Un cubo de agua helada tirado sobre el rostro del Caballero de Valle Alto, fue lo que le hizo volver en sí. Ya no llevaba la armadura, no era lo único que había perdido, y pronto comenzó a recordar.
Horas antes entraba con cierta incertidumbre al salón del trono del Rey Pío. El sonido entre metálico y chirriante que provocaban los escarpes de la armadura contra el suelo de mármol rosado, le empezaban a provocar escalofríos que terminaban de surgir al preguntarse el motivo de la audiencia real. ¿Qué querrá de mí este rey tan santo y mojigato? ¿Acaso no gané suficientes batallas para él en “la Guerra de los Justos”? ¿Es que no he aceptado para mis tierras todas sus disposiciones religiosas por extravagantes que fueran?
El rey, sentado en el milenario trono de roble dorado, recibió al caballero con alabanzas, pero el señor de Valle Alto pronto tuvo motivos para preocuparse.
-Eres mi mejor guerrero –comenzó el rey en cuanto su súbdito hincó la rodilla- pero no mi mejor vasallo. Y te he ordenado venir para suplir ese defecto por la obra de la fe y la gracia de Dios.
Señor del Valle Alto, por tu condición ya sabes lo difícil que resulta gobernar unas tierras, por lo que quizá te hagas una idea de lo complicado que es regir todo el reino y tomar decisiones que no siempre agradan. El peso es insufrible sí, pero la devoción me enseñó hace años que esta carga, la de una conciencia que se va sobrecargando por el peso de la justicia, puede ser aliviada gracias a la confesión. La bondad divina a la que estoy ligado tan de cerca, me permite incluso cometer pecados, siempre y cuando mis posterior confesión sea sincera. Sin embargo, pronto aprendí que mi problema no sería el confesarme, sino el confesor.
Noble Caballero del Valle –continuo el rey sin prestar atención a la creciente incomodidad de su súbdito, que comenzaba a moverse más de lo debido, bien por la postura, bien por lo que escuchaba-. Mi primer confesor no supo sobrellevar mis faltas con el silencio que se le exigía, y tuve que tomar la resolución que me convirtió en el rey piadoso que soy ahora. Su cabeza rodó por justicia divina, pero antes de perderla, este confesor me suplicó que sólo le cortara la lengua. Su idea no le sirvió para continuar con vida, aunque sí que logró alcanzar mi perdón, pues gracias a ella me liberó de alimentar al verdugo con demasiada frecuencia, y me enseñó el camino para formar mi Séquito del Silencio, mi guardia personal.
El Rey Pío hizo entonces una pequeña pausa, y con un gesto de mano ordenó que salieran a los dos guardias que flanqueaban la puerta principal del salón. El Caballero de Valle Alto sólo pudo oír sus pisadas, pues aunque comenzaba a estar realmente atemorizado por el cariz que estaba tomando el monólogo del rey, no se atrevía a desafiarle levantando la rodilla o la vista antes de que su majestad se lo ordenara. A estas alturas empezaba a aceptar los rumores preocupantes que a sus tierras habían llegado. El rey Pío también era conocido en las tabernas y burdeles de Valle Alto, pero también en algunas casas de alta alcurnia cuando el vino o la cerveza desataban la lengua, como el rey Cruel, el Inepto Iluminado, el rey Loco, o el Deslenguador. Hasta ahora se había negado a aceptar tales rumores y hasta los informes serios que sus informadores le pasaban. La fidelidad había sido siempre el sello familiar con aquella casa regia, y no pensaba cambiar por unas cuantas noticias de más o menos dudosa certeza.
-Eres mi mejor guerrero –volvió a repetir el rey-, pero no mi mejor vasallo. Y es hora de corregir ese error. Tus tierras son fértiles, están en paz y pagan convenientemente sus tributos. Pero son impías. Tu valle está lleno de putas y borrachos, de blasfemos, de adoradores a otros dioses, y por lo que me dicen, albergas incluso ateos, demonios sin fe. Y no sólo hablo de tus pobres, sino también de comerciantes, y hasta de nobles embaucados por el Mal para atentar contra la divina fe y contra mí. Y de todo esto, sólo hay dos responsables, su señor y su rey, tú y yo.
