La casa de las ventanas de papel (O la muerte del héroe)

Dios, qué maravilla, llueve y hace frío en pleno julio. Mientras bajo de un autobús azul y a la espera de uno verde, frivolizo con la idea de que el cambio climático no va a estar tan mal después de todo.

Espero cerca de la marquesina de la parada del Hospital 12 de Octubre, abro mi paraguas morado para combatir la lluvia y, el Orlando, de Virginia Woolf, para combatirme a mí. Mientras leemos escapamos de nosotros mismos, reflexiono, para refutarme al momento siguiente al pensar en la tarde de trabajo que tengo por delante.

Vuelvo a centrarme en la lectura y sentencio que Orlando es maravilloso. Al margen de su calidad literaria, pienso en las fluctuaciones que llevan al lector de un mar a otro a través del Orlando hombre y de la Orlando mujer, y cómo Virginia construye y lega a la posteridad un alegato feminista, mejor dicho, humanista.

Me pregunto entonces si yo estoy en disposición de legar algo de interés, y sonrío por respuesta. Suficiente tengo con sacar adelante las peleas que tengo encima. Por ejemplo, no tengo nada que encaje bajo el título La casa de las ventanas de papel, el relato que debo presentar en unas semanas para el blog literario de Krakens. Por ejemplo, no tengo nada que encaje con la religión, el tema que debo tratar para Habitación 13, el club de escritura del que formo parte. Por ejemplo, no tengo editorial para mi novela… ¡Pero mierda! ¡Me cago en…!

Levanto la cabeza a destiempo y veo cómo se larga el autobús al que debía haber subido. Blasfemo una, dos, tres veces más. Me calmo un poco y se me ocurre pensar que ya tengo tema: la blasfemia. Descuido el ángulo del paraguas y Orlando acaba con las páginas 140 y 141 empapadas y desteñidas. Entonces se me ocurre pensarlo y es entonces cuando ocurre: Dios se ha tenido que quedar a gusto, el muy cabrón. El rayo me impacta de lleno.

Caigo al suelo entre convulsiones. Todos los pelos se me han erizado, no es un mito. El paraguas se hace trizas y está a tomar por culo, o eso supongo con la agonía encima. El libro no, el libro está a mi lado, cayó con la contracubierta hacia arriba, desde allí Virginia Woolf me mira con pena ¿Qué más le puedo pedir a esta aventura? ¿Sobrevivir? No; ¿Que remita un poco este dolor? Tal vez; ¿Que la gente de alrededor no grite? Eso estaría muy bien.

Los párpados me pesan como nunca, estoy al lado del hospital, pero no tiene pinta de que nadie vaya a salvarme. Ni siquiera escucho sirenas. Pienso en eso de que en el arte hay sentido, pero en la vida no. Pienso en que dejo demasiadas historias sin escribir, y que así es difícil la posteridad, y que hasta muriéndome me justifico. Pienso que tendría que haber borrado el historial de Google. Pienso en los gracias y en los te quiero que dejé sin pronunciar a las puertas de los labios. Pienso en que me jode morirme pensando en esa cursilería.

Desde el suelo y a pesar de la lluvia que me recorre la cara, y de la gente que se arremolina en torno a mí, distingo en la marquesina a una niña abrazada a su madre. Entonces se me ocurre pensar que mi cuerpo ha absorbido toda la energía, toda la descarga del rayo, y que de esa manera he evitado que alcanzara a la pequeña. Decido pensar que la he salvado y si eso no es encontrar un sentido que baje Dios y me lo discuta. Pero mejor, ya voy yo a discutirlo con Él, o con Ella, o con Ello, o con Nada, donde haga falta. Tenemos muchas cuentas pendientes y no tengo otra cosa mejor que hacer, yo ya estoy muerto.


 

 

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Publicado originalmente en dekrakensysirenas.com, @krakensysirenas

Cobarde

I

Al llegar de la editorial se encontró la puerta de su casa abierta y, con inquietud, se preguntó si se trataría de uno de sus numerosos despistes o de un robo. De inmediato cayó en la cuenta de que no tenía copia alguna del archivo word que contenía su última novela, casi terminada. Si ha desaparecido el ordenador… se precipitó dentro y al dar la luz se topó con su familia y sus amigos.

