Reseña de Orlando, o la muerte del héroe

Estamos en pleno julio, pero llueve y hace frío. Mientras bajo de un autobús azul y a la espera de uno verde, frivolizo con la idea de que el cambio climático no está tan mal después de todo.

Espero junto a la marquesina donde parará el autobús que debe llevarme al trabajo. Abro el paraguas para combatir la lluvia y abro el Orlando, de Virginia Woolf, para combatirme a mí. Mientras leemos escapamos de nosotros mismos, me digo, para refutarme al instante, tras pensar en la tarde de curro que tengo que afrontar.

Me centró en la lectura y tras varios párrafos sentencio que Orlando es maravilloso. Al margen de su calidad literaria, que por supuesto, pienso en las fluctuaciones que llevan al lector de un mar a otro a través del Orlando hombre y de la Orlando mujer, y en cómo Virginia construye y lega a la posteridad un increíble alegato feminista, o lo que es lo mismo, humanista.

Me ataca entonces la duda de si estoy en disposición de legar algo de interés, y sonrío por respuesta. Suficiente tengo con sobrevivir al estrés del trabajo, con madrugar lo que debo para terminar de corregir mi último manuscrito, con sacar tiempo para promocionar la novela que acabo de autopublicar de manera agridulce, o con inventarme el tiempo para que mi vida social… Cuando levanto la cabeza ya es tarde.

¡Mierda! ¡Me cago en todo! Mi autobús se larga sin mí. Blasfemo una, dos veces. Me calmo un poco y pienso que la blasfemia es un gran tema. Descuido el ángulo del paraguas y Orlando acaba con las páginas ciento treinta y ocho y ciento treinta y nueve empapadas y desteñidas. Blasfemo una tercera vez y es cuando ocurre. El cambio climático no era tan bueno y Dios se ha tenido que quedar muy a gusto… El rayo me ha impactado de lleno.

Caigo al suelo entre convulsiones. Todos los pelos se me han erizado, no es un mito. El paraguas se hizo trizas, la novela no. Orlando ha caído con la contracubierta hacia arriba. Desde ahí, Virginia me mira con pena. ¿Qué más le puedo pedir a esta aventura? ¿Sobrevivir? No lo parece; ¿Que remita el dolor? Estaría bien; ¿Que la gente deje de gritar a mi alrededor? Eso estaría mucho mejor.

Mis párpados pesan una tonelada, el resto de mi cuerpo, de repente, he dejado de sentirlo. Pienso en eso de que en el arte hay sentido, pero en la vida no. Pienso en que dejo demasiadas historias sin escribir y demasiados libros sin leer, y que así es imposible alcanzar la posteridad. Pienso que hasta muriéndome me justifico. Pienso que tendría que haber borrado el historial de Google antes de salir de casa. Pienso en los «gracias» y en los «te quiero» que dejo sin pronunciar. Pienso en lo mucho que me jode morirme pensando en cursilerías.

Desde el suelo y a pesar del entumecimiento de mi conciencia, de la lluvia cegándome y de la gente que se arremolina en torno a mí, distingo en la marquesina a una niña abrazada a su madre. Comprendo que mi cuerpo, gracias al paraguas, absorbió toda la descarga del rayo evitando que alcanzara a la niña. La he salvado y me digo que si eso no es encontrar un sentido, que baje Dios, o que suba el Diablo, y me lo discutan.

Sin embargo, no hace falta que baje uno o suba el otro, pues voy a discutirlo con ellos, o con la Nada si fuera preciso. Al fin y al cabo, tenemos muchas cuentas pendientes y no tengo otra cosa mejor que hacer, yo ya estoy muerto.     


«Paisaje con la caída de Ícaro» del pintor holandés Brueghel el Viejo

Del amor fraternal y otros cuentos

Ada escuchó el timbre y su cuerpo tembló como un junco azotado por una repentina racha de viento. La cita a ciegas con un taxista que le había organizado su hermana aguardaba al otro lado de la puerta. Hacía dos años que no salía con un hombre, cuatro desde su último y desastroso encuentro sexual, seis desde el fatídico accidente.

Pensó en encerrarse en su dormitorio, pero no lo hizo; en no abrir la puerta por mucho que sonara el timbre, pero la abrió tras dos ráfagas de insistencia; en rogar al taxista que se marchara, pero le resultó encantador a primera vista. Ada pensó en no defraudar a su querida hermana y logró balbucear, hola, adelante…

A un mundo de distancia, Zaida se retocaba el maquillaje en el espejo del baño. Su novio se impacientaba a cada segundo. Cuando Zaida regresó por fin a la mesa que habían reservado en el restaurante, el joven confesó que llegó a pensar que ella se había fugado sin pagar la cuenta, y que era mentira todo lo que le había contado en los últimos meses.

Zaida miró a su joven amante, valoró si no había confiado demasiado en él y finalmente le dijo que no fuera idiota, que a esa hora su querida hermana sería feliz, y que no olvidara que ellos debían celebrarlo.

