Filosofía para resistir, comprender y pelear

En un mundo como el nuestro donde se habita en lo inmediato, en la urgencia y en la necesidad de lo práctico, resulta comprensible que la Filosofía haya sido arrinconada y se le eche paladas de desprecio bajo las acusaciones de ser difícil, aburrida y de estar pasada de moda. Pero que resulte comprensible de acuerdo a los cánones que nos imponen no quiere decir ni mucho menos que sea verdad y, como me gusta nadar a contracorriente, aunque sea solo por molestar, vengo a presentar tres obras muy breves (digamos que la más larga no se llevaría siquiera dos horas de vuestro tiempo) y de lenguaje relativamente sencillo (digamos que solo requerirá prestar una atención debida), pero de una importancia tal, que quien las lee mejora automáticamente su capacidad de resistencia, de comprensión y de pelea. Y si con la que está cayendo no consideran esa mejora como algo urgente y necesario, pues qué quieren que les diga, mejor no sigan leyendo.

 

“El mito de Sísifo” Albert Camus (tiempo estimado: ni 15 minutos).

Camus publicó en 1942 su ensayo “El mito de Sísifo” para exponer su visión del absurdo, que contribuiría y mucho a asentar el existencialismo (junto a las obras de Sartre y de otros pensadores), un planteamiento de la vida más que necesario en plena II Guerra Mundial y durante una posguerra más que Fría, helada. La Historia nos obliga a hacernos determinadas preguntas y en esos años resultaba necesario más que nunca responder a la acuciante, ¿por qué no suicidarse? Sobre ese punto de partida reflexiona Camus.

Sin embargo, ni siquiera vengo a invitarles a leer todo el ensayo, unas 180 páginas, aunque por supuesto sería la decisión acertada, sino a recomendar encarecidamente el último capítulo, que da título al libro, y donde se nos cuenta que Sísifo, condenado eternamente a subir una roca que caerá de nuevo al llegar a la cima, es definitivamente el héroe absurdo.

Lo cierto es que resulta difícil encontrar páginas donde se entrelacen más bellamente la filosofía y la literatura (solo por eso ya deberíamos honrar a Camus), pero es que además expone una serie de argumentos para superar la sensación de futilidad y sinsentido que nos envuelve tanto ayer como hoy. El absurdo existe, sí, y machaca, también, pero es una condición de posibilidad para rebelarnos, para crear, para sonreírle a la vida y decir, a pesar de todo, todo estará bien mientras respiremos.

Dice Camus al comparar a Sísifo, a Edipo, al Kirilov de Dostoyevski, que “la sabiduría antigua coincide con el heroísmo moderno”, que ellos representan la victoria absurda, que sus destinos les pertenecen después de todo, que la roca del condenado es su casa, que hay que imaginarse a Sísifo feliz.

Pues bien, lo que yo me pregunto y lo que a mí me preocupa es que nosotros, ni antiguos ni modernos, no sé si contemporáneos o postmodernos, o qué sé yo, no podamos decir lo mismo, que nuestra roca ni siquiera sea nuestra, que a pesar de todo, tampoco se esté bien, que no podamos imaginarnos felices más allá de la aparente felicidad en la que tratan y tratamos de envolvernos. Y esto último, los más afortunados… Pero sigamos sin caer en el desaliento, que no hemos venido a caer derrotados.

“Sobre verdad y mentira en sentido extramoral” Friedrich Nietzsche (tiempo estimado: 45 minutos, pero mejor si se le dedica 1 hora).

Solo por conseguir que uno de los lectores de este artículo se ponga a buscar en internet este texto nietzscheano de unas 20 páginas, incluso solo por imaginaros leyendo el primer párrafo, a mí me habría merecido la pena cada palabra que aquí escribo y pienso. Señalaba en Camus que es difícil superar su capacidad para aunar filosofía y literatura, pues bien, el genio alemán lo consigue. Compruébenlo, os reto.

