A DOS METROS SOBRE EL SUELO NO HAY MACGUFFIN POSIBLE

Mi padre siempre me decía que debemos acostumbrarnos a los cambios, que estos son ineludibles e imprevisibles, y que por mucho que podamos darnos explicaciones y consuelos, cada uno de nosotros los experimentará con su propio dolor, y, si ha aprendido algo de la vida, sabrá usarlos como brújula.

Él era escritor y se explicaba tan bien como acaban de leer. Yo en cambio siempre rechacé sus libros, sus consejos, su modo de vida… y aquí me tienen ahora, con todo puesto patas arriba, intentando hacerle una especie de homenaje (con él ahí, tan cerca, tan lejos, tan extraño), al tiempo que trato de ordenar todo lo que está ocurriendo, como si tuviese algún valor añadido a lo que ya todo el mundo experimenta y sufre.

Al principio se habló de la llegada del Juicio Final, y las religiones se relamían, y no me extraña que lo hicieran. Luego, con el más absoluto caos entre nosotros, no había un solo científico que supiese explicar de un modo coherente nada de lo que ocurría. Y pasado un tiempo, con el apocalipsis sin llegar, y con la racionalidad sin llegar, nos llegó la costumbre. Y es que, como decía mi madre (mucho más prosaica que mi padre), «a todo se acostumbra uno».

Es curioso ver (y mucho más que curioso, pero mi homenaje está siendo grabado en audio mientras paseo, y ni la batería dará para mucho, ni sabría hacer un ensayo), cómo ante el desconcierto creciente, ante el descubrimiento de las nuevas circunstancias imposibles que rodean al fenómeno, se comenzó a verle con la pragmática óptica del negocio (de ahí por ejemplo la correa amarilla que uso), o cómo la legislación española quiso ser pionera a nivel mundial, y legisló rápidamente para que se les pudiera mostrar, sin riesgo de pisar la cárcel.

Esa nueva ley, los mecanismos de la fuerza de la costumbre, y pensar que a mi padre este paseo le divertiría, es lo que me permite salir a la calle de esta guisa, sin que me detengan, y sin que la gente se muera del susto… lo que por cierto añadiría sal y pimienta, en palabras probables de mi madre, o, una ironía simpática a este despropósito, en las de mi padre.

Eso sí, en él encontraría el pequeño malestar de no haber sido capaz de imaginar una locura como esta. Escritor prolífico, escritor lunático, como le gustaba llamarse, escritor especialmente de relatos de ciencia ficción, a lo largo de su vida imaginó casi todos los mundos posibles, casi todos los improbables, y según le gustaba jactarse, todos los imposibles. Pero en esto último se equivocó… aunque no creo que podamos echárselo en cara. Es más, aún me pregunto cada mañana al abrir los ojos, y aún antes de hacerlo, si no me despierto de un sueño razonable a una realidad absurda. Y la respuesta no puede ser otra que un rotundo «sí». Desde luego no puedo sino lamentar que se quedara en coma hace seis meses, y que muriera sin haber visto, sin haber tenido conocimiento, de lo que le tocaría experimentar en su muerte.

¿Debo seguir hablando? No debería. Por un lado la batería del móvil se agota, y por otro, mi impulso por explicar todo esto, se enfrenta al consejo reiterado de mi padre: «al lector [en este caso sería más bien al hipotético oyente] debes hacerle trabajar, no puedes dárselo todo mascado». Y eso sin contar que para no saber lo que ocurre hay que vivir en otro planeta o despertar de un largo coma, como por desgracia no le ocurrió a él. Y sin embargo voy a seguir hablando, no vaya a ser que mis palabras sí sirvan, pues, ¿quién se atrevería a descartar ahora mismo cualquier cosa, cuando lo impensable se ha acomodado junto a nosotros? Eso sí, no se espere de mí respuestas, ni siquiera exhaustividad.

Hoy hace tres meses y tres días del primer caso, o al menos del primero datado. Ocurrió en Carolina del Norte, USA, a una señora llamada Merry Cohen. Al morir en su casa a las 0:01, su cuerpo se elevó dos metros por encima del suelo, y permaneció así, completamente rígida y en horizontal, hasta que sus traumatizados hijos lograron bajarla a la cama, y atarla a ella con correas.

