Estábamos tumbados y desnudos sobre la cama cuando tuve la idea. Me levanté de un salto, saqué una lata de cerveza de la nevera y la vacié sobre una jarra. Ella miraba divertida, ya le había mostrado que era un tanto payaso y que de mí se podía esperar cualquier cosa. Metí el dedo índice y el dedo corazón hasta el fondo de la jarra, los empapé a conciencia y regresé a la cama. Le di un beso en su coño, otro en su ombligo, otro en cada uno de sus pechos absolutamente perfectos y, con los dedos ungidos en la sagrada cerveza, dibujé sobre su vientre una cruz al tiempo que dije:
−Lo que Philiph Roth ha unido, que no lo separe nadie.
Ella se descojonó. Su risa iluminó el apartamento y por qué no confesarlo, también mi corazón. Me llamó tonto, me comió la boca, me ordenó tumbarme sobre la cama, se me subió encima, y sin ninguna dificultad se clavó otra vez mi polla.
Nos habíamos conocido horas antes de la mejor de las maneras. Después de varios intentos fallidos en Casas del Libro, en la Fnac y en La Central, por fin encontré en Tipos Infames el Philiph Roth que buscaba. Al verlo estiré la mano para acariciar su lomo y llegó la sorpresa: otra mano se interpuso y al mismo tiempo agarramos El teatro de Sabbath. No iba a dejarme avasallar y planté resistencia hasta que miré a mi oponente, entonces Roth perdió brillo por una vez en mi vida. Era tan alta como yo pero no quise malgastar la visión descubriendo si el motivo eran unos tacones o no. Su rostro era precioso y me niego a afearlo con mi descripción, el pelo le caía completamente liso más allá de los hombros, y su piel era muy pálida, punteada de un mar de pecas y lunares.
−Quédate con el maestro –le dije clavando mis ojos en sus pupilas marrones y, sintiendo que nunca nada me salió tan de dentro, añadí−, pero déjame que te invite a lo que quieras.
−No me gustan los románticos ni los enamoradizos, tampoco los aduladores y mucho menos los lunáticos. Y tú pareces una mezcla de todos ellos. Además, lo que quieras es un concepto muy amplio que te puede condenar… pero no sé decir que no a una coca cola light sin hielos –Y me sonrió, y me di cuenta que con ella no podría evitar, ser todo lo que me acababa de decir que no le gustaba.
Volvimos a corrernos juntos tras no callarnos ninguno de los dos ni uno solo de los jadeos que teníamos muy adentro. Con el orgasmo todavía reflejado en el rostro, con la respiración aún al galope, sin poder dejar de mirarla, le confesé la intuición que me empeño en defender a pesar de las pruebas en contra que me ha ofrecido la vida:
−Gracias a la literatura se folla mejor.
Esta vez fue ella la que se levantó de la cama con presteza. Llegó hasta el bolso tirado en el suelo y, después de rebuscar en él encontró su paquete y sacó un cigarrillo. Usó la lata de cerveza como cenicero. Mientras la contemplaba pensé que nunca nada podría arrojarme más luz que esa pálida desnudez. Pensé en decirle que era la canción que buscaba, que era todas las mujeres que me gustan, el milagro que no me iba a ocurrir. Pensé todo eso y mucho más después de recordar nuestro milagroso encuentro, nuestras conversaciones que nos habían llevado a mi apartamento con total naturalidad pero llenos de deseo, la comunión sexual que habíamos demostrado… Pero aunque lo pensé no lo dije, pues de nuevo caí en su advertencia sobre los tipos que no le gustaban. Fue ella la que contestó a mi intuición con una sonrisa en los labios, y con estas palabras:
−Tal vez folles mejor gracias a la literatura, cielo, pero seguro que en estos tiempos donde reina la imagen y no la palabra, no follas mucho.
Nos reímos, despotricamos contra el mundo, lo intentamos arreglar y, cuando vimos que no tenía remedio, ella me agarró la polla con su mano y yo estuve de nuevo listo para un nuevo asalto.
−Dios debe envidiarme a muerte, o quererme mucho por una vez –dije acariciando el cuerpo de mi religión recién descubierta.
−¿Eres siempre tan blasfemo? –Preguntó ella, acercando su boca a la mía, y apretó fuerte la mano con la que me agarraba la polla.
−No me gusta tentar al infierno −susurré− pero nunca he encontrado un motivo mejor que tú para arder en él.
Una vez más no quise parecer excesivo y me cuidé de soltar mi teoría sobre la querencia por la blasfemia cómplice; esa que no se vocea a los cuatro vientos, esa que se comparte en la intimidad de la pareja o de la amistad, esa que no falta al respeto de quien libremente asuma los supuestos de cualquier fe (siempre y cuando esa misma fe respete también mi libertad), esa blasfemia donde juego a retar a Dios, donde le exijo explicaciones, donde me río de su supuesta gloria, de su promesa a la vida eterna; porque lo sagrado para mí está en el más acá y en la risa y en el darnos pequeños sentidos dentro del caos absurdo al que hemos sido arrojados. Pero como digo todo esto no se lo dije a ella, y hábil por una vez en mi vida, me olvidé de lo divino, me centré en lo humano, y le introduje mi polla una vez más.
De nuevo estuvimos inspirados en las posturas y en los juegos que ejecutamos en perfecta armonía hasta que nos corrimos. Luego, tal vez por culpa del cansancio, del sudor en los ojos, de la piel arañada, de la mezcla de nuestros fluidos, cometí la torpeza de irme de la lengua:
−Por una vez no me siento vacío después del orgasmo.
Y por si el romanticismo no hubiera resultado ya escandaloso, tuve que añadir:
−Somos la ecuación perfecta.
A ella entonces le cambió el gesto, comprendió que yo era un infeliz que le hablaba mucho más en serio de lo que quería aparentar, y me dijo mientras me besaba en los párpados y en la frente:
−Una ecuación perfecta es aquella que no se resuelve. Resuelta la incógnita se acabó el misterio. Y si se acaba el misterio…
Decidió no acabar la frase porque ambos sabíamos que no era necesario. Lo que sí hizo a continuación fue canturrear, fue lavarse los dientes con un cepillo rosa que llevaba en el bolso, fue retocarse el maquillaje, fue vestirse.
Cuando ella estuvo preparada para la despedida, yo estuve a punto de pedirle explicaciones. Me contuve a tiempo. Tampoco lloré. Sacrifiqué definitivamente la parte de mí que quería retenerla. Le pedí un cigarro a pesar de que no he fumado en la vida. Nos abrazamos, nos sonreímos. Nos dijimos gracias en lugar de adiós.
Me he encendido su cigarro y me he puesto a escribir nuestra pequeña gran historia, qué sabe Dios si no volveremos a pelearnos por otro libro.
Romero, 7.
Publicado originalmente en dekrakensysirenas.com, @krakensysirenas, el 15.12.15