Némesis, Philip Roth

A mí Philip Roth sencillamente me emociona y me fascina, qué le voy a hacer si no puedo ni quiero evitarlo. Supongo que solo me queda rendirme a sus páginas, aprender y disfrutar. Y qué es lo anterior sino la esencia misma del placer de la lectura.

Llegué a esta novela por un artículo de El País sobre Roth y su generoso legado hacia la pequeña Biblioteca de su ciudad natal, que casi me hizo llorar y que me derivó a otro artículo del mismo periódico donde tras la muerte del escritor, en mayo del 2018, se nos  recomendaban cinco de sus novelas. Las otras cuatro ya las había leído y no pareció quedarme alternativa. Finalmente, como siempre me ocurre con Roth, la casualidad buscada fue feliz y su lectura no pudo llegar en mejor momento.

No diré que Némesis sea visionaria, pues se inscribe en acontecimientos históricos que acaecieron en Newark, EEUU (¿dónde si no, tratándose de Roth?), en el verano de 1944, pero sí puedo decir que su lectura está hermanada con nuestro 2020 y su pesadilla llamada coronavirus. ¿Y cómo es esto posible? Digamos que la respuesta se llama polio.

El caso es que después de muchos meses sin aparecer por aquí, por temas tan variados como la falta de tiempo, un robo con tentáculos extraños, o el maldito Covid19 que le ha repintado por completo la cara a nuestro mundo, me he propuesto renovar mis críticas a algunos de los libros que caen en mis manos. Pues bien, elijo resucitar con Némesis.

La novela comienza cuando una terrible amenaza, la poliomielitis, comienza a cebarse especialmente con los niños de la comunidad del protagonista, un joven llamado Bucky Cantor, que deberá poner a prueba toda su fortaleza física, mental y moral, ante la extensión imparable del virus y sus incógnitas.

Por momentos el lector de nuestros días puede sentir de manera hiriente lo poco que hemos cambiado a pesar de todo y de tanto, y para muestra sirvan estas líneas:

“Lo que sí sabía la gente era que se trataba de una enfermedad sumamente contagiosa y que la mera proximidad física a los ya infectados podía hacer que se transmitiera a quienes estaban sanos. Por esta razón, a medida que el número de casos aumentaba imparable en la ciudad, y con ellos el temor de la comunidad, los padres de muchos niños de nuestro barrio les prohibieron utilizar la gran piscina pública […] les prohibieron ir a los cines con aire acondicionado y tomar el autobús que iba al centro de la ciudad o viajar por el barrio […]. Nos advertían de que no usáramos los lavabos públicos, ni bebiéramos de las fuentes públicas, ni tomáramos un trago de la botella de refresco de un compañero, ni nos resfriáramos, ni jugáramos con desconocidos, ni sacáramos libros en préstamos de la biblioteca pública, ni habláramos por teléfono público, ni compráramos comida en un tenderete callejero, ni comiéramos hasta habernos lavado a conciencia las manos con agua y jabón.”

Sin embargo, esta breve novela (apenas tiene doscientas páginas) es recomendable antes, durante y después de nuestro terrible año 2020, porque su lectura nos obliga a reflexionar sobre el mayor de nuestros enemigos, que no será ningún virus ni otra adversidad que no sea la que siempre ha sido la primera y más grande, la de nosotros mismos.    

No quiero acabar mi vuelta al blog y a la crítica de libros sin permitirme subrayar que Philip Roth es un maestro por muchos motivos, entre ellos, porque maneja el punto de vista del narrador como pocos. Al principio apenas te lo planteas, pero siembra la semilla adecuada para que sus posibilidades florezcan en el momento oportuno. Quien nos cuenta la historia permanece en la sombra durante la mayor parte de las páginas, pero emerge al final para arrojar luz y hacer de la narración un prisma poliédrico que permite llegar al lector a los lugares donde solo la literatura manejada con maestría sabe llegar.


El animal moribundo, Philip Roth

Philip Roth es siempre una apuesta segura. Debería acabar mi reseña con esa primera frase, pero me extenderé un poco, perdonen mi redundancia.

No tengo los juicios de valor suficientes, es decir, no he leído (o no lo recuerdo) si Roth lo hace a conciencia, como sí lo hará por ejemplo y sistemáticamente Houellebecq, pero está claro que con cada una de sus obras el escritor estadounidense, fallecido en el 2018, cumple una de las funciones necesarias de la literatura; tocar las narices, hurgar en las heridas, ser políticamente incorrecto.

En El animal moribundo cumple a la perfección el anterior leit motiv. Su breve novela, con David Kepesh por protagonista y narrada a un testigo que nunca llega a desvelarse, me resulta una obra maestra que trata el sexo y la muerte sin autocensuras, sin filtros y por momentos con provocación.

El personaje al que recurre en numerosas de sus ficciones, David Kepesh, ya ha sobrepasado los sesenta, pero sigue siendo un individualista, un cínico si lo requiere la situación, un esteta y un irreverente social, que se enfrentará en estas páginas a una de sus últimas oportunidades de gozar la sexualidad con una estudiante joven, Consuelo, que le hará perder el equilibrio de su vida.