Feliz es una palabra demasiado ambiciosa, pero la ilusión sí que empezaba a cosquillear la epidermis de Ada. El taxista se había mostrado sensible durante la ensalada y atento durante el risotto. Además, parecían compartir intereses comunes y tal vez, pensó Ada, no tenga prisa en acostarse conmigo.

Todo marchaba incluso mejor de lo soñado hasta que el taxista, con un tono de voz completamente nuevo, le preguntó si conocía bien a su hermana. Cuando Ada dijo que sí, que por supuesto, que por qué se lo preguntaba… de esa manera, él sonrió.

El joven se encontraba desnudo y exhausto. Zaida estaba en la ducha. Nunca la había visto tan salvaje ni tan excitada. Por su parte, la culpa y el arrepentimiento crecían en él a cada segundo, daba igual el punto de vista que adoptase, era cómplice de lo ocurrido.

Comenzó a vestirse con prisa tras recordar la primera vez que Zaida le había contado el plan. Él no pudo evitar preguntar por qué. Por qué va a ser, contestó Zaida sorprendida, por dinero. Luego añadió, el accidente de papá salió bien, pero no conté conque Ada sobreviviera, ni mucho menos conque el muy cretino ya le hubiera dejado a ella encargada de mi parte.

Ada temblaba de la cabeza a los pies. El sicario le tendió una infusión a la espera de que se tranquilizase. El falso taxista había decidido romper uno de sus códigos para salvaguardar otro. Y creía hacer lo correcto, aunque la situación se le podía escapar de las manos.

Después de dar un sorbo a la infusión, Ada preguntó por fin, mientras fijaba sus ojos en los del hombre, que por qué se lo había contado. El sicario se pensó mucho la respuesta, hasta que al final dijo, porque eso no se hace entre hermanas. Tras sostener la mirada de quien hubiera tenido que ser su víctima, añadió, salvo que empiece la otra.

Zaida salió pletórica y perfumada del baño y no dio importancia a la ausencia de su novio. Canturreaba mientras tomaba la decisión de echarse otro amante, uno quizá no tan guapo ni tan joven, pero sí más decidido. Tal vez el taxista quiera cenar conmigo, pensó, encajamos como billete al banco.

Llamaron a la puerta, se puso un albornoz y fue a abrir.  Vivía tan alejada de la realidad en los últimos meses, que no se preguntó quién podía ser a esas horas. Cuando se topó de frente con aquella sonrisa, tardó un momento en comprender que los planes no salen como uno quiere.        


Las dos hermanas, de Théodore Chassériau, 1843, óleo sobre lienzo.

Fantasías colaterales

Es difícil saber cuándo termina el placer y cuándo comienza el dolor, pero lo que está claro es que conviene saberlo. «De haberlo sabido», ese suspiro que casi siempre llega tarde, salió más de sus entrañas que de sus labios. Luego llegó la discusión, mi huida, los copos.

Al igual que conviene conocer en qué lado del límite hay que estar, también es recomendable posicionarse en el lado correcto de la ventana. Quiero decir, no es lo mismo estar dentro que fuera; mejor ver la tormenta bajo techo, mejor sentir el terremoto al aire libre. Pero ni ellos ni yo supimos elegir bien.

O mejor todavía, más que elegir bien o mal, muchas veces no elegimos, y nos dejamos llevar, por lo que las elecciones terminan por tomarnos a nosotros, por no decir que nos atropellan. Con siete años te lo puedes permitir, con quince empieza a pesar, a mis treinta ya es una losa…

Pero llevo una eternidad aquí plantado y todavía no he dicho nada que valga la pena, si por valer la pena consideramos no morirse de frío. Porque aquí estoy, desnudo, en la calle, mientras nieva. Mientras los vecinos poco a poco comienzan a incorporarse al sainete, mientras intento llamar la atención de la pareja que discute y discute tras la ventana del primero por la que escapé, mucho antes de tiempo, en un acto de estupidez supina, cuando vi cómo esgrimían un par de cuchillos.

Porque joder, que se odien si quieren, que se queden el dinero que me prometieron los dos, que allá ellos con sus fantasías mal avenidas, pero por favor, vuelvo a gritar: ¡Devolvedme la ropa y las llaves!


Marte y Venus descubiertos por Vulcano,
Alexandre Charles Guillemot, 1827.

Fugas

Estoy muerto, pero nadie lo sabe.

Antes, logré escapar, conseguí el coche, pero se paró en mitad de la vía.

No fue un sueño, no soy un fantasma, el tren me arrolló, sentí cada hueso roto. Luego la nada.

Sin embargo, de alguna manera, la nada me devolvió entero.

Como mi muerte no invita a la lógica, tomé decisiones que tampoco. Regresé voluntariamente a la cárcel. Nadie entendía demasiado, yo no era una excepción.

Hoy comencé a cambiar por el principio, llamé a mamá, le dije te quiero y lloramos. Hacía tanto tiempo que no estaba tan vivo.


Átropos, Las Parcas o El Destino,
forma parte de la colección de las pinturas negras de Goya

¡Desiertos del mundo, alerta!

Ser desierto no me resultó fácil, nadie nace siendo un monstruo, pero a todo se acostumbra uno. Así que, a lo largo de los siglos, aprendí a usar mis sofocantes días y mis gélidas noches, para acallar las voces discrepantes que entraban en mi cada vez más extenso territorio.