Decir que Merry fue la primera, es seguir la versión oficial, y yo, que no tengo nada contra los yankis, no voy a pelearme por esa cuestión banal ni entrar a formar parte de los disidentes que ven una conjura mundial en todo esto. Para mí, quién fue la primera y si hay conspiración o no, me parece lo de menos, siendo lo esencial, que a partir de esa fecha, hora, y a causa de un motivo u otro que aún sigue sin desvelarse, todos los fallecidos bajo cualquier circunstancia y condición, se elevan justo dos metros por encima del suelo, flotan en posición horizontal, y permanecen así de manera incombustible, salvo que se les fuerce a bajar, o a subir, o a ir hacia la izquierda o hacia la derecha, algo que tras descubrirse la incorruptibilidad de los cuerpos, pues no sufren de putrefacción ni corrupción, se comenzó a hacer, como hago yo en estos momentos.

¿Sentirán algo aunque sus corazones estén sin latir y sus cerebros desconectados; despertarán? Visto lo visto, por qué descartarlo. Y ante tal posibilidad, ¿cómo vamos a quemar o a enterrar sus cuerpos, y cómo voy a privar a mi padre de este paseo por su parque preferido, y no atravesar el hermoso puente que tantas historias le inspiró, al escuchar los trinos de los pájaros? Reconozco que llevarle con una correa y tirar de ella no es lo más honroso que le ha pasado en la vida, pero si despertara ahora se reiría de la situación, y eso es lo que cuenta.

Ordalía

Una palabra tuya bastará para que exista.

 

En 1775 el rey Carlos III prohibió la pena de muerte por ahorcamiento. Lo hizo a favor del garrote vil. Los motivos por los que se adoptó este cambio no están del todo claro, o al menos, así me lo parece a mí tras la investigación histórica que he realizado.

Muchos tratarán de poner en duda mis conclusiones y harán bien en intentar refutarme. Pero mientras no me aporten pruebas concluyentes, sostendré que la introducción del garrote llegó tras el fracaso de todos los demás medios de ejecución, en el misterioso incidente acaecido a finales de 1774 en Villaluz, pueblecito hoy desaparecido de Castilla la Vieja.

 

El reo perdió el control del esfínter.

La mañana era soleada. Corría una brisa fría pero agradable. En la plaza del pueblo comenzaron los vítores que celebraban la inminente ejecución.

−Pronto acabará todo –le dijeron los dos alguaciles al condenado−, así que no te vayas la pata abajo, que no tenemos por qué oler tu mierda.

El reo temblaba. A veinte pasos de la horca estuvo a punto de desmayarse. Los alguaciles le sujetaron cada uno de un brazo y consiguieron subirle medio a rastras hasta la plataforma de ejecución. Allí le esperaba el verdugo con gesto serio y profesional.

La palabra «cobarde» fue la más repetida por la muchedumbre. «Violador» y «asesino» iban un poco a la zaga. Un niño de rostro angelical acertó en la cara del desgraciado con un tomate. Hubo un estallido de risas.

El cura se abrió paso entre los aldeanos. Llegaba tarde. Impuso el silencio. Los asistentes fueron respetuosos mientras el cura hacía su trabajo. Concedió el sacramento y perdonó los pecados.

El reo pidió la capucha. El verdugo se la concedió. También le puso una mordaza. Sus últimas palabras fueron en un farfullo: «el mundo es un lugar muy sucio y yo soy lo más sucio de todo».

Los alguaciles y el cura bajaron de la plataforma. El verdugo le colocó sobre la trampilla, luego le ajustó la soga con meticulosidad. La muchedumbre se mostró expectante, excitada.

El verdugo tiró de la palanca. La trampilla se abrió.

El reo quedó suspendido en el aire. Las leyes de la lógica no hicieron su trabajo.

El verdugo perdió su imperturbabilidad, se le dibujó una cara de idiota. Expresiones de asombro llenaron la plaza. No tardaron en llegar gritos de «¡El demonio!» y, «¡Brujería!».

El cura reaccionó tras unos segundos de estupefacción. Ordenó al verdugo que acabara con el reo. El verdugo se alegró. En una esquina de la plataforma había dejado su hacha de ejecución y caminó hasta ella. Siempre la llevaba consigo a pesar de que las decapitaciones se habían abolido hacía años. Con el arma en la mano regresó hasta donde se situaba el reo. Este permanecía suspendido en el aire sin siquiera saberlo. Su cuerpo adoptaba un extraño escorzo. No podía ver ni hablar y lo que escuchaba carecía de sentido.

