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Dice Julian Barnes que vivimos conforme al recuerdo y no a la verdad. La frase es pura lucidez que no debería necesitar más explicación, pero tangencialmente la usaré para unirla a esa otra idea que tan bien canta Sabina: al lugar donde has sido feliz, no debieras tratar de volver. Y sin embargo, ese «no debieras» implica que si existe la posibilidad, la mayoría de las veces y la mayoría de nosotros, volveríamos.

Y es lógico, sabemos de la alta posibilidad del desastre pero nos abrazamos a la ínfima posibilidad, no ya del éxito con el que no nos engañamos a partir de cierta madurez, sino de recuperar al menos sensaciones sobre un tiempo que nos hizo felices, que nos colmó. Con el paso del tiempo uno se va dando cuenta que la felicidad ya no queda tan al alcance de la mano, ni siquiera de la imaginación más notable. Uno vuelve sobre sus mejores pasos: nostalgia, melancolía, la nieve resistiendo al desierto, llámalo como quieras.

La pérdida de la inocencia, eso es crecer como tan acertada y dolorosamente se sabe. Y es una de esas cosas que se sabe porque se experimenta en la piel, en el corazón y en la cabeza. Así que, si después de una travesía dura podemos volver a rondar nuestros mejores recuerdos, quién necesita y a quién le importa la verdad. El problema es que ni siquiera en esa calma somos capaces de permanecer mucho tiempo. Y sí, al final la verdad importa lo suficiente como para arrojarnos de la calma más nimia que hayamos conquistado. El cuerpo y su manía de lanzarse al mar proceloso.

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Siempre digo lo que pienso

De entre todas las mentiras que acostumbrarnos a decirnos, la de siempre digo lo que pienso es una de las más manidas, sobadas, recurrentes, aburridas. Lo veremos en breve, o intentaré que se vea; yo diré cualquier cosa para que vosotros entendáis lo que os apetezca, en ocasiones debe ser así, a veces solo puede ser así. Pero no nos desviemos del tema. En apariencia la frasecita de la sinceridad ante todo viste bien, no lo niego, pero solo si la miramos de lejos, porque si decidimos acercarnos sus ropajes ya no combinan tanto.

No se me acuse (al menos no todavía) de promover la mentira, de apoyar la hipocresía, de incitar al cinismo. Solo pretendo ser sutil. Tan sutil como la dinamita. Y es que tengo mis dudas de que el ser humano sea el único animal racional (sospecho que no soy el único), pero ninguna de que somos el único que miente y que se miente de manera abrumadora.

Decir siempre lo que se piensa no es que sea mentira, es que es imposible. Por ejemplo, por una cuestión, digamos, casi metafísica: somos capaces de pensar una cosa y la contraria en tanto que la contradicción es intrínseca a nosotros. A veces es cuestión de confusión, de no haber pensado lo suficiente sobre un tema, o de haber pensado precisamente demasiado. Pero en cualquier caso ahí está, como un quiste inextirpable, anexo en nuestro viaje.

Decir siempre lo que se piensa no es que sea mentira, es que no es aconsejable. Por ejemplo, por una cuestión, digamos, de supervivencia. Decir en todo momento lo que se piensa de tus padres, de tus amigos, de tus enemigos, de tus jefes, de tu pareja (a veces lo anterior se combina en diferentes cócteles), significaría un suicidio social. Y no solo social, sería como saltar a las vías del tren cuando este pasa. Un tren por cierto de alta velocidad.

Decir siempre lo que se piensa no es que sea mentira, es que es poco ético. Por ejemplo, por una cuestión, digamos, de generosidad. La sinceridad está sobrevalorada. Al menos si por «sinceridad» entendemos dar tu opinión a costa de hacer daño. A veces ni siquiera se busca la verdad, sino inflar el ego (y todos deberíamos saber que hay motivos todavía mucho peores para la verdad). Callarse a tiempo puede ser un ejercicio de empatía, de solidaridad, de respeto.

Decir siempre lo que se piensa no es que sea mentira, es que encima resulta feo. La belleza del silencio es incuestionable. ¿Cuántas veces no es preferible callar a la obviedad? ¿Cuántas no es mejor no decir, si lo que pensamos es aburrido y antiestético? Decían los clásicos que «verdad» y «belleza» caminan de la mano, y que descubrir ese camino era el conocimiento. No estoy del todo de acuerdo con esa idea y pienso que es otra forma de engañarse, pero vaya, los clásicos se engañaban de una manera hermosa.

Sencillamente creo que «siempre», «decir» y «pensar», no hacen el mejor de los tríos, y que puestos a hacer uno, todas las partes deberían sentirse a gusto. Y dicho esto, ya dije lo que pienso, como siempre.


Publicado originalmente en dekrakensysirenas.com, @krakensysirenas

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¿Por qué escribo?

Porque la literatura es la Mentira en la que más creo.

Por supuesto no desdeño otras mentiras como el sexo, la familia, la amistad, mi ateísmo, los viajes, el sudor, la risa, la cerveza, el cine, el arte, y hasta esa cosa que llamamos amor.

Lo que ocurre, es que he aprendido a disfrutar de lo anterior, en buena medida y en su máxima plenitud, “literaturizándolo” todo. No al principio, pero sí una vez que la descubrí, mi pasión por la literatura fecundó al resto de mis pasiones, al resto de las mentiras que me hacen no tener prisa porque llegue la única Verdad.