Está bien, lo haré, pero señora, no vaya a ponerse nerviosa y hacer algo de lo que nos arrepintamos los dos.
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor…
¿Le suena? Pues así es como comienza mi primera historia, frente a una puerta de lo más normal pero con un felpudo de escudero que no lo era tanto, conteniendo inscritas las frases iniciales de una joya de la que yo, por entonces, apenas si sabía del título. Con todo, solo con haberme parado a leer aquello, ya me podría haber imaginado que la casa no iba a ser de las más normales donde entrara a robar.
Sabe, todavía me resulta curioso que la puerta me llevara abrirla casi tanto tiempo como leer el felpudo, que por mucho que fue esto último, para una puerta tuvo su mérito. Por aquellos lejanos días yo era un bisoño ladrón, pero el dueño me lo puso fácil pues no había echado el cerrojo, y ni siquiera le dio la doble vuelta a la cerradura al salir. Recuerdo que mientras manipulaba el asunto, pensé en la primera lección de mi único maestro, por llamarle de alguna manera generosa: “casa fácil, casa pobre”. Pero por supuesto, entré igualmente.
Fue mi decimocuarta limpia (en mis primeros años utilizaba términos como ese y llevaba la cuenta, vanidad de juventud, que quiere que le diga), la sexta en solitario tras deshacerme del pobre yonki maestro que mencioné anteriormente, quien me enseñó el arte de la ganzúa, del pequeño butrón, de las posibilidades de una radiografía, del “yo” en el telefonillo… Pero sospecho que eso a usted no le interesa demasiado, así que a lo que iba.
La casa estaba repleta de libros, había libros muy viejos y libros que no lo parecían tanto, por todas partes, en el suelo, en varias mesas, y colocados hasta agotar el espacio de una decena de estanterías combadas por el peso. Entonces no me interesó ninguno aunque a día de hoy, estoy convencido de que habría pagado una fortuna por aquella biblioteca.
Descartados los libros, en el salón había una tele antigua y una cámara más antigua aún que consideré llevarme, marché al dormitorio y allí tuve algo de suerte al encontrar una cajita con unos cuantos billetes de cinco mil de las antiguas pesetas. Menos era nada, y para mi triste currículo, daba brillo. Pues bien, cuando levanté el dinero es cuando me llevé la sorpresa, descubriendo una nota que leí curioso y con dificultad. Le aseguro señora que leer no era entonces lo mío y que en un rato entre el felpudo y la nota había leído más que en meses anteriores. Pero al caso, la nota tenía un encabezado que apuntaba: Al posible ladrón. Y decía más o menos (con los años la reelaboré tantas veces que me la sé del tirón, aunque claro, es el saber de la memoria, por lo que no pondría la mano en el fuego por su literalidad, si bien sí, en su mensaje):
Si encontró mis ahorros, le felicito y hasta me alegro, pues ahora puedo pedirle con algo de fuerza, que se los lleve si no queda más remedio, pero por favor, le ruego que deje las fotos tal cual están, así como los libros. Tras perder a mi mujer, ya no me queda sino lo que nos unió, no vaya a llevárselo también, hágaseme ese favor.Dios le bendiga.
Y es posible que dios me bendijera. La verdad, ni había reparado hasta entonces en las fotos del pobre viudo, un hombre ya mayor pero no demasiado viejo, ¿para qué las iba yo a querer? Y lo mismo pensé de los libros, así que salí de allí con la tele a cuestas, la cámara al hombro, y los billetes en el bolsillo. Pero poco antes de cerrar la puerta y con los pies pisando el felpudo, decidí volver a entrar para llevarme también un libro. Lo sentí por el viudo, pero supuse que uno entre tantos no le importaría; no sabía yo de más valores que del material. En fin, un año después, ese sería el primer libro que leería en mi vida. ¿Cómo olvidarlo? Se titulaba “La conjura de los necios”. ¿Lo conoce? No puede ser literariamente más divertido… y la historia de su escritor más trágica. Aunque claro, yo lo cogí entonces porque el título me gustó, sin saber muy bien siquiera qué significaba aquello de “conjura”, ni la intrahistoria que el libro guardaba.
Pues bien, no tengo dudas, ese fue señora el primer robo que verdaderamente me marcó en la vida, y sin él, cuando meses más tarde me atrapó la policía por herir a un hombre en mi primer y último atraco, no habría empezado a leer, ni habría acabado licenciándome en filología. Diez años de cárcel dan para mucho, pero para todo se necesitan estímulos, y “La conjura” y recordar aquella casa repleta de literatura y nostalgia, fueron los míos.
