Abro los ojos y siento vértigo. En consecuencia sé que todo lo que escriba a continuación va a ser una pequeña gran locura. Como la vida misma me digo recuperando el equilibrio.
Me levanto de la cama medio dormido, meo, me lavo las manos, la cara, y de golpe y porrazo el espejo del baño me refleja dentro de él un televisor que por otra parte no tengo. Mi mano atraviesa el espejo, enciende la caja tonta, los periodistas de turno ladran sobre política. Sus ladridos atraen a sus perros, o lo que es lo mismo, a los políticos, me digo faltón. Cuando quiero darme cuenta cuatro de estos han saltado desde el reflejo a mi apartamento. Por suerte doy un puñetazo y quiebro el cristal antes de que se cuele una manada entera. Y yo sin collares, peor aún, sin cadenas, todavía peor, sin tener pajolera idea de exorcismos porque los cuatro chuchos que tratan de colocarme su papeleta en mi mano, pronto se transforman en pequeños demonios con cuernecitos morados, rojos, naranjas, azules. Por supuesto, ¿qué creía? Abro la nevera, veo que ayer no bebí cerveza. Abro el mueble, compruebo que ayer tampoco me chuté la botella de whisky que palidece desde hace tiempo. Y los diablos que crecen. Y los diablos que me comen la oreja con obscenidad. Y digo basta pero no me escuchan, y grito basta pero apenas se inquietan, ellos a lo suyo. Y entiendo que necesito ayuda pero que nadie va a creerme por lo que decido zanjar el asunto con mis alter-ego ¿Pero con cuál? Descarto a uno, a otro, a un tercero y decido que sin lugar a dudas esto es trabajo para Eugenio Toré. A sus setenta y ocho años y su sosiego es el único que puede poner calma en este circo. Cierro los ojos.
Abro los ojos y siento paz. He llegado al refugio de montaña de Eugenio, donde vive la mayor parte del año desde hace ya una década. Huele a madera. Le encuentro en el salón, junto a la chimenea, con su pipa, con su aire de Tolkien. Me sonríe nada más verme, hace demasiado tiempo que no nos vemos y me siento culpable. Nos abrazamos. Por un momento he olvidado el motivo de mi visita pero no me extraña porque observando sus pupilas tan grises y tan intensas, solo puedo preguntarme cuál de los dos es imaginación del otro. Sus arrugas… pero a lo que vine, me digo de pronto al sentir una arcada de angustia que se apodera de mí. Y voy a soltar la frase y Eugenio que me ve venir y me dice que en su refugio mejor no y le pregunto que dónde y me dice que vayamos al Café Comercial y le digo que si no se enteró de que ha cerrado hace unos meses y me dice que dónde está el problema y después de unos segundos donde reflexiono un poco le digo pues es verdad. Y los dos cerramos los ojos.
Los abrimos y sentimos que nos envuelve un trocito de historia, que todo es posible y que huele a café del bueno. Sí, estamos en el Comercial. Hay numerosos clientes, trasiego de camareros y una bruma que danza y hace figuras en torno a nuestras piernas. El regusto a espectro de lo que me rodea no me asusta pues para qué ese viaje del miedo, me digo. Y tras decirme lo anterior recuerdo que he llegado ahí a causa de un asunto que de nuevo me quema la garganta y que ahora sí puedo expulsar: ¡En política tenemos siempre los mismos perros, distintos collares! Y lo he dicho con tanta vehemencia que quienes abarrotan el local fijan sus miradas en mí, sin animadversión, pero sí con curiosidad, una curiosidad cargada de fuerza que casi me expulsa del Café. Y entonces caigo en la cuenta, mi boca se abre de asombro y antes de que diga nada ya me dice Eugenio que sí, que todos ellos están muertos, pero que también están muy vivos. Esto último me lo dice en un susurro para no asustarles. Y me fijo en algunos mientras un camarero de smoking nos sirve dos tazas humeantes. Y descubro que en una mesa están Camus y Sartre, discutiendo, no me queda claro si por una mujer o por una idea o si ambas cosas son lo mismo, pero sonrío feliz porque percibo que más allá de la vida pelean como amigos. Y voy a decir algo cuando mejor me callo para observar al tipo que al fondo de la barra hace un brindis de loa al alcohol, es Hemingway soltándole entusiasta una perorata a un tipo de apariencia gris y algo demacrada al que reconozco, es Franz Kafka. Y no muy lejos de ahí sentados en blanco y negro dialogan sin posibilidad de acuerdo un inconfundible Karl Marx y un difícil de reconocer Adam Smith, a quien finalmente delata su mano invisible. Y me voy a pegar un buen tortazo en la cara para recordar bien todo lo que veo pero no lo hago al entender que haría el ridículo, especialmente delante de las dos mujeres que desde su mesa me observan con desconfianza, como si estuviese más acá de donde debo, como si no me entregase lo suficiente a una causa que desconozco. Y su mirada es tan luminosa que quema y al lacerarme caigo en que son Hannah Arendt y Andreas Lou Salomé y ya no me cabe ninguna duda: quiero quedarme a vivir allí por los siglos de los siglos, amén. Pero Eugenio bebe de su café y afirma que lo siente pero que no sueñe, que tenemos poco tiempo, apenas un abrir y cerrar de ojos. Y nos centramos en el tema por lo que le repito mi tópico sobre la política. Sabes que no soy de dar respuestas, me dice; no quiero echarte un sermón, continúa; se trata simplemente de que recuerdes algunas de las cosas por las que eres capaz de traerte a un lugar como este, me sonríe. Y parpadeo y se me caen un par de vigas de los ojos que al parecer se me habían alojado a causa de ciertos hartazgos de los últimos meses, años incluso, por la situación no solo de mi país sino del mundo, no solo del mundo sino de la Historia, no solo de la Historia sino del Universo… y como para no agobiarse. Pero Eugenio me anima a su manera, me recuerda que he prometido renunciar al camino trillado del tópico, aunque solo sea porque es muy aburrido. Y Eugenio me recuerda que nadie con cabeza e imaginación ha dicho nunca que el juego de la vida vaya a ser fácil. Y Eugenio me recuerda esa frase revolucionaria de ¡Levántate y piensa! Y Eugenio tumba algunas de las pocas respuestas sobre las que me sostengo para erigir una catedral de preguntas. Y Eugenio lo último que hace es decirme que vote a tal o cual color, pero sí reverbera mi radicalidad, o lo que es lo mismo, mi afán por ir a las raíces, y ahí encuentro la oscuridad de la mala fe, la umbría de la duda y la luminosidad de tener limpia la conciencia. Y eso es más que suficiente para saber que no todo es lo mismo, ni en política ni en nada. Y doy las gracias a Eugenio Toré por arrojarme de nuevo al abismo de la complejidad del que debo salir solo de vez en cuando para tomar una bocanada de aire. Y mientras la bruma sube de golpe hasta la cintura, hasta el pecho, hasta el cuello, él apura su taza, sonríe de nuevo y me dice que hasta la próxima. El Café Comercial y su bullicio vuelve su mirada de intemporalidad hacia nosotros, y nosotros cerramos los ojos.
Abro los ojos y estoy de nuevo en mi apartamento. Vaya.
Publicado originalmente en dekrakensysirenas.com, @krakensysirenas, el 11.01.16