Manchas

Tras varios meses regreso a la costumbre del café mañanero en mi bar de confianza, y, mientras me peleo con un churro de chocolate que se defiende de ser devorado por mí, el estupor me va llenando cuando no en uno, ni en dos, ni en tres, sino en los cuatro periódicos que reviso, me topo con la siguiente confesión en las primeras páginas:

Tuve que hacerlo. Ante situaciones drásticas soluciones igual de drásticas. El esfuerzo ha sido ingente pero ha merecido la pena, y salvo la mancha negra del parqué y las rojas del sofá, todo fue a pedir de boca. Me explico: ¡Estaba harto!

¿Con qué derecho un día sí y otro también, ellos han llevado a cabo la apropiación indebida de mí, quién les ha dado permiso para hurgar ahí dentro? Yo desde luego que no ¿Iba a quedarme de brazos cruzados ante la tropelía? No conocerme fue su error, y cuando lo hicieron, ya era demasiado tarde.

Empecé por los libros. Siempre hay que empezar por ellos porque quienes los escriben son unos listos. Durante años los soporté, les perdoné, pero se pasaron de castaña oscura tras mi último fracaso. Apenas acababa de hundirme, yo era todo dolor, cuando abro la maldita novela y ahí estoy, y ahí está la puñetera escritora (¡encima mujer!), destripándome, hablando palabra por palabra de mis sentimientos, no errando ni en una coma ¡Pero quién le había dado permiso! ¿Por qué no me dejaba a solas con mi sufrimiento? ¿Por qué airear mi tragedia a los cuatro vientos? La decisión que había meditado por largos años, estaba tomada.

No tardé sin embargo en ampliar mi campo de acción. Eso lo complejizó todo pero, ¿qué mérito iba a tener yo si no lo hacía así? Además, que no se hubieran metido también los otros en camisa ajena, en la mía ¿Quién les mandaba cantar mis desdichas? Que a diferencia de los escritores, estuviesen vivos, no debía ser más que el reto a resolver. En cuanto a que se trataba de un crimen, no puedo negarlo, pero con estos valores tan laxos que campan a sus anchas… y sobre todo, quién me había protegido a mí de sus atropellos, de que hurgaran en mi corazón, de que estrujasen mi alma para luego sacar beneficio con sus lacrimógenos discos que encima pretenden hacer pasar por experiencias propias, o lo que es peor ¡Por las experiencias de todos! ¡Como si mis tragedias y mis miserias tuvieran el mismo tono que las de los demás!

Quemar libros no está bien y matar a personas sé que tampoco… Pero vaya, en la misma tabla de la ley se encuentra el robo, y me harté de que robaran mi intimidad. Así que lo hice.

Los libros fueron fáciles, durante años identifiqué a los culpables, los amontoné en un cuarto aparte, y mi biblioteca se prestó al sacrificio sin rechistar. Sé que la casera podría enfadarse si se enteraba de mi particular holocausto, pero los quemaría poco a poco, saboreando mi venganza, sin montar escándalo ni humo.

Los cantantes en cambio fueron más difíciles, y al igual que seleccioné escritores muertos (los vivos nunca me supieron robar tan bien), me decidí por cantantes que aún respirasen y que lo hicieran en español (ay, mi falta de idiomas). Debía dar una lección, demostrar que no soy ningún juguete, que no soy ninguna canción de nadie. Seleccioné a diez, unos conocidos, otros apenas, todos ladrones y husmeadores de mis lágrimas. Me costó planear convenientemente el asunto, lo reconozco, y hacerlo el mismo día no fue tarea sencilla. Tampoco tenerlos atados, vendados, en silencio, en mi casa. No, no querían entender mis razones y me llevó varias horas explicarles uno a uno, frase a frase, canción a canción, sus latrocinios. Finalmente todo acabó como debía.

Las manchas, ese es el balance de mis errores en todo este asunto.

Y el estupor no es fruto de la confesión anónima, sino que poco me falta para blandir el resto de mi churro contra el mundo, cuando en los cuatro periódicos tachan de loco a quien haya escrito tal paranoia, y añaden que si publican tales desvaríos, es solo porque se da la casualidad de que hay diez cantantes españoles que han desaparecido el mismo día.