¿Me permite que me encienda un cigarro? Gracias. Verá, supongo que las rejas me sirvieron para muchas cosas, pero no para cambiar mi vocación por el robo, qué le vamos a hacer. Así que al recuperar la libertad, compaginé mi flamante trabajo de periodista en un periódico local, con el de ladrón, y los requiebros de la vida provocaron que en más de una ocasión, cubriera mis propias… digamos pequeñas rapacidades. La verdad es que reconozco que lo hacía por placer, y que tras la cárcel había cambiado la necesidad de meterme mierda y de pagar mis deudas de juego, por la embriaguez de unos robos selectivos que tendían a la perfección, y que luego gastaba en putas y alcohol. Este me tiraba de la lengua, pero las primeras eran fantásticas, para qué mentir, y hacían gala de esa frase de, “calladas como una puta”. Que sepa, nunca ninguna me ha traicionado.
Bueno, pues fue así como llego al segundo robo que me pide… amablemente. Era una casa de nuevos ricos, quedaba en lo alto de una colina y contaba con la última tecnología antirrobo, pero yo ya era ya un profesional de la hostia, y tenía echado el ojo a cada detalle. Con sus propietarios de vacaciones, salté la valla tras dormir a los perros, y al abrir la centralita de la alarma para desactivarla, comprobé que los desventurados dueños no la habían puesto. Entrar en la casa por tanto me resultó algo aburrido y poco estimulante. Más difícil resultó en cambio la caja fuerte del dormitorio principal, y no había conseguido abrirla aún cuando escuché un ruido preocupante. No tardé en confirmar la sospecha que llevaba tiempo acuciándome: la de que soy idiota.
¿Qué habría hecho usted? Yo, en lugar de largarme sin más, quise saber de dónde venía el ruido. ¿Adivine? La casa no estaba sola, y la feliz hija de los ricachones andaba fracasando en su lamentable doble intento de suicidio. Se había cortado las venas a la altura de las muñecas, con más dolor y espectáculo sangriento que resultado, y se le había roto la cuerda cuando había intentado ahorcarse de la lámpara de uno de los baños. El golpe contra el suelo es lo que yo escuché en un primer momento, y su agonía en los posteriores.
Así que al llegar al lujoso baño contemplé por unos segundos la escena dantesca llena de sangre y desnudez morbosa que ante mí se mostraba, la muchacha, de unos veinte años, había querido perder la vida como su madre la trajera al mundo, pero más mayor, mucho más bonita, e increíblemente más infeliz. Y sí, decidí quedarme con aquella necia y cándida veinteañera hasta que apareció la ambulancia que yo mismo había llamado. Con quien no conté fue con la policía, y mientras me esposaban pensé que deberían canonizarme por tamaña estupidez, aunque en mi haber diré, que salvé a la chica, y que me alegro.
Por supuesto, señora, no me hicieron santo y sí que acabé ante el juez. Luego llegaron las consecuencias de mis actos: adiós a mi trabajo de periodista; hola a la denuncia de unos padres resentidos no sé si por el intento de robo, o por salvar la vida de su hija; la chica que me pagó el mejor de los abogados y rompió con sus padres amenazando con volver a suicidarse… En definitiva, un circo del que salí más o menos bien parado. No es que me acostara con la muchacha la verdad, y desde luego no porque no lo intentara, pero al menos la cárcel esta vez fue breve, y le saqué partido a mis robos en forma de novela. No es que sea un superventas, pero oiga, compatibilizado con algunos trabajos selectivos, me da para comer.
Y así llegamos al tercer gran latrocinio de mi vida, ante el que estoy cuando menos lo esperaba. Y es que mi supuesta pericia me debería salvaguardar de fallos de novato como el que acabo de cometer, confundiendo a un viejo chocho tacaño pero pudiente que debería estar durmiendo mientras le desvalijo, con una señora decidida y despierta que no sé de dónde ha salido, que me ha invitado a sentarme tranquilamente frente a ella, y que me apunta y escucha muy callada con su escopeta, tras pedirme amablemente que le cuente tres de mis robos mientras añade que se está pensando si volarme los sesos o no, apretando ese gatillo bajo su firme dedo. Desde luego, nunca había intentado robar a nadie tan original, y se merece un puesto en mi lista.
Y bien señora, ¿qué decidió hacer con respecto a ese gatillo? Pero antes de responder, sea buena conmigo y cuénteme su historia.