Reconozco pues sin rubor, vergüenza ni culpa, que sin distinción alguna de planta, animal o cosa, hice sufrir, acabé con cuantos individuos pude, resquebrajé lo que se tenía por irrompible y hasta extinguí especies en su totalidad. Es por tanto normal, que con tal currículo, os estéis preguntando qué diantres ha pasado de la luna al sol, para que me haya aguado de esta manera, para que haya florecido, para terminar en mi superficie con esta disposición a la alegría.

Por lo que observo, algunos crédulos lo llaman milagro, los racionales se devanan los sesos, y a los menos no les importa el motivo y tan solo disfrutan del resultado. Pero también están los recelosos que piensan que volveré a torturar con mi frío y mi calor a la primera de cambio, los interesados que ya planean rentabilidades a cada centímetro de mi ser, y los malvados, que saben, porque se encargarán de ello, que este paraíso tampoco acabará bien.

En todo caso no tengo respuestas para nadie, y no porque quiera competir con el diablo, que puedo, y no porque no sepa salir impune como los dioses, que sé, sino porque el instante de ternura que ha posibilitado esta osadía es inexplicable y me tomó a traición y me cambió de arriba abajo y de un lado a otro y de dentro a fuera.

Tenía que haber aplastado esa semilla a tiempo, pero no lo hice, pues no vi su fuerza, la consideré inofensiva y esperé, como ocurre, ya no siempre, su marchitar. Así que ya sabéis, desiertos del mundo, cuidado con la esperanza, porque germina de la manera más insospechada y puede hacernos polvo.


Gustave Guillaumet – “El desierto” (1867, óleo sobre lienzo, Museo d’Orsay, París)

Conciencia desacompasada con redoble final

En la primera curva del camino me pregunté por la cantidad de alcohol que llevaba en sangre. Al caer en la cuenta que, demasiada, agradecí ir a pie.

Era de noche, acababa de salir de su casa y me sentía viejo. Despojado del arrojo que tenía a los quince, de la seguridad de mis veinte, de la experiencia que sentía a los treinta, de toda esperanza. Ya solo conocía perdedores en un reino de perdedores donde yo era el rey.

Tocaba enfilar a casa entre el frío, la distancia y la decepción. La apuesta no había salido como esperaba; ni la ginebra, ni la maría, ni nuestras tristezas nos habían llevado a la cama. Una ligera emoción trasnochada de posos nostálgicos, tampoco. Todo sabía a trampa, pero de esas que ni siquiera te desmiembran, sino que te dejan igual, cargando con el saco de dudas sobre el lomo.

He dicho que hacía frío, y es que quién no ha temblado en verano, mientras contempla las cuatro estrellas que con suerte nos deja ver la ciudad, mientras ya sabemos que nosotros no seremos una de ellas, mientras el fin del mundo cada día está más lejos y tu fin a cada segundo más cerca. He dicho, más o menos, que la decepción era un puñal clavado en mis partes más dolorosas. He dicho o diré, con firmeza, que la distancia a casa era como una bala en el vacío. He insinuado tantas cosas, que me siento desnudo, aunque no deje de caminar.

¿Qué, si no caminar, se puede hacer de provecho a altas horas de la noche y, en realidad, en cualquier puñetero momento? Al fin y al cabo pararse es morir, y morir es todavía peor que arrastrarse. Así que camino, como si hubiera un rumbo, por más que se oculte, aunque se subraye a cada latido que no hay sentido se mire por donde se mire.

Y atravesado por mi neblinoso estado de ánimo, cruzo calles y farolas que me arrojan recuerdos y sombras, y con la mejor de mis sonrisas malsanas, me cruzo con adolescentes que empiezan a llorar y a reír sin saber que el mayor privilegio es ser joven, pero que ese privilegio no se conoce realmente hasta que se pierde.

Casi al final, incluso me acerco a casa sintiéndome mejor, mérito sin duda de mis traspiés y de una luna menguante, que me mira mientras la miro, y claro, cuando estás embobado es cuando te embiste la vida. Siempre fue así. Y quien dice la vida, dice un coche. Y mientras la guadaña se plantea si llegará a la yugular, me revuelco por el parachoques, por el capó, por el techo y, por un abismo que suena a mis últimas plumas rotas.

Sin embargo, nadie conoce su último vuelo, o al menos yo no lo conozco, y encamado, deshecho y vendado hasta la médula en un hospital, abro los ojos y te veo.     


Trampas para monstruos

Solté al tigre porque yo ya estaba harto y él hambriento. La escena fue como la imaginé; los pasajeros del vagón del metro dejaron por fin de prestar atención a sus pantallas y a sus vidas virtuales y comenzaron a gritar en dolby surround. La fiera, como quería silencio antes de su festín, saltó sobre la yugular de los hombres más histéricos y de las mujeres más ruidosas y, como allí no callaba ni dios, hubo una pequeña matanza hasta que llegué a destino y encerré al animal de nuevo en mi imaginación. Las víctimas recobraron sus aburridos cuellos y sus ropas limpias sin sangre y sus malditos móviles.

