Sobre la nieve

“Todos los recuerdos son surcos de lágrimas”

¿Qué hacer con Dostoievski?

Afuera sigue nevando.

Hoy es 24 de abril del año 2046. He vivido 23724 días. Son suficientes.

Este mundo de ruinas y frío era previsible, y hacia él nos hemos precipitado con el empeño fanático que dictó el capitalismo y su idea imparable de progreso. Por supuesto que hubo detractores y según avanzó la situación, los defensores decrecionistas, los que apostaban por la sostenibilidad (al principio), y por la más pura supervivencia (a partir de la década de los veinte de nuestro siglo), fueron ganando adeptos e importancia. Sin embargo fue insuficiente y fracasaron. Fracasaron en sus estrategias de comunicación y conciencia, en la toma de poder, y en las pocas ocasiones en que llegaron a detentarlo, en las alternativas y gestiones que ofrecieron.

Mientras, los milagros tecnológicos que supuestamente resolverían todos nuestros excesos energéticos y medioambientales, no llegaron nunca. No revertimos el desastre, y el precipicio en forma de cambio climático radical, se echó sobre nosotros, precisamente cuando se pusieron en marcha flamantes ingenios técnicos que en lugar de paliar el problema, nos llevaron a la nueva era glacial en la que vivimos.

Afuera sigue nevando, y aquí dentro, en mi cabaña, alejado del mundo, decido finalmente abandonar. No abandono por falta de comida pues aún me quedan reservas enlatadas para varios meses, ni por falta de salud o aislamiento, aún podría subirme en la motonieve y llegar hasta los refugios de las ciudades que siguen habitadas. No, abandono literalmente por falta de libros.

Soy un neurótico tal como se entendía en los ya lejanos albores del siglo. Soy excéntrico e incapaz de mantener correctas relaciones laborales, sociales, y familiares. Soy obsesivo y la literatura ha sido mi mal.

−El mundo se va a la mierda –me repetía sin parar mi segunda esposa hace unos quince años− y tú, en lugar de poner tu talento al servicio de buscar soluciones, te encierras en tu biblioteca para escribir y para leer.

−¿Qué sentido tiene que dediques tu tiempo –seguía ella incansable−, a saber lo que ocurre ficticiamente en Parma durante los últimos años del imperio napoleónico, o que te obsesiones con un supuesto diario íntimo de un contable lisboeta de los años 30 del siglo pasado, o que te dediques a inventar mundos de un futuro que tus ojos no verán? Vive el presente, lucha por él, disfruta mientras puedas…

−¿Qué sentido tienen tus reproches? –Le pregunté yo a ella cuando me harté de su lógica incontestable. Era una mujer tan hermosa, inteligente, que rebosaba salud… y que se me murió de la noche a la mañana.

−¿Qué sentido tiene tu muerte? –No dejaba yo de preguntarle, y de llorar, en el crematorio.

Sí, mi biblioteca ha estado entre lo mejor de mi vida, pero también me harté de vivir fuera de los libros. Bailé, reí, lloré, hice el amor hasta reventar, me reventaron el corazón tantas veces como yo lo quebré, gocé de la amistad, me traicionaron, también apuñalé por la espalda, caí y me levanté tantas veces como fueron necesarias, impedí que arrancaran flores, que pisaran hormigas, me drogué, tuve resacas infernales, los mejores amaneceres, cicatrices, besos, orgasmos, el vigor vivió conmigo, como la apatía y el aburrimiento, creí en los hombres, y en las mujeres, y descreí hasta de mi sombra, rogué muchas veces que todo se parara para poder bajarme, pero cuando solo me faltaba dar el paso me arrepentí y seguí disfrutando del sinsentido, de las contradicciones, de la vanidad, de respirar, del dolor, de la alegría, de la idea erótica de mi futura muerte, de trazar todavía una vida estética… y todo ello fue posible en su mejor intensidad gracias precisamente a la literatura. Hasta hoy, 24 de abril del año 2046.

Afuera sigue nevando y me pregunto qué hacer con Dostoievski, aunque lo cierto es que la suerte está echada. Hace dos meses se acabó la leña. A partir de entonces comencé a quemar las sillas, las mesas, y todo lo que pudiera servirme para no morir de frío. Todo excepto los libros. Los libros comencé a quemarlos hace tres semanas. Arrojé el primero al fuego porque ya sabía lo que haría cuando llegara al último. No me siento ya parte de este mundo, como especie saldremos adelante, tal vez hasta nos repongamos, pero como individuo he tenido bastante.

Afuera sigue nevando y sí sé qué hacer con Dostoievski. En cuanto termine de escribir este párrafo, saldremos juntos ahí afuera. Él se quedará sobre la nieve, yo me quedaré sobre la nieve, y pronto todo se habrá acabado.


[Publicado originalmente en DeKrakensySirenas, @krakensysirenas el 09.10.15]

Vértigo

I

Me diga lo que me diga en otras ocasiones, soy un jodido santo. Si no lo fuese, si fuese el blasfemo por el que me tengo tan a menudo, no habría entrado en la catedral con cara compungida, extendiendo los dedos sobre la portada de Pornografía.

Me diga lo que me diga en otras ocasiones, soy un beato. No tengo bastante con entrar en La Almudena, mientras hago tiempo para mi cita, que encima procuro evitar, no ya el escándalo, sino la más mínima posible indignación de cualquier turista o feligrés, y tapo como puedo el título de la obra de Witold Gombrowicz… ¡Como si alguien a estas alturas aparte de mí, se fijara en los libros que los demás llevan en las manos! ¡Como si la palabra “pornografía” no estuviese asentada en el seno mismo de todas las Iglesias! ¡Como si…!

Pero haya hecho lo que haya hecho en otras ocasiones, esta vez no me enciendo, esta vez no ofrezco ningún espectáculo, esta vez, me pregunto frente a la placa conmemorativa a Juan Pablo II, «¿no me habré hecho mayor?».

No me doy respuesta ninguna y así soslayo el disgusto. Me siento en una de las bancadas, cerca de una de las modernas torres de sonido que incitan al rezo con voces de coro angelical. A tanto no llego, después de todo, ya no recuerdo cómo se hacía tal cosa. «Yo ya solo sé leer», me digo, y abro a mi polaco, tan distinto del polaco de la placa anterior, y me aprovecho de la iridiscente luz de la vidriera cercana para comulgar con la belleza, y abro el libro al azar, y leo: “No creo en ninguna filosofía no-erótica. No me fío de ningún pensamiento desexualizado”.

Me diga lo que me diga en otras ocasiones, me digo allí plantado en mitad de la catedral: «No me entiendo». Y cuando tras leer un rato imbuido de tanta contradicción, o no, me marcho, me atrevo a agarrar Pornografía por el lomo, y me contesto a ese no entenderme que antes se me quedó en el aire con un: «y menos mal».

II

Mi cita es un éxito, entendiendo por éxito que la chica aparece.

Después de todo, a ella le he mostrado la suficiente información de mí a través del wasap, como para cambiarse de ciudad, y no solo no lo ha hecho, sino que ha elegido conocerme. Pondré a prueba su valor y su paciencia.

Es rubia, es inteligente, es atractiva, y por si fuese poco parece que le gustan mis guerras. La cerveza está fría y bien tirada, y desde la terraza donde estamos, cabe apreciarse de fondo el Palacio Real. La noche cae sobre nosotros con placidez y ante tanta conjunción de las estrellas, que no debería creerme, bajo la guardia y se me escapa poco a poco la fiera que llevo dentro y que derrocha venalidad.

Dios consigue ponernos bastante de acuerdo, la política no nos aleja, el cine nos pasma por las coincidencias en gustos, y la literatura…, la charla sobre literatura nos embiste y comienza a cercenar la magia. ¿Cómo es posible –pienso de esta mujer que se declara antigua apasionada de la lectura, pero actual renegadora de la misma− tanta sensibilidad y sin embargo, haber elegido cerrar los libros?

−La literatura es hoy algo residual –dice sin despeinarse.

−La vida fue siempre residual –digo sin poder refrenarme, y continúo lleno de gestualidad−, nacer es una contingencia, la mayor de las casualidades, y carece de cualquier sentido. A partir de ahí, todo lo que hagamos será residual, así que por mucha razón que lleves en esa frase, qué más da si…

−Yo solo digo que hay que vivir más y leer menos –me dice ella cortándome, no sé si algo picada, no sé si para tratar de calmarme.

−¡Pero si leer es una de las mejores formas de vivir! –Digo casi en un exabrupto.