En ese primer párrafo Nietzsche pergeña una fábula donde define toda la andadura de la humanidad como “el minuto más altanero y falaz de la Historia Universal”, y con todo lo que sabemos hoy que no se sabía por 1873, fecha de su publicación, solo cabe decir que todavía es más cierto ahora que entonces, porque, ¿qué seremos una vez se haya apagado nuestro Sol? O, ¿qué después de que nos hayamos ido a la mierda tras cargarnos nuestro propio planeta? Apenas un minuto en la historia del universo, y uno no demasiado feliz, por cierto.

Sin embargo, mientras ese minuto transcurre, hay que sobrevivir y vivir si es posible y para ello, nos dice Nietzsche, el ser humano está dotado del intelecto, un mecanismo capaz de construir apariencias de verdades absolutas, que lo que esconde en demasiadas ocasiones es un pseudoconocimiento rastrero y mentiroso.

La crítica radica entonces no en lo que se es, pues no podemos escapar de nuestra finitud, de nuestra fragilidad, de una vida en constante cambio, sino en querer pasar por verdad lo que no es sino arbitrario, relativo a un acuerdo lingüístico, o social, donde han intervenido olvido e intereses a lo largo de los siglos para construir dioses, o paradigmas científicos, que sin embargo no desvelan una X que está más allá de nuestras posibilidades.

Pero veamos cómo lo plantea el propio Nietzsche en uno de sus párrafos: “¿Qué es entonces la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son”.

Las consecuencias de lo que Nietzsche plantea no son nada halagüeñas: vivimos sobre unos cimientos que pretendemos firmes, pero que son arenas movedizas. Es ahora cuando llegará nuestra elección, y donde creo que podemos fracasar o tener éxito en cualquier orilla que elijamos. Quiero decir, podemos abrir los ojos y tratar de bailar en esos temblores, o seguir mintiéndonos hasta que un día despiertas y te derrumbas con todo  el edificio encima. Pero también puede que no sea así, porque estamos hartos de ver a gente que vive toda la vida engañada, y de asistir a desastres donde asumir la fragilidad y donde haber aprendido a danzar, no fue suficiente ni salvó de nada. Así que mi consejo es que si alguien quiere desengañarse, no lo haga mirando el resultado. Y si no, ¿saben cómo acabó Nietzsche?

“Discurso de la servidumbre voluntaria” Étienne de La Boétie (tiempo estimado: dos horas irán mejor que una, o que hora y media).

Hace más de 450 años, en 1548 para ser precisos, un muchacho llamado Étienne de La Boétie escribe este breve ensayo que está hoy considerado como una pieza fundamental del pensamiento (político y social) moderno. Étienne tenía tan solo 18 años cuando la termina (moriría con 33; no se escape que los tres autores que he traído tuvieron vidas breves y su muerte prematura es una tragedia histórica por habérsenos robado quién sabe qué maravillas), y si no hubiese sido por la obstinación de su mejor amigo para que el texto viese la luz, lo más probable es que la obra se hubiese perdido sin remedio. Ese amigo, por cierto, no fue otro que Montesquieu.

Pero más allá de sus avatares de escritura y supervivencia lo que hace grande el “Discurso” es su originalidad y profundidad. Recurriendo a una erudición clásica y bajo un aparente análisis de las formas de gobierno de la antigüedad, se dedica a dar palos a su presente, la Francia de la época, y por extensión, hará un análisis aplicable a toda forma de tiranía basada en el concepto de servidumbre voluntaria. Concepto que expone y desarrolla y que te puede hacer temblar por su (por desgracia) terrible actualidad.

“No un Hércules ni un Sansón, sino un hombrecillo, frecuentemente el más cobarde”, a este solemos servir, nos dice La Boétie, porque si bien es verdad que “al comienzo uno sirve obligado y vencido mediante la fuerza; pero los sucesores sirven sin pena y hacen voluntariamente lo que sus predecesores habían hecho por obligación.” Y vaya, se me ocurre un ejemplo de casi cuarenta años muy doloroso en el que “personificar”.

Y por seguir lacerando las heridas: “es increíble ver cómo el pueblo, desde que se le ha sojuzgado, cae pronto en un olvido tan profundo de su libertad que ya le es imposible despertar para reconquistarla: sirve tan gustosamente y tan bien que, al verlo, se diría que no sólo ha perdido su libertad, sino además ganado su servidumbre”.