Tampoco el reo pudo ver cómo el verdugo levantaba el hacha, ni entender por qué la muchedumbre volvía a callarse. Fue el único que no vio cómo se abría la trampilla que había a su lado justo bajo los pies del verdugo, ni cómo este caía por ella, ni cómo la mala suerte se cebaba con el ejecutor, cuando el hacha, desprendida de sus manos con la inesperada caída, con una fuerza y precisión extraña, se le clavaba en la cabeza y la partía en dos.

Hubo varios gritos de espanto. Incluso alguna madre tapó los ojos a sus hijos. Asistían para ver la ejecución de un asesino, no la muerte horrible de un siervo de Dios y del Estado. Pero también hubo voces que jalearon sin quedar claro por qué lo hacían. Incluso una mujer comenzó a reírse, en Villaluz la tenían por loca. No le dieron mayor importancia.

Los dos alguaciles decidieron tomar cartas en el asunto. A los pies de la plataforma prepararon sus mosquetes de chispa. Pidieron autorización al cura. Este, cada vez más cariacontecido, lo concedió con un asentimiento de cabeza.

Dispararon los dos a la vez, desde abajo, a escasos tres metros del reo que seguía levitando. Los disparos acertaron de lleno en la cara de los propios alguaciles. Sin explicación posible se mataron entre ellos. La sangre llegó a salpicar al cura y a las primeras filas de la muchedumbre.

El espanto y los gritos se adueñaron de la plaza. La loca estalló a reír. El reo seguía sin entender nada, deseaba morir de una vez, acabar con la agonía de la espera. El cura volvió a reaccionar:

−¡Ordalía! ¡Es una ordalía de Dios que el reo ha superado! ¡Es inocente! ¡Dios se manifiesta ante nosotros!

Sin embargo la muchedumbre no pensó lo mismo. Ni siquiera sabían lo que significaba la palabra «ordalía».

−¡El diablo mismo es lo que es! –gritó un aldeano, y hasta se atrevió a decir: −¡Y el cura es su siervo!

−¡El fuego, el fuego, el fuego! – se coreó.

El cura intentó evitar que el pueblo siguiera adelante porque pensaba que Dios había sido claro en su mensaje. Sin embargo la muchedumbre no vio esa claridad y apalearon al cura hasta la muerte.

La loca se desternillaba de risa revolcándose por el suelo.

En unos pocos minutos los hombres y mujeres de Villaluz llenaron de paja la plataforma sobre la que quedaba suspendido milagrosamente el reo. Este se contorsionaba desesperado y lleno de angustia.

Prendieron fuego. En un primer momento las llamas agarraron la paja y la madera pero antes de lograr su objetivo se apagaron de golpe. De inmediato resurgieron, pero lamiendo las ropas de quienes habían contribuido bien con el fuego, bien con la simple idea de la hoguera. Pronto, todos salvo el condenado, la mujer loca que seguía riendo, y los niños, gritaban envueltos en llamas.

El humo, la carne quemada y el horror llenaron con su aroma la plaza pública. Cuando murió el último de los que ardían vivos, a la loca se le indigestó la risa y se ahogó en ella.

Fue entonces cuando el reo cayó por la trampilla como debía haberlo hecho mucho antes. No se rompió el cuello y agonizó durante más de una hora hasta morir.

Al caer la noche el único aldeano que no había querido asistir a la ejecución, regresó de trabajar en el campo. Se encontró de bruces con la plaza cubierta de cadáveres. Y con los niños. Al principio no podían articular palabra, luego contaron lo que se recoge en esta historia, la que el aldeano también contó a las autoridades, la que estas silenciaron hasta que husmeé en los archivos pertinentes.

Lo fantástico, lo irreal, lo imposible

“Como las cosas son como son, las cosas

no pueden quedarse como están”

Bertold Brecht

Preludio

Postrado en la cama, sin apenas poder mover más que el cuello, mis labios y mi sonrisa, desearía que esta historia comenzara por el principio, pero no siempre resulta fácil lograrlo. Le he estado dando vueltas mientras espero la llegada de mi amiga N. −tenemos que hablar sobre la estrategia a seguir para salvar lo fantástico, conservar lo irreal y encauzar lo imposible− y por lo menos me he topado con tres principios diferentes.

