Proust me aburría. Desde hacía dos o trescientas páginas, Marcel estaba enfrascado en una de sus interminables y fatuas fiestas burguesas, sin lanzarme uno de sus abigarrados flashes llenos de genio y sensibilidad.
Fue entonces cuando me atravesó la frase de la chica:
−Hay hombres algunos años más tristes que yo.
La mesa de la pareja estaba cerca de mi mesa. Ella, rubia, me daba la espalda, pero gracias a un espejo podía ver su perfil, su bonito perfil. Él, quedaba por entero frente a mí, vistiendo impecable, con el pelo impecable, con un atractivo impecable, y con una sonrisa sin embargo que se perdió al escuchar la respuesta desconcertante de la chica.
Era sin duda su primera cita. El tipo pareció procesar la información poco a poco. No entendió el cambio de género, llegó tarde a la metáfora, ni por asomo se le ocurrió que se citaba una canción. Lo peor de todo es que no le encontró ninguna gracia a la frase.
Decidí ponerme al acecho. No tenía prisa, las viperinas lenguas que pululaban en las páginas festivas del francés tampoco, y mi cerveza estaba a la mitad.
La conversación entre ellos no fluía, ella tiraba de ingenio que él no captaba, y él hacía gala de un ego que no iba a ninguna parte.
Años atrás me hubiera conformado con ser un simple voyeur, pero había crecido y quise convertirme en una amenaza. Arranqué una hoja de Sodoma y Gomorra, me puse a escribir en los márgenes, y esperé mi oportunidad.
Al acabar sus postres el tipo se marchó a los servicios, tal vez quería escaquearse de la cuenta, tal vez revisarse el pelo engominado, tal vez tan solo quería mear. Me importó poco salvo que era mi oportunidad. Doblé la página una, dos veces. De inmediato me puse nervioso y la arrugué hasta hacerla una bola. La lancé hacia la mesa donde la rubia había sacado la cartera para pagar. La bola de papel chocó contra su copa de vino, y quedó muerta.
Ella se giró y me examinó con descaro de arriba abajo por unos segundos. Luego se volvió hacia su mesa, desenvolvió la bola, curioseó, y leyó lo que le había escrito: en la ardiente oscuridad me gustaría invitarte a un dry Martini, y sexo anal.
El tipo regresó del baño, ella seguía mirando la nota, yo contemplaba la escena con todo el descaro del que era capaz. Pero ni siquiera así el impecable me consideró una amenaza, no se le ocurrió pensar que esa página arrugada se la hubiera podido alcanzar quien se sentaba a un metro escaso de ellos.
Cuando él le preguntó qué hacía, lo que ella hizo sin contestar fue rebuscar en su bolso. De allí sacó un boli bic azul y con verdadero garbo escribió en un margen libre de la hoja. Cuando acabó volvió a arrugar la página, se giró hacia mí, me sonrió, y me la echó encima de la mesa.
−Vámonos anda –dijo sin más explicaciones para nadie.
Estuve a punto de levantarme e irme con ella, pero la invitación era para el otro, quien la siguió con su boca abierta. Había perdido la impecabilidad.
Ya se habían marchado cuando leí lo que me había escrito: los freakis me gustáis para muchas cosas, pero, he trazado un ambicioso plan que consiste en sobrevivir, y en follarme a los guapos. Lo siento, pero Proust ya no tiene mucho que ofrecerme al respecto… eso sí, estoy de acuerdo contigo en que este tipo es demasiado tonto para hacerle el favor de tirármelo, aunque él todavía no lo sepa.
Con una sonrisa pagué y me marché. La victoria está sobrevalorada, y esa noche tampoco perdí.
Romero (Apuntes, 1)