−Bueno, pero admite que hay otras formas de vivir –me dice totalmente sosegada.

−Claro que hay otras, y en nuestros días algunos de nosotros tenemos la inmensa suerte de poder empeñar nuestro tiempo en lo que se nos antoje. Yo sencillamente lo hago en los libros, a mí los libros me tienen agarrado por el cuello, y no me sueltan, y son celosos, y me exigen que sea más y más personaje cada vez, y yo les digo: «pero ya basta, dejadme respirar, permitidme salir de vosotros de vez en cuando…».

−Perdona –me corta−, pero tengo que ir al baño.

Agarra el bolso y se mete en el bar. Su interrupción me permite serenarme, recapitular, decirme que voy a sonreír y a tratar de reconducir nuestra conversación, porque al fin y al cabo estaría bien poder hablar de todas esas cosas, o de cualesquiera otras, desde la cama. Y con ese objetivo la espero.

−Lo siento –me dice mi cita cuando regresa del baño−, pero me tengo que marchar ahora mismo, me han llamado, sabes, es urgente, lo siento mucho, de veras, mira, ya pagué las cervezas en la barra, nos escribimos un wasap, si eso.

Y sonrío, sonrío como un estúpido, y digo que está bien, que no se preocupe, que ya me dirá si la urgencia se resolvió de la mejor manera posible. Y le digo adiós, a ella y a mi objetivo, y ni siquiera nos besamos las mejillas.

Y allí quedo sentado, con un nuevo éxito a mis espaldas. Y entonces clavo la mirada en la jarra de cerveza que está medio llena, y la agarro, y busco la Luna y la encuentro, y hago el gesto de brindar con ella, y digo: «mientras haya cerveza hay esperanza».

III

Me acabo la cerveza.

El camarero me pregunta si voy a querer otra. Cabe la posibilidad de que el tipo sea despistado, o imbécil, pero más bien me parece, con esa sonrisita perfilada que gasta, que es un sádico, y que su intención es regodearse después de ver cómo la chica con la que vine, se marchó sin mí.

Pienso en cogerme una cogorza y largarme sin pagar. Pienso en amargarle la noche quedándome aquí hasta que reventemos uno de los dos. Pienso en prender fuego… Pero haya hecho lo que haya hecho en otras ocasiones, simplemente me levanto y me marcho. Definitivamente debo de estar haciéndome mayor.

Demasiado sereno para mi gusto bajo la calle Segovia y llego hasta su bonito puente. Me acerco al pretil, me asomo al río Manzanares, o más bien el río se asoma a mí. Recuerdo que no me quedan cervezas en casa y se acrecienta la sensación de que el río es un imán.

Digo en alto: «Vértigo». En ese momento una pareja joven pasa a mi lado, me miran y aceleran el paso. Unos segundos más tarde repito la misma palabra. Esta vez solo pasan coches atravesando el puente, indiferentes al bullicio que se prepara en mi cabeza, recuerdos y pensamientos se mezclan en ella como si de una coctelera se tratase.

Vértigo no es el miedo a caerse, vértigo es el miedo a arrojarme. Vértigo es el deseo de acabar con todo. De subirse a la tostada para caer con ella en el lado que prefiera siempre y cuando se estampe. Es reconocer que la vida es una puta mierda maravillosa donde la maravilla se quedó completamente agotada. Es perder las ganas de levantarse, de renunciar a la luz y a la noche, de no aspirar a follar más, a escribir más, a leer más, a reír más, a emborracharme más, a mirarte más. Vértigo en definitiva, es la tentación de rendirse…

Pero qué cojones, hace una bonita noche en Madrid, tengo demasiada suerte como para que caerme a un río acabe conmigo, y tampoco aspiro a dejar un bonito cadáver, sino más bien uno lleno de pellejo. Después de todo, no hace falta rendirse al vértigo, porque antes o después, se quiera o no, ya vendrá a buscarte.

De vuelta a casa encontraré algún chino donde comprar cervezas, y una vez llegue, los libros siempre me estarán esperando. Termino de cruzar el puente y el móvil me avisa que acabo de recibir un wasap. Sea quien sea, puede esperar.

Romero, 6

No me fío

No me fío del blanco de la página, como se verá, capaz de cualquier cosa,

No me fío del amor, porque te quise y mira cómo estamos,

No me fío de mis pasos, lentos, rotos, demasiado extraños.

No me fío del océano, lo insondable es demasiado hermoso.


No me fío de Dios, que pudiendo hacer cualquier cosa, nos hizo a nosotros.

No me fío de tu mirada, ese abismo, ese precipicio, nuestra noche derrotada.

No me fío de las palabras ni de las grises ni de las buenas ni de las claras.

No me fío de la vida, capaz de jugártela en la primera encrucijada.


No me fío del tiempo, a la vez demasiado largo y demasiado estrecho.

No me fío del beso, porque es dulce agrio amargo y salado.

No me fío de la música que me lleva a cualquier estado.

No me fío de la literatura, el mayor de mis juegos.


Sí me fío de la muerte, sí del sexo, sí de la sangre…

Pero fiarse casi nunca es querer,

y que no me fíe, casi siempre significa deseo.


[Publicado originalmente en DeKrakensySirenas, @krakensysirenas el 13.08.15]

Nymphomaniac Vol 1 Cut´s Director

Año: 2013

Director: Lars Von Trier

Hacía meses que una película no me arrastraba a escribir, que no me obligaba a teclear mis pésimas críticas, pero Lars Von Trier rompe con mi sequía.

Lo primero que me veo obligado a decir es que estamos ante una película blasfema hasta decir basta, y que será repudiada por la religión, la ética, lo cívico… pero no por el arte, si entendemos este en su cualidad de meter el dedo en la llaga, porque esta película no saca el dedo de esa llaga en ningún momento, de hecho, se recrea en ella una y otra vez, esa es su esencia.

Narrativamente es brillante. Por supuesto las relaciones entre la sexualidad más cruda y el refinamiento cultural pueden ser tachadas de incoherentes, pero qué carajo, la poesía visual les tiende los puentes necesarios, y la falta de prejuicios, el atrevimiento (recuerdo que he visto el montaje del director, sin censura, con pollas y coños al viento), la provocación, bien vale suspender el juicio para ponerte a aplaudir y decir, este cabrón llega a los límites, los recorre, los disfruta, y tiene la decencia de compartirlo filmando una obra como esta. Así que gracias, Trier (y sonrío, porque no puedo evitar pensar en Joaquín Reyes con su brillante y ya vieja imitación del danés).

En cuanto a los personajes, la pareja de baile principal combina de un modo tan arrítmico, tan insólito, incluso tan divertidos a veces, que son perfectos. No opino igual del tal Jeromé, que llega a molestarme por no considerarlo suficiente para ella, porque no me cuadra tal flaqueza, pero en fin, no hice yo la historia, y carezco de sus derechos.

Dos notas finales. Es difícil ser tan explícito y tan poco erótico, pero esa frialdad está calculada, y lo normal hubiese sido fallar: no es el caso. Segunda, esta biográfica y que no viene al caso, volví a disfrutar con Rammstein.

Y aún me queda el Volumen 2.

La realidad se nos fue de las manos

I

Apagó el cigarrillo, tiró la colilla en una papelera y miró su reloj. Llegaba a la cita antes de tiempo por lo que se paró en varios escaparates que le ofrecían todo aquello que él rechazaba. «O es al revés −pensó− y se trata de que los escaparates me rechazan a mí». Esbozó una sonrisa ante el reflejo de su imagen. «La duda ofende» se dijo a sí mismo y continuó camino de la cafetería.

«¿Qué querrán y quiénes son?» se preguntó antes de llegar. Alzó la mirada y se topó con el cielo doblemente gris de Madrid; gris suciedad y gris nublado de una tarde primaveral que perturbaba a los peatones con su amenaza de lluvia.

Llegó al Café Comercial. Todavía no era la hora y no podía estar seguro de que se tratara del hombre elegante, engominado, que leía el periódico y tomaba un refresco, pero se sentó frente a él. Cuántas cosas habían cambiado en los últimos meses. No estaba acostumbrado a ninguna pequeña victoria y en su nueva condición temía romperse de éxito.

−Lo que he sido capaz de estirar un billete de cinco euros –dijo.

−Hola Pavel –dijo el hombre elegante.

−¿Y yo cómo te llamo?

−¿A mí? Como te apetezca, es un detalle sin importancia.

−Está bien, Comoteapetezca, ¿qué es lo que queréis de mí, a quién tengo que traicionar, a quién debo matar y lo más importante, qué es lo que debo hacer para que me recompenséis con vuestra gratitud? En cuanto a quién carajo sois, supongo que está fuera de lugar preguntarlo.

