París no morirá nunca

O pongo la música alta o reviento. Bob Dylan es el elegido. Los que leen con la estupidez entre los dientes ya pueden lanzárseme a la yugular; sí, vengo a hablar de la barbarie y me enfrento a ella de una manera tan blanda.

Mejor, vengo a hablar de lo que me provoca la barbarie y la estupidez humana. Vengo a decir que me gustaría acurrucarme en un rincón y pudrirme allí. Pasar desapercibido hasta el fin de los días, que anhelo lleguen pronto para nuestra especie, porque ver el mundo hace que se acreciente mi misantropía, porque nos lo merecemos tanto a veces.

Si tuviera hijos los abrazaría con todo mi cuerpo y mi espíritu. Cuando vea a mis padres y hermanos y amigos, lo haré. Como lo que tengo a mano son mis libros, me refugiaré en ellos.

Tomo Discurso de la servidumbre voluntaria, del francés Étienne de la Boétie, escrito en el siglo XVI ¡Dicen que con dieciocho años! Tan actual para nuestro lleno de astillas postmodernismo o post-postmodernismo del XXI. ¿Por qué elegimos ser esclavos a Uno (dios, rey, dinero) cuando podríamos ser libres? He ahí la cuestión clave que plantea esta maravillosa obrita que debería ser lectura obligada en los institutos, y que resulta tan reveladora…

¿Y de qué sirve saber? Las mentiras del Corán son tan palpables como las de la Biblia o la Torá, como las del terrorismo de Isis, como las del terrorismo financiero, como la de toda idea que empuja a matar a otro ser humano, aunque con todo el cinismo del que es capaz nuestra especie, te lo prohíba sobe el papel.

Pero ningún dios tiene la culpa. Mi fe laica, mi ateísmo, crece en estos días para afirmar (pido perdón por una seguridad que en el fondo sé que no poseo) que los dioses nacieron como vertebradores de sentido ante nuestra conciencia a la muerte. Ellos son nuestra obra, así que nuestros desastres, por más que sean en su nombre, son nuestros.

Soy europeo y sé que no puedo ir a un fanático integrista musulmán a decirle esto, porque me mataría gustoso y se sentiría regocijado. Pero con mi discurso y mis razones tampoco puedo ir a ningún integrista judío ni cristiano, quienes como mínimo me desearían lo mismo que aquel. Y lo que es peor, tampoco puedo ir a muchos, españoles, europeos, occidentales, porque me dirán que ellos o nosotros, y no querrán saber de causas profundas, de raíces del problema, de generadores de odio. Porque convertirán la etiqueta musulmán en el miedo generalizado a lo diferente. Porque no querrán matices, porque el matiz paraliza el sentimiento de venganza, porque para qué reconocer que la tragedia de París se repite a diario en Siria, en Irak, en Afganistán. Porque cómo vamos a admitir que nuestra sensibilidad para con ellos no es la misma (y viceversa). Porque aunque lo sepamos, qué más da que haya responsabilidad occidental en aquellos desastres lejanos (en parte, pues esa culpa no es ni mucho menos exclusiva, pues esto también es verdad). Porque cómo nos vamos a olvidar de China y de Rusia y…

Y al final la complejidad de las cosas me abruma. Pero el problema no es la complejidad, esta causa angustia y he aprendido a lidiar con ella, el problema es la sangre inocente, y ese derramamiento es lo que me causa el asco hacia lo que somos. Pero también soy consciente, que ese asco es mi privilegio, y me siento sucio por ello. Me puedo permitir el asco porque soy un privilegiado.

Un privilegiado como todos aquellos que como yo lo son, pero que desean más sangre y más dolor, tan privilegiado como los que saben, de uno y otro bando, que la solución es fácil, que basta con acabar con el enemigo. Tan privilegiado como los intelectuales de pacotilla que venden soluciones conscientes o no, de que repercuten en el beneficio de su bolsillo, de su periódico, de su orgullo.

Tan privilegiado como ellos pero no como ellos, porque yo soy un cobarde, porque yo no sé cómo salir de esta complejidad, porque yo me refugiaré en un rincón, en los libros, en un abrazo. Y sin embargo soy consciente de que hay que tomar decisiones, y por ello rezaré a mi manera a todos los dioses en los que no creo, para que de una maldita vez se empiece a acertar con las soluciones, y que el dinero, el odio, la estrechez de miras, no salgan victoriosos en esta guerra eterna que siempre pierden los mismos, la buena gente.


