Año: 1949
Director: Robert Hamer
Me encanta descubrir clásicos con un ritmo narrativo que nada tengan que envidiar a las buenas películas de nuestros días. Por eso en buena medida me encanta Wilder, y por eso acabo de disfruté tanto con Ocho sentencias de muerte. Por su ritmo ágil, y por otras muchas cosas.
Por ejemplo por destilar un humor inglés no exento de crítica hacia lo más caduco de esa clase llamada nobleza (ya caduco en la década de los cuarenta, por lo que cuánto no lo estará hoy en día).
Por ejemplo por las excelentes interpretaciones de sus protagonistas, Dennis Prices, en dos papeles, y de Alec Guinnes como “secundario”, que interpreta nada más y nada menos que ocho personajes distintos.
Por ejemplo por algunos diálogos deliciosos como este que recojo: “y en el púlpito, diciendo tonterías… los D’Ascoyne habían seguido la tradición de la nobleza provinciana, y habían mandado al tonto de la familia a la iglesia”.
Y por ejemplo, porque la película desborda al tiempo falta de escrúpulos en su protagonista (aunque no es el único ni mucho menos), e identificación con él por parte del espectador, que solo se logra narrativamente cuando la obra está perfectamente medida y construida (al menos en principio y sin entrar en lecturas de personalidad).
Añadiré también que la pátina del tiempo hace brillar esta película aún con mayor esplendor, y que para los amantes de los finales abiertos, la película termina no con uno, sino con dos, algo realmente difícil de superar.