El primero de ellos dataría del año 2003, cuando cursaba segundo de Filosofía, cuando todavía era un cuerdo convencional, cuando me explicaron que David Hume vino a cuestionarse el principio de causalidad, señalando que se trataba de una deducción humana fruto de nuestro conocimiento por la experiencia, pero nunca de una certeza o de una inferencia lógica. O lo que es lo mismo, que el Sol salga todos los días no nos garantiza que lo vaya a hacer mañana. Tal vez se tratara de una extraña epifanía, pero fue la primera y como se verá me marcó a fuego.

Retrocedamos hasta 1997 para otro comienzo. “En un agujero en el suelo, vivía un hobbit”; “Una gorra de cazador verde apretaba la cima de una cabeza que era como un globo carnoso”; “En una tarde extremadamente calurosa de principios de julio salió un joven de la pequeña habitación amueblada que ocupaba en una enorme casa de cinco pisos situada en…”. Son las primeras líneas de tres libros que me hicieron renacer. Con ellos comencé mi pasional relación con la literatura. Sin ella, ni siquiera me acercaría a la persona que he sido, ni que soy, ni que por supuesto seré. Sin ella, no estaríamos donde estamos.

Por último, cómo no pensar en un año antes, con la mano de mi amigo T. sacándome del río Henares, cuando yo ya me ahogaba, inconsciente y borracho. Salvar la vida constituye un principio tan claro como tener una epifanía, como el renacimiento al enamorarse, o como el propio nacer.

Sin embargo, antes y después de lo escrito mi vida tuvo un largo recorrido, con calma a veces, con prisa otras, de acá para allá, de los brazos de una mujer a la siguiente… Pues bien, todo comenzó a cambiar cuando decidí mirarme hacia dentro. Entonces descubrí que había nacido para romper los límites.

Lo fantástico

Acabé por vivir en el norte, a orillas del mar, cerca de las montañas. Quedé atrapado, sí, en una lucidez próxima a la locura, a la poesía. Estábamos en el año 2020. Aún no tenía el proyecto entero en mi cabeza pero comenzaba a clarificarse y trabajé con ahínco para alcanzar lo fantástico, para lograr traer a nosotros los seres mitológicos y legendarios que habían poblado mis historias y mis sueños.

¿Cómo fue posible lograrlo? Borges tuvo la culpa, el argentino fue esencial en la formación de mi mitológica metodología.

Borges escribió un relato donde el protagonista era un reo que estaba ante la última noche de su vida. Iba a ser ejecutado a la mañana siguiente. Para evitar la muerte, la única alternativa que el reo concibe es aferrarse a la arcana e insondable teoría según la cual, aquello que es pensado, se descarta consustancialmente de la realidad, y lo que el protagonista hará es pensar todas y cada una de las alternativas de su muerte para lograr esquivarla.

Yo simplemente me aferré a esa teoría con toda mi alma. Allá donde me encontrara –desde hacía tres años los derechos de autor de la venta de mis libros me otorgaban una independencia de acción fascinante−, fuese en mar, tierra o aire, imaginaba y cubría a cada paso y a cada instante todas las prosaicas realidades que quería descartar. Mi cabeza bullía, afanada en invertir en cierto modo ese lema pseudoiluminado, según el cual, cuando se quiere algo realmente el universo conspira para ayudarte a conseguirlo. Yo no quería la ayuda del universo, yo quería forzarlo, someterlo, que por una vez se subyugara a mis pies en lugar de ocurrir al revés. Se puede decir que deliraba, pero convertí mi delirio en carne.

Ocurrió por primera vez en mi quinta travesía de largo recorrido, en febrero del 2022, a bordo de un buque chino por el océano Índico. En estado febril, estado que me acompañaba desde hacía meses, logré avistar el primer unicornio. La tripulación no daba crédito cuando subieron el animal a cubierta. El pobre bicho tenía un color cetrino, estaba abotagado y su cuerno de la frente presentaba una deformidad que generaba una mezcla de lástima y asco. Mi primer logro era en buena medida un fracaso, pero siempre he coincidido con el axioma científico que apunta que ir de la nada a algo, es mucho más difícil que ir de algo a lo mejor. Vomité mientras contemplaba aquel engendro, supe que estaba en el camino correcto.