El discurso puede eternizarse en argumentos y contraargumentos pero el sentimiento hay que concretarlo, encarnarlo, para intentar salir del rincón. Porque sí, porque saldré de ese rincón y volveré a mi vida normal pues una vez más, como probablemente tú, soy un privilegiado, que desde mi humilde posición en el mundo, he escrito esto para todos aquellos que en tantas fechas fatídicas, dejan de ser, sin ninguna culpa, privilegiados.

Soy un personaje

23.09.15

La palabra del Señor pesa menos de lo que pensaba. En la mochila también van Henry Miller y mi incombustible Enrique Vila-Matas. Me pregunto qué tal se llevará Dios, ahí dentro, con dos de sus criaturas más rebeldes. Me pregunto cómo me permite combinarle de tal manera sin abrir la tierra a mis pies y devorarme sin demora. Me pregunto tantas idioteces…

Hay anécdotas que se me transforman en gérmenes de relatos; otras, solo llegan a ocurrencias y mueren como tales; y la que aquí me trae, la que me saca de casa, me hace cargar la mochila de libros, y me lleva al Matadero de Madrid para ponerme a escribir estas líneas, es una de esas anécdotas de la que debo hablar de un modo u otro, para que no me reviente por dentro y lo ponga todo perdido de frustración. Porque vaya, para mis cosas, soy muy higiénico.

Ocurrió al salir de la Comisaría de Usera (no vayáis a pensaros que algo excitante, solo la renovación de mis documentos caducados –cualquier día me caduco yo sin darme cuenta). Regresaba a casa con la cabeza puesta en váyase a saber qué locura, cuando una señora me llamó, me dijo que se había fijado en que me gustaba la lectura (como acostumbro me acompañaba de un libro), y me soltó un papelito por si me interesaba echarle un vistazo. En los breves segundos de su discurso, reconozco que la prejuzgué, la juzgué, y la sentencié:

El papelito no puede ser sino de tinte religioso, ella es una beata convencida que busca hacer prosélitos en sus filas, y no digo que sea mala persona, ni mucho menos porque a tanto ni llego ni me atrevo, pero no puedo evitar que me genere desconfianza.

Acepté el papelito que efectivamente era de tinte religioso (muchas horas más tarde comprobé que de los testigos de Jehová). Nos miramos por un segundo, y ella tuvo la amabilidad de no añadir nada más. Nos dijimos adiós. El panfleto llevaba por título: “¿Dejaremos de sufrir algún día?”

Esta propaganda siempre me deja fascinado. Fascinado por su cutrez. Es impactante pensar que muchos mensajeros de Dios no sean capaces de ofrecer nada más que este tipo de panfletos de grafía horrible, dibujos de parvulario, y mensajes simplistas. Tal vez no se me crea por lo que suelo escribir, pero soy increíblemente respetuoso con las religiones, las he estudiado a fondo, y creo entender bastante bien su función histórica y hasta su legado, pero muchas veces es como si me pusieran a prueba, como si se empeñaran en que dude del paquete entero que ofrecen, y para muestra, solo hay que seguir leyendo.

Repito, “¿Dejaremos de sufrir algún día?”, es el título del panfleto, un díptico por las dos caras, que viene a ofrecer… ¿respuestas? Me contengo hasta llegar a casa, y aún en ella consigo calmar mi ansia de analizarlo por entero, hasta que horas más tarde he acabado en esta bancada de madera a la entrada del Matadero, desde donde escribo. El díptico es mucho de preguntas, y así lanza la siguiente: “¿Hay razones para creer lo que la Biblia dice?” Y contesta: “Sí, al menos dos: “Dios odia el sufrimiento y la injusticia”, y “A Dios le importa cada persona”, y estas aseveraciones son acompañadas de pasajes bíblicos… irrisorios. Pero claro, es mi opinión. Vayamos con algo que no lo es asistiendo a una pregunta aún más interesante: “¿Por qué permite Dios que suframos? Encontrará la respuesta bíblica en Romanos 5:12 y 2 Pedro 3:9”. Y por esto traje la Palabra del Señor conmigo. Busco y os copio:

“Pues bien, por un hombre penetró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte, y así la muerte se extendió a toda la humanidad, ya que todos pecaron” Eso en Romanos.