Una vez analizada la situación a través de ejemplos de la antigüedad que le permite presentar distintos tipos de tiranos (para así hablar del suyo sin perder la cabeza), y  hablando también de los “nuestros” venideros (sin poder ser consciente de ello, claro), vendrá a exponer la manera de combatirlos. Una manera que lo convierte en uno de los pilares fundamentales del anarquismo (aunque el término resulte aquí un tanto anacrónico). Pero sea como fuere y yendo al grano, se nos dice que “si estáis resueltos a no servir más, seréis libres”.

El análisis de La Boétie será el siguiente, puesto que no son las armas lo que defienden al tirano una vez se ha asentado en el trono, sino el pueblo que se somete por su docilidad voluntaria, debería ser posible liberarse del yugo del opresor, aún sin la fuerza de las armas. El problema principal a resolver sería la ignorancia a la que está sometida el pueblo, y las promesas recibidas de ser, algunos de ellos, los que en un momento dado llegarán a explotar a los demás. Sin embargo, si se lograra no darles nada a los tiranos (¿pueblo unido?), porque cuanto más se les sirve más fuerte se hacen, si hiciésemos justo lo contrario, “si no se les da nada, si no se les obedece en absoluto, sin combatir, sin golpear, se quedarían desnudos y derrotados”.

Desde luego no vamos en esa dirección, ni entonces, ni ahora, pero es curioso que tengamos el camino abierto desde hace tanto, y deplorable que no nos atrevamos a ponernos en marcha de una vez, o de una vez por todas, porque intentos históricos no faltan.

Llegamos al final de las particulares reseñas en las que he querido aventurarme y aventuraros, y aunque supongo que la mayoría se habrá quedado por el camino, tal vez alguna y alguno incluso queráis más. Si fuera así, id a los textos originales, no os quedéis con mis pobres palabras, recordad que todo está en los libros y que a veces solo falta encontrarlos: feliz comprensión, resistencia y pelea. Y sonreíd mientras leáis, que vamos a necesitar de esa suerte y de esa felicidad.


 

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Carta de amor a la Filosofía

¿Qué me ha enseñado la filosofía?

De Immanuel Kant aprendí que somos unos ineptos con cierta capacidad para la paradoja; nunca podremos resolver la pregunta de si hay dios o no, de si tenemos alma o nada, de si existe libre albedrío o todo está jodidamente escrito. La ciencia dirá que es cuestión de tiempo, la religión que tengas fe, Kant, que sencillamente nuestra capacidad para conocer esas respuestas tiene su límite, que no está preparada para resolver tales disputas, y que sin embargo, estamos programados para preguntarnos una y otra vez sobre eso mismo que no somos capaces de resolver. Podemos llamarlo también eternas arenas movedizas.

De Friedrich Nietzsche aprendí mucho. Por ejemplo, que si Kant hubiera escrito de modo más inteligible y literario, la Historia sería bien distinta, quizá mejor, seguro que más bella. Tal vez exagero. Tal vez no. Pero sigamos con Nietzsche y algunas de las enseñanzas que me ofreció, como esa  por la que el dolor físico y los fracasos rotundos (para ejemplo los suyos, especialmente los suyos) no deben importar, o incluso pueden llegar a anhelarse cuando a cambio se concibe el eterno retorno de lo mismo. Con su actitud aceptaba el sufrimiento, la enfermedad, la locura, a cambio de la intensidad, de la lucidez, de afirmar por encima de todo y a pesar de todo, la vida.

También me enseñó que leerle me hace más despierto, y que la idea del superhombre es la voluntad de una flecha lanzada al infinito, donde la flecha debe ser cada uno de nosotros, y el infinito nuestra capacidad de superarnos. El Übermensch es luchar por romper nuestras propias barreras y nuestros límites. No siempre se le enseña así. Lo sé. Así es. Es una pena. Es asombroso.