Latigazos como, «la corrupción no es el sexo, sino lo demás. El sexo no es solo fricción y diversión superficial. El sexo es también la venganza contra la muerte». O, «no importa cuánto sepas, no importa cuánto pienses, no importa cuánto maquines, finjas y planees, no estás por encima del sexo. Es un juego muy arriesgado. El sexo es lo que desordena nuestras vidas normalmente ordenadas», dan una idea de lo que Roth es capaz de hacer cuando reflexiona, clavando su bisturí hasta el tétano del hueso.

La historia pasional del profesor universitario con la alumna que deja de serlo para poder empezar la relación de dependencia entre ambos, se ramificará además por otros derroteros que muestran un collage que va, desde la revolución sexual de los 60 en el ambiente universitario, hasta la muerte de uno de sus mejores amigos, pasando por la compleja y culposa relación con su hijo Kenny, que será la contrapartida moral del padre.

En apenas 120 páginas, Roth y David, esta pareja artística que me han dado tanto, logran sacudirme unas cuantas veces y me tienen atento de la primera a la última página, pues la única manera de perderse lo menos posible, es permanecer al acecho de las reflexiones del autor y de las tuyas propias que van surgiendo, en una combinación que te hace crecer por los paisajes a los que te ves arrastrado.


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La conjura contra América, Philip Roth

En proceso de remodelación de mi blog en el que será su tercer gran salto desde que nació, allá por un lejano otoño berlinés de 2007 y, tras un parón de meses por el que me merezco la admonición que cada cual considere, vuelvo a vosotros con la sección que durante el año pasado más disciplina y placer me supuso, a la que espero volver a partir de ahora sin fisuras ni abandonos y que no es otra que la de la crítica de libros.

Entrar en una biblioteca y encontrarme a Philip Roth de frente es una tentación que no puedo evitar y en la que una vez más caí con todas las consecuencias, no recuerdo el motivo por el que estaba en el expositor, pero me importó poco y en seguida hice la suma pertinente, que me lo pudiera llevar y que no lo hubiera leído antes, dados los sumandos de manera efectiva, el resultado no pudo ser otro, el libro que iba a buscar no lo tenían, pero el viaje no había sido en balde. Nunca hay viaje baldío a una biblioteca.

Ya en la tentación, me entregué a su prosa a pecho descubierto. Reconozco que al principio me costó, pues la novela parecía poner todo el peso en la vivencia norteamericana-judía que caracteriza su obra, cuando a mí me interesa más su lado y sus derroteros libidinosos. Con todo, el atractivo de tenerle a él como protagonista (siendo un niño de unos ocho años) y a su familia, en Newark, dónde si no, me hizo avanzar hasta que me atrapó sin remedio. El precio que se paga con Roth siempre es realmente sugerente.

Puesto que vivimos en una sociedad anti spoilers, y puesto que hay un elemento clave a este respecto, poco diré a la hora de calificar y definir la novela ante la que estamos y del mismo modo, me prohibiré reflexionar sobre esos aspectos. Solo me limitaré a decir que según avanzaba me contuve de acudir a otro tipo de fuentes para ampliar los conocimientos históricos que con su lectura iba adquiriendo. Al final, el propio Roth se marca unos apéndices que desvelan y reúnen esas fuentes de información que se precisa.

En La conjura contra América tenemos al genio en el pleno esplendor de su prosa, jugando como él sabe hacer de una manera hipnótica con la Historia, con su biografía y con el lector. Un relato bien escrito es siempre un relato verosímil, convincente y poderoso. Así que solo puedo recomendarles que se dejen llevar por la procelosa Norteamérica previa a su participación en la II Guerra Mundial, descubrirán episodios sorprendentes que desconocían, y al final de la novela, tal vez duden, como me ha pasado a mí, entre odiar o amar a Philip Roth.

Aunque les seré sincero, en mi caso la disyuntiva la resolví al instante y con toda facilidad. Yo siempre me arrodillo ante el escritor Philip Roth, para darle las gracias por la obra que nos ha legado y nos ha regalado por los siglos de los siglos venideros, que no serán muchos al ritmo que vamos, pero ese relato, ya es otra historia.


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Elegía, Philip Roth

Las dos últimas novelas que he leído de Philip Roth, Patrimonio: una historia verdadera y Elegía, hablan rotundamente de la muerte. La primera sobre el propio padre del escritor, la segunda, la que aquí me ocupa, sobre la de un protagonista que empieza muerto, en su ataúd, en el cementerio, y que acaba liberadamente feliz, «Tal como había temido desde el principio».

La estructura narrativa que Roth elige nos permite acceder mejor a las diferentes luces que brillan en las caras del prisma. Podremos observar con precisión de bisturí, gracias a los saltos temporales, al protagonista como padre, como hijo, como marido, como profesional de la publicidad, como cretino… y en definitiva, como un ser humano con sus miserias y sus aciertos dentro de un denominador común: la fragilidad.

Philip Roth quiere resultarnos agotador, descorazonar por momentos al lector, y para ello nos muestra al protagonista en los brazos de la amargura de la enfermedad, en la camilla del hospital, en las manos de los cirujanos. Llega así a mostrar uno de los leitmotiv de la obra, el de que la vejez no es una batalla (como se dirá unas páginas previas dando a entender que hay alguna posibilidad de victoria), sino que es una masacre. Contra el tiempo, no hay rival posible.