−Eres directo y gracioso y eso de matar –el tipo mostró una dentadura sin mácula− suena bien…

−Y tú eres un lameculos interesado que no va a conseguir nada. Hemos puesto en marcha una revolución, el cambio es posible y no pienso apearme del nuevo rumbo. No pienso hacer nada que lo perjudique por mucho que podáis ofrecerme.

−Y quién ha dicho que perjudicar el cambio sea nuestra oferta. Pavel, te noto cargado de prejuicios, no vayas a ser igual que aquellos a quienes criticas. Está muy bien querer que otro mundo sea posible, yo también lo quiero, y seguro que ninguno de los dos busca sustituir unos errores por otros. Escucha la oferta y luego decides.

−Si quieres que te escuche, Comotellames, dime a quién representas.

−Está bien, me parece un principio de acuerdo justo. Vengo en nombre de todo aquello que odias para intentar que lo odies… un poco menos, puesto que no es merecedor de tanto odio. Y como primer argumento para que aligeres esa pesada carga que es el resentimiento, te ofrecemos esto.

El hombre elegante estiró el brazo hasta un maletín que estaba a sus pies, lo puso sobre la mesa y lo abrió hasta la mitad enseñando el contenido a Pavel. Entonces lo cerró de golpe.

−Es el primer maletín pero si lo aceptas no será el último. Y lo mejor de todo son las condiciones, puedes compartirlo con quien quieras… o no, puedes versar billetes hasta hartarte… o no, y por encima de todo, no te pediremos nada a cambio. Así de sencillo.

Tras unos segundos de silencio Pavel dijo con voz entrecortada:

−No, no, no lo quiero.

−Sería una decisión tan respetable como aceptarlo, pero voy a dejar que te lo pienses un poco más, ¿no crees que es lo mejor?

Pavel tragó saliva, comenzó a sudar y se sintió más pequeño que nunca. −¿Por qué tanta generosidad conmigo, mi mérito es tan escaso?

 

II

«Ya es primavera en el infierno» garrapateó Pavel sobre una servilleta, once meses y cuatro días antes del encuentro anterior.

Tras firmar su frase se pidió una cerveza y se estiró la ropa. Se encontraba en El Fuego, un bar madrileño de Malasaña. Estrenaba camisa y pantalón y se había peinado con mucho más cuidado del que tenía por costumbre, trataba de ocultar su incipiente calvicie. Su decisión era firme: tras cuatro citas maravillosas era el momento de besarla, lo haría nada más verla, como saludo. La sorprendería.

Estaba nervioso, su memoria tenía que retroceder mucho tiempo para recordarle así de exultante, y más aún para recordar la impresión de unos labios sobre sus labios. Aún quedaban unos minutos para que llegara la hora. Miró nervioso el móvil por si un mensaje en el último momento desbarataba su alegría. Ningún aviso en la pantalla, todo marchaba bien. Decidió tuitear lo que había escrito en la servilleta y en seguida recibió varios favs y retuits. Saboreó la cerveza, se asustó un tanto, se descubrió feliz.

Una hora más tarde Pavel daba vueltas a la ironía de encontrarse donde se encontraba; sentía que la vida se ensañaba con él y que ardía de rabia por dentro. Miró compulsivo el móvil en busca de un wasap que diera explicación y sentido a ese plantón. No tardó en lamentar su metro cincuenta y cinco de estatura, su escaso pelo, su nariz desproporcionada…

Pagó las dos amargas cervezas que se había pedido. A cambio de su billete de diez recibió uno de cinco medio roto y sucio, y no protestó porque le pareció buen reflejo de sí. Lo único que le dijo al camarero al recibir el cambio fue:

−¿Por qué no aprendemos nunca, a nada?

No hubo más respuesta que una mirada interrogativa y un silencio que Pavel agradeció. Antes de marcharse del bar volvió a mirar la pantalla de su móvil, regresó a twitter y escribió: “Ya es de nuevo infierno en primavera”.

 

III

A pesar de cruzar la calle sin mirar más allá de sus pies ningún conductor tuvo a bien atropellarle, prefirieron los frenazos, los pitidos, meterse con su físico y acordarse de sus muertos.

Pavel no reaccionó a nada ni devolvió los insultos y solo cuando uno de los conductores le llamó «Tyrion de los cojones», esbozó una ligera sonrisa y se dijo para sí: «¡Ojalá!». Al llegar a la otra acera sintió el peso de las miradas de quienes se encontraban a su alrededor y se esfumó de allí lo más rápido que pudo.

Pronto comenzó a sentirse algo mejor, caminar siempre le aliviaba, le hacía entrar en espirales de pensamiento que lograban suspender temporalmente su crudo nihilismo. Subía por la calle Tribunal cuando su móvil anunció un wasap. Dudó de si mirarlo o no, pero finalmente cayó en la tentación: «Lo siento mucho Pavel, eres un hombre maravilloso, pero no quiero quedar más veces contigo, no funcionaría, perdóname. Deseo que te vaya todo realmente bien».

Intentó no hacerlo pero contestó enseguida: «¿Perdonarte? No hay nada que perdonar pero si lo hubiera, lo hago. Y no te preocupes por mí, soy un gran perdedor, encajo las derrotas con estilo. Un beso». Al mandar el mensaje supo que nunca volvería a saber nada más de ella. Apagó el móvil en un gesto poco usual. Estaba triste pero no hundido. Se sintió incluso fuerte sin saber muy bien por qué. Llegó a otro cruce y esta vez no hizo el idiota, esperó a que el semáforo se pusiese en verde para los peatones. En la espera descubrió una pintada sobre el paso de cebra que le puso de buen humor y le hizo reflexionar sobre las casualidades, la pintada le decía: «Perdona rápido, agradece lento».

La necesidad de escribir se apoderó de él mientras cruzaba. No era algo que hiciera a menudo más allá de la afición de tuitear en 140 caracteres que había adquirido en los últimos años, pero en ese momento el impulso por dejar reflejado lo que le salía de las entrañas fue casi brutal. Quiso escribir en el móvil pero tenía que encenderlo y los segundos le apremiaban. Frente a una oficina bancaria de color verde se sentó en un banco de madera, se rebuscó y encontró un bolígrafo bic azul, no tenía libreta, ni cuaderno, ni folios. Al final sacó de la cartera el viejo billete de cinco euros que le diera el camarero. No dudó ni por un instante lo que debía poner, eran los únicos versos que se había aprendido en otro idioma:

«Wer spricht von Siege? Überstehen ist alles», estampó en alemán sobre una cara del billete. «¿Quién habla de victorias? Sobreponerse es todo», escribió sobre la otra. Puso la firma de Rilke en ambas, el móvil terminaba de encenderse en ese momento, hizo un par de fotos al billete y las subió a su cuenta de twitter. Entonces se olvidó de todo, hasta de la tristeza y sintió cierta catarsis.

 

IV

−En ocasiones un gesto inesperado –contestó Pavel ocho meses más tarde a esa sensación de catarsis que sintiera tras escribir lo que escribió en un viejo billete− incendia la catarata esperada.

La entrevista en la radio acababa de comenzar y Pavel estaba asombrado de varias cosas. En primer lugar de su respuesta poética, línea por la que decidió no continuar. En segundo, de la mirada inteligente de la periodista, enmarcada en unos ojos redondos, azules, de los que se quedó prendado. En tercero, que él hubiese sido capaz de ir al estudio de radio y se sometiera voluntariamente a las preguntas, después de haber estado durante meses sumido en la cama, depresivo, y con ganas de cortarse lo que hubiese hecho falta, después de que precisamente los medios de comunicación le destrozasen.

−Lo que sigue ocurriendo es una sorpresa para todos –Pavel apenas podía pensar a causa de los ojos que le miraban pero se había aprendido su discurso y le salía en modo automático− y que me acusen de ser el espolón del cambio es un honor al que todavía no me termino de acostumbrar. Pero en fin, si se empeñan en decir que yo desaté el asunto, qué le voy a hacer (risas), más allá de recordar una y otra vez que ni fui original ni pretendía serlo. Simplemente tuve una necesidad que al parecer conectó con la necesidad de muchos y todo comenzó a rodar de manera desbocada.

−¿Cuánto crees –preguntó la periodista− que ha tenido que ver el enésimo fracaso de la ilusión política en este despertar… digamos artístico?

