no?


Publicado originalmente en dekrakensysirenas.com, @krakensysirenas

 

 

A DOS METROS SOBRE EL SUELO NO HAY MACGUFFIN POSIBLE

Mi padre siempre me decía que debemos acostumbrarnos a los cambios, que estos son ineludibles e imprevisibles, y que por mucho que podamos darnos explicaciones y consuelos, cada uno de nosotros los experimentará con su propio dolor, y, si ha aprendido algo de la vida, sabrá usarlos como brújula.

Él era escritor y se explicaba tan bien como acaban de leer. Yo en cambio siempre rechacé sus libros, sus consejos, su modo de vida… y aquí me tienen ahora, con todo puesto patas arriba, intentando hacerle una especie de homenaje (con él ahí, tan cerca, tan lejos, tan extraño), al tiempo que trato de ordenar todo lo que está ocurriendo, como si tuviese algún valor añadido a lo que ya todo el mundo experimenta y sufre.

Al principio se habló de la llegada del Juicio Final, y las religiones se relamían, y no me extraña que lo hicieran. Luego, con el más absoluto caos entre nosotros, no había un solo científico que supiese explicar de un modo coherente nada de lo que ocurría. Y pasado un tiempo, con el apocalipsis sin llegar, y con la racionalidad sin llegar, nos llegó la costumbre. Y es que, como decía mi madre (mucho más prosaica que mi padre), «a todo se acostumbra uno».

Es curioso ver (y mucho más que curioso, pero mi homenaje está siendo grabado en audio mientras paseo, y ni la batería dará para mucho, ni sabría hacer un ensayo), cómo ante el desconcierto creciente, ante el descubrimiento de las nuevas circunstancias imposibles que rodean al fenómeno, se comenzó a verle con la pragmática óptica del negocio (de ahí por ejemplo la correa amarilla que uso), o cómo la legislación española quiso ser pionera a nivel mundial, y legisló rápidamente para que se les pudiera mostrar, sin riesgo de pisar la cárcel.

Esa nueva ley, los mecanismos de la fuerza de la costumbre, y pensar que a mi padre este paseo le divertiría, es lo que me permite salir a la calle de esta guisa, sin que me detengan, y sin que la gente se muera del susto… lo que por cierto añadiría sal y pimienta, en palabras probables de mi madre, o, una ironía simpática a este despropósito, en las de mi padre.

Eso sí, en él encontraría el pequeño malestar de no haber sido capaz de imaginar una locura como esta. Escritor prolífico, escritor lunático, como le gustaba llamarse, escritor especialmente de relatos de ciencia ficción, a lo largo de su vida imaginó casi todos los mundos posibles, casi todos los improbables, y según le gustaba jactarse, todos los imposibles. Pero en esto último se equivocó… aunque no creo que podamos echárselo en cara. Es más, aún me pregunto cada mañana al abrir los ojos, y aún antes de hacerlo, si no me despierto de un sueño razonable a una realidad absurda. Y la respuesta no puede ser otra que un rotundo «sí». Desde luego no puedo sino lamentar que se quedara en coma hace seis meses, y que muriera sin haber visto, sin haber tenido conocimiento, de lo que le tocaría experimentar en su muerte.

¿Debo seguir hablando? No debería. Por un lado la batería del móvil se agota, y por otro, mi impulso por explicar todo esto, se enfrenta al consejo reiterado de mi padre: «al lector [en este caso sería más bien al hipotético oyente] debes hacerle trabajar, no puedes dárselo todo mascado». Y eso sin contar que para no saber lo que ocurre hay que vivir en otro planeta o despertar de un largo coma, como por desgracia no le ocurrió a él. Y sin embargo voy a seguir hablando, no vaya a ser que mis palabras sí sirvan, pues, ¿quién se atrevería a descartar ahora mismo cualquier cosa, cuando lo impensable se ha acomodado junto a nosotros? Eso sí, no se espere de mí respuestas, ni siquiera exhaustividad.

Hoy hace tres meses y tres días del primer caso, o al menos del primero datado. Ocurrió en Carolina del Norte, USA, a una señora llamada Merry Cohen. Al morir en su casa a las 0:01, su cuerpo se elevó dos metros por encima del suelo, y permaneció así, completamente rígida y en horizontal, hasta que sus traumatizados hijos lograron bajarla a la cama, y atarla a ella con correas.

Decir que Merry fue la primera, es seguir la versión oficial, y yo, que no tengo nada contra los yankis, no voy a pelearme por esa cuestión banal ni entrar a formar parte de los disidentes que ven una conjura mundial en todo esto. Para mí, quién fue la primera y si hay conspiración o no, me parece lo de menos, siendo lo esencial, que a partir de esa fecha, hora, y a causa de un motivo u otro que aún sigue sin desvelarse, todos los fallecidos bajo cualquier circunstancia y condición, se elevan justo dos metros por encima del suelo, flotan en posición horizontal, y permanecen así de manera incombustible, salvo que se les fuerce a bajar, o a subir, o a ir hacia la izquierda o hacia la derecha, algo que tras descubrirse la incorruptibilidad de los cuerpos, pues no sufren de putrefacción ni corrupción, se comenzó a hacer, como hago yo en estos momentos.

¿Sentirán algo aunque sus corazones estén sin latir y sus cerebros desconectados; despertarán? Visto lo visto, por qué descartarlo. Y ante tal posibilidad, ¿cómo vamos a quemar o a enterrar sus cuerpos, y cómo voy a privar a mi padre de este paseo por su parque preferido, y no atravesar el hermoso puente que tantas historias le inspiró, al escuchar los trinos de los pájaros? Reconozco que llevarle con una correa y tirar de ella no es lo más honroso que le ha pasado en la vida, pero si despertara ahora se reiría de la situación, y eso es lo que cuenta.

Chronicle

Año: 2012

Director: Josh Trank

Vuelvo a reseñar una peli de ciencia ficción porque se lo merece, y no solo porque se referencia a Shopenhauer en sus primeros minutos.

Lo que tiene que quedar más claro de todo, es que no es una peli de superhéroes, porque ni lo son, ni la trama (a pesar de que los protagonistas adquieren poderes) se interesa por tal cosa lo más mínimo.

Chronicle es interesante e inteligente. La historia da sus giros con firmeza y en el momento justo, lo importante está en sus personajes y en lo que les pasa, y los efectos especiales acompañan y encuadran la historia sin comérsela ni destrozarla, como a menudo hacen tantas películas cuando no tienen otra cosa que ofrecer.

Además, la peli se caracteriza por su punto de vista narrativo, el de estar rodada desde cámaras caseras que acompañan a los protagonistas, que sin ser novedoso, nos acerca a la piel, en especial, del más introvertido, raro, y típico personaje yanki de instituto.

