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En el universo todo es relativo excepto nuestra absoluta y desconcertante fragilidad. No somos el rey pero tampoco el peón. Por supuesto no somos la mano que mueva nada, más quisiéramos ser una casilla, incluso el triste imán oculto que sujeta las piezas. La verdad es que me atrevería a decir que ni siquiera estamos en el tablero. Y sin embargo también cabe afirmar que mientras no se demuestre lo contrario, hemos inventado el juego.

  La fuerza de la torre Joachim Lehrer

La fuerza de la torre cerca de las nubes
© Joachim Lehrer

Cristales rotos

El niño nunca olvidaría aquella tarde a finales de la primavera. Se encontraba en su casa, en el jardín. Regaba con un cubo de playa dos cerezos, mientras miraba embelesado cómo se llenaba la piscina en la que en unos días se podría bañar. No había ni una sola nube en el cielo.

Comenzó a sonar el teléfono del salón. Su mamá no estaba, su papá sí, pero en el despacho de la planta de arriba. La casa era enorme y el padre siempre desconectaba su línea. No podría oírlo. Sus padres le habían dicho que no atendiera todavía al teléfono, que era demasiado pequeño. Pero esa tarde un tono sucedía a otro, el teléfono no dejaba de sonar, y al final el niño decidió desobedecer. No cabía un acto subversivo más venial que ese.

Levantó el auricular, se sintió mayor. Al otro lado preguntaban por su padre. Al niño no le gustó el tono de la voz que escuchó, pero hizo lo que amablemente le pedían. Subió a buscar lleno de orgullo a su papa. Abrió la puerta del despacho.

−Papi, papi, al teléfono. Una mujer pregunta por ti.

−¿Una mujer? –Eso fue todo lo que dijo, envuelto en papeles y planos, se levantó y bajó a escuchar.

El padre agarró el auricular con el aplomo que lo caracterizaba en todo lo que hacía. Su hijo sencillamente le idolatraba. Este, no regresó al jardín tras su pequeña hazaña, sino que quiso ser el escudero de su papá, tal vez necesitara un bolígrafo para apuntar algo, y él estaría allí para llevárselo. El hombre asintió un par de veces a lo que le dijeron al otro lado de la línea. Su tono le resultó raro al niño, aunque por su inocencia no pudo apreciar que a su héroe se le escapaba la seguridad de su rostro por momentos, la felicidad incluso. Colgó. No hubo regañina ni felicitación a su hijo por haberle avisado, tampoco hubo carantoña como tantas otras veces. No hubo nada. Tenía el rostro demudado, los ojos vidriosos.

El niño sintió miedo, no sabía por qué ni de qué, pero sintió miedo. Se quedó paralizado, incapaz de hacer la pregunta que le nacía de dentro: «¿Papá, estás bien?», pero que moría en su boca. El padre comenzó a dar vueltas a lo largo del salón, las manos se las llevó a la cabeza, parecía no saber a dónde ir. Una casa tan grande, tan bonita, y de repente parecía devorada por una amenaza que el niño no podía comprender. Finalmente el hombre se paró frente a un mueble de roble que le llegaba por la cintura, encima quedaba una base de plata donde se amoldaba una bola terráquea, de cristal, con distintas tonalidades y relieves. Se trataba del primer regalo de cumpleaños que él le hiciese a su mujer. Era una pieza de coleccionista, excepcional,  y llena de valor.

Abajo del globo quedaba el mueble bar. El padre se preparó un vaso de whisky. Nunca había bebido alcohol delante de su hijo, y este no sabía lo que era ese color marrón. El niño arrugó la nariz. Se preguntó por qué papá no hablaba, por qué ese rostro tan distinto al de siempre, por qué ese temblor en las manos, por qué se bebía eso de un trago, por qué volvía a echarse más.

Después de vaciar el tercer vaso, el padre apoyó las manos en el mueble. El mundo de cristal estaba entre sus brazos, bajo su nueva mirada. Tras un tiempo que al pequeño se le hizo eterno, su padre levantó la bola apoyada en la base de plata. Se dio la vuelta con ella en las manos y se topó con la mirada de su hijo. El pequeño lloraba. No sabía por qué pero lloraba. Hizo un gesto con la cabeza a su papá, un gesto que claramente significaba, «no, por favor». Pero el padre no le hizo caso. Sin dejar de mirar a su hijo, dejó caer el mundo. La bola al entrar en contacto con el suelo estalló en pedazos.

Como si no bastáramos mi padre, los cristales rotos y yo, en ese momento apareció mi madre. Regresaba a casa como era su costumbre feliz y sonriente. Al ver su querido regalo estrellado, y al verlo entre mi padre y yo, pensó que su niño había hecho una travesura casi intolerable cazada por su marido. Ojalá hubiese sido así, ojalá yo hubiese sido capaz de gritar:

−¡Lo siento mucho mami, se me cayó sin querer!

Pero yo era un niño, un niño por última vez, y solo fui capaz de decir:

−Ha sido papá, papá se ha vuelto loco.

El niño corrió entonces a abrazarse a las piernas de su madre, su mejor refugio. Esta no le rechazó, pero tampoco hizo nada por acogerle, por darle un abrazo protector. Ella miró a su marido, él miraba a su mujer. El niño no quería mirar a ninguno de los dos. Entonces escuchó un «lo siento» que todavía hoy no sabe realmente quién de ellos pronunció. Tampoco sirvió para recomponer nada de lo mucho que se había roto para siempre.


[Publicado originalmente en DeKrakensySirenas, @krakensysirenas el 12.11.15]