Elegía es una obra oscura y sin embargo, brillante. La portada de la edición de Literatura Mondadori (ahora Penguin Random House), no puede ser más acertada: fondo negro con el título y el nombre de Roth en blanco radiante. El minimalismo da la mano al simbolismo, gran acierto de quien lo ideara. La vida es morirse, pero en nuestra mano y con nuestras acciones existe la posibilidad de arrojar contradicciones, belleza y luz. Por ejemplo, con el arte. Por supuesto, habrá toneladas de fracasos, pero como apunta el otro leitmotiv de la obra: «Es imposible cambiar la realidad. Tómala tal como viene. Mantente firme y tómala como viene. No hay otra manera».

Lo cierto es que sí hay otras maneras y las vemos a diario. Maneras que edulcoran, engañan, pervierten sobre esa realidad, haciendo del ser humano algo más pequeño. Roth nos ha dejado este 2018, por suerte, su obra perdurará para quien no se conforme con discursos blandos, para quien quiera mirar de cara a la complejidad de una vida tan dura como (si naces con la suerte suficiente) maravillosa.

Agosto


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Philip Roth

En las culturas con censura, donde todo el mundo vive una doble vida –de mentiras y verdades−, la literatura se convierte en un modo de preservar la vida, ofreciendo a la gente un resto de verdad a que aferrarse. También es cierto, creo, que en una cultura como la mía, donde nada sufre censura, pero donde los medios multitudinarios nos someten a una invasión de inanes falsificaciones de los asuntos humanos, la literatura también es un modo de preservar la vida, y ello aunque la sociedad apenas la tenga en cuenta.

Ecuación perfecta

Estábamos tumbados y desnudos sobre la cama cuando tuve la idea. Me levanté de un salto, saqué una lata de cerveza de la nevera y la vacié sobre una jarra. Ella miraba divertida, ya le había mostrado que era un tanto payaso y que de mí se podía esperar cualquier cosa. Metí el dedo índice y el dedo corazón hasta el fondo de la jarra, los empapé a conciencia y regresé a la cama. Le di un beso en su coño, otro en su ombligo, otro en cada uno de sus pechos absolutamente perfectos y, con los dedos ungidos en la sagrada cerveza, dibujé sobre su vientre una cruz al tiempo que dije:

−Lo que Philiph Roth ha unido, que no lo separe nadie.

Ella se descojonó. Su risa iluminó el apartamento y por qué no confesarlo, también mi corazón. Me llamó tonto, me comió la boca, me ordenó tumbarme sobre la cama, se me subió encima, y sin ninguna dificultad se clavó otra vez mi polla.

 

Nos habíamos conocido horas antes de la mejor de las maneras. Después de varios intentos fallidos en Casas del Libro, en la Fnac y en La Central, por fin encontré en Tipos Infames el Philiph Roth que buscaba. Al verlo estiré la mano para acariciar su lomo y llegó la sorpresa: otra mano se interpuso y al mismo tiempo agarramos El teatro de Sabbath. No iba a dejarme avasallar y planté resistencia hasta que miré a mi oponente, entonces Roth perdió brillo por una vez en mi vida. Era tan alta como yo pero no quise malgastar la visión descubriendo si el motivo eran unos tacones o no. Su rostro era precioso y me niego a afearlo con mi descripción, el pelo le caía completamente liso más allá de los hombros, y su piel era muy pálida, punteada de un mar de pecas y lunares.

−Quédate con el maestro –le dije clavando mis ojos en sus pupilas marrones y, sintiendo que nunca nada me salió tan de dentro, añadí−, pero déjame que te invite a lo que quieras.

−No me gustan los románticos ni los enamoradizos, tampoco los aduladores y mucho menos los lunáticos. Y tú pareces una mezcla de todos ellos. Además, lo que quieras es un concepto muy amplio que te puede condenar… pero no sé decir que no a una coca cola light sin hielos –Y me sonrió, y me di cuenta que con ella no podría evitar, ser todo lo que me acababa de decir que no le gustaba.

 

Volvimos a corrernos juntos tras no callarnos ninguno de los dos ni uno solo de los jadeos que teníamos muy adentro. Con el orgasmo todavía reflejado en el rostro, con la respiración aún al galope, sin poder dejar de mirarla, le confesé la intuición que me empeño en defender a pesar de las pruebas en contra que me ha ofrecido la vida:

−Gracias a la literatura se folla mejor.

Esta vez fue ella la que se levantó de la cama con presteza. Llegó hasta el bolso tirado en el suelo y, después de rebuscar en él encontró su paquete y sacó un cigarrillo. Usó la lata de cerveza como cenicero. Mientras la contemplaba pensé que nunca nada podría arrojarme más luz que esa pálida desnudez. Pensé en decirle que era la canción que buscaba, que era todas las mujeres que me gustan, el milagro que no me iba a ocurrir. Pensé todo eso y mucho más después de recordar nuestro milagroso encuentro, nuestras conversaciones que nos habían llevado a mi apartamento con total naturalidad pero llenos de deseo, la comunión sexual que habíamos demostrado… Pero aunque lo pensé no lo dije, pues de nuevo caí en su advertencia sobre los tipos que no le gustaban. Fue ella la que contestó a mi intuición con una sonrisa en los labios, y con estas palabras:

−Tal vez folles mejor gracias a la literatura, cielo, pero seguro que en estos tiempos donde reina la imagen y no la palabra, no follas mucho.