Al principio fue el asombro. Lo dijeron los presocráticos. Y por eso y porque fueron un paso más allá en las respuestas que hasta entonces daban las mitologías, mi total respeto. Por cierto, también un presocrático me enseñó a rechazar definitivamente la forma antropomórfica de dios con su argumento de que si los caballos tuviesen manos y supiesen dibujar, dibujarían a sus dioses con forma de caballo. Sencillo, brutal.

Brutales fueron Platón y Aristóteles. Hay que leerles a ellos y a los que llegaron después para entender esa frase que apunta que toda la filosofía occidental no es sino notas a pie de página a las obras de estos monstruos. Quizá no esté de acuerdo, porque habría que incluir también a la no occidental. Son una escalera a cualquier ventana que dé al conocimiento.

De la escalera del conocimiento habló Ludwig Wittgenstein para pedir que una vez estuviésemos arriba, la arrojásemos bien lejos. La filosofía ha muerto, proclamó en cierta manera. ¿Fue el último filósofo? Una respuesta es que él mismo no dejó de hablar filosóficamente después de pretender haberse deshecho de la escalera. Revolucionario, sí, brillante, también, saludable a la hora de introducir una sangría necesaria a tanta metafísica, por supuesto. ¿Pero acaso no le había contestado ya Kant? Estamos condenados a la filosofía (¿la escalera?). Peores condenas hay. Eso seguro. Además, no es tan fiera, ni tan aburrida, ni tan complicada como la pintan.

Sobre la complicación nos dio ya Occam el mejor de los consejos con su ilustre navaja, acero forjado por el siglo XIII y todavía perfectamente afilado; si hay dos o más explicaciones, en igualdad de condiciones la más sencilla será la más probable. ¿La filosofía no puede ser práctica? Prueba a aplicar este principio en tu vida y verás cuánta mierda te ahorras.

De otro cristiano de lo más fervoroso, san Agustín (no se pierdan eso sí su vida antes de su conversión), aprendí que el problema al que todos nos enfrentamos a diario no es precisamente nuevo: que sepamos lo que debemos hacer no sirve precisamente para que lo hagamos. En términos religiosos podemos expresarlo como que saber cuál es el camino del bien no sirve para mucho, si acaso, para culparte cuando eliges el camino del mal. Suele ocurrir que en cuanto tenemos conciencia del mundo, la fe no basta. Así fue al menos en mi caso.

A falta de fe tuve que aprender de otros que no fueran Dios. Sartre llegó en el momento justo ¿Cuánto no me ha mostrado? Sobre el peso de la libertad y de la responsabilidad, sobre la necesidad de elegir, sobre hacer, sobre qué hacer. Y con Sartre y el existencialismo, y con Camus y su Sísifo como paradigma de resistencia, aprendí a sonreír frente al absurdo. Es difícil pedir algo más intenso. Y sin embargo me lo ofrecieron. Me enseñaron el camino. Porque especialmente Sartre, Camus y de nuevo Nietzsche, me señalaron que literatura y filosofía pueden ir de la mano. Y deben ir de la mano. Al menos, otra vez, en mi caso.

No hay dos sin tres, y vuelvo al alemán para ponerle en otro trío, esta vez junto a Karl Marx y Sigmund Freud. Ellos fueron catalogados célebremente como los maestros de la sospecha. Sospecharon y demolieron la conciencia como hasta ese momento se entendía. Desde tres puntos de vista distintos. Para nunca más volver a ser nada igual. Solo un ignorante puede decir que la filosofía es inerme. Marx nos enseñó cómo la estructura de la economía domina y falsea las relaciones que nos damos entre nosotros. Por si fuera poco, dijo que había llegado la hora de cambiar el mundo y no solo de interpretarlo como había ocurrido hasta ese momento. Y todo cambió. Freud, por si no fuese todo ya suficientemente complejo, nos arrojó a la cara el inconsciente. Un siglo largo ha pasado desde entonces y todavía hoy no sabemos muy bien qué hacer con esa bomba que habita en nosotros, incómoda, inconmensurable. Nietzsche, que destrozó y desbrozó y desarmó tanto, construyó, como también construyeron sus parejas de baile (por eso se les recuerda especialmente y no solo por hacer con su dedo en la llaga, un infierno), una nueva música. Y en la desvalorización de todos los valores supo ver que teníamos mucho por hacer, y él desde luego construyó más sentido y me atrevería a decir que incluso esperanza, que la mayor parte de sus enemigos, declarados o encubiertos.