Aún tuvo que pasar otro largo año hasta que mi metodología obsesiva consiguió que el éxito se cerniera sobre el mundo. Era primavera y meditaba en el bosque cuando un ejemplar de ave roc atravesó el cielo y la barrera del mundo mitológico. La gran ave fue incapaz de hallar la grieta de regreso y fue avistada, perseguida, y finalmente capturada. Con una envergadura alar de quince metros, un pico capaz de atravesar el acero y unas garras que retorcían una y otra vez los barrotes que trataban de enjaularla, la rapaz terminó en un laboratorio, donde moriría, dijeron, de puro estrés. No puedo decir que me sintiera inocente.

Las dos sirenas que aparecieron en el Pico del Aneto cuatro semanas más tarde, mientras coronaba la cima, me confirmaron que lo fantástico se empezaba a desbordar. Los científicos estaban descolocados, los conspirólogos se frotaban las manos, los lunáticos veían la llegada del fin del mundo. Yo mismo no tenía una respuesta clara ni segura de lo que ocurría y aunque estaba convencido de ser el causante de tales fenómenos, me guardé de revelar nada.

Me trasladé a vivir a Nueva York, mi viejo sueño, y durante un año apenas respiré otra cosa que no fueran los humos del cuchitril donde me alojé. Tenía que cuadrar mis éxitos, es decir, tenía que lograr unicornios en los bosques, sirenas en los mares, brownies en los sueños… Cuando a finales del 2023 un ave fénix sobrevoló, primero la Estatua de la Libertad, para posarse después sobre su antorcha, y fundir el hierro y las láminas de oro de la misma, comprendí que lo fantástico había llegado para quedarse, y que yo, debía ir todavía más lejos.

Lo irreal

El derecho romano deja claro que nadie está obligado a lo imposible; pero pobre será de espíritu quien al menos no lo intente.

Para enero del año 2024 el mundo se había enriquecido con la presencia de seres librescos y muchos esquemas mentales se habían quebrado. Sin embargo, la avaricia, el hambre y la guerra seguían con nosotros.

Di entonces un paso al frente al considerar que a mis cuarenta y tres años había alcanzado la suficiente madurez como para acometer una empresa digna y útil al mundo: publiqué de modo anónimo mis estudios y estrategias que habían permitido lo fantástico.

La acogida de mi manifiesto fue fría. Lo esperaba; nada hacía resaltar mis teorías por encima de las otras cientos que ya habían aparecido. Salvo un detalle: funcionaba. Además, estaba convencido de que serviría para lograr el objetivo que me había marcado: antes o después lograríamos alcanzar lo irreal. Si se quiere, lo utópico.

Hubo una época en la que nadie, amigo o enemigo de Karl Marx, desconocía su famosísima undécima tesis. Según dicha tesis, hasta él los filósofos se habían dedicado a interpretar el mundo, pero había llegado el momento de transformarlo. Hubo una época, en la que esa idea no solo era conocida por todos, sino que se convirtió en la brújula que efectivamente cambió el mundo… aunque a menudo no en las direcciones que muchos anhelaron. Se aceptó la idea de que al final habíamos acabado más perdidos incluso que antes. Y esas épocas se olvidaron al sabor de los fracasos y al albor del siglo XXI. Pero a partir del año 2024 resucité la tesis, si bien cambié a los filósofos por locos cándidos e irreductibles.

Con mi obrita, en mi manifiesto, además de mis principios metodológicos recogí lo mejor de la tradición que nos impedía rendirnos y ayudé a extender la idea dolorosamente cierta que había aprendido en la facultad: lo peor de nuestro tiempo no era que la mayor parte de la población mundial pasase hambre (tal suceso no era ninguna novedad histórica), sino que por primera vez disponíamos de los medios para detener tal ignominia… Y sin embargo no se hacía nada al respecto.

Costó sueño, sudor y derroches de imaginación, pero al final los locos demostramos que el hambre es un enemigo con los pies de barro si las personas nos unimos contra él.