En cuanto a la temática de poderes telequinéticos y…, solo puedo decir que se trata de una historia que me hubiera gustado narrar en mi época más friki, aquella quinceañera donde lo paranormal me fascinaba, y que aún en la actual me parece cuanto menos entretenida.

Para terminar, esta película que recomiendo para públicos variados que pueden ir de lo más a lo menos exigente, posee una moraleja que no debemos dejar escapar: cuídate de los malos polvos, porque inclinarán la balanza hacia el peor de tus lados.

Cuando el león de piedra saltó

Ayer recibí el libro. Leones de las grandes ciudades, con una foto tuya, tu dirección y tu nombre. No sé cómo te las has ingeniado para localizarme pero ya son dos veces en las que me has salvado la vida, y el único modo que tengo de agradecértelo es escribiéndote esta carta.

Te escribo en los pocos momentos de lucidez que me dejan conservar. Al parecer, tras el incidente que me trajo aquí he seguido con episodios alucinatorios. Yo no consigo recordarlos a pesar de mi esfuerzo. Por suerte lo que no puedo olvidar es nuestro fugaz encuentro. Y esto es lo que quiero contarte, porque necesito desentrañar quién es el que está loco, si lo estoy yo, si lo estamos los dos, o si son todos los demás.

Cuando el león de piedra saltó de la peana sentí que se rasgaba el frágil equilibrio que como una fina piel transparente y viscosa, me había protegido en los últimos meses. Al sentirme roto en mitad de aquel cruce, en mitad de la ciudad, solo pude pensar o que estaba soñando (lo descarté de inmediato), o que me acababa de volver loco (tomar conciencia de esa posibilidad resultaba paradójico), o que la realidad era tan descabellada como apuntaban los hechos de mi vida (no pude negar la fuerza de esta idea). A  todo esto el león, que dio varias vueltas al monumento como para animar a sus congéneres pétreos, se cansó de intentarlo y al ver que no le seguían, lanzó un rugido que atronó duro y rocoso, y que terminó por paralizarme.

Todo lo demás fue tan rápido, como poco inteligente por mi parte. Comencé a gritar: «¡El león, el león!». Y por si fuera poco me dediqué a señalarlo con el brazo, la única parte de mí que fui capaz de mover en esos momentos. La gente entonces comenzó a pararse en las aceras, y pareció sentir más curiosidad por mis gritos que por el animal. Este coincidió en el interés y me miró con sus ojos duros, como si me censurara por los gritos. Callé pero ya era tarde.

El enfurecido león inició una salvaje carrera hacia mí. Reparé preso del pánico cómo recortaba cada metro con sus poderosas patas, sentí temblar el asfalto, observé su melena de piedra ondear al viento, percibí el salivar de sus fauces, vi su enorme lengua marrón ladeada a su derecha a causa de la velocidad, y el miedo me inundó y me llenó como difícilmente puede llenarse e inundarse algo.

El asombro y el miedo me habían hecho enmudecer, pero aún pude escuchar a la gente gritar que me apartara, oí sin entender, palabras como “cuidado”, “atropello”, “ambulancia”, y tal vez de fondo escuchara sirenas, o eso es lo que me quieren hacer creer desde entonces, porque yo sólo vi con nitidez al león acercarse raudo hacia mí, listo para abalanzarse y devorarme con una dentellada en cuanto recorriera un par de metros más.

Cuando estuve preparado para su ataque, inmóvil y sin esperanza pero consciente de que no es el peor de los finales el morir devorado por un león de piedra en mitad de una gran ciudad, sentí el fuerte empujón que me arrancó del asfalto y prácticamente me hizo volar hasta la acera.

Por unos instantes y desde el suelo pude contemplar al león. Siguió su carrera sin volverse, sin prestarme ya mayor atención… y me sentí vacío. Momentos antes estaba a punto de perecer bajo algo misterioso, ahora me encontraba rodeado de personas que me llamaban “inconsciente”, “loco”, que me gritaban que si quería suicidarme no lo hiciera delante de niños, que me señalaban como una vergüenza para la sociedad, que pedían mi encierro y tirar la llave. De nada sirvió que tratara de explicarles que el león me había paralizado del susto, que yo no quería morir… atropellado. Si acaso lo estropeé todo aún más.

Finalmente llegó la policía y al poco una ambulancia. Cuando los agentes preguntaron por lo sucedido, mis explicaciones apenas contaron, los testigos oculares que aún quedaban dieron su versión y fueron creídos al instante. Tan solo tú guardaste silencio, tú que habías sido el héroe que me empujó, que arriesgaste tu vida para que el león no me devorase. Y aún te acercaste a mí cuando me subían a la ambulancia, y me dijiste al oído: «Yo también vi al león de piedra». Y te alejaste, pero ya no estaba solo, y el vacío se llenó.

Guardianes de la Galaxia

 

Año: 2014

Director: James Gunn

Fue escuchar por pura casualidad a Garci que esta película no era tanto como decían, y entrarme unas irreprimibles ganas de verla. El cine comercial tiene tantas vertientes como cualquier otro, y el de la ciencia ficción, es uno de los pocos que veo con verdadero gusto aunque espere poco de la película. No ocurrió así en esta ocasión; gracias Garci por picarme la curiosidad.

Sin duda estamos ante una de las mejores películas de ciencia ficción de los últimos años, y sin duda, ante la más divertida. Se trata por supuesto de una manufactura yanki edulcorada, pero de una manufactura ágil, entretenida, con un humor a contrapelo, y unos efectos especiales que dan espectacularidad y brillo creando contextos creíbles dentro del juego que la película se trae de continuo: somos protagonistas, y somos malos de buen corazón, y sí, lo has visto millones de veces, pero nosotros sabemos jugar bien a esto.

Y juegan bien porque sus protagonistas están muy bien construidos, y los guionistas saben jugar y descojonarse de los tópicos. Ese gamberrismo de que las reflexiones puedan llegar en plena borrachera, o que haya continuos juegos del lenguaje, o que la música de los 70 viaje por las estrellas, son puntos de una peli que suma un acierto tras otro dentro de lo que busca.

Por último, diré que todos quisiéramos ser Groot, el personaje, poesía/mamporrera, del que resulta difícil no enamorarse.

La fila

Caía la noche pero esta vez eran los siguientes. Las semanas de espera llegaban a su fin. La puerta del apartamento que se había construido en una sola altura, en un solar en medio de la ciudad, estaba a punto de abrirse para ellos. La Cosa les esperaba.