“El Señor no se retrasa en cumplir su promesa, como algunos piensan, sino que tiene paciencia con vosotros, pues no quiere que se pierda nadie, sino que todos se arrepientan” Eso en Pedro.

Me hierve la sangre. ¿Así que el sufrimiento según este panfleto escrito por gente de supuesta buena fe, se debe al pecado original? ¿Así que Dios no convoca su apocalipsis porque está esperando a que todos nos arrepintamos? Vaya por dios, más bien es él el que debería arrepentirse, el que debería pedirnos perdón por lo que ha hecho y permitido de nosotros… y si existiera realmente creo que sería capaz de mirarle a la cara y espetarle que mejor estaría muerto, pues entonces no sería responsable de tanta atrocidad. Sé que la teología es capaz de mejores argumentaciones, pero sus raíces son tan caducas por muy bellas y líricas y profundas que puedan resultar en otras ocasiones…

El monoteísmo, los tres grandes monoteísmos que nos sacuden con sus Libros llenos de supuestas verdades inmutables, están tan arraigado a un terruño y a una época histórica puntual, que seguir creyendo en ellos es… Pero qué estoy haciendo, a quién le hablo, mis argumentos han sido ya expuestos de forma mucho más brillante millones de veces, y sin embargo, la necesidad de consuelo está ahí, y la fe sincera, la beatería, y el fanatismo, prenden tan bien en ese consuelo…

Levanto la cabeza y sonrío. Guardo la Biblia en mi mochila, abro a Henry Miller y luego haré lo propio con Vila-Matas. Al menos para mí, no hay posibilidad alguna de salvación eterna, y eso tal vez sea una gran noticia para todos.

Usera y su manzana oriental

4.09.15

¿Cuántos mundos caben en Madrid? No tengo ni puñetera idea pero no me importa ponerme a contarlos todos. Aquí va uno que desconocía.

Después de mis primeros días como ciudadano de la capital a todos los efectos, y de una primera capa de llamadas telefónicas dándome de alta en el agua, la luz, o el ADSL, descubro que el gran despistado que habita en mí, aún tiene por delante una segunda remesa de operaciones burocráticas; renovarme el DNI caducado hace dos meses, el pasaporte hace cuatro, y cómo no, empadronarme para entre otras cosas, poder votar cuando corresponda a Manuela Carmena, salvo desastre que no espero ni deseo.

Así que allá voy después de buscar en San Google mi Oficina de Atención al Ciudadano, que resulta estar a veinte minutos de mi casa: un agradable paseo. Son las doce del mediodía, y me acompaña Enrique Vila-Matas bajo el brazo en forma de artículos y ensayos literarios que no dejan de recordarme qué bien se puede llegar a escribir, y qué mal lo hago yo, pero en fin, como soy voluntarioso, no me rindo, y sueño, y mientras sueño sin rendirme, escribo.

Y escribo cosas como que al abandonar la Avenida de Córdoba en dirección a esa Oficina del distrito de Usera, no tarda en abrirse ante mí para la mayor de mis sorpresas, una manzana, o sector, o barrio, o no sé cómo llamarlo, tan oriental, que hay que caminar por ahí para darse cuenta de la magnitud del asunto. No se trata de que haya muchos restaurantes chinos, que los hay, o vietnamitas, o japoneses, que también. No se trata de que haya visto inmobiliarias, peluquerías, herbolarios, carnicerías, tiendas de telefonía, y hasta un bingo regentado por estas comunidades, con sus carteles correspondientes y por supuesto indescifrables ¡Es que también hay personas mayores paseando por las calles! Al principio me les quedaba mirando porque sus rasgos achinados me hacían sospechar que no eran los años lo que les hacía entrecerrar los ojos, y finalmente me he visto doblegado ante la evidencia: eran personas mayores sin cámaras de fotos, era la tercera edad oriental perfectamente asentada en este pedazo de tierra madrileña. Y apostaría a que no muy lejos de allí también habría más de uno enterrado, echando por tierra, nunca mejor dicho, aquella vieja y estúpida leyenda urbana que no hace falta escribir.