A la mañana siguiente hubo una escena similar, salvo que en lugar de un tigre, creo recordar haber soltado un pequeño mamut, cuando otro vagón repleto de personas incapaces de levantar la vista de sus flamantes smartphones,me hicieron perder la paciencia. Y así volvió a suceder al día siguiente, y al otro y al otro, bien con un ninja sanguinario, con una gigantesca planta carnívora insaciable, o con un extraterrestre exterminador que nos llamaba alienígenas a nosotros.

La escabechina de pasajeros, que finalmente recobraban sus vidas al llegar a mi parada, se perpetuó hasta el sexto día, cuando al vagón subió mi némesis. Se colocó con descaro en frente de mí y cubrió la salida. Ella no tenía móvil y yo ni siquiera un libro entre las manos. Me retó con su mirada y no fui capaz de hacer otra cosa que humillar la cabeza, hasta que bajé en mi estación con mucho cuidado de no rozarla.

Hoy, nada más subir al vagón, he pegado mis ojos al móvil, buscándola desesperadamente en las redes sociales, por si tuviera la suerte de volver a encontrarnos y, en esta ocasión, fuera capaz de liberarme de mis monstruos.


La soledad del corredor de fondo, Alan Sillitoe

Un año y varios meses más tarde de la recomendación del escritor y profesor de literatura, Rafael Ruiz Pleguezuelos, del que por cierto da gusto leer todo lo que escribe (aquí su tuiter @rpleguezuelos), cayó por fin en mis manos La soledad del corredor de fondo, que empecé a leer como si se tratara de una novela, hasta que cerca del final del primer relato, descubrí que no, que no una, sino varias serían las historias que me llevaría por premio.

Ese hecho, que el título de un relato sirva para una recopilación, puede llevar a pensar que el resto quedan varios peldaños por debajo en cuanto a calidad. Sin embargo, no es el caso y si el relato de La soledad del corredor de fondo es realmente bueno, encontré otros muchos tesoros entre sus páginas.

La obra en su conjunto habla de las múltiples formas de perder que tienen la clase obrera y los desfavorecidos en general y, de cómo la sombra de soga de la pobreza en torno al cuello, genera ruindad y violencia, pero también, meritorias maneras de integridad y honradez que pueden alcanzarse a pesar de todo.

El libro fue publicado a finales de la década de los 50 del siglo pasado y se circunscribe a una Inglaterra sombría, repleta de personajes al borde del precipicio, enfrascados en una realidad gris donde apenas hay escapatoria y donde a veces, ni siquiera, un té a las cinco.

Como ya dije, abre la colección La soledad…, un relato escrito en primera persona, recurso que utilizará Sillitoe por otra parte a menudo, con lo que el autor imprime un sello empático hacia los personajes protagonistas. Aquí, un adolescente, carne de reformatorio, cuenta cómo ha llegado a su encrucijada particular y a la toma de decisión que se obliga por unos principios que, quizá no sean los mejores, pero que al menos son suyos.

Una vez constaté que Colin Smith, el adolescente corredor de fondo, no me acompañaría más en el viaje, vine a degustar auténticas joyas inesperadas que, eso sí, nunca son optimistas ni alegres. Por ejemplo, Tío Ernest, donde su protagonista intenta escapar de su exclusión y del alcoholismo, pero donde la lógica le empuja a ellos. O Una tarde de sábado, donde un niño ayuda a un adulto en su intento de su suicidio. O El Arca de Noé, donde el naufragio de una relación encuentra con los años una tabla de náufrago que finalmente se hundirá también.

Los relatos de Allan Sillitoe, como apunté más arriba, se encuadran en una época muy concreta, pero como toda gran obra, llega a lo universal a partir de su reflejo en lo individual. Y aquí y ahora más si cabe, pues uno encuentra en su época de crisis lo que por desgracia es un correlato perfecto de nuestros días. Es lamentable comprobar cómo cambian los tiempos, pero no los problemas y tampoco las angustias que suscitan.


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Mismos perros, distintos collares

Abro los ojos y siento vértigo. En consecuencia sé que todo lo que escriba a continuación va a ser una pequeña gran locura. Como la vida misma me digo recuperando el equilibrio.

Me levanto de la cama medio dormido, meo, me lavo las manos, la cara, y de golpe y porrazo el espejo del baño me refleja dentro de él un televisor que por otra parte no tengo. Mi mano atraviesa el espejo, enciende la caja tonta, los periodistas de turno ladran sobre política. Sus ladridos atraen a sus perros, o lo que es lo mismo, a los políticos, me digo faltón. Cuando quiero darme cuenta cuatro de estos han saltado desde el reflejo a mi apartamento. Por suerte doy un puñetazo y quiebro el cristal antes de que se cuele una manada entera. Y yo sin collares, peor aún, sin cadenas, todavía peor, sin tener pajolera idea de exorcismos porque los cuatro chuchos que tratan de colocarme su papeleta en mi mano, pronto se transforman en pequeños demonios con cuernecitos morados, rojos, naranjas, azules. Por supuesto, ¿qué creía? Abro la nevera, veo que ayer no bebí cerveza. Abro el mueble, compruebo que ayer tampoco me chuté la botella de whisky que palidece desde hace tiempo. Y los diablos que crecen. Y los diablos que me comen la oreja con obscenidad. Y digo basta pero no me escuchan, y grito basta pero apenas se inquietan, ellos a lo suyo. Y entiendo que necesito ayuda pero que nadie va a creerme por lo que decido zanjar el asunto con mis alter-ego ¿Pero con cuál? Descarto a uno, a otro, a un tercero y decido que sin lugar a dudas esto es trabajo para Eugenio Toré. A sus setenta y ocho años y su sosiego es el único que puede poner calma en este circo. Cierro los ojos.

