No me gustan las moralejas, las cargan lo obvio, pero a veces…
Mientras el silencio entre nosotros se volvía cada vez más pesado e insoportable, el coche comenzó a resollar por el esfuerzo. La radio daba interferencias, la cuesta no terminaba nunca y opté por pisar el acelerador a fondo. A pesar del aumento de la velocidad, ella siguió sin mirarme.
Todo, de nuevo, había salido mal en nuestro viaje. Sería la última vez, el último intento, me dije, y comencé a sudar frente a su aparente calma. Pasé cerca de varios camiones, demasiado cerca, pero tampoco se inmutó. ¿Lo deseaba acaso tanto o más que yo? Era una forma como otra cualquiera de ser libres.
A lo lejos divisé el fin de la pendiente. Acababa en curva cerrada, como anunciaban con insistencia las señales de precaución para que se redujera la velocidad. No lo hice y ella tan solo puso las manos en su regazo, si acaso esbozó una ligera sonrisa. Entonces las vi, fugazmente, y recordé.
No me gustan las flores, confesé en nuestra primera cita. ¿A qué tipo de monstruo no le pueden gustan las flores? Contestó, poco antes de enamorarnos.
Las vi, fugazmente. Clavadas sobre un poste al lado de la carretera. Eran el típico ramo de luto, de pérdida, de crueldad intolerable para los que se quedan.
Tal vez fueran las flores, tal vez fui solo un cobarde, tal vez un valiente, pero levanté el pie del acelerador. Pasada la curva lloramos, al llegar a casa decidimos un punto final menos salvaje.
No me gustan las moralejas y no me gustan las flores, pero hoy hemos rehecho, cada uno con sus pedazos, nuestras vidas.