−No sé, Camino –por si no bastasen los ojos, pensó Pavel, el nombre más bonito que quepa imaginar−, solo soy experto en fracasos personales… Aunque supongo que lo que señalan tantos analistas será verdad, y que la nueva decepción en los resultados electorales, que desde mi punto de vista dice muy poco de nosotros como animales… racionales, fue fundamental para viralizar el proceso de cambio que ahora mismo tiene un horizonte imprevisible.

−Pavel, utilizas la palabra que todo el mundo utiliza, y que tan de moda estaba ya antes, “viral”. Dos preguntas al respecto, ¿por qué esta extraña virulencia artística?, y, ¿cuánto durará la moda, si de moda se trata? Y por supuesto, siempre según tu opinión de experto personal  (risas).

−Según mi humilde e inocua opinión, creo que el fenómeno está fuera de control, que la realidad se nos ha ido de las manos y nadie puede saber cómo ni cuándo acabará (si es que acaba) el asunto. Y menos que nadie, yo, por mucho que digan que encendí la mecha. Tan solo mandé un tuit, afortunado o maldito, según para quien, y tan solo he tratado de conseguir a partir de entonces sobrevivir del mejor modo posible. En cuanto a la primera pregunta, resulta que mudando de piel se puede llegar a mejorar el corazón. Me explico –Pavel se volvió a sorprender de su fluidez de palabra, de no bloquearse ante las preguntas de una mujer atractiva, de no morirse ante el hecho de estar de nuevo en una entrevista; teniendo en cuenta los antecedentes y su biografía, se preguntó si delante de una cámara de televisión, no habría vuelto a dar con sus huesos en el suelo, no habría vuelto a machacarse por su aspecto físico, no habría vuelto a encerrarse, pero dejó sus cuestiones sin respuesta y se ciñó a lo que debía−, se empezó por un tuit y por el más humilde de los billetes, y hemos llegado a donde estamos. Este arte de acción directa, urbano, rebelde, incluso terrorista como lo han llamado algunos con el ánimo de desprestigiarle, tal vez comenzó sin saber muy bien hacia dónde iba, tal vez podía ser considerado al principio superficial, de quedarse en la epidermis, pero ha seguido profundizando en las capas y en las posibilidades y ha llegado a la raíz, al núcleo. No se trata de un mero merchandising que busca hacer fortuna, lo que quiere es torcer la realidad hasta mejorarla… Y en ese juego andamos, adaptándonos a las reglas que salen sobre la marcha.

−Háblame de twitter, Pavel, ¿por qué esa red social y no otras ha tenido tanta importancia en todos estos cambios que se iniciaron con la campaña #Versatubillete?

−No quiero pontificar, no quiero resultar más pedante todavía y no quiero extenderlo a todos, a mí por ejemplo, no, pero creo que twitter es una herramienta donde se desborda el talento de muchas personas. Y si juntas talento con la posibilidad de compartirlo de un modo rápido, directo y gratuito, tienes una herramienta poderosa, que tendrá sus defectos y sus críticas, pero que ha servido a la perfección para que el arte haya hecho de nosotros lo que se haya propuesto hacer (risas).

−Una última pregunta Pavel, ¿hacia dónde crees que vamos?

−Vamos hacia el desastre, de eso estoy seguro, pero que no nos engañen, porque venimos del más absoluto de los desastres.

 

 

V

Pocos meses antes de que nuestro protagonista se desenvolviera con soltura en la entrevista de radio, pasaron muchas cosas a su alrededor.

 

Pavel llegó a su apartamento con una extraña mezcla de derrota y paz. La caminata a casa tras el plantón de Malasaña, seguida de la idea de que era un gran perdedor, un corredor de fondo que sabía levantarse una y otra vez, le había incrustado en el rostro su sonrisa más irónica.

Al abrir la puerta, la reproducción de El triunfo de la Muerte, de Brueghel, le saludó desde la pared del fondo. «Allí nos esperas a todos, siempre», contestó Pavel al saludo del cuadro. Se despeinó con rabia sin asomarse al espejo, se puso ropa cómoda y repasó algunas de las obras de Banksy que inundaban la estancia. Contempló a la niña que registra y desarma a un soldado, a la mujer que se abraza a una bomba, al antisistema que arroja un ramo de flores y al robot que grafitea su código de barras. Le atravesó la peculiar sensación de un tiempo condensado en lo que debería, lo que hay y lo que tal vez habrá. Se encendió un cigarrillo y se tumbó como tenía por costumbre de cara al techo. Allí le esperaba colgado un puzle inmenso de El jardín de las Delicias y como siempre que se quedaba observando la obra, enmudeció de palabra y de pensamiento.

Cuando Pavel regresó de su mutismo contemplativo lo hizo en la forma mundana de consultar el móvil. Wassap no le ofreció sorpresa alguna, nadie se acordaba de él. En cuanto a Twitter… su timeline ardía como no lo había hecho nunca. Con sus pobladas cejas enarcadas de modo inconsciente, descubrió sin terminar de creérselo el revuelo que el viejo billete versado con Rilke causaba por momentos. Sin moverse de su cartera había saltado el charco y recorrido media Europa. No se trataba solo de los miles de retuits superados en apenas una hora, gracias a los tuiteros que le habían dado una visibilidad inmediata, sino que artistas como @SrtaChinaski, @Laurita_Palmer,  @PabloBenigni1, @Darkvelvet1, @LetraSilenciosa, @UlisesKaufman, @BufandadeChopin, @SexxArt, @Innestesia, @Mous_Tache, @_vybra, @martamj32,  @Zic__Zac o @_Marla_Sercob entre otros muchos, habían decidido después de una propuesta de la primera, realizar una peculiar campaña por la que todos ellos habían cogido sus propios billetes, viejos y nuevos, pobres y no tan pobres, y habían plasmado en ellos sus poemas, o poemas de otros, sus frases, o frases queridas y significativas de otros, y lo habían tuiteado viralizando un imprevisto y espontáneo #Versatubillete que estaba arrasando y propagándose a cada segundo.

Pavel necesitó de otro cigarro y de un par de cervezas. No terminaba de creerse aquella campaña donde su nombre y la foto de su billete se repetían una y otra vez, expandiéndose más y más. Estaba tan extrañado que hasta se levantó y se contempló en el espejo sin darse grima. Más cerveza le amodorró y quedó dormido con el móvil sobre su pecho y el cuadro de El Bosco escrutándole. Así moría el primer domingo de abril del año pasado.

A primera hora del lunes #Versatubillete seguía como trending topic destacado. La llama de hecho se había extendido por numerosos países y el asunto no tenía visos de extinguirse a corto plazo. Los medios de comunicación pronto comenzaron a informar de lo que calificaron como la última moda viral. Apenas una semana más tarde algunos analistas consideraban que la moda parecía ser algo más que algo pasajero, y dos periódicos le dedicaron su editorial. Mostraban a las claras la particular tendencia maniquea que parece regirnos.

Para una de las editoriales, leería Pavel estupefacto desde el mostrador del museo donde trabajaba, «esta ridícula práctica con pronta fecha de caducidad, y hecha a medida para progres y snobs que no respetan ni siquiera el símbolo de estabilidad por antonomasia de cualquier Estado [bla, bla, bla] da asco». Al terminar de leerla tomó el otro periódico y leyó sin cambiarle el gesto, «la viralización de horizontes indescifrables  amenaza con soliviantar los cimientos del sistema, todo peligra en el momento mismo en que un billete de cinco euros puede valer otra cantidad cualquiera al haberse individualizado y convertido en objeto artístico. Se trata de un disparo al corazón del capitalismo [bla, bla, bla] una gran oportunidad».

A Pavel le gustaba decir a esas alturas de la campaña viral, que si le hubiese tocado de lejos, su opinión estaría clara y formada, pero que al estar él mismo en el centro del huracán los límites de sus ideas se le difuminaban. Lo cierto es que apenas sabía balbucear lo anterior cuando alguien le preguntaba al respecto.

Al menos, tras la lectura de los periódicos y de la venta de las dos últimas entradas para ese día del museo, logró escribir a su amiga Ate (promotora de #Versatubillete), que se sentía abrumado y lo que era peor, que se sentía con una clara sensación de ladrón, pues versar billetes «es cualquier cosa menos original y ya se ha hecho mucho antes y mucho mejor de que lo hiciera yo».

La respuesta de su amiga, si no tranquilizadora, al menos sí fue tajante, «tiraste la piedra a la charca y ya está, no eres responsable de las ondas ni para lo bueno ni para lo malo». Tampoco le tranquilizó que Ate le dijera que le habían ofrecido un buen dinero por el primer billete que ella había versado con una de sus poesías. De momento no había aceptado y no quería hacerlo, pero la tentación, le reconoció a Pavel, llamaba a su puerta.