Muchos hechos extraños comenzaron a ocurrir de la noche a la mañana a partir del mes de junio del 2024, cuando mi obra anónima comenzó a ser reconocida y a circular de boca en boca. Ya en septiembre de ese año, la avaricia sistémica comenzó a ser derrotada cuando Mark Twain vino a resucitar quedando impreso en millones de paredes y escaparates de todo el mundo: “los banqueros son esas personas que te prestan un paraguas cuando hace sol, y te lo exigen cuando está lloviendo”, escribió a finales del siglo XIX con una lucidez y genio digna de recordarse. Y se recordó en el equinoccio de ese año.

En ese veintidós de septiembre en el que estalló la frase por el mundo, yo me encontraba en mi ciudad natal, Guadalajara (no de Méjico sino de España), visitando a mis ancianos padres. Como en todas las ciudades del mundo, ese día la gente aplaudió ante los grafitis que recogían a Twain, ese día la gente se abrazó aunque no se conociera de nada, ese día se lloró de rabia, pero ya no de impotencia. Al día siguiente las bolsas cerraron y ninguna catástrofe sobrevino. Lo irreal también había llegado para quedarse.

Ocurrieron entonces una cascada de hechos de los que solo recordaré algunos. Se firmó la paz entre israelíes y palestinos tras un acuerdo justo, en el que la palabra “justicia” fue compartida por todas las partes. El hambre estructural fue aniquilada. El poder dejó de corromper. La corrupción se quedó sin aliento.

Albert Camus pudo al fin sonreír desde su tumba al comprobar que la especie humana se había pasado a su bando: “Para la mayoría de los hombres la guerra es el fin de la soledad. Para mí es la soledad infinita”. Por fin esta frase era un error, por fin los hombres malos se habían quedado solos.

Con algo de retraso había llegado definitivamente el mejor de los mundos posibles, y sin embargo, quise ir todavía más lejos. Las consecuencias esta vez no me hicieron sentirme orgulloso. Escribo esto sin tener claro todavía cuánto me arrepiento.

Lo imposible

Una obsesión te persigue hasta que te alcanza, y si no te alcanza, es porque no se trata de una obsesión de verdad. La mía con Hume por fin me alcanzó. Según se acercaba el camión cobré plena conciencia de ello.

Era otoño del año 2030 y desde hacía dos vivía en Madrid.

Que el Sol hubiera salido hasta entonces todos y cada uno de los días de nuestra historia no significaba que fuera a seguir haciéndolo de modo indefinido. Análogamente, que plantarse delante de un camión en plena noche no hubiera sido nunca una buena idea, no significaba que no fuera a serlo algún día. Pues bien, ese día tampoco lo fue. El camión me arrolló y me dejó tetrapléjico. Lo increíble fue que sobreviviera, y me dejara roto pero vivo. En cualquier caso la causalidad, mi gran enemiga, seguía en pie.

Sin embargo hice lo que debía. En buena medida hice lo único que podía hacer. Siempre aborrecí a los que no paran de teorizar para que la práctica la realicen otros, a los que exigen sacrificios para todos, salvo para sí mismos. Yo había elaborado mi teoría y había obtenido increíbles resultados con ella, pero había llegado el momento de probarla en mis carnes y de desafiar cara a cara el principio de causalidad.

Es evidente (solo hay que verme postrado a esta cama para concluirlo sin género de dudas), que cometí un error al desafiar mi obsesión con una apuesta tan alta. Pero me consuela pensar que volvería a repetir lo que hice, porque como señalara Dostoievski, “solo temo no ser digno de mis sufrimientos”. Permítaseme añadir que mi otro temor está en no ser responsable de mis triunfos. Quienes me conocen pueden rubricar que a pesar de ciertas flaquezas, he sido digno y responsable de lo uno y de lo otro.

La tetraplejia no hizo que me rindiera pero sí que resintió mi orgullo y me llevó a aceptar la exigencia de mi amiga N., cuando esta descubrió en mis diarios que yo era el principal responsable de haber volcado buena parte de la lógica del mundo, y que colocarme delante del camión no había sido un intento de suicidio como pensaron todos, sino el intento definitivo de poner patas arriba todo nuestro conocimiento. N. lloró, me insultó, me abrazó, rió, y tras censurar de mil modos mi locura, me convenció, amenazas incluidas, para tirar por tierra mi anonimato.