Abro los ojos y siento paz. He llegado al refugio de montaña de Eugenio, donde vive la mayor parte del año desde hace ya una década. Huele a madera. Le encuentro en el salón, junto a la chimenea, con su pipa, con su aire de Tolkien. Me sonríe nada más verme, hace demasiado tiempo que no nos vemos y me siento culpable. Nos abrazamos. Por un momento he olvidado el motivo de mi visita pero no me extraña porque observando sus pupilas tan grises y tan intensas, solo puedo preguntarme cuál de los dos es imaginación del otro. Sus arrugas… pero a lo que vine, me digo de pronto al sentir una arcada de angustia que se apodera de mí. Y voy a soltar la frase y Eugenio que me ve venir y me dice que en su refugio mejor no y le pregunto que dónde y me dice que vayamos al Café Comercial y le digo que si no se enteró de que ha cerrado hace unos meses y me dice que dónde está el problema y después de unos segundos donde reflexiono un poco le digo pues es verdad. Y los dos cerramos los ojos.

Los abrimos y sentimos que nos envuelve un trocito de historia, que todo es posible y que huele a café del bueno. Sí, estamos en el Comercial. Hay numerosos clientes, trasiego de camareros y una bruma que danza y hace figuras en torno a nuestras piernas. El regusto a espectro de lo que me rodea no me asusta pues para qué ese viaje del miedo, me digo. Y tras decirme lo anterior recuerdo que he llegado ahí a causa de un asunto que de nuevo me quema la garganta y que ahora sí puedo expulsar: ¡En política tenemos siempre los mismos perros, distintos collares! Y lo he dicho con tanta vehemencia que quienes abarrotan el local fijan sus miradas en mí, sin animadversión, pero sí con curiosidad, una curiosidad cargada de fuerza que casi me expulsa del Café. Y entonces caigo en la cuenta, mi boca se abre de asombro y antes de que diga nada ya me dice Eugenio que sí, que todos ellos están muertos, pero que también están muy vivos. Esto último me lo dice en un susurro para no asustarles. Y me fijo en algunos mientras un camarero de smoking nos sirve dos tazas humeantes. Y descubro que en una mesa están Camus y Sartre, discutiendo, no me queda claro si por una mujer o por una idea o si ambas cosas son lo mismo, pero sonrío feliz porque percibo que más allá de la vida pelean como amigos. Y voy a decir algo cuando mejor me callo para observar al tipo que al fondo de la barra hace un brindis de loa al alcohol, es Hemingway soltándole entusiasta una perorata a un tipo de apariencia gris y algo demacrada al que reconozco, es Franz Kafka. Y no muy lejos de ahí sentados en blanco y negro dialogan sin posibilidad de acuerdo un inconfundible Karl Marx y un difícil de reconocer Adam Smith, a quien finalmente delata su mano invisible. Y me voy a pegar un buen tortazo en la cara para recordar bien todo lo que veo pero no lo hago al entender que haría el ridículo, especialmente delante de las dos mujeres que desde su mesa me observan con desconfianza, como si estuviese más acá de donde debo, como si no me entregase lo suficiente a una causa que desconozco. Y su mirada es tan luminosa que quema y al lacerarme caigo en que son Hannah Arendt y Andreas Lou Salomé y ya no me cabe ninguna duda: quiero quedarme a vivir allí por los siglos de los siglos, amén. Pero Eugenio bebe de su café y afirma que lo siente pero que no sueñe, que tenemos poco tiempo, apenas un abrir y cerrar de ojos. Y nos centramos en el tema por lo que le repito mi tópico sobre la política. Sabes que no soy de dar respuestas, me dice; no quiero echarte un sermón, continúa; se trata simplemente de que recuerdes algunas de las cosas por las que eres capaz de traerte a un lugar como este, me sonríe. Y parpadeo y se me caen un par de vigas de los ojos que al parecer se me habían alojado a causa de ciertos hartazgos de los últimos meses, años incluso, por la situación no solo de mi país sino del mundo, no solo del mundo sino de la Historia, no solo de la Historia sino del Universo… y como para no agobiarse. Pero Eugenio me anima a su manera, me recuerda que he prometido renunciar al camino trillado del tópico, aunque solo sea porque es muy aburrido. Y Eugenio me recuerda que nadie con cabeza e imaginación ha dicho nunca que el juego de la vida vaya a ser fácil. Y Eugenio me recuerda esa frase revolucionaria de ¡Levántate y piensa! Y Eugenio tumba algunas de las pocas respuestas sobre las que me sostengo para erigir una catedral de preguntas. Y Eugenio lo último que hace es decirme que vote a tal o cual color, pero sí reverbera mi radicalidad, o lo que es lo mismo, mi afán por ir a las raíces, y ahí encuentro la oscuridad de la mala fe, la umbría de la duda y la luminosidad de tener limpia la conciencia. Y eso es más que suficiente para saber que no todo es lo mismo, ni en política ni en nada. Y doy las gracias a Eugenio Toré por arrojarme de nuevo al abismo de la complejidad del que debo salir solo de vez en cuando para tomar una bocanada de aire. Y mientras la bruma sube de golpe hasta la cintura, hasta el pecho, hasta el cuello, él apura su taza, sonríe de nuevo y me dice que hasta la próxima. El Café Comercial y su bullicio vuelve su mirada de intemporalidad hacia nosotros, y nosotros cerramos los ojos.