La realidad, vapuleada por el hecho artístico de que las personas comenzaron a versar de modo masivo sus billetes, siguió su curso y tres días más tarde, una gran cadena de televisión llegó hasta el lanzador de la piedra original sobre el estanque.

España descubrió entonces a través de la televisión a Pavel, pero a los televidentes esa figura le resultó desagradable por su aspecto y sus balbuceos, de modo que fue ridiculizado primero y abandonado poco después al no cumplir los cánones de la imagen, ni siquiera los de la sátira. La realidad se resistía.

 

VI

Resultó que,

mientras Pavel terminaba encerrado en su apartamento después de su entrevista televisiva tan poco afortunada, después de las burlas que soportó en la calle y en el trabajo y después de que su médico le pusiese el sello de baja por depresión

mientras Pavel veía morir la primavera y pasar todo el verano desde la única ventana al exterior de su apartamento

mientras fueron contadas las ocasiones en las que durante cuatro meses logró salir a la calle, alimentándose a base de conservas, comida basura y el pan que a diario le llevaba una vecina

mientras vivía encerrado con sus cuadros flamencos y de arte urbano

mientras el psicólogo al que acudió durante tres sesiones, terminó por desplazarse semanalmente al apartamento para que la terapia no muriera, después de considerar el caso como un reto personal, en el que intentar recolocar las piezas del puzle de Pavel; con una infancia feliz tan solo durante un breve periodo vivido con su abuelo en Ibiza y horrenda a partir de su descubrimiento de ser un hijo no querido, de ser un monstruito, como llegaron a calificarle sus padres, poco después de sobrevivir a su hermano pequeño, muerto en un horrible accidente del que nada tuvo que ver, aunque se le echara la culpa porque comenzaba a resultar siempre la opción familiar más fácil; con una adolescencia marcada por la idea de que el otro será cruel si puede serlo, en especial si se es adolescente y con seguridad si tu aspecto físico carece de toda gracia, por más que te conviertas en alguien interesante que descubre un oasis en la pintura y en escritores tan duros como Nietzsche, Gombrowicz o Philip Roth; y con una entrada en la vida adulta donde logra resistir a base de contumacia hacia la supervivencia, puesta de continuo a prueba y durante años, hasta que llega un órdago inesperado por el que su inseguridad es mostrada al país entero y juzgada y sojuzgada sobre opiniones de sabios que no saben nada de él pero que hablan como si lo supiesen todo porque ha puesto unos versos en alemán y en español sobre un billete, al que le hizo una fotografía y se le ocurrió subir a una red social, dando comienzo a un cambio que todavía sorprende a todos, en especial a los que dicen saber de cambios

porque mientras nuestro protagonista vive enclaustrado cuatro meses, y necesita de otros tres para recuperar sus constantes vitales rutinarias, España (aunque no sola) se vuelve del revés.

 

Que a mediados de agosto la Península Ibérica arda a causa del clima no es noticia alguna, pero sí lo es, que al cuarto mes de iniciarse la campaña #Versatubillete, el Banco de España publique un informe en el que calcula que aproximadamente un 10% de los billetes que están en circulación en nuestro país ha sido objeto de manipulación a través de versos, poemas, frases, caligramas, dibujos… Como lo es también, a pesar de que los porcentajes pueden parecer bajos, que el Banco Central Europeo publique un informe similar con un 3% para la zona euro, y el Fondo Monetario Internacional haga lo propio señalando el 0,5% para el resto del mundo. Y nuestro país es noticia a nivel mundial un día sí y otro también por muchas razones, entre otras y como señalan los sesudos analistas nada partidarios de tal manifestación artística, porque se empieza por sacar los pies del tiesto, y se termina por rechazar la maceta entera.

«La maceta apesta» escribirá precisamente Banksy en español, tras un viaje relámpago a Madrid, por supuesto de incógnito, a finales de agosto. Y lo escribe sobre la pared de un edificio en ruinas de Vallecas, y lo hace tras haber dibujado una monumental maceta con forma de Europa que intenta ahogar todas las raíces no monetarias que tratan de crecer en su seno, mientras estas se rebelan. Y sobra decir que de inmediato se convierte en otro símbolo más, que sirve para alimentar la hoguera que vienen alimentando los detractores y los partidarios de que el arte, especialmente el urbano, inunde el resto de las esferas de la sociedad.

También seremos noticia internacional cuando el diez de septiembre, un grupo de colectivos y de plataformas artísticas reparten el mismo día de modo gratuito decenas de miles de sprays y de plantillas con las frases y poemas que más se han repetido en los billetes, en las paredes, en las aceras, para que cualquiera pueda pintar y reproducir su apoyo a favor de un cambio en el modo de pensar y de actuar, que tras anunciarse durante mucho tiempo, parece que al fin se empieza a concretar, tal vez porque los movimientos que propugnan el cambio han sido capaces de encontrar la transversalidad, aunque mucho habría que discutir al respecto, quizá en otro relato.

Y uno de los días más extraños de toda esta historia, que algunos comienzan a decir que debe escribirse con H, llega el veintiuno de septiembre, cuando los antidisturbios de las grandes marchas que se convocan en todas las capitales de provincia a favor del arte, la cultura, el medio ambiente, y una política más democrática, deciden sumarse a las marchas y provocan unas escenas de entusiasmo que dan interminables veces la vuelta al mundo.

Y en ese ambiente se producen a lo largo de octubre y noviembre hechos tan extraños como que Benedetti, Miguel Hernández, Whitman, Rilke… tomen definitivamente la calle en forma de versos plasmados en las aceras, en los muros y en los carteles publicitarios que pretenden vender colonias y coches, pero que terminan sirviendo para señalar otros caminos. O que varias cadenas elijan reponer viejos programas como La Bola de Cristal, o A fondo, y tengan un importante éxito de audiencias. O que el artista chino WeiWei después de entrar nuevamente en la cárcel de su país tras una exposición sobre los derechos humanos y salir de ella por el clamor popular ejercido por su pueblo, venga a nuestro país a mostrar su obra y se convierta en un fenómeno sin precedentes. O que la cultura del trueque experimente en pocos meses un crecimiento del 2000%. O que se vuelvan a reabrir viejos cines, nazcan nuevas galerías de arte que ofrecen buenas oportunidades a la multitud de nuevos talentos que emergen por doquier y se abran más librerías de las que se cierran. O que ahora sí, la sociedad entienda que resulta ineludible la necesidad de un cambio político, donde no tenga cabida la corrupción ni la mediocridad y en el caso de que aparezcan, se pueda hacer lo que se debe hacer con ellas.

 

Algo menos extraño que todo lo anterior resultará la despedida de Pavel con su psicólogo. Una nevada imprevista en pleno mes de noviembre ha tomado por sorpresa Madrid y media España, y ha provocado que nuestro protagonista se encuentre de un humor inmejorable, después del lento proceso de recuperación asociado a un calor pegajoso que parecía no querer abandonarle nunca. Pero tampoco se engaña, sabe que su humor (como el clima) es cíclico, que ha caído otras veces y que volverá a recaer. Que siempre se levanta más fuerte, pero que la caída también es siempre mayor. En el último billete que Pavel le tiende a su psicólogo, se puede leer: «¡Cuidado, porque también hay montañas de barro, de polvo, de humo, de aire, de nada!». Se dan la mano.

 

VII

Si la desastrosa entrevista de televisión sumió a Pavel en una larga oscuridad por lo que dijo, lo que no dijo y por cómo lo dijo, la de radio, por los mismos motivos, le otorga un protagonismo que le vuelve a tomar por sorpresa. Su figura es redescubierta, y aunque solo se le ve como el iniciador inconsciente e inocente del cambio, será llamado para otras entrevistas donde da muestras de una imagen cada vez más suelta y menos acomplejada, se ve envuelto en firmas de autógrafos en plena calle y en su recuperado trabajo del museo y recibe invitaciones para dar charlas y conferencias por diferentes puntos del país.

No siempre se sentirá cómodo en su nuevo papel de pequeña estrella, pero tampoco puede negar que cuando llega a casa y detiene su mirada frente a El jardín de las Delicias, no es el infierno donde se recrea. No acude a todas las entrevistas que le solicitan pero sí a unas cuantas que incluyen dos de televisión. Siente incluso cierta reconciliación con su propia imagen y es capaz de firmar un pacto de no agresión por el que logra mirarse al espejo sin desprecio, hasta sin ironía. Y no acepta ninguna conferencia, salvo la que le ofrecen un 3 de enero, en Ibiza, con hotel y vuelo pagado.

