Necesité menos de treinta minutos para que se desmoronase por completo la opinión que me había formado sobre mi hermana a lo largo de toda una vida. Ella estaba muerta. Yo en su casa. La primera sorpresa llegó con un pósit pegado en el espejo del baño. Con letra curvilínea y en tinta verde había escrito: el fin solo es un principio a lo desconocido.
¿A lo desconocido? Si yo creía tener algo claro de ella, es que habría contestado con seguridad que al final del camino nos espera el cielo o el infierno. Esa tendría que haber sido su respuesta, en oposición a la mía, también rotunda, de que nos espera la más absoluta de las nadas. La apuesta por el rojo o el negro fue uno de los primeros precipicios que nos distanciaron. Llegarían otros, hasta el punto de que mi hermana nunca pisó mi casa, ni yo estuve en la suya hasta después de su entierro, cuando aparecí para hacerme cargo de sus pertenencias después de que yo fuese la mejor opción tras el funeral. En realidad la única.
Me enteré del cáncer en su fase terminal. Me llamó y me dijo: «Me gustaría volver a verte antes de irme». Yo le pregunté como un idiota que dónde tenía que irse. Luego no estuve mucho mejor al querer saber el punto de encuentro. «En la 413 del hospital», me dijo sofocando la risa. Allí apenas hablamos, en cambio lloramos mucho. Supuse que eso también era quererse. La forma de amor que nos quedaba tras una vida de silencios y discrepancias.
Nuestra familia siempre tuvo un talento especial para el fracaso y yo convertí esa veta en mi clave para el éxito. Pronto descubrí que tenía alrededor una mina de oro que, a poco que tallara literariamente, los lectores me comprarían a buen precio. No me equivoqué, pero tampoco tuve mérito, como he dicho mi familia me ofreció material de excelsa calidad. Solo mi hermana, la defensora de la memoria, el bastión de la estirpe, la recta de espíritu, fue un escollo cuando comencé a publicar. Sin embargo no me arredré, sino que la incluí en una semificción que se convirtió en el contrapunto perfecto para encumbrarme.
Si el pósit del baño me llevó a reflexiones inesperadas, los juguetes sexuales de su dormitorio provocaron mi más absoluto desconcierto. Tengo cincuenta y nueve años. Ella contaba sesenta y uno. Sentado en su sofá gris, junto al pene de plástico adosado a un cinturón que encontré en uno de los cajones de su cuarto, me dije que hay pocas cosas más incómodas que la sexualidad de nuestros allegados. Y eso que yo había fundado mi estilo precisamente en esa incomodidad. Así que mi hermana dudaba de dios y por si fuera poco también dudaba de la moral. Me vino la sospecha de que no la conocía siquiera mínimamente y tuve la certeza de que habíamos perdido una gran oportunidad. Desde hacía años estábamos solos. Yo tuve la literatura, pero hacía tiempo que me abandonó. Ella tuvo su fe, pero con el consolador en mi mano cabía pensar en alguna grieta.
La caja de zapatos fue la prueba definitiva. Ella me quería. Ella no me despreciaba como yo había pensado durante más de veinticinco años. Justo desde aquella Navidad en la que nos dijimos todos los puñales posibles, después de que me publicaran La familia perfecta, mi primera novela. El portazo con el que me marché de casa de mi madre, la cual estrenaba viudedad, fue un punto de no retorno. Ahora ya era tarde para volver a llamar a cualquier puerta que se pareciera a un hogar. Y sin embargo.
Recortes de entrevistas, noticias sobre mis premios, informaciones sobre los cursos de escritura creativa que he impartido por medio mundo, fotografías de aquí y de allá. Lo que yo no he coleccionado nunca sobre mí, mi hermana sí lo hizo. Con fidelidad, hay reseñas desde mis inicios; con tesón, nunca fui un escritor de bestsellers y reunir la cantidad de información que contenía la caja no pudo resultarle fácil. Con cariño, hay líneas subrayadas, nunca tachadas; comentarios a los márgenes donde recuerda anécdotas que me pudieron llevar a los lugares que comento; incluso pequeños dibujos donde reinan los colores claros, donde no se transmite agresividad sino ternura. ¿Cuánto de injusto he sido con ella? ¿Cuánto me equivoqué?
El consolador estaba a un lado del sofá, la caja de zapatos al otro y yo en medio. Por si fuera poco el misterio se había encarnado en cada rincón de la casa. Caí en la cuenta, su ordenador personal estaba a tres metros de mí y podía contener a mi nueva hermana. Incluso tal vez a mi nuevo yo. Tras cinco años de silencio quise romper a escribir de nuevo. Sonreí, ella tenía razón, el final es un principio a lo desconocido.
Publicado originalmente en dekrakensysirenas.com, @krakensysirenas
Nuevo descubrimiento. Espero sea el inicio de una larga lectura
Me gustaLe gusta a 1 persona
Yo también lo espero, y además de mis relatos por aquí, quedas invitadísima a mi microficción en Twitter, y si te apetece, a mis novelas. La tercera que escribo, «En la palma de su mano», acaba de salir, por cierto. Saludos y gracias por tu tiempo.
Me gustaMe gusta
Pingback: Mi hermana y yo, o un talento especial para el fracaso – apserranoblog
Sencillamente genial. Un gran hallazgo tus lecturas.
Me gustaLe gusta a 1 persona
Sencillamente, gracias. Y si tienes Twitter y te apetece, pues en pocos caracteres también te cuento mis mundos;).
Me gustaMe gusta