Sí, la filosofía es peligrosa y peligrosos son todos los que he mencionado antes y mencionaré ahora. Como Jung y su capacidad para alcanzar cualquier rincón con su mirada universal. Como Foucault por hacer arquitecturas de conocimiento casi imposibles que desestructuran lo que hasta ese momento había sido evidente. Como Unamuno por enseñarme a borrar los límites entre la ficción y la realidad en su niebla. Como Ortega y Gasset por mostrarme el corazón de lo español, de lo europeo, de la masa. Como Simone de Beauvior demostrando que el feminismo había venido para quedarse porque sencillamente es lo justo. Como Hanna Arendt enseñando que el mal es banal, que el mal es cada uno de nosotros huyendo de las decisiones éticas que debemos tomar. Como Stirner por dibujar el camino del anarquismo. Como Spinoza, como Hegel, como Schopenhauer…

Todos ellos y muchos más maestros de la Historia en el mejor de los sentidos y atacados y reducidos hoy en nuestro sistema educativo por la peor de las formas: desde el desprecio y la ignorancia. ¿O tal vez no se trata de ignorancia? Porque no se puede tratar de tanta ignorancia. No cabe tanta ignorancia sino en una estrategia interesada, tal vez burda, mediocre, pero nunca sin propósito, nunca ignorante.

Pero da (relativamente) igual. La Filosofía no ha muerto y no va a morir. Forma parte de nuestro ADN. La filosofía es muchas cosas, entre otras, buscar la pregunta adecuada y cuestionarse la respuesta que parece definitiva. Y en España no hay nada menos definitivo que un Plan de Estudios. En cualquier caso la filosofía traspasará las fronteras que se le pongan por medio y atravesará los muros que haga falta. Ya se encargará de un modo o de otro de seguir respirando, porque también, la filosofía es bella, y la belleza siempre encuentra un camino para resistir.

Todo esto, y mucho más, me ha enseñado la filosofía.


Publicado originalmente en dekrakensysirenas.com, @krakensysirenas, el 28.06.16

Lugares sagrados

La primavera se me escapó de las manos. Y el alcohol también, como de costumbre.

Eran las doce de la mañana de ayer viernes y cargaba con una cogorza de campeonato, por el único motivo de haberme despertado triste y con todo el peso del mundo sobre mi pecho. Pensé que lograría aliviarme con una cerveza. Cuando varias fracasaron me pasé al vodka, y ya se sabe, una cosa lleva a la otra y me planté borrachísimo cubata en mano, frente a la puerta donde un día fui feliz por creer que podría conquistar mis sueños. Tiré el cubata al suelo y me adentré en la Biblioteca Municipal.

No debí de abrir la enorme puerta con demasiado sigilo porque enseguida sentí unos cuantos pares de ojos sobre mis tambaleantes pasos. Tampoco quise reparar en nadie, no fuese a toparme con la mirada de quien un día me aceptó como reto, hasta que con mis denodados esfuerzos logré que se rindiera. Trabajaba como bibliotecaria y no la había vuelto a ver desde hacía dos años, tal vez ya no trabajara allí, o no estuviese en turno. En cualquier caso me negué a asumir que ella fuese el motivo de mi irrupción. Pero si no era por ella, ¿por quién entonces? Bien sabía que era una pregunta fácil de contestar: por ellos.

Ellos son tantos, que no supe por dónde empezar mi irrupción bibliófila hasta que empecé por la nostalgia, y me dirigí a la sección de filosofía. La rabia y la frustración se me empezaron a escapar por los poros y para contrarrestarlos elegí al tipo menos rabioso de cuantos hemos existido nunca: Immanuel Kant.