Pavel es consciente que acepta la propuesta ibicenca por recordar su pequeño oasis de feliz infancia vivida junto a su abuelo, pero no por ello deja de preparar un discurso que considera digno y que muestra a las claras, con datos en la mano y acciones de artistas e intelectuales ejecutadas cada día, que hacer una España y un mundo mejor es posible y que una vez encontrada la brújula, lo lógico es cuidarla, no dejar que se estropee y seguir el viaje camino del horizonte.

Con el recuerdo de los aplausos que no sabe si merecer, pasea por el puerto, sube a Dalt Villa impulsado por un frío protector, ve caer el Sol en San Antonio, llora al pasar por una zona especialmente querida de Santa Eulalia llamada Niu Blau y vuelve al hotel poco antes de su regreso a Madrid. Allí, Pavel le pregunta al recepcionista cómo es posible que tengan abierto en enero, y el tipo con un marcado acento sevillano le contesta con una amplia sonrisa que en estos tiempos todo es posible.

Pavel comprueba de inmediato que puede ser así cuando una mujer, rubia, alta, preciosa, pasa a su lado con un libro de Saul Bellow en la mano y el móvil en la oreja, y le escucha decir con tono cariñoso que «sí, enano, yo también me he alegrado de verte, un beso» y sin que lo pregunte, el recepcionista le guiña un ojo a Pavel, gesto que no ve porque mira fascinado a la mujer que se ha detenido a unos diez metros de ellos. El sevillano le dice que ella es la administradora del hotel.

−La jefa −añade ante la mirada de incomprensión de Pavel− la que te ha invitado estos días.

Durante los siguientes segundos Pavel se piensa si acortar los pasos que le separan de ella, presentarse, tratar de conquistarla. Entonces se ríe y sacude la cabeza un par de veces y le dice al recepcionista que aún no es todo posible, que quizá lo llegue a ser, pero que todavía no.

 

Tres horas más tarde nos conocemos.

El avión de Ryanair acaba de despegar cuando Pavel, a quien he reconocido nada más sentarse a mi lado pero al que no digo nada debido a mi timidez crónica, me comenta de sopetón que le suena mi cara, aunque no consigue recordar de qué. Entonces observo sin pudor la media sonrisa que me tiende en su rostro desmañado y le contesto tratando de resultar gracioso que será de algún error que haya cometido, pero no muy grave o me recordaría mejor. No tardo en añadir que yo sí sé quién es él. Antes de decírselo cae en la cuenta de que me conoce por twitter, por leer las micro-ficciones que allí escribo. Nos presentamos formalmente.

No tardamos en preguntarnos por qué estamos en ese avión. En la respuesta descubrimos que ambos hemos vuelto al lugar donde fuimos felices por un tiempo. Pavel me recuerda que las canciones tristes nos cantan que no se debe volver a esos lugares, y yo le contesto que aunque las canciones digan la verdad, a mí siempre me ha gustado enfrentarme a ambas, a la verdad y a la tristeza, aunque sea para no caer en sus mentiras. No veo necesario decir, porque no se trata de mi historia, que no cambiaría por nada del mundo las horas que acabo de pasar en el lugar al que no debería haber vuelto de hacer caso a las canciones.

Es Pavel quien toma las riendas de la conversación, quien apunta la fuerza que ha impuesto lo pictórico para torcer la realidad frente a la inanidad secular de las palabras, y yo como escritor me siento ofendido y defiendo mi terruño, y argumentamos y contra argumentamos para llegar al final al insustancial puerto de que imagen, palabra y símbolo, mezclado en la coctelera junto a la casualidad y a la causalidad, han provocado todo lo que estamos viviendo.

Poco después llegamos a la conclusión, mientras el avión comienza a descender, de que ninguno de los dos nos regodeamos en la inocencia y asumimos que no hay progreso garantizado, que la relatividad moral abruma y siempre se guarda manos ganadoras… pero que hasta el mismo cielo se puede poner boca abajo.

Ya nos despedimos en el aeropuerto cuando me atrevo a preguntarle completamente en serio, si me da permiso para escribir su historia. Pavel me contesta, me da la sensación que en broma, que por supuesto.

 

 

VIII

El hombre elegante estiró el brazo hasta el maletín, lo puso sobre la mesa y lo abrió hasta la mitad enseñando el contenido a Pavel. Entonces lo cerró de golpe.

−Es el primer maletín pero si lo aceptas no será el último. Y lo mejor de todo son las condiciones, puedes compartirlo con quien quieras… o no, puedes versar billetes hasta hartarte… o no, y por encima de todo, no te pediremos nada a cambio. Así de sencillo.

Finalmente Pavel dijo de manera entrecortada:

−No, no, no lo quiero».

−Sería una decisión tan respetable como aceptarlo, pero voy a dejar que te lo pienses un poco más, ¿no crees que es lo mejor?

Pavel tragó saliva, comenzó a sudar y se sintió más pequeño que nunca.

−¿Por qué tanta generosidad conmigo, mi mérito es tan escaso?

El hombre elegante sonrió por respuesta. Las nubes terminaron de cubrir el cielo, la tormenta era inminente. Cayeron las primeras gotas y los demás clientes de la terraza se metieron en el Café. Los peatones apretaron el paso en busca de refugio. Pavel puso una mano sobre el maletín. No insistió en querer saber por qué.

−Entonces, Comotellames, ¿es todo mío y además vendrán otros como este para que haga con ellos lo que quiera?

−Así es –la respuesta fue neutra y no hubo ni un asomo de victoria.

Pavel se acercó el maletín. Abrió los broches y la tapa pero sin dejar que la lluvia entrase. Contempló el contenido. Un brillo extraño cruzó sus ojos marrones.

−Con eso se pueden hacer un montón de cosas –el hombre elegante siguió con su tono neutro− ayudar a muchos artistas para continuar con el cambio, salvar muchas vidas en el tercer mundo, disfrutar de…

−O quemarlo –le interrumpió Pavel con repentina seguridad mientras se echaba una mano al bolsillo.

−También puedes hacer eso, sí.

La lluvia cobró intensidad y empapó a ambos. El hombre elegante ya no lo parecía tanto y Pavel presentaba una imagen que despertaba lástima. Puso el mechero que sacó de su bolsillo encima de la mesa.

−Así que puedo quemar el maletín y a vosotros no solo no os importará, sino que encima me daréis otro pronto.

−Como te dije el maletín es tuyo si lo quieres y puedes hacer con él lo que te apetezca.

−Lo acepto y voy a hacer que nos equivoquemos todos, vosotros y yo –Pavel encendió el mechero cubriéndolo con la tapa superior del maletín−. Además, ver arder estos billetes será mi mejor verso.

La lluvia paró de golpe, se fue como había venido. Tras unos segundos resistiéndose a la llama, los billetes comenzaron a arder  sin remedio. El hombre elegante se recompuso el traje y el pelo, no se inmutó ante lo que Pavel hacía. Desde la ventana del Café un móvil grababa toda la escena sin que los protagonistas lo advirtieran. Pavel terminó de abrir el maletín y lo empujó hasta el centro de la mesa. La gente comenzó a prestar mucha atención.


Verso del billete: @SrtaChinaski 

Lugares sagrados

La primavera se me escapó de las manos. Y el alcohol también, como de costumbre.

Eran las doce de la mañana de ayer viernes y cargaba con una cogorza de campeonato, por el único motivo de haberme despertado triste y con todo el peso del mundo sobre mi pecho. Pensé que lograría aliviarme con una cerveza. Cuando varias fracasaron me pasé al vodka, y ya se sabe, una cosa lleva a la otra y me planté borrachísimo cubata en mano, frente a la puerta donde un día fui feliz por creer que podría conquistar mis sueños. Tiré el cubata al suelo y me adentré en la Biblioteca Municipal.

No debí de abrir la enorme puerta con demasiado sigilo porque enseguida sentí unos cuantos pares de ojos sobre mis tambaleantes pasos. Tampoco quise reparar en nadie, no fuese a toparme con la mirada de quien un día me aceptó como reto, hasta que con mis denodados esfuerzos logré que se rindiera. Trabajaba como bibliotecaria y no la había vuelto a ver desde hacía dos años, tal vez ya no trabajara allí, o no estuviese en turno. En cualquier caso me negué a asumir que ella fuese el motivo de mi irrupción. Pero si no era por ella, ¿por quién entonces? Bien sabía que era una pregunta fácil de contestar: por ellos.