El Señor y Caballero de Valle Alto, fiel vasallo que nunca había cuestionado a su dios ni a su rey, no pudo soportar por más tiempo aquella afrenta, y poniéndose en pie sin permiso de su majestad, comenzó a hablar. En sus medidas y locuaces palabras, expuso su lealtad histórica y presente, su honor, su fe, las leyes que adoptaría para evitar la deslealtad y la impiedad de sus súbditos. Pero cuando acabó, pudo comprobar que su esfuerzo no había servido de nada, que su suerte ya estaba echada una vez que le habían mandado llamar al palacio real, y que todo aquello era una pantomima. El rey Pío era un rey ciego de fe, y no había palabras mundanas que doblaran su voluntad divina.
-No sólo no asumes tu responsabilidad –fue la respuesta del rey a las palabras del Señor de Valle Alto-, sino que además te muestras insolente. Me alegra saber que no me he equivocado contigo.
En ese momento el rey Pío hizo otro ademán con su mano, y al instante dos hileras simétricas de soldados, de relucientes armaduras color índigo y espadas al cinto, entraron al salón del trono y se dispusieron ordenadamente tras el Señor del Valle.
-Te presento a mi Séquito Silencioso –dijo el rey-. Mi guardia personal, mis confesores y guerreros más leales. Sobre sus hombros cargan mis decisiones más duras, mis actos más controvertidos, incluso mis crímenes, te dirán algunos impíos. Sobre ellos descargo el peso de mi regia conciencia. Y espero que pronto, tú seas su capitán. Ellos harán de ti al mejor de mis vasallos, aunque lamentablemente tendrás que dejar de ser el mejor de mis guerreros, puesto que no sólo perderás la lengua, sino también la mano de la espada y la pluma. Es el precio a pagar por el hecho de que sepas escribir, no me puedo arriesgar a que tu mano desvele lo que tu lengua no puede.
Por último –añadió el rey ante la atónica mirada del caballero-, debo advertirte, que si el ardor blasfemo e impío continúa en tus tierras dentro de un año, perderás a tu mujer y a tus tres hijas antes que a tu cabeza. ¿Ves ahora lo difícil que me resulta mantener arrodillado a este reino ante Dios? Dios nos gobierna a todos, y todos debemos clavarnos de hinojos ante su ley, aunque a veces nos resulte duro. Ahora, mi Séquito Silencioso hará su trabajo y comenzará a instruirte, espero que no tardes mucho en convertirte en mi mejor hombre. Entonces sólo sentirás agradecimiento ante Dios y ante tu rey. Podéis llevároslo –ordenó a su guardia-.
Y de nada sirvió al Caballero de Valle Alto su espada, su habilidad, su ira, sus maldiciones blasfemas. Cuando aquel ejército silencioso y deslenguado se cernió sobre él, sólo pudo dejar un cadáver y unos cuantos magullados, pero el rey ni se había tenido que mover del trono.
Ahora estaba despierto, sin lengua y con un muñón donde siempre tuviera su mano, pero el recuerdo, más que el dolor, le había hecho aflorar las lágrimas. Al menos todavía podía pensar, y se preguntó si sería lo suficientemente fuerte como para seguir odiando, como para urdir una venganza, o si bien, también cedería al rey Pío, como parecía que había hecho su Séquito Silencioso, esos nuevos hermanos que le estaban mirando, que le rodeaban, y que parecía iban a iniciar su instrucción. ¿Cómo se hace una instrucción silenciosa? Se preguntó el Caballero de Valle Alto mientras con mucho esfuerzo se ponía en pié. Y al ver aquello, se contestó que no quería saberlo.