De hadas y unicornios

Lo reconozco: soy un adicto a la soledad. Sin embargo en ocasiones también soy débil, la curiosidad gana y me veo empujado hacia las personas de una manera o de otra. Eso es lo que ocurrió hace un par de días cuando al salir del almacén donde trabajo por la noche como vigilante, y al llegar a la cafetería donde desayuno habitualmente, prescindí de mi mesa de costumbre porque algo me dijo que así lo hiciera.

Era la hora del sol y sombra para los albañiles, del café para los camioneros, de mi vaso de leche en el rincón. Era en definitiva una hora rutinaria para cualquier polígono industrial que se está levantando, pero extraña para las dos figuras que entraron y se sentaron en una mesa cercana de la barra.

Una madre y una hija; demasiado pálidas y pelirrojas las dos como para dudar de su parentesco. Pero también demasiado temprano y demasiado lejos de un hospital, de un colegio, o de donde sea que puedan ir juntas una madre con su hija recién amanecido. Entonces al misterio espacio temporal se le sumó la extrañeza de una frase cuando escuché:

−Porque cuando vayas a la universidad…

Acababan de servirme en la barra mi desayuno e iba hacia el rincón, cuando al escuchar a la madre cambié de idea y me quedé cerca. La camarera me lanzó una mirada mohína, asistía por primera vez a un cambio de guión en mis costumbres.

Ni siquiera había entendido el final de la frase pero lo que sí había entendido me resultó un despropósito, la niña no debía tener más de seis años. La silla que escogí me dejaba frente a la pequeña, ella bebía con gesto aburrido un zumo de naranja. La madre por su parte me daba casi por completo la espalda, pero llegaba a ver que cada poco daba sorbos a una coca cola light de lata. Sobre todo me había intrigado el tono. Necesité escuchar más, necesitaba confirmar el sinsentido.

Y lo confirmé. La madre tras unos pequeños sorbos compulsivos a su refresco se convirtió en una cotorra insufrible de aleteo horrendo. Pero en lugar de beberme la leche y desaparecer, comencé a doblar una servilleta, fue mi coartada para no perderme detalle de las perlas cargantes que la señora soltaba. Aquí recuerdo algunas:

 −Porque esa profesora tuya es una mala pedagoga y su sistema de enseñanza bla, bla, bla.

−No debes jugar con esos niños tan pequeños, son unos críos para ti bla, bla, bla

−Siéntate más recta. No hagas ruido al beber.  Límpiate cada vez que bla, bla, bla.

Tenía mi servilleta con la mitad de los dobleces hechos, cuando el mundo me demostró que todavía hay esperanza. La niña habló y desde luego no era un calco de esa horrible señora.

−Mami, hoy escribí en mi cuaderno que «la hada vendrá a visitarme si…»

Pero no pudo terminar porque la madre saltó como un resorte:

 −No se dice «la hada» sino «el hada», una figura retórica en lingüística nos señala cómo debemos hacerlo bla bla bla.

Tan satisfecha debió quedar de sí misma después de la lección, que se terminó la coca cola de un trago, se levantó y le dijo a la niña que esperase quietecita porque iba a comprar tabaco.

La niña me miró por un segundo, o más bien miró cómo mis manos trabajaban sobre la servilleta. Pero al advertir que yo la miraba apartó la vista de inmediato. Pensé en esperar el regreso de la madre y tacharla de pedante insufrible, pensé también en callarme y punto, pero al final opté por una tercera opción.

Terminé mi figurita, me levanté y me dirigí a la niña. Al llegar le regalé mi unicornio de papiroflexia y le dije:

−Lo importante no es cómo escribas «hada», lo importante es que creas en ellas.

No le dije más, no había más que decir. Pero la madre, que me vio hablar con la niña justo después de sacar el paquete de tabaco de la máquina, pensó que había sido mucho más que suficiente. Fui a pagar a la barra y ella volvió rauda a la mesa. Nuestras miradas se cruzaron por un segundo y no fue agradable.

Fui magnánimo con la cotorra esa vez, el mundo es un lugar horrendo, que una madre quiera proteger a su polluelo me parece lógico. Iba camino de la puerta cuando la señora se encargó de que oyese cómo le preguntaba a su hija qué le había dicho yo. La niña tampoco bajó el tono y le dijo con voz desagradablemente adulta, que algo muy raro.