Durante los largos y lentos días que se habían sucedido desde que se pusieron a la fila, las discusiones por ver quién entraba primero de los dos, habían sido constantes. Al final, la suerte de una moneda al aire decidió que fuese ella la primera en pasar.

La puerta se entreabrió. De nuevo el hedor que impregnaba el aire, de nuevo la luz blanca que se desparramaba fuera del apartamento. La pareja se miró por unos segundos con lágrimas en los ojos. Se despreocuparon de los impacientes rostros alineados detrás. Tras un cálido beso ella se dirigió hacia la puerta. Su cojera esta vez pareció un motivo de orgullo, saboreaban que el recuerdo agridulce perdería pronto su lado negativo.

Ella entró. Desde el interior alguien cerró la puerta de un portazo, como ocurría siempre cada vez que accedía el nuevo elegido. Él se quedó a la espera, calculó que bastarían cinco minutos. En breve la felicidad de ambos estaría asegurada. Comenzó a temblar.

Miró para atrás. Las luces amarillas de las escasas farolas que aún funcionaban, pintaban la acera de un gris extraño. Sobre esa lámina de color se extendía la fila hasta donde alcanzaba su vista. Su miopía pronto convertía a las personas que de modo escrupuloso y en silencio se colocaban de uno en uno, en manchas, pero si hubiese tenido la agudeza visual de un águila, tampoco podría haber abarcado la fila por entero. Esta reptaba de una calle a otra, rodeaba edificios, y no paraba nunca de crecer.

La fila se deshacía aproximadamente de un infeliz cada cinco minutos, pero cada cinco minutos llegaban de media a la ciudad tres o cuatro infelices nuevos,  venidos de cualquier lugar, y a los que había que sumar los que la propia ciudad generaba, rendidos antes o después a la promesa, como les había ocurrido a ellos.

Pronto la puerta se abriría para él y el pasado sería tragado en la forma en que lo había conocido. Quiso pensar por última vez en su vieja ciudad, transformada en un caos desde la aparición de La Cosa. Un caos específico y distinto al de cualquier otra ciudad. Hasta ese día se trataba de una ciudad a la vez triste y alegre como la mayoría, pero entonces se convirtió en dos ciudades irreconciliables. La de las personas infelices, a un lado, y la de las gentes felices, al otro.

Ellos habían tratado de resistir como muchos a la promesa de la fácil felicidad que ofrecía La Cosa, pero como la mayoría, pasaron de un entusiasmo resistente, a doblar sus voluntades con el paso del tiempo, los hechos y la evidencia. Al fin y al cabo, como rezaban los grandes carteles publicitarios que el alcalde había autorizado poner: luchar contra la felicidad carece de sentido. Convéncete. Conviértete.

Sintió que la puerta estaba a punto de abrirse para él. Sintió el pulso apagado del lado triste de la ciudad. Todo lo que quedaba vivo a ese lado parecía concentrarse en la fila, y todo lo que estaba en ella, lo estaba para huir hacia el otro lado. Lo demás había muerto o estaba en sus últimos estertores; en los supermercados los productos languidecían, en los hospitales ya no había enfermos, en las iglesias, no quedaba nadie para rezar y ni siquiera a quién hacerlo.

Ancianos, hombres, mujeres, niños… todos anhelaban llegar dos puertas más allá. El paraíso quedaba demasiado cerca como para ofrecer resistencia. Él sintió que había llegado la hora de olvidarse del pasado.

La puerta se entreabrió. De nuevo el hedor que impregnaba el aire, de nuevo la luz blanca que se desparramaba fuera del apartamento. Él se adelantó y llegó hasta la puerta. Bajo el arco de la misma vio cómo al fondo del apartamento, desaparecía ella tras otra puerta que desprendía un aura dorada, y que conducía hacia la parte feliz de la ciudad.

Ella no llegó a girarse. Ella se perdió bajo el aura. Él la vio caminar sin la cojera que le había acompañado desde los diecisiete años como secuela de un atropello por no respetar un semáforo. Él era el conductor que la atropelló, él quien no supo reaccionar a tiempo por su incipiente miopía. Así se habían conocido. La puerta que daba acceso a la ciudad feliz, se cerró con cuidado. Ellos pronto volverían a estar juntos.

Avanzó varios pasos dentro del apartamento y la primera puerta se cerró de un portazo. Él miró hacia atrás y se sorprendió al descubrir al alcalde. Este le sonrió y le señaló hacia un rincón. Hizo caso y su vista se topó de golpe con La Cosa. De un modo fugaz su cabeza se preguntó cómo era posible que en un espacio tan reducido, no hubiera prestado atención antes a aquello.

La Cosa era enorme, su cuerpo, viscoso, y devoraba el espacio del rincón que ocupaba. El elegido comprobó como lo hacían todos, que La Cosa no se llamaba así por casualidad. Los infelices habían escuchado rumores que no tenían confirmación, los felices no le daban mayor importancia física a su salvador. En cualquier caso, unos y otros nunca se mezclaban. Nadie infeliz había atravesado al otro lado de la ciudad sin pasar por el cuarto y por La Cosa. Nadie feliz había querido retornar a la infelicidad. El orden anulaba el caos.

La Cosa no parecía humana, pero no era descabellado pensar que lo hubiese sido en algún momento. Todas las partes de su cuerpo estaban hinchadas, su color era cetrino, sus articulaciones deformes. La cabeza sebosa no presentaba ojos aunque sí boca, no presentaba pelo aunque sí arrugas, no tenía orejas ni nariz aunque parecía escuchar y oler. Y hedía. La Cosa hedía, toda ella rezumaba un olor pestilente. A él ya no le quedaron dudas sobre la causa del olor que impregnara el lado triste de la ciudad. Cada vez que la puerta se abría para acoger a un infeliz, cada vez que un infeliz era depurado, dejaba su carga para el resto de infelices.

El alcalde leyó el recelo en el rostro del nuevo elegido. Nada a lo que el alcalde no estuviera acostumbrado, y tomó la palabra como había hecho tantas otras veces en ese mismo punto:

−Quemar el mal de la infelicidad conlleva consecuencias, este olor es una, otra es el color que le ves a la criatura, otra el dolor que padece y que debe digerir para sanarnos cada trauma, cada pérdida, cada tara, cada cicatriz… pero La Cosa es nuestro regalo, y se sacrifica por nuestra felicidad. Tú, como todos los que te han precedido, eres ahora el privilegiado. Acércate y tócala para que todos tus males, tus miedos, tus derrotas, desaparezcan y dejen paso a una permanente felicidad. Únete a la buena vida y al lado correcto de la ciudad.

El alcalde mostró su mejor sonrisa e hizo un claro gesto con la mano para que el elegido le hiciera caso. La Cosa también movió ligeramente su rotundo cuerpo y, pareció incitarle a que se acercara.

