El último

De este relato se ha dicho sin el entusiasmo que el autor hubiera querido:

«No es más que un juego sin un ápice de talento, pero al menos posee cierta gracia, que es más de lo que estamos acostumbrados a encontrar». Lázaro.

«Más profundo de lo que parece tal vez por no resultar nada revelador. Presenta un cinismo propio de nuestro tiempo, y sus vulnerabilidades». Eugenio Toré.

«Triste debe de ser el pensamiento de quien lo escribe, escasa su esperanza». Carlos M.

 

I

A las pocas horas de que reventáramos la Luna las predicciones científicas que se habían hecho centenares de años atrás, se cumplieron. De acuerdo con la primera, desaparecieron las mareas y las grandes masas oceánicas se marcharon hacia los polos. En el camino, muchas ciudades costeras fueron anegadas, aunque no arrasadas porque de ese trabajo ya nos habíamos encargado nosotros antes. La segunda predicción también se cumplió, en trece días logramos confirmar el nuevo cálculo de nuestra órbita; al desaparecer la Luna se modificaban levemente nuestras relaciones gravitacionales con el Sol, y esa levedad será suficiente para introducir de lleno a la Tierra en el infierno climático.

Provocar el infierno en cualquier caso ha sido una simple precaución contra posibles cobardes. El proceso hacia la extinción debería acabar en mí, es mi derecho después de mis logros, y mientras grabo esto, debo suponer que soy el último de los homo sapiens ludens. Pero si no fuese así, si quedaran ratas escondidas a la espera de asomar la cabeza, con la esperanza de llevar a cabo cualquier tipo de inicio, la nueva órbita se encargará de la desilusión, y de acabar el trabajo.

II

Me permitiré una pequeña descripción.

Madrid, siglo XXIII, año 25 según el antiguo calendario cristiano. La ruina de la antigua capital de España no es ni mejor ni peor que las del resto de ciudades y poblaciones del mundo, pero su destrucción llegó algo más tarde que a muchas otras, escapando de las más virulentas Guerras Lúdicas, lo que ha conservado algún edificio que otro.

Frente a mí se levanta pavoroso el Museo del Prado. Hace mucho que sus cuadros se quemaron, se robaron, y hasta se comieron –estuve presente cuando se obligó al último alcalde de la ciudad a realizar la performance titulada,  Alcalde devora el cuadro de Saturno que a su vez devora a uno de sus hijos−, pero el edificio aún se mantiene en pie. No la estatua de Velázquez que durante siglos presidió su puerta principal, no los edificios, museos, y hoteles de alrededor, no Eva.

Eva no. Ella yace a mis pies.

Si mi padre pudiera verme en esta hora, si mi padre pudiera hacerlo… volvería a quitarse la vida.

 

III

Pronto acabará todo, pero antes grabo holográficamente estas palabras.

Y lo hago sin que haya nadie que pueda reprocharme tan absurda vanidad, que pueda recordarme que nunca más seré admirado, que nunca más causaré temor ni odio. ¿Para qué grabarme entonces, por qué no matarme sin más preámbulos?

¿Temo acaso que el Contador de Almas impreso en el pabellón de mi oreja no funcione correctamente, y yo no sea el último de los ludens? ¿O tal vez espero que mis palabras las escuchen otros seres que en un futuro visiten la Tierra desolada? ¿O el problema es que a pesar de mi triunfo, hay una parte de mí que lo lamente? ¿O quién sabe, si no se trata de mi incapacidad para sustraerme a los recuerdos de mi padre, y necesite contar esta última historia como él siempre me contaba cuentos y leyendas?

No tengo una respuesta clara, pero sé que no se trata de miedo, y que aún quiero contar algunas cosas, sea contradictorio o no.

 

IV

Resulta difícil cifrar cuándo todo comenzó a desbocarse, y a la mayoría poco y nada nos importaba, centrados como estábamos en sentir cada vez más fuerte, más tiempo, más inmediato. Pero decidido a narrar nuestra extinción, deberé hacer un esfuerzo por recordar el lenguaje y las muchas enseñanzas de mi padre y de sus maestros; deberé recordar los llantos racionalizadores que la mayoría nos sacudíamos sin pestañear.

La teoría con mayor poso y predicamento anclaba sus raíces en un pasado lejano, y señalaba que nuestra ruina nació del siglo XX y sus guerras mundiales, que nos llevaron al límite moral para arrojarnos al abismo del siglo XXI, culminado con la III Gran Guerra en el año 73 de ese siglo, y de la que ya no nos recuperaríamos, según estos teóricos, en el plano de la justicia moral.