Nos reímos, despotricamos contra el mundo, lo intentamos arreglar y, cuando vimos que no tenía remedio, ella me agarró la polla con su mano y yo estuve de nuevo listo para un nuevo asalto.

−Dios debe envidiarme a muerte, o quererme mucho por una vez –dije acariciando el cuerpo de mi religión recién descubierta.

−¿Eres siempre tan blasfemo? –Preguntó ella, acercando su boca a la mía, y apretó fuerte la mano con la que me agarraba la polla.

−No me gusta tentar al infierno −susurré− pero nunca he encontrado un motivo mejor que tú para arder en él.

Una vez más no quise parecer excesivo y me cuidé de soltar mi teoría sobre la querencia por la blasfemia cómplice; esa que no se vocea a los cuatro vientos, esa que se comparte en la intimidad de la pareja o de la amistad, esa que no falta al respeto de quien libremente asuma los supuestos de cualquier fe (siempre y cuando esa misma fe respete también mi libertad), esa blasfemia donde juego a retar a Dios, donde le exijo explicaciones, donde me río de su supuesta gloria, de su promesa a la vida eterna; porque lo sagrado para mí está en el más acá y en la risa y en el darnos pequeños sentidos dentro del caos absurdo al que hemos sido arrojados. Pero como digo todo esto no se lo dije a ella, y hábil por una vez en mi vida, me olvidé de lo divino, me centré en lo humano, y le introduje mi polla una vez más.

De nuevo estuvimos inspirados en las posturas y en los juegos que ejecutamos en perfecta armonía hasta que nos corrimos. Luego, tal vez por culpa del cansancio, del sudor en los ojos, de la piel arañada, de la mezcla de nuestros fluidos, cometí la torpeza de irme de la lengua:

−Por una vez no me siento vacío después del orgasmo.

Y por si el romanticismo no hubiera resultado ya escandaloso, tuve que añadir:

−Somos la ecuación perfecta.

A ella entonces le cambió el gesto, comprendió que yo era un infeliz que le hablaba mucho más en serio de lo que quería aparentar, y me dijo mientras me besaba en los párpados y en la frente:

−Una ecuación perfecta es aquella que no se resuelve. Resuelta la incógnita se acabó el misterio. Y si se acaba el misterio…

Decidió no acabar la frase porque ambos sabíamos que no era necesario. Lo que sí hizo a continuación fue canturrear, fue lavarse los dientes con un cepillo rosa que llevaba en el bolso, fue retocarse el maquillaje, fue vestirse.

Cuando ella estuvo preparada para la despedida, yo estuve a punto de pedirle explicaciones. Me contuve a tiempo. Tampoco lloré. Sacrifiqué definitivamente la parte de mí que quería retenerla. Le pedí un cigarro a pesar de que no he fumado en la vida. Nos abrazamos, nos sonreímos. Nos dijimos gracias en lugar de adiós.

Me he encendido su cigarro y me he puesto a escribir nuestra pequeña gran historia, qué sabe Dios si no volveremos a pelearnos por otro libro.

Romero, 7.


Publicado originalmente en dekrakensysirenas.com, @krakensysirenas, el 15.12.15

Sociedades

Los exámenes se me amontonan encima de la mesa pero no los toco, no puedo dejar de pensar en Simón. Miro otra vez su número, y antes de decidir si llamarle o no, me digo que se confirman al tiempo las tres hipótesis con las que me torturo cada día más; quiere volverme loca, quiere seducirme, y quiere reírse de mí. El problema es que tengo casi cuarenta años, él dieciséis recién cumplidos, y puede conseguir todo lo anterior. Además, está su historia.

He decidido acabar con las incógnitas que rodean este asunto, y eso me obliga a terminar lo que quiera que escriba en apenas una hora. Ese es el tiempo que me he dado para llamarle, o para…

Si la historia que transcribiré fuese verdad, todo comenzó en el tren que traía a Simón camino del instituto como otro día cualquiera. Si es mentira, supongo que todo es fruto de su imaginación; una genial excusa para justificar sus retrasos y, conseguir el mejor cuento de los que leí nunca a mis alumnos, y a muchos otros. En cualquier caso, la primera parte de su relato coincide en el tiempo con el trabajo que encargué a mis chicos de 1º de Bachillerato: escribir una historia ficticia como si fuese real.

En concreto, Simón me entregó tarde y escrito a mano con su letra feísima lo que sigue.

 

Cuando subí al tren apestaba a gente y no quedaba un asiento libre. Me senté en el suelo y saqué a Benedetti. Pensé en sus últimos años, encamado, y lloré. Lloro por auténticas mierdas así que por qué no iba a hacerlo por una cosa así. En la siguiente parada subieron dos tacones y una minifalda que desde mi perspectiva me hicieron ruborizarme. Creo que ella me miró desde arriba, desde sus veintimuchos, y me prohibió que me perdiera en sus piernas. Yo la hubiera hecho caso… de no ser por aquella llamada.