Él quiso ser feliz como todos, y quiso serlo junto a ella, y quiso estar al otro lado donde la esperanza se hacía realidad. Él estaba convencido y ya no temblaba como le ocurrió por un momento antes de entrar. La Cosa no le daba miedo, ni asco, apenas sentía su hedor, tampoco le molestaba la mirada apremiante del alcalde… y sin embargo.

Sin embargo no se acercó a La Cosa. Sin embargo dijo «no», y «lo siento». Sin embargo miró con angustia hacia la puerta por la que se había perdido ella, y renunció. Y se giró, y volvió sobre sus pasos. Y la mirada del alcalde fue amenazadora, y La Cosa se agitó, y el hedor…

Él sin embargo no reparó en todo eso y siguió hasta la puerta que le conduciría de nuevo hacia el lado triste de la ciudad. Al girar el pomo, le pareció oír que afuera, algo se desmoronaba.

Desvelo

Me desvelé a media noche y decidí levantarme para no molestarla. Fui hasta la nevera, cogí un par de hielos y me serví un whisky. Luego fui hasta el salón y me encendí un cigarrillo. Me acerqué al ventanal. Afuera estaba nevando. La luna llena ofrecía una luz plateada que se desparramaba por el parque y el lago helado. Me quedé absorto. El vaso de whisky en una mano y el cigarrillo en la otra.
De repente aparecieron dos figuras, una en cada extremo del lago. Comenzaron a acercarse el uno al otro. Caminaban con paso cuidado para no resbalarse por el hielo. Desde el ventanal no podía apreciar sus rostros pero sí, que los dos llevaban en la mano una especie de garrote. Se encontraron en mitad del lago. Se quitaron con parsimonia los abrigos que llevaban y estrecharon sus manos. Comenzaron a agredirse.
Yo no me moví y tampoco me alteré. Miraba fascinado la escena. Estuvieron intercambiándose golpes hasta que uno de ellos cayó al suelo y no fue capaz de levantarse. Recibió entonces un último garrotazo en plena cabeza. La sangre corrió por el hielo. Un pequeño charco se formó en torno a la víctima.
El vencedor cojeaba. Se tapó la boca rota con una mano e hizo un esfuerzo para ponerse el abrigo. Luego cogió por los pies a su víctima y comenzó a arrastrarlo. El cuerpo dejó una estela de sangre que pronto sería cubierta por la nieve.
Vi su reflejo en el ventanal antes de que vencedor y vencido llegaran a la orilla. Ella, hermosa, desnuda, sin prestar atención a lo que ocurría en la noche, me exigió que le acompañara de nuevo a la cama. No pude ni quise negarme, y no terminé ni el cigarro ni el whisky. Dejé que la luna llena, la nieve, la sangre, el lago, el parque, los hombres, se las entendieran ellos solos. Preferí rendirme a la sencillez de un cálido abrazo.

Gritos

Si no tienen pan –dijo la reina− que coman pasteles

I

Antes de la entrevista vi una vez más las imágenes en youtube donde la mujer, aún sin identificar, cometió el intento de magnicidio que conocemos. Me afané por escuchar lo que dijo, pero no entendí nada más allá de un alarido que reflejaba el desquicie de la desgraciada. Una semana después de los hechos todo el mundo se preguntaba quién era la mujer y por qué intentó degollar al presidente del Gobierno.

Apagué el portátil y acudí al bar de las afueras donde habíamos quedado. Cuando llegué los clientes se ponían al día con la televisión, que informaba del entierro de la magnicida, muerta tras siete días de coma, y de las protestas de la tarde y la noche anterior. Yo no conocía al tipo que me había llamado horas antes, pero la seguridad y la ternura con la que habló brevemente de la mujer recién fallecida, me convencieron para presentarme en busca de la exclusiva.

Un hombre sentado al fondo me hizo gestos con la mano y me fui hacia él. Tomaba una cerveza. Quise romper el hielo.

−¿No es un poco temprano para beber?

Su mirada hizo que me arrepintiera de inmediato. Su desaliño, el temblor de las manos, la gabardina raída, la bolsa de viaje… Se trataba sin duda de un mendigo, o de un alcohólico, o de ambas cosas.

−Desde lo que ocurrió –me dijo− he recaído en mi fantasma y desde ayer no quiero luchar más. Así al menos no estoy solo.

No sé si para redimirme o para confirmar mi idiotez pedí dos cervezas cuando se acercó la camarera, más pendiente de las noticias del televisor que de hacer su trabajo. Como todos, estaba inquieta ante lo que podía venir.

−No hace falta emborracharme para que hable, tengo intención de contar su historia…  nuestra historia.

A punto de justificarme, me callé. Saqué mi cuaderno y la grabadora. Él terminó su primera cerveza y dejó el vaso.

−Esta ciudad es un vertedero y por eso me siento cómodo, soy basura. Rosa estuvo a punto de sacarme del fango, pero su derrota ha sido también mi derrota.

Lo que acababa de oír era enrevesado y le pedí que empezara por el principio, por su nombre. Yo apunté el de Rosa en mi cuaderno, era la primera vez que escuchaba cómo se llamaba la magnicida. Tampoco lo sabía ningún medio informativo, tenía delante una gran oportunidad.

−Está bien. Me llamo Leo y Rosa es el nombre de la mujer de quien todos hablan, aunque nadie salvo yo conocía. Ayer murió una persona maravillosa y he decidido que se sepa. Su historia merece la pena, más que su intento de… crimen.

El bar comenzó a llenarse, la televisión seguía dando cuenta de los disturbios en las ciudades del país. Se comentaba y se daba la opinión sobre lo que tenía que ocurrir. Leo siguió con lo suyo, traté de no interrumpirle.

−Desde que comencé a vivir en la calle hace ya demasiados años, no me importaba dónde caerme muerto cada noche, pero hace dos años encontré mi hogar al regresar a esta ciudad que me vio nacer. O al menos, cuando encontré la casa abandonada donde vivo desde entonces. Para llegar desde aquí solo hay que seguir el curso del río hacia el sur, cruzar el Puente de Otoño y atravesar la arboleda. Allí la conocí a ella hace seis meses.

Se quedó con la mirada fija en el vaso, contuve la lengua, ya preguntaría más tarde. Continuó.