La segunda teoría más reconocida, apuntaba que la gangrena se volvió inextirpable cuando en el año 60 del siglo XXII, se permitió grabar el reality show de la TeleVisión3.0., conocido como La selva. El programa consistió en llevar a la última selva virgen a algunos de los intelectuales más prestigiosos de la época, y obligarles a actuar para sobrevivir. O mejor, se les obligó a que salvaran sus vidas a través de la acción. Error de cálculo o no, con premeditación y alevosía o sin ella, todos los concursantes murieron, «produciendo paradójicamente un desencanto definitivo por el esfuerzo del pensar y de la crítica», como se dijo en los postreros círculos de pensadores. Entonces, nos sermonearon estos, se entró en barrena para no recuperar jamás el vuelo ético.

En cuanto a mi padre, tan buen teórico como el mejor, tan respetado como el que más, y pesimista como pocos –al menos en sus días en los que la depresión le superaba−, podía demostrar que nos habíamos buscado la ruina en nuestro siglo, en el anterior, y en el que gustáramos, y convencer a cualquiera de que  nuestro verdadero fin dio comienzo al descubrir el ser humano el fuego, poniéndonos definitivamente la soga y apretando el nudo, con el invento de la rueda. El fuego y la rueda, repetía en sus días más tristes entre trago y trago, ya contenían toda la potencialidad no del sapiens, sino del ludens, y el resto, habría sido apurar el tiempo histórico hacia una involución con las cartas ya marcadas.

Pero mi vanidad no tiene límites, y en mis últimos días estuve reflexionando al respecto hasta llegar a mi propia teoría, y aunque sé que no tiene mucho sentido exponerla, lo haré de todos modos.

V

Cuando los viejos teóricos escarbaron en las raíces para explicar este día que anticiparon −tampoco había que ser demasiado sabio para preconizar el fin de nuestra especie−, escarbaron demasiado profundo. Mi padre me enseñó la Historia, y yo aprendí de ella que con el límite se puede jugar y salir airoso del lance, salvo que tenses la cuerda demasiado. Y la soga de la historia no fue irreversible con el descubrimiento del fuego, como se lamentara mi padre, ni con ninguna de las guerras mundiales, ni tampoco con la mencionada La Selva, el último reality que fue a su vez el primer ultrashow. No, el límite lo cruzamos con la I Guerra Lúdica; estoy convencido de que con ella nos ahorcamos por primera vez para no volver a recuperar jamás el aliento.

La I Guerra Lúdica tuvo lugar en el año 80 del siglo XXII, veinte años más tarde del citado ultrashow que acabó con la muerte de los infelices intelectuales que no supieron enfrentarse a los peligros de una naturaleza casi extinta. Fue una guerra aséptica y nada reprochable en la forma; acaso en el fondo, pero fue entonces cuando por fin nos deshicimos por completo de toda crítica que apestara a humanismo. El espectáculo se sobreponía a cualquier otro valor. «El espectáculo −cito a mi padre− como arjé, como principio del sentido último».

Los preparativos de la guerra llevaron su tiempo, pero merecieron la pena. Cuatro años antes de iniciarse el conflicto, se constituyó El País del Gobi, delimitado por los márgenes del desierto que se extendía entre el norte de la extinta China y el sur de la extinta Mongolia.  En los dos años siguientes, se le dotó de unas condiciones de habitabilidad prósperas. Por último, se publicaron las bases finales del concurso; los participantes que viajaran al país y asumieran su nacionalidad, debían alinearse en uno de los dos bandos que se constituían, y tras un año de exhaustivo entrenamiento militar, comenzarían a matarse unos a otros. Los ganadores se quedaban con todo.

Los pocos agoreros que aún respiraban sobre la faz de la Tierra vaticinaron el desastre de la I Guerra Lúdica. Dijeron que apenas se presentarían concursantes, que las autoridades internacionales prohibirían lo que ya había llegado demasiado lejos, que despertarían las conciencias y nacería el hombre nuevo… Lo que en cambio se produjo, fue un éxito de participación con más un millón de concursantes, un éxito jurídico que sentó jurisprudencia, y un éxito visual con una guerra filmada desde todos los ángulos inimaginables para disfrute de una audiencia que pudo influir en el devenir de la contienda a través de sus apoyos.