−Salve, ubi es? –dijo ella al segundo tono de su móvil.

¿Había escuchado bien? Me concentré en lo que la chica pudiera volver a decir por teléfono. Levanté un tanto la vista del libro. El poeta me lo perdonaría.

−Lam venit? –entendí a la perfección.

Joder, lamenté no prestar más atención a las clases de Carmen. En Literatura la adoraba, con Lengua hacía un esfuerzo, pero en Latín… latín es un bodrio. Un bodrio que acababa de escuchar por primera vez en mi vida fuera de las clases. Una lengua muerta, usada por una morena muy viva y despampanante.

¿Qué coño podía significar lo que acababa de ocurrir? Por asuntos menores seguro que otros mundos se habían colapsado.

La conversación fue corta y no entendí nada más, pero no parece que pasaran del saludo y de quedar en algún sitio. Yo disimulaba cuanto podía e intentaba no mirar a la chica, pero cuando el tren paró y ella se bajó, mandé a la mierda mis clases (donde por cierto ni siquiera había hecho el relato para Carmen), y también bajé.

La parada era un polígono industrial. No pegaba ni con un adolescente como yo, ni con una pija como ella. Pero iba a intentar seguir a esos tacones y a esa melena que caía hasta la mitad de la espalda.

Poco a poco la gente se fue desperdigando hacia sus respectivas fábricas y naves industriales. De repente me vi a mí mismo como un sujeto sospechoso de las peores intenciones. Me distancié en la persecución cuanto pude. Tras diez minutos de camino en los que ella no miró ni una sola vez para atrás, pendiente como iba de su móvil, llegó frente a un edificio sin terminar, levantado en mitad de un solar a cuyos lados, se erigían los cimientos de varios bloques abandonados a su suerte.

Ni siquiera se lo pensó. La chica entró en el edificio por una puerta a medio hacer.

Me quedé pasmado en mi posición de prudente acechador. Reflexioné por un momento: había seguido a una desconocida; la desconocida hablaba en latín; la desconocida se había metido en un edificio sin terminar.

¿Qué carajo iba yo a hacer en la situación más extraña de mi vida?

−Tengo dieciséis putos años –me dije−. Y no pienso desperdiciar una aventura como esta.

Miré a mi espalda, a los lados, hacia el cielo. Me di una bofetada en la cara. Fui hacia el edificio. Por fuera era uno más de los muchos que se veían por todas partes. Se había construido su esqueleto, se había acabado la pasta… y fin de la historia.

Y una mierda fin de la historia. En cuanto entré con toda la cautela de la que fui posible, lo flipé.

Sé que «flipar» no es una palabra digna para una historia, pero tal vez consiga añadir verosimilitud. Después de todo, es una palabra muy de mi edad, esa que cuando se me lee no aparento, y muy de la calle, esa que se aleja de los libros. O al menos de algunos libros, porque joder, nada más entrar pensé en los escritores que juegan a romper los límites de la ficción, y me dije que si ya era el friki del instituto, si abría la boca al respecto de lo que veía, iría directo al «loquero», que era como llamaban los idiotas de mi clase al idiota del orientador. Pero al grano, que no soy muy de paja… Bueno, mejor dejemos el tema, y mejor eliminen todo este párrafo.

Lo flipé porque el edificio era una farsa. O mejor dicho, la fachada era una farsa. O aún mejor, por dentro todo estaba perfectamente terminado, o al menos, lo que yo podía ver; el vestíbulo, el ascensor, la garita del conserje donde por suerte no había nadie. Todo era… pero en ese momento escuché unos pasos.

Pensé en escabullirme dentro de la garita, pero resultó que quien venía era el conserje, y si no me descubrió fue porque iba café en mano abstraído en un periódico. Pude salir sin que me viera.

Eran las nueve de la mañana. No llegaría al instituto ni a primera ni a segunda. Decidí no llegar a ninguna. Busqué un lugar cercano donde poder leer, pensar, tal vez escribir, y con seguridad, espiar las entradas y salidas del misterioso edificio.

−Por si nos sirve de algo− me dijo Simón al tiempo que me tiraba sobre la mesa los dos folios y medio donde había escrito lo anterior.

¿A qué venía esa mirada después de una semana sin aparecer por clase, a qué ese «nos», a qué la sonrisa de suficiencia? No le contesté nada, pero tampoco él esperó a que yo lo hiciera. Se marchó a su pupitre, al fondo de la clase. Le odié como nunca había odiado a ningún alumno. De inmediato me sentí sucia.

Al principio de curso había tenido un incidente con Simón que no me podía quitar de la cabeza. Me encontraba explicando gramática cuando advertí un movimiento extraño del más extraño (eran mis primeros días con él pero ya acarreaba toda una leyenda de cursos anteriores) de mis alumnos. Simón acababa de esconder algo debajo del libro de texto. Pensé que debía tratarse de una revista de coches, o de pornografía, y reconozco que deseé humillarle ante el resto de compañeros. Me acerqué hasta su mesa, le hice levantar el libro de texto, y apareció El profesor del deseo, de Philip Roth.

Creo que me ruboricé, creo que Simón se dio cuenta. Yo no había conocido a Roth hasta que pasé la treintena, ni siquiera en la universidad me lo habían enseñado, y el mocoso este se dedicaba a leerlo con pósits incluidos. La humillación no salió como había previsto.