−Encontré la casa por casualidad en una de mis borracheras. Creo que si la casa no hubiera estado allí esa noche habría acabado en el fondo del río. Reconozco que nunca la cuidé y que con el paso del tiempo se convirtió en una pocilga. En la casa había una habitación pintada de rojo. La habitación tenía vistas al río a través de una ventana rota, pero solo durante la mitad del año, porque durante el invierno la tapaba con maderos y cartones para protegerme del frío, y a mediados de la primavera la volvía a destapar para ventilar los fuertes olores. Fue en esa habitación, al destapar la ventana a primeros de mayo, cuando me di cuenta que alguien había estado en la casa en mi ausencia durante el día.  No era la primera vez que ocupaban la casa ocupada por mí, y como las otras veces pensé que debía evitar que se repitiese. Pintar las paredes con símbolos satánicos, ensuciarla todavía más y arrojar jeringuillas al suelo eran los recursos que antes había utilizado. Sin embargo en esta ocasión me quedé extrañado y tuve mis dudas porque el intruso había puesto algo de orden en la habitación pintada de rojo, y sin saber muy bien por qué, decidí que la noche siguiente no me emborracharía.

Leo me resultaba sincero a pesar de tener el discurso algo ensayado, de momento no le iba a exigir más y seguí escuchándole.

−Al despertar no cambié mi rutina, me marché temprano a la catedral y fui luego al ayuntamiento. Mendigaba durante horas y regresaba al caer la tarde o la noche, después de comprar algo de comida y mucho de alcohol con lo que hubiera sacado de pedir. Ese día fue mal, cada día en realidad iba peor, y al regresar comprobé de nuevo que alguien había estado en la casa. La habitación roja estaba aún más ordenada. Esa noche tampoco bebí. A la mañana siguiente me levanté temprano y antes de salir empecé a recoger la pocilga donde vivía.

Me acabé mi primera cerveza, él la segunda. Cada vez que Leo paraba de contar su historia daba cuenta de la mitad de su vaso. Le pedí otra.

−En menos de un mes la casa cambió por completo. Yo recogía por las mañanas, la otra persona lo hacía antes de que volviese. Regresaba cada día un poco antes pero siempre se había marchado ya. Desaparecieron los cartones y las botellas. Borré lo mejor que pude las pintadas de las paredes y una tarde, mi ocupa misteriosa había pintado parte de la casa con bastante destreza. Barrimos, fregamos, colocamos los muebles de una manera armoniosa y hasta desbrozamos las malas hierbas que rodeaban la casa. Quería que se tratara de una mujer, de una mujer dulce. Tenía que ser así. Pero me resistía a dejar una nota, o peor aún, a aparecer de improviso. Por fin, cuando la casa parecía habitable (sin agua corriente ni electricidad, eso sí), me atreví a dejar en el salón una margarita y El Principito. Ese día regresé temblando y comido por los nervios.  Lo que me encontré fue una nota que decía: «Me llamo Rosa y tu libro siempre nos ha parecido sobrevalorado, pero me gustó la flor y tu gesto. Un beso. Lo siento, no estoy preparada para conocerte». Tal vez no fuera tan dulce como había imaginado, el «nos» me dejó a cuadros. Que no quisiera conocerme me entristeció profundamente.

El bar se llenó. La gente parecía imantada a la televisión. El vicepresidente iba a dar una rueda de prensa. Esperé a que Leo retomara su historia, había hecho otro alto para beber. No hicimos caso a la tensión que se comenzaba a respirar.

−Por las tardes no paraba de releer la nota. Sin duda se trataba de una mujer con carácter y quise demostrar que yo tenía el mío. Decidí regalarle un libro cada semana. En una librería de viejo conseguí comprar MomoLa historia interminable, y las dos Alicias. A lo largo de cuatro semanas ella me dejó comentarios breves y mordaces. Y una orquídea y un cactus. Ya no podía decirse que la casa estuviera abandonada, ni ocupada, ni tampoco que fuera mía. Era nuestra y era nuestro hogar. Fue el primer viernes de julio cuando me atreví a dar otro paso, en el salón dejé una nota donde la citaba ese domingo para una cena en la habitación roja. Me marché de casa y a la vuelta encontré su respuesta: «Sí». Llegó el domingo, me vestí lo mejor que pude y me marché a mendigar. En las horas de espera me sentí afortunado. Yo, me sentí afortunado… De regreso compré una pizza para llevar y temí encontrarme con Rosa en el camino, que se perdiera la magia. No fue así. Al llegar pensé que no estaría, que finalmente no iba a aparecer. Tampoco fue así. Me esperaba en la habitación.

II

Pedimos más cerveza.

−Me esperaba en la habitación roja con vistas al río, sentada a la mesa que dejé lista antes de marcharme. Nos sonreímos con timidez y serví la pizza. Me sentí ridículo. Durante la cena apenas hablamos. La situación, lo confesaríamos tiempo después, nos llenaba de vergüenza al sentir que el otro merecía más que una casa abandonada, esa cena y esa compañía. Nos sorprendió descubrir que ambos teníamos estudios universitarios, que los dos tuvimos nuestra oportunidad familiar (ella incluso había estado casada), y que asumíamos nuestras miserias sin responsabilizar a terceros. Rosa tenía treinta y ocho años, siete menos que yo, y me resultó imposible no preguntarme cómo podía existir una mirada tan cansada, una mirada cargada con tantas ojeras  en un rostro tan repleto de arrugas para no haber cumplido los cuarenta. Tal vez en su día fuera bonita… El tiempo me haría ver que sus estragos físicos  no se debían, como en mi caso, al abuso del alcohol ni de las drogas, y aunque como yo vivía en la calle, su desgaste era fruto de batallas que yo terminaría por conocer. Al acabar la cena pensé que había decepcionado a Rosa como había hecho a lo largo de mi vida con todo el mundo.

−Debo irme, Leo –me dijo ella con tristeza−. Hemos hecho como La dama y el vagabundo pero sin dama.

−Y al decir la última palabra se rió. Pareció sentirse en paz consigo misma y yo supe que no podía dejar que se marchara sin más, que éramos nuestra última oportunidad y que entre nosotros había magia, tal vez extraña y rota, pero magia al fin y al cabo.

−No puedes irte –le dije, y con torpeza añadí: −llevo tanto tiempo durmiendo solo.

−Soy mala compañera de cama –contestó Rosa ruborizándose− y de sexo mejor ni hablar.

−Perdona, no quería decir…, no pretendía…

Leo agachó todavía más la cabeza. Le di tiempo sin decirle nada. La historia era triste, tenía su miga, pero de momento nada que ver con la noticia que podía cambiar el país. No mostré prisa.

−Al final se quedó a dormir. Rosa no paró de agitarse y de hablar entre sueños durante toda la noche. Cuando la intenté calmar con un abrazo o con susurros todavía fue peor, temblaba. Al levantarnos por la mañana me dio un beso en la mejilla. Nos caíamos de sueño. Apenas habíamos dormido ninguno. Era lunes. No teníamos nada. Y sin embargo a partir de ese momento y durante cuatro meses fuimos felices. Todo lo felices que podíamos ser. Luego su enfermedad venció.