La Crítica de la razón pura bailó unos momentos sobre la balda, pero fui capaz de agarrar el mamotreto antes de que cayera. Leí en alto, despreocupado de estar donde estaba: “No hay duda de que todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia…”. Me negué a continuar. Tiré el libro al suelo y retumbó en el pasillo, en la sala, en las tres plantas del edificio, en la ciudad, en la Tierra, y en el Universo Entero. Luego, el ruido de Kant se apagó como sus últimas palabras justo antes de expirar: “está bien”. ¡Qué carajo va a estar bien algo, nada lo está, y no quiero jamás, escucharme decir tal cosa. Me prefiero deshecho, devastado, en ruinas, pero no quiero morir con la sensación de haber tenido bastante. Mejor el dolor que la indiferencia.

Mi siguiente víctima fue Sartre. Busqué El diablo y dios pero como en mi vida real no hubo suerte. Sí encontré A puerta cerrada, que tiré al suelo, y lo mismo hice con La puta respetuosa, y Las moscas. Sentí cómo me desquiciaba al pensar en la vida del francés, en su ética, en su buena fe. Su coherencia se me hizo insoportable y me laceró por desbordarme yo en mis contradicciones. Fui dolorosamente consciente de compartir con Sartre alguno de sus vicios, pero ninguna de sus virtudes. Esa asquerosa lucidez me hizo llorar, el alcohol no tenía nada que ver con el asunto.

No recuerdo bien cómo fue la transición pero de repente tuve a Nietzsche fuertemente agarrado. Una de mis lágrimas cayó sobre Humano, demasiado humano y recobré en esta escena algo de aliento y cordura. Le coloqué de nuevo en su lugar con un mimo torpe, y tuve que abandonar la filosofía.

Nadie se atrevió a decirme que recogiera lo que había tirado a pesar de sentir tales ganas en el cogote. «Miedo al loco», pensé, y esto es lo que dije a quien me quisiera escuchar: «A los locos no hay que temerles, a los locos hay que preguntarles por qué están locos, aunque su respuesta suene a locura total».

Sin que nadie me preguntara nada recorrí con tambaleos la novela en todas sus épocas y autores, «¿cómo elegir a quién destruir, o al menos humillar, contra el suelo?», me susurraba a mí mismo a cada paso. Me escocía sobremanera la idea de que en el arte de novelar, había encontrado siempre más vida que en la vida misma, y que desde hacía muchos años, había pensado que mi nombre acabaría en las estanterías de las bibliotecas. Pero desde hacía un tiempo a esta parte, había decaído mi sueño de aportar nueva vida, y la duda de la ya agrietada certeza anterior, se había gangrenado. Al paso que iba, mis libros no acabarían ni en la más triste de las librerías, y ni siquiera como regalo de tres al cuarto, pues para ser escritor y acabar colocado, alto o bajo, hay que escribir, y no basta con ser mero personaje.

No recuerdo bien cómo acabé imantado contra Arthur Miller, pero sí que, tras página y media de Muerte de un viajante, pasé de centrarme  en todos los Willy Loman que hay en el mundo, a centrarme en quien tan bien y tan duro los reflejara. Y no sentí comprensión, sino envidia. Ante varias personas que me cercaban comencé a desbarrar:

−El cabrón de Arthur Miller tuvo Broadway a sus pies, se reinventó las veces que le fue necesario, puso en jaque la Caza de Brujas de McCarthy, y por encima de todo, se casó con Marilyn Monroe.

Estuve a punto de vomitar de rencor, pero creo que de alguna manera fantasmalmente caritativa, lo impidió la rubia eterna. Tras unos segundos sin saber bien qué ocurría en mi cabeza, estampé a Arthur contra el suelo porque no supo evitar la pérdida de ella. Desfondado de intensidad, me marché de allí con escándalo.

En la huida por fin se atrevieron a abroncarme, no sé si solo por lo relatado, o porque posiblemente (tengo una nebulosa al respecto y no sé si lo que sigue ocurrió de verdad o no), tiré al suelo de un modo teatralmente borracho, toda la sección de teatro de la Biblioteca Municipal. Incluso creo que hubo un valiente que quiso retenerme. Si fue así, si la nebulosa ocurrió de verdad, creo no llegamos a la sangre. Tampoco llegó a tiempo la policía que escuché estaba de camino. Lo que sí fue real porque sus ojos rasgaron la nebulosa, fue la mirada avergonzada de quien en su día llegó a quererme, y en ese momento, escondida entre varias personas, no sabía dónde meterse.