Abro los ojos y estoy de nuevo en mi apartamento. Vaya.


Publicado originalmente en dekrakensysirenas.com, @krakensysirenas, el 11.01.16

Lugares sagrados

La primavera se me escapó de las manos. Y el alcohol también, como de costumbre.

Eran las doce de la mañana de ayer viernes y cargaba con una cogorza de campeonato, por el único motivo de haberme despertado triste y con todo el peso del mundo sobre mi pecho. Pensé que lograría aliviarme con una cerveza. Cuando varias fracasaron me pasé al vodka, y ya se sabe, una cosa lleva a la otra y me planté borrachísimo cubata en mano, frente a la puerta donde un día fui feliz por creer que podría conquistar mis sueños. Tiré el cubata al suelo y me adentré en la Biblioteca Municipal.

No debí de abrir la enorme puerta con demasiado sigilo porque enseguida sentí unos cuantos pares de ojos sobre mis tambaleantes pasos. Tampoco quise reparar en nadie, no fuese a toparme con la mirada de quien un día me aceptó como reto, hasta que con mis denodados esfuerzos logré que se rindiera. Trabajaba como bibliotecaria y no la había vuelto a ver desde hacía dos años, tal vez ya no trabajara allí, o no estuviese en turno. En cualquier caso me negué a asumir que ella fuese el motivo de mi irrupción. Pero si no era por ella, ¿por quién entonces? Bien sabía que era una pregunta fácil de contestar: por ellos.

Ellos son tantos, que no supe por dónde empezar mi irrupción bibliófila hasta que empecé por la nostalgia, y me dirigí a la sección de filosofía. La rabia y la frustración se me empezaron a escapar por los poros y para contrarrestarlos elegí al tipo menos rabioso de cuantos hemos existido nunca: Immanuel Kant.

La Crítica de la razón pura bailó unos momentos sobre la balda, pero fui capaz de agarrar el mamotreto antes de que cayera. Leí en alto, despreocupado de estar donde estaba: “No hay duda de que todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia…”. Me negué a continuar. Tiré el libro al suelo y retumbó en el pasillo, en la sala, en las tres plantas del edificio, en la ciudad, en la Tierra, y en el Universo Entero. Luego, el ruido de Kant se apagó como sus últimas palabras justo antes de expirar: “está bien”. ¡Qué carajo va a estar bien algo, nada lo está, y no quiero jamás, escucharme decir tal cosa. Me prefiero deshecho, devastado, en ruinas, pero no quiero morir con la sensación de haber tenido bastante. Mejor el dolor que la indiferencia.

Mi siguiente víctima fue Sartre. Busqué El diablo y dios pero como en mi vida real no hubo suerte. Sí encontré A puerta cerrada, que tiré al suelo, y lo mismo hice con La puta respetuosa, y Las moscas. Sentí cómo me desquiciaba al pensar en la vida del francés, en su ética, en su buena fe. Su coherencia se me hizo insoportable y me laceró por desbordarme yo en mis contradicciones. Fui dolorosamente consciente de compartir con Sartre alguno de sus vicios, pero ninguna de sus virtudes. Esa asquerosa lucidez me hizo llorar, el alcohol no tenía nada que ver con el asunto.

No recuerdo bien cómo fue la transición pero de repente tuve a Nietzsche fuertemente agarrado. Una de mis lágrimas cayó sobre Humano, demasiado humano y recobré en esta escena algo de aliento y cordura. Le coloqué de nuevo en su lugar con un mimo torpe, y tuve que abandonar la filosofía.

Nadie se atrevió a decirme que recogiera lo que había tirado a pesar de sentir tales ganas en el cogote. «Miedo al loco», pensé, y esto es lo que dije a quien me quisiera escuchar: «A los locos no hay que temerles, a los locos hay que preguntarles por qué están locos, aunque su respuesta suene a locura total».