−¡Feliz cumpleaños! –Le gritaron al unísono mientras él se serenaba.

Recibió besos, abrazos y tirones de orejas. Se mostró estoico. Incluso forzó su sonrisa para no resultar desagradecido, aunque no dejaba de pensar que cuarenta y dos años era una cifra lo suficientemente abultada como para ahorrarse todas esas zarandajas. Para sobrellevar mejor el trago y a los suyos se sirvió un whisky doble. Los demás no pasaron del vino o de la cerveza, y eso cuando lo hicieron, porque la mayoría optó por refrescos light que a él horrorizaban, si bien nadie conocía ese pueril secreto. La tarta esperaba.

Una hora más tarde en la casa del prestigioso escritor los asistentes se habían dividido en dos grupos. En uno, con mayoría de mujeres, se mezclaba la política con los pañales. En el otro, hombres sobre todo, el fútbol y también la política iban de la mano. El anfitrión, que siempre había escrito contra los tópicos, no pudo sino viajar hacia su mundo interior, aunque en apariencia fuera de un lado para otro repartiendo sonrisas y afecto. Sin embargo algo fuera del guión le impidió esta vez sobrellevar a los demás como tantas otras veces.

Comenzó a llover con fuerza y el repiqueteo de la lluvia contra las ventanas le anegó de nostalgia. El recuerdo de ella bajo la lluvia se hizo insoportable.

−Me voy –dijo sin dar ninguna explicación a los atónitos invitados−. Cerrad la puerta cuando os marchéis.

II

Nada más comenzar su paseo errático sintió el extraño alivio de la contradicción. La lluvia nunca golpea contra la ventana con suficiente fuerza, pensó mientras recordaba que su última conversación con ella había sido bajo una tormenta, que sus mejores noches llegaron bajo tormentas, que las lágrimas como mejor se ocultan es bajo la tormenta.

Con esa tempestad repleta de aristas caminó largo tiempo despreocupado de su salud e indiferente a los comentarios que dejaba atrás. Se envolvió en recuerdos y reflexiones. Habían pasado ya diez años desde que se vieran por última vez, y ocho desde que ni siquiera hablaban por teléfono. El mar les separaba pero el abismo definitivo era la conciencia de un proyecto de vida distinto al que ninguno de los dos quiso renunciar. Sin embargo él la seguía adorando y la consideraba su mejor fracaso. Ella había sido entre todas las mujeres que había conocido, la única que asumiera como él lo hacía, el radical absurdo de la vida y, por muy absurdo que resultara, la seguía queriendo. Del mismo modo podía considerarse un sinsentido que cada año le escribiese una carta que finalmente nunca enviaba, pero seguía haciéndolo bajo la idea de que al menos la acariciaría en cada palabra que le escribiese.

La expresión calarse hasta los huesos se le quedó corta después de una hora bajo la lluvia, y hasta el alma le resultó más conveniente a pesar de no creer en tal cosa. Sin duda fue esa imagen la que le llevó a pensar que estaba erigiendo un templo de preguntas con el que torturarse. El altar era evidente: ¿por qué se dijeron adiós? Su vía crucis terminó con la sentencia en la que siempre concluía, lo que ella dijo al despedirse: «somos valientes y únicos al sacrificar los sentimientos por nuestros proyectos».

Chorreaba de la cabeza a los pies. Tiritaba a cada paso. No tardó en decirse que merecía ahogarse allí mismo, que bendito sería el rayo que le fulminase. Pero no ocurrió tal cosa y sin saber bien cómo, se encontró de nuevo en su portal.

III

Su familia y sus amigos le habían hecho caso y cerraron la puerta al marcharse. La tarta seguía intacta, le pareció la viva imagen de la tristeza.

Entre temblores logró deshacerse de su ropa que sonó a charco al arrojarla sin miramiento contra el parqué. Desnudo, con la lluvia azotando los cristales, contempló su apartamento repleto de libros. Una idea se apoderó de él: había sometido su vida a muchos sacrificios por lograr su sueño de entregarse por entero a la literatura y, sacrificarla a ella había sido un error. Todo se le nubló.