El vicepresidente del Gobierno por fin comenzó la rueda de prensa. En el bar se apagaron todas las discusiones, se acabaron todos los murmullos. Incluso Leo prestó atención.

III

El vicepresidente dio el parte médico, dijo que el presidente permanecía estable, fuera de peligro y que pronto pasarían a retirarle el coma inducido. Luego informó de las protestas y calificó a los manifestantes de terroristas. Dio un paso más y creyendo tener el micrófono apagado añadió: «Estos idiotas se creen que van a lograr algo». El bar rugió indignado. Miré a Leo, regresé a su historia. En esa historia estaba la mujer que había puesto patas arriba el país. Como muchos decían, que nos había despertado.

−Rosa pronto me reveló su secreto, si se podía llamar así. Fue la quinta noche que pasamos juntos. Lo hizo para calmarme y para evitar que me emborrachara. Unos críos me habían pegado y robado a las puertas del mismo ayuntamiento. Rosa ofreció contarme su vida si yo desistía de mi intención de acabar con una botella de vodka. Accedí entre lágrimas. Me contó que era esquizofrénica de tipo paranoide desde hacía doce años. Me dijo que la enfermedad le vino a los veintiséis, después de un año de feliz matrimonio y embarazada de su primer y único hijo. Que una noche en su sexto mes de embarazo comenzó a escuchar voces dentro de su cabeza, que le murmuraban cosas de su marido y de su bebé. Me dijo que consiguió dar a luz sin acudir a ningún especialista por miedo a que le recetaran medicación que afectara al embarazo. Se vino abajo y comenzó a llorar cuando contó que al tener a su niño las voces no se marcharon sino que se hicieron más frecuentes y violentas. A partir de ese momento nunca volvió a dormir bien.

La camarera se pasó por nuestra mesa pero ninguno queríamos nada más.

−Acudió entonces a un psiquiatra, le diagnosticó la esquizofrenia y le recetó la medicación con la que podría llevar una vida, le dijo, normal. Pero las voces no desaparecieron. Cuando pensó que su hijo y su marido podían estar en peligro por culpa suya, la que desapareció fue ella. Sin explicaciones, sin un adiós, para siempre. Rosa abandonó su ciudad y se mudó a la capital donde por un golpe de fortuna comenzó a trabajar de profesora en un municipio cercano. Aguantó durante dos años las voces que no paraban de hablar de sus alumnos y de sus compañeros. Me contó que el primer año no le fue mal, que incluso creyó que podría someter a las voces a través de su voluntad y de la medicación. Las distintas personas que hablaban dentro de su cabeza no desaparecieron, pero se volvieron menos audibles y violentas. El segundo año sin embargo la enfermedad se agravó, las voces se multiplicaron y dejaron de hablar entre ellas para dirigirse directamente a Rosa. Los mensajes dejaron de ser críticas maliciosas para exigir sangre la mayoría de las veces. Rosa, al contármelo, pronunció la palabra «sangre» con tal intensidad que no pudo seguir. Rompió a llorar y esa noche se durmió en mis brazos sin apenas temblores.

El escándalo que se había formado en el bar por las palabras a supuesto micrófono cerrado del vicepresidente, amainó hasta generar una calma tensa. La tensión se respiraba. Algo estaba a punto de ocurrir, desbordarse.

−Al día siguiente regresé pronto a casa. Ella no había salido. Nada más verla le miré a los ojos y le dije lo que pensaba. Le dije que era una heroína, que un héroe no es quien hace grandes cosas por tener grandes capacidades, sino quien se rebela contra sus demonios y evita hacer el mal por mucho que se le empuje hacia él. Esa noche me besó por primera vez. Lo hizo como nadie me había besado nunca, con una mezcla de agradecimiento y derrota. Después del beso terminó de contarme cómo había llegado hasta la casa. La situación al finalizar el primer trimestre de su segundo año se hizo insoportable. Su lucha diaria contra las voces llenó su rostro de ojeras y arrugas. Pronto la mirada se le empezó a torcer. Los rumores entre los alumnos y entre sus propios compañeros terminaron por hacer que se marchara. Pocos meses más tarde perdió la casa y solo le quedó la calle. La calle y las voces. Unas voces fuera de control que solo conseguía dominar a base de gritos. Comenzó así a alejarse de la ciudad a diario, a recorrer el solitario río y a llenar con sus gritos la arboleda y el abandonado Puente de Otoño. Hasta que dio con la casa, hasta que me encontró a mí. Y no es que al conocerme dejara de gritar, sino que me confesó que lo hacía durante horas mientras yo estaba fuera, que cuando llegaba ella se encontraba tan agotada que podía ignorar las voces.

El final de la historia de Rosa llegaba, el principio de algo propiciado por ella con su intento de magnicidio daba comienzo. La televisión informaba con urgencia de manifestaciones espontáneas por todo el país, de mareas tranquilas pero indignadas, de policías que en muchos casos se unían a los manifestantes. El bar comenzó a vaciarse. Solo quedamos nosotros y la camarera.

−Rosa nunca me lo confesó pero creo que intentó matar al presidente porque las voces le pedían que acabara conmigo. Las últimas semanas apenas durmió, temblaba más y comenzó a gritar también en sueños. Dos días antes del suceso le dije que no tenía miedo, que me imaginaba lo que le exigían las voces y que no me separaría de ella. Intentamos hacer el amor por primera y última vez. Fue un desastre… hermoso. ¿Por qué eligió al presidente? Es posible que yo tuviera la culpa. Cada día le llevaba periódicos para que se evadiera lo máximo posible de su tortura. El país era una ruina y las voces supongo que también le pidieron que acabara con el máximo responsable de esa ruina. Lo que creo es que contra esa petición no pudo, o no quiso, seguir gritando. Tal vez aceptara hacerlo porque era el modo de salvarme a mí, o tal vez porque así acallaría de una vez las malditas voces. No sé, no me lo dijo. Solo sé que Rosa fue mi último hogar.

Solo supe decirle que Rosa era de verdad una heroína y que el país iba a vivir las consecuencias.

 Resultado de imagen de esquizofrenia

Literaturas

A pesar de las pruebas aportadas por el físico Holden Kraus, ni la NASA, ni la Agencia Espacial Europea, ni ninguno de los expertos que han estudiado el tema, están aún por la labor de aceptar las conclusiones del malogrado hispano austriaco.