Yo nací a las pocas horas de concluir la Guerra del Gobi. Entonces, mi padre le dijo a mi madre, poco antes de que esta nos abandonara, que tal vez yo era la reencarnación de alguna de esas víctimas, la reencarnación de alguno de esos idiotas sin remedio que habían perdido el juicio y todo valor digno. «Puede que así fuese padre −le contesté un día cuando él me relató la anécdota−  puede que yo fuera un espíritu reencarnado de esa guerra tan extraña, y puede que ese espíritu me legara la estupidez. Pero lo que yo no voy a consentir  −afirmé rotundo− es cargar con la idea de ser una  víctima. Puestos a elegir, seré un verdugo». No creo que tuviera más de quince años cuando le hablé así a mi padre.

 

VI

Ahora tengo cuarenta y cuatro años, y no cumpliré ninguno más.

Nací, como ya dije, el año en que se celebró la I Guerra Lúdica, a las pocas horas de que esta concluyera. A partir de ese momento todo pareció acelerarse y como meros ejemplos sirvan que cuatro más tarde se desató la II G.L., en la región de la Tierra de Fuego; al tiempo los ultrashows se prodigaban por todo el planeta en lucha a muerte, a menudo de un modo literal, por la audiencia; y en el año 95 de ese siglo XII, aparecía el chip que se bautizó como el Contador de almas, un sistema fijado al cuerpo –tras varios modelos el que se parcheaba en la oreja se popularizó y acabó con la competencia– que calculaba en tiempo real la gente viva sobre el planeta, avisándote de cada defunción, y del modo de cada muerte, si lo programabas para ello.

Con auténtico vértigo me planté en mi decimoséptimo cumpleaños, y para celebrarlo, decidí participar ya con la edad legal en mi primer ultrashow. Cuando le comuniqué a mi padre mi decisión irrevocable se le cayó el mundo encima y le aplastó un poco más. Hasta ese momento había pensado que podía educar a su hijo al margen de los tiempos que vivíamos, y tuve que desengañarle del peor de los modos.

La Carrera fue el ultrashow que elegí, y aunque pudo haber sido mi tumba en numerosos momentos, no lo fue. Como todo el mundo sabía, el concurso conjugaba velocidad, interacción entre participantes y público, y una alta posibilidad de muerte. Esta última era una probabilidad alta como queda dicho, acabar con un brazo, una pierna, o un riñón, de un rival que hubiera participado en tu misma prueba y muerto durante la misma, casi una certeza. Cada vez que un espejo me devuelve la imagen, no me cabe otra que recordarlo. La Carrera no engañaba a nadie y cuando firmabas tu participación eras consciente de que sobrevivir iba más allá del talento al volante. Debías sumarle suerte, para no caer por ejemplo en las trampas aleatorias o para no volar junto a una mina, y el cariño del público, para que se te aplicara la nanomedicina por delante de tus rivales una vez que el accidente se producía… y el accidente siempre se producía.

La contumacia es otro de mis rasgos y no solo sobreviví a una, sino que ostento el récord del ultrashow con doce carreras saliendo maltrecho –casi ninguna de mis extremidades son originarias−, pero vivo. No gané todas, pero ni uno solo de quienes me ganaron alguna vez, sobrevivieron en sus futuras participaciones.

Ni el dinero que se me ofreció, ni las súplicas de millones de fans, ni la memoria de la adrenalina, pudieron hacer que volviera a participar tras mi última victoria en la doceava ocasión en que participé. Sencillamente me había cansado y quería abrazar nuevos impulsos. Por un momento, mi padre pensó que sus súplicas argumentativas habían sido la causa de mi abandono, pero no tardó en comprobar su error, craso si se quiere.

 

VII

Corría el tercer año del siglo XXIII y enfilábamos ya la recta final de nuestro proceso autodestructivo: las últimas universidades terminaron por desaparecer a falta de estudiantes; las guerras, civiles en los países pobres, y lúdicas en los ricos, se impusieron al ritmo de varias al año; la polución, el crimen y el hambre, asolaban los pocos países que querían mantenerse al margen; el movimiento rebelde originado en las primeras décadas del siglo XXI por la denominada Crisis eterna, se consumió también por completo. En este contexto, mi padre, el brillante sociólogo, el emérito catedrático, el doctor honoris causa de las más prestigiosas universidades que habían sido antaño centro de cultura y poder para terminar desapareciendo «como lágrimas en la lluvia», como le gustaba recitar a mi padre en sus últimos días; en este contexto, digo, solo pudo recurrir a un último impulso de antidepresivos y alcohol para sobrellevar su ruina.