Fue hasta la nevera y se abrió una coca light, la bebida que ella siempre tomaba, entonces encendió las velas de su tarta, y finalmente buscó el teléfono móvil. A pesar de los años y de que había borrado el contacto de la agenda, no le costó nada recordar las nueve cifras.

Con el primer tono lo tenía claro, le diría que quería ser digno de reconquistarla, asumiría que era un cobarde, pero que quería serlo a su lado. En el segundo tono se percató de que la lluvia ya no golpeaba contra la ventana, la tormenta había cesado por completo. La nostalgia se esfumó de golpe. La voz de ella sonó al otro lado de la línea, «¿Sí?».


Publicado originalmente en dekrakensysirenas.com, @krakensysirenas, el 28.01.16

Podría ser peor

“Voy a escribir la historia más feliz que puedo imaginar”

Acababa de cumplir los dieciocho años y como era costumbre en los últimos meses todo me salía mal. Si llegaba tarde jamás me lo perdonaría por lo que la lluvia poco me importaba, y cuando el viento rompió las varillas de mi paraguas, no perdí el tiempo en esperar a que la tormenta se calmase. Seguí camino de la parada con el aguacero lavando mi cara resacosa ganada a pulso el día anterior.

Deshacerme del paraguas en una papelera, ver demasiado lejos el autobús al que debía subir, y pisar una mierda, fueron detalles ocurridos al unísono que tengo marcados a fuego en mi memoria. Eché a correr. No llegué a tiempo. Me senté en la marquesina que no era capaz de cubrirme de la tormenta. El olor a mierda de la zapatilla llegó hasta mí. Me golpeó como el puñetazo más duro que pudiera recibir. Comencé a llorar. Desconsoladamente.

Por supuesto lloraba por mi abuelo. Ya no volvería a ver su mirada, ni su voluntad inquebrantable evaporada al fin. Pero no solo era por él.

Yo siempre había sido afortunado en casi todo, y sin embargo desde hacía un tiempo estaba atravesando una mala racha difícil de creer. Mientras entrecerraba los ojos, donde pugnaban mis lágrimas por salir, contra la lluvia por entrar, mi cabeza elaboró una lista.

Tenía que elegir entre repetir COU, yo, un estudiante que nunca había suspendido un examen en la vida, o meterme en alguna carrera que no era mi vocación desde los siete años, puesto que esa vocación, quedaba lejos de mi alcance por culpa de una selectividad lamentable que me había hecho bajar la media de mis notas como si la hubiese tirado por las escaleras.

Y sí, supongo que ese descalabro se debía a la enfermedad de mi abuelo. Pero también, o quién sabe si sobre todo (porque esto que viene ahora no lo podía esperar, porque me sentí traicionado, apuñalado, jodido en las entrañas) al primer desgarro por amor que viví. Aún la recuerdo tan dulce, tan bonita, tan enamorada de mí desde que nos conociéramos tres años atrás. Ya sabéis, casi el primer beso, el primer polvo, las primeras promesas eternas… hasta que esa intensidad se acaba del peor de los modos posibles. No solo es una ruptura, no solo me engañó, no solo lo hizo con uno de mis mejores amigos, sino que también eligieron el peor de los momentos, cuando me jugaba mi futuro, y cuando mi abuelo se me moría.

El resto de la racha os la podéis imaginar, porque va en cadena; crisis de la amistad, pérdida de mi fe en Dios, mi autoestima por la alcantarilla, descontrol absoluto con el alcohol, algún episodio de lo que ahora se llama asépticamente intento autolítico… Pero volvamos al día de mi décimo octavo cumpleaños, a la tormenta, a la marquesina donde espero el siguiente autobús que por fin aparece, al que subo avergonzado, por las lágrimas derramadas hasta hace un momento, por el olor a mierda que deseo solo me llegue a mí, porque no voy a poder siquiera despedirme de mi abuelo.