 

Para muchos, Holden se estaba riendo de todo el mundo, y es que si ya resultaba difícil creer las conclusiones y los hechos que presentó en su primera rueda de prensa, tanto más lo fue con la segunda. Sin embargo, algo ha habido que ha estado con él desde el principio hasta el final. En primer lugar, su reputación de genio y la ausencia aparente de motivos por los que querer presentar al mundo algo tan extravagante si no fuera verdad, o al menos, si él mismo no hubiera creído que lo era, pues algunas voces apuntan a que fue víctima de un engaño. En segundo y sobre todo, las pruebas, resulta difícil confirmar sus hipótesis, pero hasta ahora nadie ha conseguido refutar sus conclusiones, y desde luego no por falta de esfuerzo.

 

Pero hagamos aquí y ahora, en un día que el misterio podía estar tal vez resuelto si las circunstancias aciagas no lo hubieran querido, una cronología de los hechos para poner completamente en claro todo el revuelo ocurrido en los últimos meses.

 

El 4 de febrero de este mismo año, Holden Kraus, un científico brillante y bastante atípico para nuestro tiempo, entre otras cosas por su costumbre anacrónica de trabajar en solitario y aún así encontrar soluciones para el complicado mundo de la física cuántica, afirma ser testigo directo desde su casa, situada en un pueblecito de la provincia española de Guadalajara, de un impacto de meteorito.

 

La noche del avistamiento es despejada, propicia para que se produzcan observaciones astronómicas de cualquier tipo, y sin embargo, parece que sólo los ojos de Kraus han logrado ver aquello que ningún telescopio pudo. He aquí al parecer el motivo principal por el que astrónomos y expertos en la materia deciden ignorar la información de Holden Kraus. Éste, picado en su orgullo y casi desconocedor absoluto de este campo científico, decide ponerse a buscar el lugar exacto del impacto, que cree tener bastante localizado.

 

El 9 de febrero, junto a su hija de 12 años, encuentra el lugar a las 12:15 de la mañana. Kraus se llama imbécil por haber tardado casi tres días enteros en encontrar la zona, realmente cercana a su casa, aunque se justifica alegando un extraño efecto óptico del día de los hechos, que le ha desconcertado bastante y que no sabe resolver. ¿Se trata del mismo efecto que impidió el avistamiento a los observatorios astronómicos? ¿Tendrá eso algo que ver con la naturaleza del meteorito? No parece que sea un punto que se vaya a resolverse jamás.

 

En cualquier caso, la zona de la colisión se halla en la cima de un promontorio, donde se ha ocasionado un pequeño cráter. Holden Kraus, junto a su joven hija, examinan la zona y al fondo del cráter divisan los restos del meteorito. Al principio no albergan ninguna duda de que se trata de una piedra extraterrestre más, pero pronto cambian de opinión. Al examinar de cerca el meteorito advierten que se trata de una roca labrada con una forma más bien rectangular de medio metro cuadrado. Pero lo más extraño está aún por llegar, la hija de Kraus manipula la piedra por una abertura lateral que presenta, y al hacerlo el meteorito se abre y deja al descubierto un objeto pulido, como una losa con extrañas inscripciones, de unos 4 centímetros de grosor y de 30×20 en cuanto al largo y al ancho. Pronto el mundo entero conocerá el objeto como el Códice Extraterrestre.

 

Holden Kraus no pierde el tiempo y para el 10 de febrero concede una rueda de prensa en la que asisten los medios más importantes de todo el mundo. El científico, ya siempre junto a su hija, muestra fotografías y vídeos del impacto y del meteorito, y ofrece a una comisión de expertos internacionales la propia roca y el original del códice. Kraus anuncia asimismo que ha realizado una copia infografiada de todo el material que entrega, y que pretende estudiarlo de forma independiente.

 

Durante varios meses se trabaja incansablemente para desentrañar el misterio del códice, si bien parece que mientras la comisión de expertos se afana principalmente en una línea, Holden sigue otra. Resulta que el esfuerzo de los primeros se encamina en refutar los hallazgos, en demostrar el fraude, en ridiculizar y desprestigiar al físico que pretende dar lecciones sobre lo que no sabe. Por su parte, el hispano austríaco se obsesiona con desentrañar los misterios del códice, no alberga ninguna duda de la veracidad de los descubrimientos, y pone toda su intuición, su talento, y el de su precoz hija, al servicio del códice.

 

A primeros de junio Holden Kraus anuncia una segunda rueda de prensa para el 12 de ese mes, que afirma, no dejará indiferente a nadie. Para el 11, y en una jugada que el tiempo hace ver como poco inteligente e innecesaria, la comisión de expertos ofrece otra. En ésta, afirman que la roca rectángular efectivamente es extraterrestre y que el llamado códice es de origen desconocido, pero inciden en señalar dudas sobre la zona del impacto, que ha seguido para ellos un desarrollo poco lógico de acuerdo a las leyes de la física, y en el hecho de que aunque hablen de origen desconocido, no quieren decir que provenga de otra civilización. Así que no concluyen salvo que no han podido, de momento, desenmascarar a Holden.

 

El 12 de junio y según lo previsto, se produce la esperada segunda rueda de prensa de Kraus que de nuevo la ofrece junto a su hija. Dicen haber descifrado buena parte del códice y para sorpresa de todos, el físico afirma que se trata con total seguridad de un relato extraterrestre:

 

-La primera prueba inequívoca de la existencia de vida inteligente más allá de la Tierra, nos ha llegado en forma de literatura.

 

El científico no quiere entrar a juzgar el valor literario de la obra, y ni siquiera concluye el género del mismo, puesto que aunque para nosotros sería de ciencia ficción, para ellos tal vez no sea así. Con cierto humor, eso sí, deja entrever que no es gran cosa, si bien considera que hay que tener en cuenta su pésima capacidad filológica para hacer un buen trabajo de ese tipo, y su escaso gusto por la literatura. Lo importante en cualquier caso es que una vez más Holden Kraus enseña al mundo sus descubrimientos sin reservas, y muestra que la traducción ha sido posible gracias a la base matemática que ha descubierto que contienen las inscripciones del códice, y que le han permitido llevar a cabo algo parecido a una piedra de rosetta extraterrestre. Tampoco se guarda la traducción, aunque dice que aún está en pañales y que se trata más bien de un resumen con anotaciones, que de un texto literario en sí. Efectivamente, los meses y el esfuerzo esta vez en común con otro grupo de expertos, estos de filología, mejoran bastante la primera y difícil versión, que sin embargo es la que se recogerá acto seguido, con sus dudas, sus muchos y consabidos problemas, y sus comentarios entre corchetes del propio Holden:

 

 