Pero fui yo quien terminó de derribarle. Su hijo no había dejado La Carrera por una cuestión ética, sino que dejé un ultrashow para coger al vuelo otro. Me había aburrido y sencillamente busqué nuevos horizontes. Era un muchacho con ansias de superarme y perseverante al máximo, pero en un sentido muy alejado al que mi padre hubiera deseado. Su educación no bastó para modelarme, el instinto de los tiempos triunfó.

Mi nuevo objetivo se llamaba Atrápalo, el ultrashow que conquistaría todas las audiencias –no habría guerra, lúdica o civil, que no hiciera sus altos el fuego cuando se retransmitía–, y era una idea tan brutal y lógica, que nadie se explicaba cómo no se había hecho antes.

El concurso consistía en llenar un avión de pasajeros modelo A380-8, −una de las cosas que más cautivó es que se eliminó el límite de edad y entre los pasajeros siempre había un alto porcentaje de niños en busca de la misma fortuna que los adultos−, en hacer que el avión alcanzara su altitud máxima, y en realizar en ese momento un sorteo. El ganador se convertiría en el bulto, y de inmediato se le arrojaría del avión sin paracaídas. Llegaba entonces el turno de los concursantes, a menudo diez, nunca más de quince ni menos de siete, que debían lanzarse tras el bulto para intentar engancharle a su paracaídas antes de que se estrellara. Quien rescatara el bulto compartía el premio al 50% con este. Si ningún concursante lo lograba, cinco de los paracaidistas eran ejecutados para regocijo de todos. Puro espectáculo.

La experiencia y la adrenalina eran tan salvajes que participé como concursante una veintena de veces, y como pasajero alrededor de 50 –sin embargo nunca logré que me tocara el sorteo y convertirme en el bulto. Gané en mi primera participación y otras tres ediciones más; salvé el pellejo en cuatro ocasiones donde el bulto se estampó; y tuve que matar a lo largo de mis saltos a cinco compañeros cuyas estrategias durante el vuelo no compartí.

Mi padre sin embargo no pudo verme ni una sola vez. Me lo había dejado muy claro cuando le comuniqué mis planes, «salta y me volaré la tapa de los sesos» –me dijo. Reconozco que medité la situación y que sopesé la posibilidad de no saltar, pero al final lo hice, pues no podía permitirme que otro “Yo” condicionara mi voluntad. En buena medida se trataba de una de sus lecciones. Él, más o menos cumplió también con su palabra; en lugar de dispararse se arrojó desde la planta número veinticuatro de un rascacielos. Interpreté que había sido un mensaje por coincidir con mis años, y que ese mensaje buscaba al menos mis remordimientos. No lo logró. En cuanto a la nota que dejó antes de saltar, tuvo una influencia decisiva tal vez para el devenir del mundo, pero eso lo contaré más adelante.

Lo grabo y no me ruborizo: éramos una sociedad polimórficamente enferma. Pero lo asumo con sencillez de acuerdo a lo que  mi padre me había enseñado; conocer el diagnóstico, saberse enfermo y de qué, no sirve para nada si no hay voluntad de curarse. Y nosotros lo que precisamente desbordábamos era voluntad, pero no de cura, sino de perpetuar nuestra enfermedad hasta que esta nos destruyera. Lo voy a decir de este otro modo: mi padre fue quizá el último de los antiguos, seres fundamentalmente complejos y contradictorios, yo, soy el último de los nuevos, el último de los ludens, seres fundamentalmente autodestructivos.

 

 

VIII

Después de mis numerosas participaciones en Atrápalo, embestí de repente contra una crisis existencial en la que todo me resultaba frívolo y vacío; nada era emocionante, nada merecía la pena, nada me movía a jugarme el tipo, o a matar a otros. Oportunidades no faltaban por mi solicitado caché, pero todo era gris y los escasos proyectos en los que participé me supieron a más de lo mismo.

Sirva de ejemplo para resumir con prontitud los seis años en los que padecí esta crisis, mi participación en la Guerra Lúdica Nuclear entre la ex−poderosa USA, y el ex−pacífico Canadá. Fue visualmente espectacular, cuantitativamente demoledora, cosechó cifras de récord… y sin embargo, tan solo fue estirar lo dado previamente, nada nuevo, nada salvífico, nada que me erizara la piel, y solo mis fuertes mecanismos de autodefensa me mantuvieron vivo.

Sobreviví a esa guerra con una sensación de hastío y podredumbre que me llevó hasta la planta treinta y dos del mismo edificio, desde el que saltara mi padre ocho años atrás.