Poco después supe otras hazañas suyas. Por ejemplo que a finales del curso pasado le habían partido la cara y varios dientes al defender a un alumno que sufría bullyng; o que mi mejor alumna (guapa, inteligente, aplicada), le había pedido salir, y este la rechazó porque, según cuentan, dijo que no iba a estar con alguien que tuviera a Paulho Coello entre sus escritores favoritos; o lo que pasó con el director… Pero volvamos a centrarnos.

Esa tarde leí el relato que con tanta suficiencia me había arrojado, y le odié un poco más. Simón tenía una letra difícil de descifrar, pero ya escribía mejor que yo. Ese niñato de dieciséis años parecía saber donde tenía que apuñalarme. Faltó al día siguiente y entonces me descubrí pensando con angustia, que podía volver a pasar una semana sin que le viera.

Apareció sin embargo al día siguiente. Cuando sonó el timbre con el que terminaba la clase, me enfrenté a él y le llamé a mi mesa.

−No sé si te a servir de algo para aprobar mi asignatura, pero para la próxima semana quiero la continuación de tu relato.

Para mi sorpresa no se mofó de mí. Para mi sorpresa dijo:

−No se trata de ningún relato, estoy recabando información, y es posible que falte algunos días más al instituto. Lo siento.

Y faltó durante dos semanas. A su regreso me entregó lo que sigue, de nuevo escrito a mano.

 

Hacer de espía sienta bien, como una pelea, como hacer puenting, como todo lo que te da un subidón de adrenalina… Pero no quiero engañar a nadie, y los hombres y mujeres que entran y salen a diario del edificio misterioso, no tienen pinta de ser precisamente peligrosos.

Todos me caen bien, de la guapa latinista al más viejete, de los trajeados a los hipsters, de los que aparentan lo que deben ser, a los que no sé muy bien qué aparentan. Todos me caen bien, repito, salvo el conserje. Pero esto es porque me impide averiguar desde su puesto de vigilante, más sobre todo este tinglado.

Los dos párrafos anteriores es todo lo que avancé durante trece días de cara a mi conocimiento directo del edificio. En ese tiempo, demostré que se puede ser adolescente y tener algo de paciencia.

Tras mi período de observación; tras seguir a varios de sus miembros desde el tren hasta las cercanías del edificio, sin repetir nunca para no levantar sospechas; tras establecer horarios de entrada y salida de cada uno de ellos… Aposté por el todo o nada e intenté entrar, a la hora en el que el conserje se fumaba su pitillo de las doce del mediodía.

Fue el martes dos de abril cuando me escabullí y entré, tras marchar pegado a la pared opuesta en la que el conserje celebraba su cigarro. Era la mejor hora, hasta la una no aparecían los del tercer turno, hasta las tres, nadie se había marchado nunca.

Dentro del vestíbulo me sacudí el polvo que la fachada había regalado a mis vaqueros y a mi camiseta. Luego volví a fliparlo.

Por fuera el edificio sin terminar, por dentro, no solo estaba perfectamente rematado, sino que con más tiempo que en la primera ocasión pude apreciar que tenía un aspecto futurista. El ascensor era por entero de cristal, las luces led, los colores vivos, la decoración minimalista… Debía reaccionar y poner en funcionamiento mi plan. Me abofeteé y esto era todo lo que tenía pensado: rezar para que nadie usara las escaleras, intentar ver lo máximo sin que me descubrieran moviéndome de una planta a otra, y pirarme.

En ese momento me asusté al pensar en cosas que no se me habían ocurrido. Y si había cámaras, y si existía un equipo de seguridad, y si no estaba tratando con buena gente. De hecho, por qué narices había sido tan cándido cuando… El conserje regresaba a su garita. Dejé de pensar y me esfumé por la escalera. Mi plan siguió en marcha.

En una suma y en una multiplicación, el orden de los factores no altera el producto, pero supongo que en todos los demás mundos posibles sí lo hace. Escribo la anterior mierda matemática porque imagino que el edificio, de cuatro plantas de altura, se ordena por un criterio, digamos, profundo, salvo que los cerebritos que lo ocupan se hayan dedicado a dejar algo al azar, cosa que dudo.

Pero voy a dejarme de reflexiones y voy a contar lo que encontré en cada una de las cuatro plantas del edificio (que por cierto y desde fuera aparenta al menos ocho), una vez que subí y bajé, y tras atreverme a salir en alguna ocasión, de mis posiciones de retaguardia, y casi hasta de trinchera, que me ofrecían las escaleras.

Primera planta. La base de la paranoia pensé al principio. Allí se encontraba mi latinista. El único cartel que encontré fue una plaquita que colgaba sobre el flamante ascensor de cristal, decía: Literatura, Lengua, Filosofía.

Se trataba de una biblioteca con las estanterías colocadas en forma de triángulos equiláteros, dispuestos unos dentro de otros, hasta que solo quedaba en el centro el espacio para una mesa también triangular. Por suerte había pasillos y huecos por donde espiar lo que hacían unas diez personas en torno a esa mesa que por supuesto, me hacía pensar en una logia, secta, o cualquier palabra que conllevara que como me descubrieran, la había cagado.