Sin que nadie me preguntara nada recorrí con tambaleos la novela en todas sus épocas y autores, «¿cómo elegir a quién destruir, o al menos humillar, contra el suelo?», me susurraba a mí mismo a cada paso. Me escocía sobremanera la idea de que en el arte de novelar, había encontrado siempre más vida que en la vida misma, y que desde hacía muchos años, había pensado que mi nombre acabaría en las estanterías de las bibliotecas. Pero desde hacía un tiempo a esta parte, había decaído mi sueño de aportar nueva vida, y la duda de la ya agrietada certeza anterior, se había gangrenado. Al paso que iba, mis libros no acabarían ni en la más triste de las librerías, y ni siquiera como regalo de tres al cuarto, pues para ser escritor y acabar colocado, alto o bajo, hay que escribir, y no basta con ser mero personaje.

No recuerdo bien cómo acabé imantado contra Arthur Miller, pero sí que, tras página y media de Muerte de un viajante, pasé de centrarme  en todos los Willy Loman que hay en el mundo, a centrarme en quien tan bien y tan duro los reflejara. Y no sentí comprensión, sino envidia. Ante varias personas que me cercaban comencé a desbarrar:

−El cabrón de Arthur Miller tuvo Broadway a sus pies, se reinventó las veces que le fue necesario, puso en jaque la Caza de Brujas de McCarthy, y por encima de todo, se casó con Marilyn Monroe.

Estuve a punto de vomitar de rencor, pero creo que de alguna manera fantasmalmente caritativa, lo impidió la rubia eterna. Tras unos segundos sin saber bien qué ocurría en mi cabeza, estampé a Arthur contra el suelo porque no supo evitar la pérdida de ella. Desfondado de intensidad, me marché de allí con escándalo.

En la huida por fin se atrevieron a abroncarme, no sé si solo por lo relatado, o porque posiblemente (tengo una nebulosa al respecto y no sé si lo que sigue ocurrió de verdad o no), tiré al suelo de un modo teatralmente borracho, toda la sección de teatro de la Biblioteca Municipal. Incluso creo que hubo un valiente que quiso retenerme. Si fue así, si la nebulosa ocurrió de verdad, creo no llegamos a la sangre. Tampoco llegó a tiempo la policía que escuché estaba de camino. Lo que sí fue real porque sus ojos rasgaron la nebulosa, fue la mirada avergonzada de quien en su día llegó a quererme, y en ese momento, escondida entre varias personas, no sabía dónde meterse.

Al salir a la calle lo tuve claro. Una epifanía me gritó que tras el bochornoso espectáculo que acababa de ofrecer, solo Dios podía enmendar el entuerto, o superarlo.

La iglesia donde hiciera la comunión me volvió a ver con más de veinticinco años de retraso. Apenas a ninguna otra, pero desde esa fecha señalada, no había vuelto a aquella casa de Dios donde recibiera el cuerpo de Cristo a la fuerza, o lo que es lo mismo, donde se le dio una galletita a mi conciencia, aún sin formar, tan inocente como para creer que existía un Dios bueno, que dirigía un mundo horrible.

Fue pisar la iglesia, fue pensar lo anterior, y fue que la borrachera comenzó a remitir. Me paseé por la gran casa desahuciada de gente y mientras lo hacía, me sobrecogió el silencio más que la cruz, la penumbra más que el oropel de frases bíblicas estampadas en las paredes, y la viejita que en ese momento entró por la puerta, más que mi descreimiento. Entonces vi que éramos tres, pues una sombra negra se movió sibilina, era el cura.

−La casa de Dios está tan cargada de contradicciones –dije sin venir a cuento y sin alzar mucho la voz cuando se cruzó conmigo la señora−, como la de cualquiera. Lo molesto es que no admita grietas, y que encima se pretenda llena de luz.

−¿Cómo dice hijito? –me contestó ella enfrentándose a mi aliento con estoicismo− Estoy un poco sorda.

−Digo que le deseo que tenga un buen día.

Incliné mi cuerpo en señal de respeto como no había hecho… nunca. Volví sobre mis pasos, y a punto de marcharme cambié de idea. Quién sabe si guiado por el espíritu santo, me encaminé hacia el confesionario.

Allí me dormí un tiempo impreciso hasta que apareció el cura. Me despertó tras golpear ligeramente la celosía donde tenía apoyada mi cabeza, y tras golpearme con su mazo dialéctico:

−Hijo, ¿estás bien?

Por suerte no era mi padre, por suerte me resitué rápido, por suerte los arcanos del pasado afloraron a mis labios:

−Ave María Purísima –dije.

−Sin pecado concebida –dijo.

−No como nosotros –dije, y noté cierta incomodidad.

−Pero el Señor está en tu corazón para que puedas arrepentirte humildemente de tus pecados –dijo.

−Humildad no me falta, padre, aunque dudo que el señor sea capaz de habitar en mi corazón –dije.

−¿Y por qué piensas eso? –preguntó.

−Porque es un lugar inhóspito, lleno de goteras, y debo confesar que también lleno de vida. Verá padre, lo que ocurre es que como me iluminó en cierta ocasión una amiga, en los corazones donde hay vida, es porque hay humedad, y donde hay humedad, es porque hay sexo. Y yo estoy plagado de humedad, y tengo entendido que Dios no se lleva demasiado bien con las humedades –dije.