Estoy subido al pretil de la azotea, sin vértigo, sin miedo, a un paso de ser libre. ¿Por qué no salto entonces?

Después de estos años dándole vueltas elijo pensar que por su nota. «De todas las distopías –escribió él antes de suicidarse y me recordaba yo mientras tomaba una decisión− que han imaginado los escritores y los filósofos a lo largo de los siglos, he tenido que vivir la peor de las posibles. La peor no por ser la más sangrienta, la más desvalorizada, la única que se encarnó en verdad, sino la peor porque no pude detenerla, y porque mi hijo disfruta con ella». Si saltaba, ¿dónde quedaba mi placer? Toda su vida mi padre tuvo razón –otra cosa es que le sirviera para algo− y robarle también eso hubiera sido cruel e innecesario. Yo ya había sido un mal hijo, para qué insistir.

Un año más tarde de mi atisbo de suicidio en el rascacielos, llegó la luz que cegó tanta mediocridad. Por fin algo cualitativamente distinto, por fin vislumbré el horizonte: extraer las últimas consecuencias de nuestro largo viaje hacia el fin. Corría el año 14 del siglo XXIII y me alisté al grupo por entonces clandestino y ya dirigido por Eva, que se denominaba Autofagizadores. Por fin pasé a formar parte de una idea bella, necesaria y duradera.

 

IX

La extinción de la raza sería el espectáculo definitivo, la síntesis perfecta de guerra lúdica y de ultrashow. Por supuesto, la mayoría de los ludens no concebían ni querían el fin del juego, y tuvimos que solventar diversos problemas estructurales a base de ingenio y brutalidad.

Nuestro grupo, calificado paradójicamente de intelectual, ha tenido que infiltrarse durante estos últimos años en las argamasas más duras que aún impedían la extinción, y ha tenido que hacer en ocasiones tal ejercicio de cinismo, que solo algunos políticos históricos habrían estado a la altura. En cualquier caso, la cantidad de sudor y sangre que derramamos resulta difícil no ya de cuantificar, sino de concebir. Pero daré algunas pistas: por ejemplo, hubo que desinflar a los ricos que anhelaban perpetuarse; por ejemplo, hubo que erradicar los vestigios del concepto “Estado” y terminar de enfrentar a muerte a unos ciudadanos con otros al margen del terruño donde hubieran nacido; por ejemplo, hubo que resucitar a los antiguos dioses para concienciar a algunos continuistas de que había llegado la hora de la vida ultraterrena; por ejemplo, hubo que poner toda la maquinaria científica al servicio de la destrucción masiva; y finalmente, tuvimos que forjar los mecanismos que anularon por completo palabras ya maltrechas como “amor” o “familia”, y ridiculizar hasta el paroxismo otras como “justicia”, “paz” y “sexo”.

Con verdadero denuedo logramos todos nuestros objetivos y aún así, la vida intentó negarse a desaparecer. El grupo se escindió por la aparición de los conversos que pretendieron perpetuarse e iniciarlo todo de nuevo. Sin embargo esta rebelión no llegó muy lejos y fue sofocada casi de inmediato y desde la raíz. Los Contadores de almas redujeron sus dígitos a una mínima expresión. Apenas quedamos unas cientos, y había que terminar el trabajo.

 

X

Destruir la Tierra haciéndola explosionar era posible pero no nos pareció digno. Era una solución fácil y carente de emoción, ya representada en cientos de formas y variantes.

Fue Eva quien tuvo las dos ideas; sencillas, brillantes, conclusivas. Eva nos había llevado hasta el horizonte en forma de abismo, y con su ingenio también nos permitiría cruzar el límite, saltando al vacío para siempre. Primero, reventar la Luna con los misiles. Luego, algo tan simple como matarnos entre nosotros en un enfrentamiento sin cuartel. Solo teníamos que ser fieles a nuestros ideales y aplicarnos a nosotros mismos sin más fisuras, lo que habíamos aplicado a los demás.

Como en el mito cristiano, hubo una última cena, pero sin besos traidores y conscientes de que todos, acabaríamos en cierto sentido crucificados.

12 de junio del año 25 del siglo XXIII según el calendario occidental. Hace poco menos de una hora que maté a la última mujer sobre la faz de la Tierra, yo soy el último de los hombres y no la sobreviviré más que por unos minutos. ¿Mereció la pena todo este largo camino? Mi vello está aún electrificado y tengo las manos demasiado manchadas de sangre, como para decir no.

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