El amo [el lector deberá ponerle la forma que considere oportuna, pues quien lo haya escrito ahorra absolutamente en la descripción física de los personajes, por lo que sólo sabemos que se tratan de seres inteligentes, pero no, si disponen de dos, de tres, o de cuatro piernas, de una o de dos cabezas, o de si el color de su piel, si es que tienen de esto, es naranja o azul o la típica verde] tras ser investigado por el Imperio Norte a causa de sus experimentos sobre la ¿desmanipulación?, decidió desaparecer temporalmente para no ser hecho prisionero, y para ello preparó un plan junto con su criado, según el cual éste último sería el regidor del dominio mientras el amo no regresara de sus viajes, que se alargarían hasta que ¿prescribiera? el supuesto delito. Sin embargo tales viajes no iban a existir y el amo seguiría en el ¿Sector4? tras aplicarse el inyector de conciencia [al parecer se trata de una tecnología que permite extraer la conciencia de un sujeto –con todos sus recuerdos, facultades, traumas…- e inyectarlos sobre un ser ¿inferior?, que ve anulada su propia conciencia para pasar a funcionar con la del inyectado] sobre su mascota preferida [tal vez algo parecido a un gato ya que se dan claves para atisbar rasgos como tamaño y agilidad].

El criado, que tenía la orden de aplicar inversamente el inyector [el cuerpo del amo queda mientras tanto enterrado en un ¿ataúd?] una vez que el Imperio Norte dejara de impartir su justicia sobre el Sector4, intenta terminar con el plan cuando esto al fin ocurre, pero se encuentra entonces con el problema de que la mascota, dócil durante todo el tiempo de la investigación, se vuelve arisca y no se deja atrapar una vez que el Imperio se marcha. Durante un tiempo el criado persigue a la mascota por todo el sector [el lector deberá imaginar aquí los paisajes, los colores, la fauna y la flora que considere oportuno, pues de nuevo, nada se nos dice], pero no consigue capturarla. El criado termina de convencerse de que algo ha salido mal en la ¿transfusión? de conciencia y que mascota y amo luchan dentro de ese cuerpo por el control, como si ambas conciencias se solaparan. El criado, que conoce algo de la tecnología del inyector, decide revisarlo pero no encuentra ningún fallo y termina por idear un nuevo plan.

Habla con su esclavo y buscan una nueva mascota del amo, más grande, ágil y fuerte que la primera. El criado ha decidido aplicar su conciencia a la de esta mascota para perseguir a la primera. Considera su plan infalible y deja al esclavo como regente del Sector4 mientras la mascota/criado persigue a la mascota/amo. Cuando la ¿caza? se produce, cuando la garra [por fin un sustantivo físico que nos sirve para guiarnos descriptivamente] del criado somete a la del amo, éste, que no tiene para nada la conciencia solapada o confusa, logra convencer a su criado/mascota de las ventajas de sus nuevas condiciones [¿físicas?], y ambos deciden quedarse en ese estado de conciencias parásitas en cuerpos ajenos.

La historia concluye con el esclavo hablando con su ¿hijo/a? para explicarle que va a usar de nuevo el inyector de conciencia, aplicándoselo él mismo sobre otra mascota del amo, aún más grande, ágil y fuerte que la que usó el criado. La mascota-esclavo sale de caza por el Sector4, y su ¿hijo/a? contempla la escena siendo el nuevo regente de la zona.

 

 

El 13 de junio no hubo ningún medio de información importante en ningún país que no abriera informando sobre esa rueda de prensa y sobre ese relato. La sensación general fue la de un gran escepticismo y la de cierta tomadura de pelo, que sin embargo se topaban con el mismo escollo de siempre: las pruebas. Holden Kraus había aportado el código matemático traductor y con él las piezas encajaban a la perfección.

 

Dos fueron los debates que se abrieron principal y paralelamente a partir de entonces. El primero giraba en torno a lo de siempre, si habíamos recibido o no, la confirmación de vida inteligente más allá de nuestro planeta. El segundo, más peculiar y reducido, discutía sobre la supuesta calidad del relato extraterrestre. Aquí también hubo un amplio consenso por el que se destacaba la pobreza del estilo, la confusión del mensaje, y lo inverosímil de las decisiones. Si bien es cierto que según pasaron los días y se fueron puliendo algunos aspectos, fueron apareciendo más y más defensores del relato. Al fin y al cabo, se señalaba ahora desde esos sectores, se le estaba juzgando desde nuestras categorías y nuestras limitaciones, y aún así, añadían, era posible hacer numerosas interpretaciones válidas y estimulantes de crítica científica, de relaciones inter-seres, de organizaciones socio-políticas, y de juegos humorísticos.

 

Durante los dos meses siguientes se siguió trabajando en las pruebas y en la traducción, y aunque el interés se redujo como es lógico por la falta de novedades, el mercado no dejó que nos olvidáramos del asunto: se anunció una superproducción de Hollywood; aparecieron cientos de miles de prendas con frases del relato, con imágenes recreadas de las posibles mascotas y de los posibles amo, criado, esclavo, hijo/a; y se desarrollaron geografías del Sector4, e Historias para el Imperio Norte.

El 15 de septiembre, y tras un retiro casi absoluto por parte de Holden Kraus, vuelve a aparecer para anunciar que tras un trabajo incansable durante este tiempo junto a su inseparable hija, ha realizado un nuevo, sorprendente, y casi definitivo descubrimiento sobre el meteorito y sobre el códice que, dice textualmente: “dará mucho que hablar tanto a mis detractores como a aquellos que poco a poco se atreven a defender mis conclusiones”. Así que cita a los medios de comunicación para una tercera rueda de prensa que se iba a efectuar el 1 de octubre, y que se presuponía apasionante.

 

Estamos a 30 de septiembre y el mundo entero se muestra sobrecogido. Un accidente de tráfico en condiciones aparentemente poco sospechosas, se habla de un simple descuido por parte de Holden, ha acabado con la vida del científico. El hispano-austríaco viajaba junto a su hija de regreso a casa cuando al tomar una curva a una velocidad supuestamente excesiva tuvo un choque frontal con otro coche. Tanto Holden como el conductor del otro vehículo fallecieron al instante, mientras, la hija del físico se encuentra en estado crítico, pero estable dentro de la gravedad, y como no se termina de descartar ninguna hipótesis, la policía se encuentra custodiándola en el hospital.

 

En estos momentos el Planeta Tierra parece contener la respiración a la espera de que la hija de Holden Kraus, una niña de 12 años, salve su vida, se recupere, y pueda desvelar al mundo el nuevo descubrimiento que junto a su fallecido padre, llevaran a cabo. ¿Estamos cerca del final para conocer la respuesta de si otra civilización a través de la literatura se ha puesto en contacto con nosotros, o nos quedaremos a las puertas de esa certeza?