Al salir a la calle lo tuve claro. Una epifanía me gritó que tras el bochornoso espectáculo que acababa de ofrecer, solo Dios podía enmendar el entuerto, o superarlo.

La iglesia donde hiciera la comunión me volvió a ver con más de veinticinco años de retraso. Apenas a ninguna otra, pero desde esa fecha señalada, no había vuelto a aquella casa de Dios donde recibiera el cuerpo de Cristo a la fuerza, o lo que es lo mismo, donde se le dio una galletita a mi conciencia, aún sin formar, tan inocente como para creer que existía un Dios bueno, que dirigía un mundo horrible.

Fue pisar la iglesia, fue pensar lo anterior, y fue que la borrachera comenzó a remitir. Me paseé por la gran casa desahuciada de gente y mientras lo hacía, me sobrecogió el silencio más que la cruz, la penumbra más que el oropel de frases bíblicas estampadas en las paredes, y la viejita que en ese momento entró por la puerta, más que mi descreimiento. Entonces vi que éramos tres, pues una sombra negra se movió sibilina, era el cura.

−La casa de Dios está tan cargada de contradicciones –dije sin venir a cuento y sin alzar mucho la voz cuando se cruzó conmigo la señora−, como la de cualquiera. Lo molesto es que no admita grietas, y que encima se pretenda llena de luz.

−¿Cómo dice hijito? –me contestó ella enfrentándose a mi aliento con estoicismo− Estoy un poco sorda.

−Digo que le deseo que tenga un buen día.

Incliné mi cuerpo en señal de respeto como no había hecho… nunca. Volví sobre mis pasos, y a punto de marcharme cambié de idea. Quién sabe si guiado por el espíritu santo, me encaminé hacia el confesionario.

Allí me dormí un tiempo impreciso hasta que apareció el cura. Me despertó tras golpear ligeramente la celosía donde tenía apoyada mi cabeza, y tras golpearme con su mazo dialéctico:

−Hijo, ¿estás bien?

Por suerte no era mi padre, por suerte me resitué rápido, por suerte los arcanos del pasado afloraron a mis labios:

−Ave María Purísima –dije.

−Sin pecado concebida –dijo.

−No como nosotros –dije, y noté cierta incomodidad.

−Pero el Señor está en tu corazón para que puedas arrepentirte humildemente de tus pecados –dijo.

−Humildad no me falta, padre, aunque dudo que el señor sea capaz de habitar en mi corazón –dije.

−¿Y por qué piensas eso? –preguntó.

−Porque es un lugar inhóspito, lleno de goteras, y debo confesar que también lleno de vida. Verá padre, lo que ocurre es que como me iluminó en cierta ocasión una amiga, en los corazones donde hay vida, es porque hay humedad, y donde hay humedad, es porque hay sexo. Y yo estoy plagado de humedad, y tengo entendido que Dios no se lleva demasiado bien con las humedades –dije.

Silencio hasta que al fin con cierta dureza en la voz se me dijo:

−Tu sexualidad enfermiza no es sino una reacción ante tu falta de trascendencia.

Y tras la diatriba, el pedo, ya atemperado para entonces, bajó varios puntos de golpe en su escala de borrachera, hasta alcanzar cotas bajas de puntillo y poco más.

Me revolví:

−Pero mi falta de trascendencia quizá se deba a quienes han traficado durante siglos con la palabra de Dios para hacerse con… −decía.

−Es posible que tengas razón –me cortó sin añadir más.

−Pero no va a apelar a mi responsabilidad individual –protesté acercando mucho la cara a la celosía. Quise ver el rostro del cura.

−Lo que es reprobable, es reprobable –dijo él desde las sombras.

−¿Seguro que es usted cura, seguro que no le estoy inventando? –le pregunté.

−Eres demasiado débil e impresionable –me soltó.

−Es verdad –dije y me levanté.