El trayecto se me hace insoportable. Varios pasajeros evitan sentarse a mi lado, o eso me parece a mí. Como mínimo apesto a humedad, como máximo (creo que empiezo a delirar) mi estampa refleja que voy al encuentro de la muerte. Restriego la zapatilla que pisó la mierda contra el suelo del autobús. Estoy a punto de volver a llorar. Será mi primera escena en público. Sin embargo estornudo. Es un estornudo brutal que desparrama mis mocos por mi jersey y mis pantalones, que me salva del llanto pero me cubre de vergüenza, más aún, estoy enterrado en ella. Una señora se acerca y me tiende un pañuelo. Lo agradezco, es lo mejor que me ha pasado en varios meses. Se lo digo a la señora y como es lógico no sabe qué contestar a algo así. Me limpio lo mejor que puedo, siento que todos en el autobús me miran. Acabo de cumplir la mayoría de edad y ya tengo sobre mí todo ese peso, la orilla de la inocencia ya está a años luz.

El autobús por fin llega al hospital. Más que bajar, salgo huyendo. Ya no llueve.

Llego al edificio, llego al ascensor, llego a la planta de cuidados paliativos. Mis padres están afuera de la habitación, agotados. Cuando me ven aparecer quisieran reprocharme un millón de cosas, empezando por el aspecto, siguiendo por la hora, acabando por dónde estuve anoche, qué es lo que hice… pero nada de eso importa ahora y agradezco que guarden silencio. Solo me dicen que los médicos aseguran que aún le quedan un par de horas. He llegado a tiempo. Hay en mí cierto alivio contradictorio, cruel, infame. De nuevo siento que el olor a mierda me envuelve. Me quito las zapatillas. Entro.

Mi abuelo está entubado, tiene conectadas una bolsa de suero y otra de morfina, viste una bata verde pistacho feísima, la cama se reclina ligeramente. Tiene la cabeza girada hacia la ventana exterior. Duerme. Lleva en ese estado varios meses, pugnando con una enfermedad que todos sabemos que acabará con él, y que lo hace a base de dolor. Los médicos no se explican a qué viene tanta resistencia por su parte, por qué no se deja ir de una vez. Ha luchado más que la mayoría. No tiene cuentas pendientes. Ha sido feliz. Ha sido querido. Ha librado infinidad de batallas que en su corazón nunca perdió.

Me he equivocado, no duerme. Parece que me ha sentido llegar y ladea la cabeza hacia mí. Me mira. Sus ojos se irán siendo el mar. Lloro, pero esta vez no me importa. Él me dice hola, me mira fijamente. Nos damos la mano. No deja de mirarme, está leyéndome de arriba abajo. Mi abuelo sabe hacer eso, mi abuelo puede hacer cualquier cosa.

−¿A qué vienen esas lágrimas? Podría ser peor.

Ante esa frase se me escapa una especie de risa histérica, y la sinceridad brota.

−No sé cómo –le digo.

Sé que le cuesta horrores hablar, lo mucho que le duele ese esfuerzo siquiera entrecortado, pero lo hace y yo no se lo impido.

−Por ejemplo, podrías no haber llegado a tiempo para despedirte. Pero aún podría haber sido mucho peor. Podría no haberte tenido como nieto, y si hubiese sido así, quién me recordaría como lo harás tú, y quién me haría seguir viviendo, feliz, en ti.

Y ya no dice nada más porque se me muere. De esa manera. Mi mano en su mano, mirándonos. Caigo de rodillas.

Han pasado veinticinco años desde aquel día y nunca más he vuelto a caer de rodillas. Ni siquiera la semana pasada, cuando los médicos me han comunicado que la enfermedad que acabó con mi abuelo, y que afortunadamente se saltó a mi padre, habita en mí, y ha comenzado a llamar a mi puerta con una furia inusitadamente temprana. Mi abuelo llevaba razón, siempre puede ser peor, y seguiré hasta el final su ejemplo: sonreír, apretar los dientes si no es posible, e irme con dignidad.


[Publicado originalmente en DeKrakensySirenas, @krakensysirenas el 25.10.15]