Más de uno habréis pensado: escribiendo estas cosas tan tontas [soy consciente de que en el mejor de los casos se habrá pasado por vuestra cabeza este adjetivo], no creo que por mucho que sueñes sin rendirte, llegues demasiado lejos escribiendo. Pero como eso yo ya lo sé, he seguido, despierto, con mi vida, porque no solo de sueños vivo, y me he presentado en la Oficina en busca de mi padrón. Allí, una señora muy simpática me ha atendido junto a otra señora igual de simpática, esta en prácticas y oriental como no podía ser de otro modo, para decirme que a falta de cita previa, sería otro día cuando tendría que hacerme el papelito. Pero a mí, la verdad, poco me ha importado tener que volver, porque siempre que voy en compañía de un buen libro para las esperas, y de mis ojos ávidos de mundo para los cruces, disfruto de las posibilidades que pasear por Madrid me ofrece.

Crónica de un accidente

11:50 de la mañana del 2 de septiembre. Termino de leer el Capítulo 18 de Los detectives salvajes de Bolaño, me levanto para ir a la ducha. Al separarme de la ventana del estudio donde vivo (llevo tan solo dos días en él y estoy encantado con el cambio), escucho un golpe tremendo.

−¡Vaya hostia, pero vaya hostia! –grita una transeúnte.

Acaba de producirse frente a mi ventana de la Avenida Córdoba un accidente de tráfico. Un autobús AISA acaba de chochar contra una furgoneta Volkswagen. El autobús tiene dañado el frontal, la furgoneta el capó reventado, el aceite por el suelo, los airbags fuera, las puertas dañadas. Su ocupante no puede salir. Una señal de Stop besa el suelo.

Los curiosos se arremolinan pero no hay un morbo excesivo sino más bien preocupación, y se agradece. Las llamadas pertinentes se hacen. Supongo que alguien hace fotos, supongo que alguien tuitea el acontecimiento, y lo supongo porque a mí me entra la tentación aunque finalmente decido que no es ético, que no debo hacerlo, y no lo hago.

A los pocos minutos aparecen; dos ambulancias del SAMUR, una furgoneta de la policía de Investigación de accidentes, un camión de bomberos y varios coches de la policía de Madrid.

El ocupante de la furgoneta sigue sin poder salir o no es conveniente que lo haga, y necesita del trabajo de los bomberos y de los sanitarios. Creo que está relativamente bien, si no, no tardarían tanto en sacarlo, al menos eso quiero pensar. Finalmente lo hacen, le inmovilizan, se lo llevan. No veo que se mueva, pero tampoco podría con las cintas que le han puesto. No hay lona negra que le cubra el cuerpo ni la cabeza. Es el alivio.

El trabajo de parte de los policías, los bomberos, y una de las Ambulancias, sigue a vista de mi ventana una vez que el herido se ha marchado.

Y yo me pongo a escribir esto porque ha habido momentos en los que el trabajo de esta gente me ha puesto los pelos de punta. Sinceramente, a veces creo que no somos conscientes del trabajo que realizan, y esta crónica es mi más sincero agradecimiento a todos ellos.

Espero que el hombre de la furgoneta se encuentre bien, cuando baje al portal preguntaré.

Es curioso, si hubiera mirado tres segundos antes por mi ventana, habría visto el golpe en directo, tal vez sabría con exactitud qué ha ocurrido y de quién es la responsabilidad del accidente. Tres segundos más tarde en acabar el capítulo donde el chileno Abel Romero cuenta brevemente su encuentro con Belano, y reflexiona sobre si el mal es causal o casual (con las consecuencias que ello implica), y tendría ahora mismo sobre mí un peso distinto, y la imagen de la violencia del impacto, que me alegro de no tener.


Cuando bajo a la calle pregunto a un policía. Me confirma que el herido está bien, que al principio no podía moverse, que el protocolo… luego contesta a la pregunta del responsable: la furgoneta hizo un giro indebido. Me voy tras darle las gracias por su labor, me apetece leer en su rostro cierto gesto de incomprensión.