Mi obra fue actualizada, ampliada y firmada. Y si atendemos a la cantidad de fanáticos que surgieron y que comenzaron a realizar sacrificios inútiles, también fue un error.

La culminación de un mundo exento de guerras y de hambrunas, la belleza de lo fantástico hollando las lindes de lo prosaico, de pronto −como me había ocurrido a mí−, fueron insuficientes para un creciente número de personas. Lo idílico dejó paso a lo obsesivo, y en un abrir y cerrar de ojos, miles de almas quisieron convertirse en ser la primera en alcanzar lo imposible.

Corría ya nuestro año, el 2031, y los imitadores se desbordaban por doquier. Docenas de personas eligieron mi apuesta frente a un camión y todas murieron atropelladas. Pronto la imaginación diversificó el desastre; saltos en paracaídas sin paracaídas, juegos de la ruleta rusa con el tambor de la pistola lleno, gente quemándose a lo bonzo con la convicción de no arder… mi metodología no funcionó en ningún caso, y por si fuera poco los logros pasados se resintieron.

Los seres fantásticos, que se habían asentado en la realidad de nuestro mundo, comenzaron a morirse sin razón aparente, y los viejos conflictos a gran escala amenazaron con regresar. Una vez más pareció cumplirse la máxima de que el ser humano es maravilloso, pero solo para un rato. No podía ser de otro modo, me sentí culpable de ese nuevo rato, como si después de llevar al clímax a la humanidad, hubiera provocado también su ruina. Sin demasiadas ideas, decidí tomar la iniciativa.

A diario salía en los medios de comunicación vendiendo mi improbable historia y tratando de convencer a la gente de que dejara de imitarme. Sin embargo, mi imagen de perdedor postrado en una cama no conmovió ni convenció. Fui indiferente a la mayoría y odiado por los que habían tenido fe en mí. Las muertes de imitadores siguieron creciendo. Lo fantástico y lo irreal a cada hora estaban más amenazados. Así es como me convencí, hace menos de quince días, de realizar mi último servicio.

¿Hubo alguien que no viera la entrevista en la que anunciaba un nuevo intento para quebrar el principio de causalidad? Mi muerte iba a servir para convencer al mundo de que lo imposible, es imposible, y además, es mejor que siga así. Sin duda alguna había perdido la fe.

Mi suicidio retransmitido presentaba una serie de problemas que fueron resueltos con presteza; había que encontrar un país donde se pudiera grabar sin trabas legales, un voluntario que condujera el camión, el propio vehículo quise que fuese el mismo que me atropellara la primera vez… Una semana bastó para todo eso y más.

Esperé el atropello con serenidad. Me habían plantado en mi silla de ruedas, con el Sol al horizonte en una carretera hermosa y desértica. En ningún momento puse en práctica mi metodología. Ahora sé que millones de personas lo hicieron por mí, pero en ese momento tampoco hubiera creído que eso bastara. Lo que ocurrió me sirvió como lección: en ocasiones se ha dejado de creer, y eso no impide que algo ocurra. El camión se estrelló contra mí y se aplastó como un acordeón. Salí ileso. La silla no se movió ni un milímetro. La lógica y la causalidad habían claudicado, habían saltado por los aires. Desde entonces están descontroladas.

Epílogo

Antes o después lograré volar. Esta obsesión las precede a todas.

El planeta Tierra nunca ha sido un lugar tan imprevisible como lo es desde hace unos días: las auroras boreales pueden sucederse en cualquier momento y lugar; los científicos registran variaciones gravitacionales, las matemáticas han dejado de ser una ciencia exacta, y yo, mientras escribo estas últimas líneas con la mano izquierda que ya logro mover, observo llover hacia el cielo…

Pero no todo es hermoso e ilógico, y toca luchar, como siempre.

Hasta que logre ponerme en pie, hasta levantar el vuelo, haré lo posible porque lo fantástico no se extinga, pues los seres mitológicos no se adaptan y siguen muriendo. Miro al pequeño dragón que me mira arrobado y tiemblo al pensar que puede morir sin más. Por si fuera poco, las guerras y la hambruna han renacido.

Siempre pensé que Dios era un patán pero comienzo a comprenderle. La creación y sus criaturas no somos tan fáciles de manejar.