Decir lo que vi es fácil, ahora bien, entenderlo es otra cosa.

Si no se dedicaban a hablar en latín, lo hacían en griego clásico (supuse), y tampoco descarto el arameo (ni idea sobre este idioma, pero es la única otra lengua muerta de la que he oído hablar, y allí se habló al menos de tres modos distintos); no me extrañaría que estuvieran a vueltas con la piedra filosofal.

Temo que lo que cuento se vuelva contra mí, y me convierta en personaje de tres al cuarto por inverosímil, y no en el Simón de vida real que tenía que estar en el instituto, en lugar de en aquella escena tan improbable. Pero ante las dudas que a mí mismo me entran, recuerdo la gota de sudor que bajaba por mi frente, temeroso de ser descubierto, mientras pegaba mi cara a uno de los huecos de las estanterías, para ver a mi latinista y a sus compinches.

Segunda planta. Destinada a la Economía. Allí tuve que arrastrarme. Se trataba de un espacio mucho más abierto que la primera, y me exigió más riesgos para que me enterara de algo. Conté nueve hombres y seis mujeres con la media de edad más alta (a saber si fui preciso) de todo el edificio. Me resultaron personas estiradas, tirantes, nerviosas, como si fueran a robarles la cartera mientras explicaban sin parar sus teorías económicas, cada uno machacando con la suya. Hablaban un español muy clarito, lo reconozco, pero les entendí casi tan poco como a los de abajo.

Mis dieciséis años se me hicieron horribles. Entendí cuánto me faltaba para saber en profundidad de cualquier cosa. Se me cayó  el ánimo al culo.

Mi curiosidad es grande, pero sin años, sin dedicación, y sin talento, no hay nada. Quizá fue esta intuición la que me hizo a los economistas antipáticos. Después de todo, ellos tan solo, eso sí que lo entendí, querían salvar a su modo la sociedad.

Tercera planta. Encontré el futuro dentro del futuro. Un cartel situado en el mismo lugar donde se situaban los de las otras plantas señalaba: Ciencia, Tecnología, Diseño.

No iba siquiera a poder arrastrarme una vez que abandonara la cómoda frontera de las escaleras. Se trataba de un espacio diáfano y bañado en una luz blanca un tanto antinatural, donde había veinte personas, mitad mujeres y mitad hombres, y donde el mobiliario era realmente escaso aunque sobraban ordenadores portátiles y otros cachivaches tecnológicos, a los cuales sabía poner nombre en algún caso, pero en otros no.

Las mujeres y los hombres se mezclaban en pequeños grupos de trabajo en torno a pequeñas mesas y sillas de diseño. Tuve la fortuna de poder oír a los que quedaban cerca de mi posición, pero no puedo decir que les entendiera demasiado. Hablaron de unificar no se qué; de construir las cosas no sé cómo; y sin duda discutían sobre quién era el más listo de la clase. Yo al menos siempre he sido de los más pillos, y tomé prestado un cubo rubik de doce caras pentagonales que estaba tirado muy cerca de mí.

Cuarta planta. Nada más llegar me di cuenta de que me encontraba agotado. No por los esfuerzos que había hecho para que no me descubrieran, o por las cosas que me habían dejado con la boca abierta, sino por la frustración de no entender una mierda allá donde pusiera mi oreja, por más atención que prestara.

Pensé con optimismo que en Medio Ambiente, a lo que se dedicaban allí según rezaba el cartel de turno, iba a cambiar mi suerte y podría enterarme de algo. Así fue.

No es que hablaran sencillo. Eran veinticinco personas (más mujeres que hombres) que se daban cita en un espacio repleto de grandes macetas con plantas muy verdes, y enormes acuarios llenos de peces tropicales, que contrastaban con la decoración fría y metálica de casi todo el edificio. Y sin duda tenían distintos puntos de vista muy sesudos. Pero aquí el mensaje me quedaba claro: somos una especie dañina, caminamos hacia el desastre, y la cuestión para ellos radicaba en saber el ritmo de nuestros pasos.

Eran las 14:45. Casi tres horas de riesgo y asombro resumidas de un plumazo nada dignos, pero es de lo que soy capaz. Quedaban quince minutos para que un tercio de todos los presentes en el edificio, desfilaran. Cinco para el cigarro del conserje. Debía marcharme.

Sin embargo cuando me disponía a hacerlo escuché el ascensor en funcionamiento. Supongo que por el cansancio me puse a temblar. Representantes de las otras tres plantas aparecieron al abrirse la puerta de cristal que aunque lo pareciera, no era transparente. El lugar en apenas dos minutos pareció sufrir un calentamiento global. Pegué la oreja bien agazapado, sin ver nada, y fuera del alcance de nadie.

−Pasado mañana –dijo una mujer que quise imaginar fuese la latinista− tenemos reunión general a las 17:00. Será en la primera planta. Debemos tomar la decisión definitiva.

No sé si cometí la mayor de las estupideces, pero tras escapar, al día siguiente regresé a mi puesto de espía de escalera. Todavía me frotaba de vez en cuando la cabeza, como si no me creyera lo que estaba viviendo, o como si me llamara estúpido por arriesgarme inútilmente, consciente de que lo gordo tendría lugar en unas horas. Estupidez o no, tampoco me descubrió nadie y yo no descubrí nada nuevo.

