Esta bruma insensata, Enrique Vila-Matas

Desde que me descubrieron a Vila-Matas (estaré eternamente agradecido a la mujer que me dijo, deberías leer…) allá por el inicio de la década anterior, regresar a su obra es como estar en casa. Es verdad que abrir sus artefactos literarios ya no supone la sorpresa de las primeras veces, y que por tanto hay una ausencia de furor inicial, pero siempre termino por acomodarme y por disfrutar de cada rincón que propone.

Dicho lo anterior, y aunque hace poco que estoy en Goodreads, saber que iba a subir a la plataforma la puntuación de Esta bruma insensata me hizo tener mala conciencia cuando las primeras páginas pasaban y la novela no me terminaba de enganchar. De hecho, temí que a al paso que iba tendría que poner un dos y me sentía de lo más culpable. Quizá la guerra iniciada por Rusia no ayudara a centrarme, quizá tampoco el estrés laboral, o el precio de la luz, pero los problemas siempre están ahí fuera, y mi refugio en la literatura suele estar hecho a prueba de bombas, así que no encontraba más excusa que decirme, Vila-Matas ya no me enamora.

Por suerte, las páginas fueron danzando y terminé por caer, una vez más, bajo su hechizo. Cuando un libro, y en realidad cualquier objeto artístico, va de menos a más en tu percepción personal, se puede decir que está salvado para el recuerdo. Y eso es lo que me ocurre con esta bruma literaria que entreteje Matas con sus hábiles juegos y reflexiones sobre la vida que tiene tanto de literatura y sobre la literatura que tiene tanto de vida.

Aquí en concreto, Vila-Matas toma uno de sus sellos identitarios, las citas, y extrae y exprime y recorre hasta las últimas consecuencias de sus posibilidades. Me pregunto, por cierto, sabiendo lo bien que se lo pasa con sus malabares de transfiguración y traslación, cuántas de las citas que cita, son fidedignas en cuanto a sus palabras y autoría, y cuántos juegos intertextuales no se me habrán escapado, si un infinito o varios.    

Por lo demás, la historia de los hermanos crece, se desarrolla y muere como debe ser dentro del universo del autor, y que centre los tres días en los que se desarrolla la acción, en la pseudo virtual hipotética declaración de Independencia de la República Catalana de 2017, le permite bordear especialmente los límites entre realidad, ficción y absurdo.

En definitiva, quizá no sea, para mí, allá cada cual, la mejor obra de Enrique Vila-Matas, pero sigue siendo una lectura imprescindible, teniendo claro, como se encarga de subrayar uno de los dos hermanos protagonistas de esta bruma insensata, que «¡anda ya!».  


Enrique Vila-Matas

El orgullo del escritor de hoy tiene que consistir en enfrentarse a los emisarios de la nada ─cada vez más numerosos en literatura─ y combatirlos a muerte para no dejar a la humanidad precisamente en manos de la muerte. En definitiva: que a un escritor le podamos llamar escritor. Porque, digan lo que digan, la escritura puede salvar al hombre. Hasta en lo imposible.


Doctor Pasavento, Enrique Vila-Matas

Cuando leo a Enrique Vila-Matas sé que voy a sonreír, sé que voy a viajar por los límites de la propia literatura, que me espera una experiencia donde abismo y salvación se darán la mano de manera incansable una y otra y otra vez. Docotor Pasavento desde luego no ha sido una excepción. Y solo debería dar las gracias y callarme. Pero me permitiré ir más allá de lo que debo.

Llego a esta novela tarde, pero salgo feliz. Su voz inconfundible trufada de mezcla de estilos y de metaliteratura, sencillamente abre caminos nuevos tras cada frase, cuando la tendencia de la mayoría de escritores es justo la contraria, cerrar el mundo con cada párrafo. Digo que llego tarde porque a pocos autores he leído tanto y con tanto interés, digo que salgo feliz porque a pesar de no poder obtener ya la impresión que me causara en su día El mal de Montanto, la primera obra suya que degusté, sigo prendado de su inventiva.