−Espera –dijo, no sé si con sorna o en serio− Yo te absuelvo de tus pecados. Puedes ir en paz.

En ese momento la señora se marchaba de la iglesia y pasaba a mi lado, no pude contener ciertas ganas y mirando al confesionario, dije:

−Gracias por la generosidad divina, pero a pesar de mi debilidad, elijo atesorar pecados y errores, y vivir en guerra conmigo mismo.

La señora no estaba tan sorda y sin que lo esperara me dijo:

−Es una opción como otra cualquiera, hijito.

Y sin obtener respuesta desde más allá de la celosía, me marché junto a la vieja. Abrí la puerta de la casa de Dios y dejé marchar a la señora. Se fue paso a paso y me dejó con la duda de que lo hiciera llena de fe, pero convencido de que lo hacía llena de fuerza.

Ya en la calle una ráfaga de aire se terminó de llevar los últimos efluvios de mi borrachera, y me trajo los primeros síntomas de la resaca en forma de dolor de cabeza. Por supuesto solo me quedó la opción de perderme en los bares.

Llegué a mi bar favorito del mediodía con algo de rabia. Me dolía la cabeza pero recuperaba cierta lucidez. Mi sexualidad enfermiza, mi sexualidad enfermiza… me repetía una y otra vez recordando a mi confesor. Si acaso puede reprochárseme algo al respecto, pensaba enfadado conmigo mismo por no haber estado más hábil en la réplica, es que no haya llevado a cabo mi proyecto de convertir la sexualidad en algo, precisamente trascendente.

Entonces caí en la cuenta de que mi proyecto era tan viejo y estaba casi tan olvidado, como el de no hacer nunca daño a ninguna mirada que me haya querido. Desde luego no podía estar contento de cómo me marchaba el día. Algo abatido decidí pedirme un vodka.

La camarera decidió regalarme una sonrisa y un generoso pincho de tortilla. Se lo agradecí y como a esa hora no había nadie en el bar, la invité a que me acompañara a fumar. Ella dijo «Sí». Me sorprendí, llevaba mucho tiempo sin escuchar esa sencilla y fácil respuesta a tantas preguntas como hacía.

Ya afuera, tras un trago al cubata y un mordisco a la tortilla, me confesé:

−No fumo.

Ella sonrió y sacó dos cigarros. Acepté la invitación y traté de no hacer demasiado el ridículo con esa arma mortal entre mis dedos. Ninguno de los dos hablábamos. Pensé que a esas alturas ella solo podía ser medio tonta, o demasiado lista. Al momento incluí la posibilidad de que fuera pura bondad. Finalmente el silencio se me desbocó de la boca y dije algo parecido a lo que sigue:

−Las personas que tenemos cerca piensan que te conocen por el simple hecho de esa cercanía. Y si encima te han leído alguna vez, incluso creen saber tus secretos más profundos. Pero su conocimiento no son más que patrañas, ¿cómo va a conocerte nadie, cuando uno no es capaz de conocerse a sí mismo, o mejor, cuando lo único que te has demostrado en la vida son mentiras? Que no te engañen, el futuro es un abismo, el pasado es un cuento, el presente…

En ese momento me callé porque desfiló delante nuestra un cincuentón que lucía una sonrisa que califiqué de enigmática.

−El presente –rompió la camarera el silencio al tiempo que retomaba el hilo−, es este cliente que acaba de entrar. Deja que le atienda y vuelvo a salir para que me hables de alguno de esos cuentos tuyos pasados. Quién sabe, lo mismo me intereso por tu futuro.

Y se metió dentro. Y yo tiré el cigarro. Y miré el vodka pero no lo toqué. Y volví a escribir aunque fuese en una servilleta, y tan solo mi número de teléfono. Y me marché.

Comprendí que tenía cuentas pendientes y que no podía quedarme. Debía descansar, quería dormir toda la tarde y toda la noche para volver sobre alguno de mis sueños, algo que llevaba demasiado tiempo sin ocurrir.

Ahora termino de escribir y me preparo para volver a la Biblioteca a pedir perdón  a la iglesia para confrontar mis argumentos, y al bar para divertirme.

Romero (Apuntes, 4)