Ellos son tantos, que no supe por dónde empezar mi irrupción bibliófila hasta que empecé por la nostalgia, y me dirigí a la sección de filosofía. La rabia y la frustración se me empezaron a escapar por los poros y para contrarrestarlos elegí al tipo menos rabioso de cuantos hemos existido nunca: Immanuel Kant.

La Crítica de la razón pura bailó unos momentos sobre la balda, pero fui capaz de agarrar el mamotreto antes de que cayera. Leí en alto, despreocupado de estar donde estaba: “No hay duda de que todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia…”. Me negué a continuar. Tiré el libro al suelo y retumbó en el pasillo, en la sala, en las tres plantas del edificio, en la ciudad, en la Tierra, y en el Universo Entero. Luego, el ruido de Kant se apagó como sus últimas palabras justo antes de expirar: “está bien”. ¡Qué carajo va a estar bien algo, nada lo está, y no quiero jamás, escucharme decir tal cosa. Me prefiero deshecho, devastado, en ruinas, pero no quiero morir con la sensación de haber tenido bastante. Mejor el dolor que la indiferencia.

Mi siguiente víctima fue Sartre. Busqué El diablo y dios pero como en mi vida real no hubo suerte. Sí encontré A puerta cerrada, que tiré al suelo, y lo mismo hice con La puta respetuosa, y Las moscas. Sentí cómo me desquiciaba al pensar en la vida del francés, en su ética, en su buena fe. Su coherencia se me hizo insoportable y me laceró por desbordarme yo en mis contradicciones. Fui dolorosamente consciente de compartir con Sartre alguno de sus vicios, pero ninguna de sus virtudes. Esa asquerosa lucidez me hizo llorar, el alcohol no tenía nada que ver con el asunto.

No recuerdo bien cómo fue la transición pero de repente tuve a Nietzsche fuertemente agarrado. Una de mis lágrimas cayó sobre Humano, demasiado humano y recobré en esta escena algo de aliento y cordura. Le coloqué de nuevo en su lugar con un mimo torpe, y tuve que abandonar la filosofía.

Nadie se atrevió a decirme que recogiera lo que había tirado a pesar de sentir tales ganas en el cogote. «Miedo al loco», pensé, y esto es lo que dije a quien me quisiera escuchar: «A los locos no hay que temerles, a los locos hay que preguntarles por qué están locos, aunque su respuesta suene a locura total».

Sin que nadie me preguntara nada recorrí con tambaleos la novela en todas sus épocas y autores, «¿cómo elegir a quién destruir, o al menos humillar, contra el suelo?», me susurraba a mí mismo a cada paso. Me escocía sobremanera la idea de que en el arte de novelar, había encontrado siempre más vida que en la vida misma, y que desde hacía muchos años, había pensado que mi nombre acabaría en las estanterías de las bibliotecas. Pero desde hacía un tiempo a esta parte, había decaído mi sueño de aportar nueva vida, y la duda de la ya agrietada certeza anterior, se había gangrenado. Al paso que iba, mis libros no acabarían ni en la más triste de las librerías, y ni siquiera como regalo de tres al cuarto, pues para ser escritor y acabar colocado, alto o bajo, hay que escribir, y no basta con ser mero personaje.

No recuerdo bien cómo acabé imantado contra Arthur Miller, pero sí que, tras página y media de Muerte de un viajante, pasé de centrarme  en todos los Willy Loman que hay en el mundo, a centrarme en quien tan bien y tan duro los reflejara. Y no sentí comprensión, sino envidia. Ante varias personas que me cercaban comencé a desbarrar:

−El cabrón de Arthur Miller tuvo Broadway a sus pies, se reinventó las veces que le fue necesario, puso en jaque la Caza de Brujas de McCarthy, y por encima de todo, se casó con Marilyn Monroe.

Estuve a punto de vomitar de rencor, pero creo que de alguna manera fantasmalmente caritativa, lo impidió la rubia eterna. Tras unos segundos sin saber bien qué ocurría en mi cabeza, estampé a Arthur contra el suelo porque no supo evitar la pérdida de ella. Desfondado de intensidad, me marché de allí con escándalo.

En la huida por fin se atrevieron a abroncarme, no sé si solo por lo relatado, o porque posiblemente (tengo una nebulosa al respecto y no sé si lo que sigue ocurrió de verdad o no), tiré al suelo de un modo teatralmente borracho, toda la sección de teatro de la Biblioteca Municipal. Incluso creo que hubo un valiente que quiso retenerme. Si fue así, si la nebulosa ocurrió de verdad, creo no llegamos a la sangre. Tampoco llegó a tiempo la policía que escuché estaba de camino. Lo que sí fue real porque sus ojos rasgaron la nebulosa, fue la mirada avergonzada de quien en su día llegó a quererme, y en ese momento, escondida entre varias personas, no sabía dónde meterse.

Al salir a la calle lo tuve claro. Una epifanía me gritó que tras el bochornoso espectáculo que acababa de ofrecer, solo Dios podía enmendar el entuerto, o superarlo.

La iglesia donde hiciera la comunión me volvió a ver con más de veinticinco años de retraso. Apenas a ninguna otra, pero desde esa fecha señalada, no había vuelto a aquella casa de Dios donde recibiera el cuerpo de Cristo a la fuerza, o lo que es lo mismo, donde se le dio una galletita a mi conciencia, aún sin formar, tan inocente como para creer que existía un Dios bueno, que dirigía un mundo horrible.

Fue pisar la iglesia, fue pensar lo anterior, y fue que la borrachera comenzó a remitir. Me paseé por la gran casa desahuciada de gente y mientras lo hacía, me sobrecogió el silencio más que la cruz, la penumbra más que el oropel de frases bíblicas estampadas en las paredes, y la viejita que en ese momento entró por la puerta, más que mi descreimiento. Entonces vi que éramos tres, pues una sombra negra se movió sibilina, era el cura.

−La casa de Dios está tan cargada de contradicciones –dije sin venir a cuento y sin alzar mucho la voz cuando se cruzó conmigo la señora−, como la de cualquiera. Lo molesto es que no admita grietas, y que encima se pretenda llena de luz.

−¿Cómo dice hijito? –me contestó ella enfrentándose a mi aliento con estoicismo− Estoy un poco sorda.

−Digo que le deseo que tenga un buen día.

Incliné mi cuerpo en señal de respeto como no había hecho… nunca. Volví sobre mis pasos, y a punto de marcharme cambié de idea. Quién sabe si guiado por el espíritu santo, me encaminé hacia el confesionario.

Allí me dormí un tiempo impreciso hasta que apareció el cura. Me despertó tras golpear ligeramente la celosía donde tenía apoyada mi cabeza, y tras golpearme con su mazo dialéctico:

−Hijo, ¿estás bien?

Por suerte no era mi padre, por suerte me resitué rápido, por suerte los arcanos del pasado afloraron a mis labios:

−Ave María Purísima –dije.

−Sin pecado concebida –dijo.

−No como nosotros –dije, y noté cierta incomodidad.

−Pero el Señor está en tu corazón para que puedas arrepentirte humildemente de tus pecados –dijo.

−Humildad no me falta, padre, aunque dudo que el señor sea capaz de habitar en mi corazón –dije.

−¿Y por qué piensas eso? –preguntó.

−Porque es un lugar inhóspito, lleno de goteras, y debo confesar que también lleno de vida. Verá padre, lo que ocurre es que como me iluminó en cierta ocasión una amiga, en los corazones donde hay vida, es porque hay humedad, y donde hay humedad, es porque hay sexo. Y yo estoy plagado de humedad, y tengo entendido que Dios no se lleva demasiado bien con las humedades –dije.

Silencio hasta que al fin con cierta dureza en la voz se me dijo:

−Tu sexualidad enfermiza no es sino una reacción ante tu falta de trascendencia.

Y tras la diatriba, el pedo, ya atemperado para entonces, bajó varios puntos de golpe en su escala de borrachera, hasta alcanzar cotas bajas de puntillo y poco más.

Me revolví:

−Pero mi falta de trascendencia quizá se deba a quienes han traficado durante siglos con la palabra de Dios para hacerse con… −decía.

−Es posible que tengas razón –me cortó sin añadir más.

−Pero no va a apelar a mi responsabilidad individual –protesté acercando mucho la cara a la celosía. Quise ver el rostro del cura.

−Lo que es reprobable, es reprobable –dijo él desde las sombras.

−¿Seguro que es usted cura, seguro que no le estoy inventando? –le pregunté.