En esta ocasión el protagonista es un escritor que ha triunfado, condición sine qua non para dar su siguiente paso: desaparecer. O pretenderlo. Más o menos. Con este leit motiv, recorreremos por un lado junto al héroe de estas páginas, el mundo físico, en especial una calle de París plagada de historia y de coincidencias y, el sanatorio mental suizo donde se recluyó Robert Walser por varias décadas hasta el día de su muerte. Y por otro, el mundo literario, donde sobre todo el mencionado Walser, pero también Kafka, Emmanuel Bove (a quien por otra parte desconocía) y otros muchos escritores, tendrán cabida en las reflexiones y giros de su protagonista. Un protagonista que estará en permanente tensión entre ese querer desaparecer y un contradictorio sentirse frustrado, porque precisamente nadie se preocupa ni se acuerda de él.

Regodeados en la contradicción, avanzamos. El protagonista, Pasavento, que empieza modificando su profesión, de escritor a doctor, en la búsqueda de una mejor aniquilación de su rastro, acabará rodeado de pasados mal gestionados, con más padres y madres y profesiones y amores de los que debería, para conseguir su obsesivo objetivo. ¿Lo logrará? Lean y juzguen ustedes. Y disfruten por el camino, que de eso se trata.

No he podido resistirme y transcribo una página del libro, tan variada, tan rica de matices, tan envidiable:

“…Si lo pensamos bien ‒nos dice Philip Roth‒, veremos que en todas sus novelas Kafka traza la siguiente crónica: alguien es educado para aceptar que todo aquello que le parece absolutamente injusto y fuera de lugar (además de ridículo y muy por debajo de su dignidad) es de hecho lo que realmente le está sucediendo. Dicho de otro modo, esto que está por debajo de nuestra dignidad resulta ser nuestro destino.

23

He pasado el día pensando en mi hija Nora. En realidad, nunca pude acostumbrarme a la idea de su muerte. En realidad Nora ha sido desde entonces el eje central de mi vida atormentada. Aunque silenciosamente, su muerte fue la que más contribuyó a mi alejamiento del mundo. Nora, pobre criatura de quince años, niña todavía, niña de llanto desgarrador en las últimas horas de su vida, niña agresiva que en ese último día clavaba las uñas en la cara de su odiada madre a la que culpaba de todo, niña de gemidos inhumanos. Dejó el recuerdo de aquel efecto inolvidable, terrorífico, devastador de la droga. Horas finales en el infierno. Un patético adiós a aquellos ojos de brillo verdoso y cegador, a aquel cuello largo y pálido. Niña de quince años muerta. Un coche fúnebre en el funeral. Y Gustav Mahler con sus Canciones para los niños muertos. «El sol sigue brillando en todas partes…» Die Sonne, sie scheinet allgemein… El peor día de mi vida. Nadie sabía la dirección del cementerio.

24

Fue el día de octubre en el que dieron el Nobel de Literatura a Elfriede Jelinek. Por la tarde, en la tertulia me…”

Julio 2018


Resultado de imagen de doctor pasavento


 

 

La vida es…

La vida es…

Podría haber empezado esta entrada, más que nunca, de un modo infinito de formas, pero me gusta ser leal al detalle que me provoca una sonrisa, y el título y la cabecera hacen justicia a la anécdota absurda pero cargada de sentido para mí, que vengo a revelar.

Desde hace unas semanas y, siguiendo mi plan contumaz de enfermar definitivamente de literatura, he añadido a mi dieta (de convertirme en un personaje, de lecturas variadísimas, de escritura de relatos, de mucho trabajo en mi tercera novela), también el inicio de un máster que me obligará a pensar todavía más literariamente la vida. Pues bien, el primer ejercicio que se me propuso, resultó un reto que consistía en pasar en apenas dos folios y sin armarios, espejos, agujeros…, de un mundo realista a uno fantástico. El resultado es mi siguiente entrada, que dará paso a una nueva sección y que he decidido bautizar como «Relatos Impuestos».

Pero la anécdota no es esa, sino que lo anterior es el entrante racional de la sensación absurda pero feliz que me hace escribir esto. Verán, lo que escribí a raíz del ejercicio que me propusieron comienza con, «La vida es rara». Una frase que me resulta muy atractiva por su ambigüedad y por su capacidad para englobar tantas cosas como casi se quiera. Una frase, que no debe de ser literariamente muy mala, cuando hoy la encuentro en uno de mis escritores favoritos. Mi admiradísimo Enrique Vila-Matas, en «Aire de Dylan», se la hace pronunciar a su protagonista, Vilnius, y la sonrisa que uno de los mejores escritores de nuestros días consigue siempre sacarme, se ha teñido también de vanidad. Por supuesto es ridículo, pero es un ridículo feliz.

Y ya está, no hay más que decir aquí.