Me despedía ya de la esperanza cuando a través del cristal de la puerta vi reflejado cómo la niña se guardaba el unicornio debajo de la mesa, bien lejos de la mirada de la madre. Sonreí, podía envolverme satisfecho de nuevo en mi soledad.

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De hadas y unicornios

A pesar de mi adicción a la soledad debo reconocer que en ocasiones, la curiosidad por la rara especie que somos, me vence, y me acerco entonces a las personas de una manera o de otra.

 

Esa curiosidad es la que me embargó hace dos mañanas, la que hizo que cambiara de mesa en el bar donde acostumbro a desayunar antes de irme a dormir, después de salir de mi turno de noche.

 

Era la hora del sol y sombra para muchos obreros, del café para los chóferes, de mi vaso de leche y mi bollo en la mesa del rincón, la más alejada del bar. Una hora en definitiva, rutinaria para un polígono industrial, pero extraña para las dos figuras discordantes que entraron al bar, y se sentaron cerca de la barra.

 

Se trataba de una madre y de su hija. Era demasiado temprano para una pareja así, y estaban demasiado lejos de un hospital, o de un colegio, o de lo que sea, a donde puedan ir una madre y una hija juntas y a las siete de la mañana. No lograría resolver el misterio, pero cuando iba a marcharme camino de mi mesa del fondo, escuché:  

 

−Porque cuando vayas a la universidad…

 

No entendí el final de la frase, pero la consideré extraña teniendo en cuenta que la niña no tendría más de seis años, y sí, me senté lo más cerca posible de ellas.

 

De frente me quedó la pequeña, bebía con gesto aburrido un zumo poleo, de espaldas la madre, con una coca light a su lado. Reconozco que me había intrigado aún más que la frase, el tono. Necesitaba escuchar más de aquello, necesitaba confirmar aquel sinsentido.

 

Y lo confirmé. La madre resultó ser una cotorra insufrible. Por mi parte, en lugar de desayunar me puse a doblar una servilleta para no perderme detalle de las perlas que la señora soltaba con un tono tan cargante, que a punto estuvo de hacerme rebufar con frases como:

 

−Porque esa profesora tuya es una mala pedagoga y su sistema de enseñanza bla, bla, bla

−No debes jugar con esos niños tan pequeños, son unos críos para ti bla, bla, bla

−Siéntate más recta; no hagas ruido al beber;  límpiate cada vez con la servilleta bla, bla, bla.

 

Terminé mi figura de papel y me puse con el desayuno. Entonces la niña, como si luchara por conservar un arresto de inocencia, dijo con la dulzura que le faltaba a su madre,

 

−Hoy he escrito en mi cuaderno que, “la hada vendrá a visitarme si…”

 

Pero no pudo terminar la frase puesto que la madre saltó como un resorte:

 

−No se dice “la hada”, sino “el hada”, pues hay una figura retórica en lingüística que nos dice cómo debemos hacerlo para bla bla bla.

 

Y tan satisfecha de sí misma, la madre se terminó la coca al poco, se levantó, y le dijo a la niña que le esperase ahí quietecita porque iba a comprar tabaco antes de que se fueran.

 

Yo no cabía en mí de asombro, y sopesé rápidamente varias posibilidades; esperar al regreso de la madre y decirle que era una pedante insufrible; levantarme y darle al pésame a la cría por la suerte que le había tocado; o sencillamente callarme, sin duda mi mejor opción. Pero no opté por ninguna de esas.

 

Me levanté con mi figurita de servilleta, anduve los pocos pasos que me separaban de la niña, y cuando llegué a su lado le dije:

 

−Lo importante no es cómo escribas ni digas “hada”, sino que creas en ellas para que te visiten.

 

Y ante su mirada le regalé mi unicornio de papiroflexia.

 

La madre, que me vio hablar con la niña, regresó rauda a su mesa y nuestros ojos se cruzaron por un instante cuando me dirigí a pagar para marcharme. Su mirada me declaró culpable de los peores cargos. Y llegué a escuchar que preguntaba con inquietud a su hija qué le había dicho yo. La niña le contestó que algo muy raro, con una voz muy adulta.

 

Pensé que había perdido la batalla, pero por el rabillo del ojo, aún tuve tiempo de ver antes de irme, que la niña se guardaba el unicornio bien lejos de su madre.