Estaba a punto de asistir a la reunión definitiva de una sociedad secreta en una especie de edificio imposible. Y todo ello, en la periferia de un Madrid muy real.

Ahora bien, ¿soy tan buen espía como me creo?

 

Cuando le vi entrar al terminar la clase, lo primero que pensé fue, «bendito bribón». Era jueves, todos los alumnos se marchaban para casa después de los exámenes de la segunda evaluación, y él venía hacia mí tras dos semanas sin aparecer, con una sonrisa y una caja de zapatos dentro de una bolsa de Mercadona. Fue cuando me entregó su segunda parte de la historia que acabo de transcribir. Fue cuando me dijo:

−Carmen, dentro de la caja también encontrarás una tarjeta con mi número de teléfono. Tendrás que wasapearme o llamar si quieres saber cómo acaba esto, aunque tal vez no te atrevas, o a lo mejor yo no lo cuento.

Fue cuando se marchó tal cómo había llegado, con aire de triunfo pero sin la caja. Fue cuando yo la abrí y me guardé la tarjeta en el bolso. Fue cuando saqué los folios escritos a mano. Fue cuando vi el cubo de rubik de doce caras pentagonales. Fue cuando con cara de completa idiota, me perdí en contemplar media docena de fotos, de un polígono que reconocí y situé a las afueras de Madrid, de la fachada de un edificio en apariencia abandonado que tendría unas ocho alturas; y de unos  interiores borrosos y de aspecto extraño. Fue cuando pensé que todo aquello no demostraba nada. Fue ayer.

Ahora es viernes y toca terminar de cuadrar esta locura.

A las 15:00 tomé la decisión de escribir cuanto he escrito hasta hace un par de párrafos. Terminé sobre las 16:00 y entonces llamé al número. En cuanto lo hice me sentí ridícula, humillada, con el orgullo pisoteado.

No ocurrió absolutamente nada porque nadie contestó. Me sentí todavía peor. A las 17:00 seguía sin haber cambios. Media hora más tarde el teléfono me anunciaba un wasap, apenas si recibo alguno y me dio un vuelco al corazón. Era un archivo de audio. Lo transcribo:

Todos estamos de acuerdo en lo esencial [habla una voz dulce de mujer] el mundo es un asco… y nosotros podemos cambiar el mundo. La pregunta por tanto es, ¿estamos dispuestos a implicarnos, o elegimos como hasta ahora nuestra torre de marfil?

 María [voz de hombre, parece segura, él debe de ser mayor que ella], ya podías haber cambiado de imagen, tantos libros y tantas lenguas como atesoras, y recurres a lugar tan común como la…

Déjate de crítica literaria [una tercera voz, de hombre, tal vez mayor que el anterior], y ciñámonos a la pregunta. Creo además hablar en nombre de todos cuando añado que las dos respuestas son legítimas.

[Hay unos segundos de silencio hasta que la misma voz continúa].

Tanto si decidimos dar un paso al frente, un puñetazo en la mesa, mancharnos las manos, como si nos quedamos refugiados de modo confortable en nuestros conocimientos, sin asumir riesgos que no tenemos por qué asumir, porque ni nos lo han pedido ni probablemente sirva para nada bueno como nos enseña la Historia, estaremos en nuestro derecho y cumpliremos con la más alta exigencia ética.

Permíteme Juan [una cuarta voz, de mujer], que te ponga en duda la afirmación anterior, pues no todos compartimos esa postura negativista sobre la influencia perniciosa de la implicación histórica…

Un momento [de nuevo habla la dulce María, pero ahora tiene una inflexión dura en la voz]. Perdonad que interrumpa pero se nos olvidaba un tema ¿Qué es lo que vamos a hacer con nuestro incauto merodeador que ahora mismo se agazapa en algún lugar de las escaleras, quien sabe si grabándonos o haciendo fotos como la última vez. ¿Le azotamos el culo, le invitamos a que nos dé su opinión, le sacamos los ojos y le arrancamos los tímpanos por lo que ha visto y oído?

[Me asusto del tono de la mujer pues a pesar de la ironía que quiero interpretar, se me impone un toque siniestro en sus palabras. El giro brusco, los murmullos, la tensión, una respiración agitada que ahora domina el audio… me descubro temblando, a punto de llorar. La cosa se enreda un poco más].

Todos tenemos claro [una quinta voz, estoy tan nerviosa que no sé decir si de hombre o de mujer] que el chaval no va a salir de aquí. Al menos de momento. Ayer lo acordamos cuando se marchó. Va a entregarse a nosotros, va a confesarnos lo que ha visto, va a confirmarnos a quién se lo ha contado, y va a hacer que todos los que conozcan este edificio, vengan hasta aquí lo antes posible. Sabemos lo de la profesora, veremos si hay más. Y si no se presentan pronto, sí que vamos a tener un problema ético.

Simón, ¿a qué esperas para salir de tu escondite, a qué para reunirte con nosotros?

El audio se corta.

Estoy histérica, no sé qué pensar. Me quiero convencer de que Simón es un… de que es un maldito…

Encontraré el edificio.