Ser desierto no me resultó fácil, nadie nace siendo un monstruo, pero a todo se acostumbra uno. Así que, a lo largo de los siglos, aprendí a usar mis sofocantes días y mis gélidas noches, para acallar las voces discrepantes que entraban en mi cada vez más extenso territorio.
Reconozco pues sin rubor, vergüenza ni culpa, que sin distinción alguna de planta, animal o cosa, hice sufrir, acabé con cuantos individuos pude, resquebrajé lo que se tenía por irrompible y hasta extinguí especies en su totalidad. Es por tanto normal, que con tal currículo, os estéis preguntando qué diantres ha pasado de la luna al sol, para que me haya aguado de esta manera, para que haya florecido, para terminar en mi superficie con esta disposición a la alegría.
Por lo que observo, algunos crédulos lo llaman milagro, los racionales se devanan los sesos, y a los menos no les importa el motivo y tan solo disfrutan del resultado. Pero también están los recelosos que piensan que volveré a torturar con mi frío y mi calor a la primera de cambio, los interesados que ya planean rentabilidades a cada centímetro de mi ser, y los malvados, que saben, porque se encargarán de ello, que este paraíso tampoco acabará bien.
En todo caso no tengo respuestas para nadie, y no porque quiera competir con el diablo, que puedo, y no porque no sepa salir impune como los dioses, que sé, sino porque el instante de ternura que ha posibilitado esta osadía es inexplicable y me tomó a traición y me cambió de arriba abajo y de un lado a otro y de dentro a fuera.
Tenía que haber aplastado esa semilla a tiempo, pero no lo hice, pues no vi su fuerza, la consideré inofensiva y esperé, como ocurre, ya no siempre, su marchitar. Así que ya sabéis, desiertos del mundo, cuidado con la esperanza, porque germina de la manera más insospechada y puede hacernos polvo.