Postmodernismo, sociedad líquida y posverdad, o de cómo todo se tambalea

“La luz mala se ha avecinado y nada es cierto” Alejandra Pizarnik

Mi querido lector, si concibes el mundo que te ha tocado vivir como una encrucijada, tal vez te sirva en tu camino familiarizarte con el cóctel de este artículo, donde presentaré tres ingredientes que combinan a la perfección y que puedes probar a servir (si se te va un poco la olla) en cualquier tertulia más o menos seria, reunión familiar más o menos tensa, o conversación entre amigos con más o menos cañas de por medio, siempre y cuando, eso sí, los temas vayan más allá del fútbol, de la prensa rosa, o de nuestros lamentables políticos. No obstante y ahora que lo pienso, todo lo anterior también cabe en esta misma coctelera. De todos modos recomiendo servir con mesura; hay riesgo elevado de que al poner sobre la mesa el postmodernismo, la sociedad líquida y la posverdad, se te acuse de cuñado, sabiondo, pedante, listillo, repelente… Aunque vuelvo a pensar y me digo que en estos tiempos nunca se sabe y que lo mismo se te tilda de llegar tarde a la fiesta.

EL POSTMODERNISMO

Sin duda es el concepto ingrediente del cóctel más conocido de los tres, el más usado desde hace décadas, el más desgastado y sobre el que se ha escrito hasta el vómito. Sin embargo puede ocurrir que no lo conozcas (al fin y  al cabo es conocido, pero digamos que sobre todo dentro de un mundo académico), o quizá te suene tan solo un poco, o a lo mejor sí sabes de lo que hablo, pero te gustaría poder lucirlo más. Trataré de ayudar sin llegar a aburrir. Trataré.

Me gusta la metáfora que explica el postmodernismo como el viaje a la deriva sobre los restos del naufragio del siglo XX. Pero, ¿qué hubo antes de ese naufragio? Durante muchos siglos los seres humanos viajaron en un barco que no era muy lujoso, pero sí seguro: la religión. Durante varios milenios las condiciones de vida para la mayoría de las mujeres y de los hombres resultaron muy difíciles, pero al menos quedaba el consuelo de tener la certeza de un Metarrelato donde se te explicaba con claridad absolutamente todo; de dónde veníamos, qué nos tocaba hacer aquí y qué nos esperaba una vez muertos. En definitiva, se vivía con unas instrucciones de uso que nos gustasen o no, daban seguridad y eran seguidas por la práctica totalidad de los mortales.

Y son esas instrucciones de uso las que sufrirían en el siglo pasado modificaciones importantes con vistas a quitar el trono a Dios. Que quede claro, no limitarle o encontrarle un espacio más confortable (como veremos que se intentó hacer en los siglos previos), sino sustituirle. Se pretendieron así nuevos modelos de Metarrelato, cambiar el viejo trasatlántico de la religión por otros más potentes, lujosos y acordes a los tiempos. Los fascismos y los comunismos mesiánicos se echaron al mar dispuestos a domar sus aguas. En sus bodegas tenían tantas respuestas, o incluso más, que las que aparecían en los viejos libros sagrados.

En fin, no debería hacer falta recordar las zozobras que esos Megabarcos sufrieron en el siglo XX, pero desgraciadamente la memoria es tan débil, algunos maderos tan insumergibles, y el agua del océano tan insalubre y fría, que no me resulta extraño que todavía hoy tengan una enorme capacidad de seducción en la gente, incluso sin timones, con las cubiertas llenas de agujeros y sin capitanes… aunque me da por volver a pensar y me digo que precisamente no faltan candidatos para gobernar esas astillas y prometer que de ellas harán nuevos Titanics.

Y bueno, ya que estamos reflexiono que el siglo XXI necesita lo contrario de esos capitanes salvapatrias y salvarazas, que lo que necesita con urgencia son Don Quijotes que arremetan contra nuestros gigantes disfrazados de molinos. Pero esta andanza escapa a los límites de un artículo que retomo con el siguiente de los ingredientes.

LA SOCIEDAD LÍQUIDA

La deriva postmoderna ha lamido todas las orillas; filosofía, lingüística, arte, literatura, arquitectura… Y no cabe duda que nuestro segundo concepto bebe en abundancia de la idea de postmodernidad, aplicado a la sociología y traído de la mano del polaco Zygmunt Bauman.

Zygmunt Bauman nos ha dejado recientemente (Poznań, 19 de noviembre de 1925, Leeds, 9 de enero de 2017), pero se ha ido tras erigirse como un asidero firme y lúcido que nos permite entender mejor lo que ocurre en esta sociedad que bautizó de líquida.

La metáfora es realmente buena, precisa y llega como oposición a lo que nos dice que existía antes: una sociedad sólida (o mejor, pretendidamente sólida). Vayamos con ambas para una explicación por contraste. Bauman sitúa el inicio de la modernidad en el terremoto de Lisboa de 1755. Este terremoto, que los sismólogos calificarían hoy de 9 en la escala Richter y que causó entre 60.000 y 100.000 muertos (por cierto, llegó el 1 de noviembre, la festividad de todos los santos, no se nos escape la cruel ironía), fue una conmoción para toda Europa hasta el punto de que la obligó a replantearse sus cimientos: ¿cómo era posible que el buen Dios permitiera un desastre de tal magnitud?