Silencio hasta que al fin con cierta dureza en la voz se me dijo:

−Tu sexualidad enfermiza no es sino una reacción ante tu falta de trascendencia.

Y tras la diatriba, el pedo, ya atemperado para entonces, bajó varios puntos de golpe en su escala de borrachera, hasta alcanzar cotas bajas de puntillo y poco más.

Me revolví:

−Pero mi falta de trascendencia quizá se deba a quienes han traficado durante siglos con la palabra de Dios para hacerse con… −decía.

−Es posible que tengas razón –me cortó sin añadir más.

−Pero no va a apelar a mi responsabilidad individual –protesté acercando mucho la cara a la celosía. Quise ver el rostro del cura.

−Lo que es reprobable, es reprobable –dijo él desde las sombras.

−¿Seguro que es usted cura, seguro que no le estoy inventando? –le pregunté.

−Eres demasiado débil e impresionable –me soltó.

−Es verdad –dije y me levanté.

−Espera –dijo, no sé si con sorna o en serio− Yo te absuelvo de tus pecados. Puedes ir en paz.

En ese momento la señora se marchaba de la iglesia y pasaba a mi lado, no pude contener ciertas ganas y mirando al confesionario, dije:

−Gracias por la generosidad divina, pero a pesar de mi debilidad, elijo atesorar pecados y errores, y vivir en guerra conmigo mismo.

La señora no estaba tan sorda y sin que lo esperara me dijo:

−Es una opción como otra cualquiera, hijito.

Y sin obtener respuesta desde más allá de la celosía, me marché junto a la vieja. Abrí la puerta de la casa de Dios y dejé marchar a la señora. Se fue paso a paso y me dejó con la duda de que lo hiciera llena de fe, pero convencido de que lo hacía llena de fuerza.

Ya en la calle una ráfaga de aire se terminó de llevar los últimos efluvios de mi borrachera, y me trajo los primeros síntomas de la resaca en forma de dolor de cabeza. Por supuesto solo me quedó la opción de perderme en los bares.

Llegué a mi bar favorito del mediodía con algo de rabia. Me dolía la cabeza pero recuperaba cierta lucidez. Mi sexualidad enfermiza, mi sexualidad enfermiza… me repetía una y otra vez recordando a mi confesor. Si acaso puede reprochárseme algo al respecto, pensaba enfadado conmigo mismo por no haber estado más hábil en la réplica, es que no haya llevado a cabo mi proyecto de convertir la sexualidad en algo, precisamente trascendente.

Entonces caí en la cuenta de que mi proyecto era tan viejo y estaba casi tan olvidado, como el de no hacer nunca daño a ninguna mirada que me haya querido. Desde luego no podía estar contento de cómo me marchaba el día. Algo abatido decidí pedirme un vodka.

La camarera decidió regalarme una sonrisa y un generoso pincho de tortilla. Se lo agradecí y como a esa hora no había nadie en el bar, la invité a que me acompañara a fumar. Ella dijo «Sí». Me sorprendí, llevaba mucho tiempo sin escuchar esa sencilla y fácil respuesta a tantas preguntas como hacía.

Ya afuera, tras un trago al cubata y un mordisco a la tortilla, me confesé:

−No fumo.

Ella sonrió y sacó dos cigarros. Acepté la invitación y traté de no hacer demasiado el ridículo con esa arma mortal entre mis dedos. Ninguno de los dos hablábamos. Pensé que a esas alturas ella solo podía ser medio tonta, o demasiado lista. Al momento incluí la posibilidad de que fuera pura bondad. Finalmente el silencio se me desbocó de la boca y dije algo parecido a lo que sigue:

−Las personas que tenemos cerca piensan que te conocen por el simple hecho de esa cercanía. Y si encima te han leído alguna vez, incluso creen saber tus secretos más profundos. Pero su conocimiento no son más que patrañas, ¿cómo va a conocerte nadie, cuando uno no es capaz de conocerse a sí mismo, o mejor, cuando lo único que te has demostrado en la vida son mentiras? Que no te engañen, el futuro es un abismo, el pasado es un cuento, el presente…

En ese momento me callé porque desfiló delante nuestra un cincuentón que lucía una sonrisa que califiqué de enigmática.

−El presente –rompió la camarera el silencio al tiempo que retomaba el hilo−, es este cliente que acaba de entrar. Deja que le atienda y vuelvo a salir para que me hables de alguno de esos cuentos tuyos pasados. Quién sabe, lo mismo me intereso por tu futuro.

Y se metió dentro. Y yo tiré el cigarro. Y miré el vodka pero no lo toqué. Y volví a escribir aunque fuese en una servilleta, y tan solo mi número de teléfono. Y me marché.

Comprendí que tenía cuentas pendientes y que no podía quedarme. Debía descansar, quería dormir toda la tarde y toda la noche para volver sobre alguno de mis sueños, algo que llevaba demasiado tiempo sin ocurrir.

Ahora termino de escribir y me preparo para volver a la Biblioteca a pedir perdón  a la iglesia para confrontar mis argumentos, y al bar para divertirme.

Romero (Apuntes, 4)