A partir de entonces y a grandes rasgos se produjo una apuesta por la racionalidad bajo la idea de que la naturaleza era ciega, a Dios le importábamos menos de lo que creíamos, y más nos valía ocuparnos de administrar nosotros mismos nuestras cosillas aquí en la Tierra. No se pretendió atacar la fe (al menos no de manera general o radical), sino perfeccionar nuestra singladura por el valle de la vida; la Ilustración, el desarrollo científico-técnico, o el sueño de Goya de que la razón produce monstruos, forman parte de este proceso.

La búsqueda de más solidez frente a lo que ya se tenía, ese es el modelo de sociedad que se persiguió en la Modernidad y que se enfrenta a la sociedad líquida, la actual, la nuestra, esta donde todo se mueve, se desmenuza, cambia. Por supuesto habrá excepciones, pero ya no tenemos una sociedad donde los trabajadores pasan toda su vida en la misma fábrica, o donde naces y te aburres para siempre en la misma ciudad, o donde el amor se rompe por la muerte tal y como pide el cura en el altar, y no a través de un mensaje de wasap. El modelo puede gustarnos más o menos, podemos vivir el ritmo frenético que nos atenaza como una catástrofe, o como un caldo de oportunidades, pero nos guste o no, ahí está agitando sus turbulentas aguas: es nuestro tiempo.

El tiempo de la precariedad, del individualismo más recalcitrante, del poder de los Estados-Nación evaporado por el Mercado Global, del todo a cortísimo plazo, de la imposibilidad de planificar el futuro… En fin, si no éramos ya suficientemente frágiles, pues tomemos dos tazas. Así las cosas, me apetece pensar que comprender nuestro tiempo nos ayuda a levantarnos cada vez que se nos arroja contra el suelo. Un suelo duro, pero no lo olvidemos, lleno de barro. Y el barro ensucia, pero también amortigua.

LA POSVERDAD

A riesgo de cruzar el límite de la metáfora me atrevo a pensar que el postmodernismo es una concepción de nuestro tiempo hecha a vista de águila, que la sociedad líquida nos explica el modelo de sociedad que tenemos desde una distancia cercana, y que la posverdad adentra y profundiza la mirada en un campo concreto: la política.

Quién le iba a decir el dramaturgo Steve Tesich, cuando en 1992 usó por primera vez el término de posverdad para escribir sobre el escándalo del Watergate y de la Guerra del Golfo, o a David Roberts, cuando en 2010 lo cargó con el significado actual, que el “Diccionario Oxford” nombraría a este concepto la palabra internacional del año 2016.

Ese mismo diccionario, que señala un incremento del uso de la palabra del 2000% en comparación al 2015, define que la posverdad “denota circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública, que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”. O lo que es lo mismo, que la verdad importa menos que los sentimientos. O todavía más resumido, que quien grita mejor, se lleva las elecciones.

Efectivamente, bajo esas definiciones Trump se ha erigido como el máximo exponente de la posverdad. Pero antes de él se ha utilizado para tratar de explicar el Brexit, o el fracaso del referéndum sobre las FARC en Colombia. Es decir, que se ha utilizado para tratar de explicar unos resultados electorales que antes de producirse parecían improbables, cuando no imposibles.

Y es que una de las características que veo en la posverdad es que siempre llega tarde, nos explica el fracaso, pero no lo previene. Nos dice, hay mentiras mucho más creíbles que la verdad, incluso nos puede señalar cuáles y por qué, pero eso no cambia un resultado donde el problema no está en la diferencia de fuerza (Clinton no tenía precisamente menos apoyos que Trump, y lo mismo ocurría en los otros casos paradigmáticos). ¿Es entonces la pura estupidez de la gente en un grado máximo? No lo creo, aunque tenga la tentación de decir que por supuesto. Simplificar las cosas viene bien para dejar tranquilo nuestro esfuerzo racionalizador, pero la posverdad solo toca tangencialmente un fenómeno mucho más complejo; la crisis de nuestra sociedad y de nuestro tiempo.

Pienso (reconozco que a estas alturas ya estoy agotado) que para entender la deriva y el desastre que nos envuelve, toca trazar el camino a la inversa; de la postverdad a la sociedad líquida y de esta al postmodernismo. Sostengo que la mirada debe ir de arriba abajo y de abajo arriba para comprender el objeto que se mira. Pero que también debe tomarse tiempo (lo que va en contra de nuestros días), e incluso valor y originalidad (reclamo de nuevo la figura de don Quijote). Al final, el esfuerzo que se requiere para comprender el mundo que nos atenaza es tan enorme y la coctelera te deja una resaca tan jodida, que solo unos pocos eligen no acabar (exclusivamente) sumergidos en el fútbol, en la prensa rosa, o en quedarse con una política que vaya más allá del insulto y del, “y tú más”. Pero a mí pónganme otro chupito, que ninguna resaca me enseñó nunca demasiado.

Abismo (Poema).