−Eres demasiado débil e impresionable –me soltó.

−Es verdad –dije y me levanté.

−Espera –dijo, no sé si con sorna o en serio− Yo te absuelvo de tus pecados. Puedes ir en paz.

En ese momento la señora se marchaba de la iglesia y pasaba a mi lado, no pude contener ciertas ganas y mirando al confesionario, dije:

−Gracias por la generosidad divina, pero a pesar de mi debilidad, elijo atesorar pecados y errores, y vivir en guerra conmigo mismo.

La señora no estaba tan sorda y sin que lo esperara me dijo:

−Es una opción como otra cualquiera, hijito.

Y sin obtener respuesta desde más allá de la celosía, me marché junto a la vieja. Abrí la puerta de la casa de Dios y dejé marchar a la señora. Se fue paso a paso y me dejó con la duda de que lo hiciera llena de fe, pero convencido de que lo hacía llena de fuerza.

Ya en la calle una ráfaga de aire se terminó de llevar los últimos efluvios de mi borrachera, y me trajo los primeros síntomas de la resaca en forma de dolor de cabeza. Por supuesto solo me quedó la opción de perderme en los bares.

Llegué a mi bar favorito del mediodía con algo de rabia. Me dolía la cabeza pero recuperaba cierta lucidez. Mi sexualidad enfermiza, mi sexualidad enfermiza… me repetía una y otra vez recordando a mi confesor. Si acaso puede reprochárseme algo al respecto, pensaba enfadado conmigo mismo por no haber estado más hábil en la réplica, es que no haya llevado a cabo mi proyecto de convertir la sexualidad en algo, precisamente trascendente.

Entonces caí en la cuenta de que mi proyecto era tan viejo y estaba casi tan olvidado, como el de no hacer nunca daño a ninguna mirada que me haya querido. Desde luego no podía estar contento de cómo me marchaba el día. Algo abatido decidí pedirme un vodka.

La camarera decidió regalarme una sonrisa y un generoso pincho de tortilla. Se lo agradecí y como a esa hora no había nadie en el bar, la invité a que me acompañara a fumar. Ella dijo «Sí». Me sorprendí, llevaba mucho tiempo sin escuchar esa sencilla y fácil respuesta a tantas preguntas como hacía.

Ya afuera, tras un trago al cubata y un mordisco a la tortilla, me confesé:

−No fumo.

Ella sonrió y sacó dos cigarros. Acepté la invitación y traté de no hacer demasiado el ridículo con esa arma mortal entre mis dedos. Ninguno de los dos hablábamos. Pensé que a esas alturas ella solo podía ser medio tonta, o demasiado lista. Al momento incluí la posibilidad de que fuera pura bondad. Finalmente el silencio se me desbocó de la boca y dije algo parecido a lo que sigue:

−Las personas que tenemos cerca piensan que te conocen por el simple hecho de esa cercanía. Y si encima te han leído alguna vez, incluso creen saber tus secretos más profundos. Pero su conocimiento no son más que patrañas, ¿cómo va a conocerte nadie, cuando uno no es capaz de conocerse a sí mismo, o mejor, cuando lo único que te has demostrado en la vida son mentiras? Que no te engañen, el futuro es un abismo, el pasado es un cuento, el presente…

En ese momento me callé porque desfiló delante nuestra un cincuentón que lucía una sonrisa que califiqué de enigmática.

−El presente –rompió la camarera el silencio al tiempo que retomaba el hilo−, es este cliente que acaba de entrar. Deja que le atienda y vuelvo a salir para que me hables de alguno de esos cuentos tuyos pasados. Quién sabe, lo mismo me intereso por tu futuro.

Y se metió dentro. Y yo tiré el cigarro. Y miré el vodka pero no lo toqué. Y volví a escribir aunque fuese en una servilleta, y tan solo mi número de teléfono. Y me marché.

Comprendí que tenía cuentas pendientes y que no podía quedarme. Debía descansar, quería dormir toda la tarde y toda la noche para volver sobre alguno de mis sueños, algo que llevaba demasiado tiempo sin ocurrir.

Ahora termino de escribir y me preparo para volver a la Biblioteca a pedir perdón  a la iglesia para confrontar mis argumentos, y al bar para divertirme.

Romero (Apuntes, 4)

Abertura

Hacía frío. De cuando en cuando soplaban ráfagas de aire. Pensé que si nevaba lo haría en nuestro honor. Ella fumaba con verdadero encanto. Tras caminar sin rumbo por las calles de Madrid, llegamos a un escaparate que nos imantó.

Nos conocíamos desde hacía tres horas, unas pocas cervezas, y una larga conversación centrada en literatura. Yo todavía no salía de mi asombro; valiente como nunca, encarnado en personaje que vence su vergüenza, me había atrevido a hablar con ella sin conocerla de nada.

Ocurrió en la librería “Tres rosas amarillas”. Tal vez fue por la colección de cuentos de Chejov que ella ojeaba, puede que por su peinado rebelde, quizá por mi actitud de enfrentarme a muerte con mi timidez. En cualquier caso, para mi propio asombro la invité a una cerveza bajo una frase medianamente ingeniosa. Que ella dijera «sí», supuso el inicio de una partida que nos cogió a ambos desprevenidos.

Nos habíamos parado frente a una joyería. Nuestras miradas no se perdieron en los collares de oro blanco, ni en los relojes rolex, ni en pendientes o pulseras, sino que ambos contemplábamos embobados el hermosísimo ajedrez de plata y cuarzo que dominaba el centro del escaparate.

Hablar conllevaba su riesgo. De manera tácita habíamos acordado que si rompíamos el silencio, era porque merecía la pena. Durante tres horas huimos de lugares comunes y de informaciones superfluas, y no quería ser yo quien estropeara el hechizo. Encontré el modo de mantenerlo gracias a Borges y su poema sobre el ajedrez. Por suerte mi memoria no me falló y recité alguno de sus versos tras decir: «pobres piezas»:

«No saben que la mano señalada

del jugador gobierna su destino

no saben que un rigor adamantino

sujeta su albedrío y su jornada».

Ella me dijo desconocer el poema. Yo le conté que lo más interesante no estaba en la imagen de unas piezas vivas manejadas por nosotros sin que ellas lo supieran. Y ni siquiera en que la comparación la llevase Borges hasta nosotros y Dios, sino en el salto genial con el que acababa el poema. Me acerqué a ella hasta rozarla y con la mirada clavada en el ajedrez, recité:

«Dios mueve al jugador, y éste la pieza,

¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza

de polvo y tiempo y sueño y agonía?»

El silencio nos envolvió por unos segundos. Luego ella se giró hacia mí y me dijo: «jaque». El movimiento quedó rematado por los copos de nieve que nos cayeron. Ella se apretó contra mi cuerpo. Nos miramos… Sin embargo no supe rematar la partida.

Por pudor, por estupidez, por mis eternas dudas, por lo que fuese, no me atreví a besarla y me alejé del jaque mate. No arriesgué mis labios y me puse a rodear con palabras la partida que iniciáramos horas atrás en la librería. El momento se escurrió de entre nosotros, los copos desaparecieron, el frío nos heló.

Nos alejamos del ajedrez. No es que a partir de entonces fuese un desastre, pero la magia se nos había escapado y no volvería al menos esa noche. El silencio en algún momento resultó incómodo y lo rellenamos con los lugares de los que hasta entonces habíamos logrado escapar. Nos despedimos en una boca de metro tras intercambiar nuestros números de móvil, la promesa de volver a vernos, y unos sonoros besos en las mejillas con sabor agridulce.

De camino a casa reflexioné sobre el concepto de «tablas», pero al abrir la puerta de mi apartamento y toparme con la orquídea blanca medio marchitada, la sensación de derrota se apoderó de mí. Tuve que recurrir a Rilke y su:

«¿Quién habla de victorias?

Sobreponerse es todo»

para no viajar más allá de esa noche y no enfangarme en mis recuerdos. Y no me fue del todo mal, hasta el punto de descubrirme frente al espejo con una sonrisa perfilada, bajo la idea borgiana de que tal vez Dios también llora y sufre derrotas, y de que tanto a Él, como a vosotros, como a mí, siempre nos quedará la posibilidad de volver a jugar mientras la mano que nos rija no nos haga rodar por el tablero.

Borges

EL GOLEM

Si (como afirma el griego en el Cratilo)
el nombre es arquetipo de la cosa
en las letras de ‘rosa’ está la rosa
y todo el Nilo en la palabra ‘Nilo’.

Y, hecho de consonantes y vocales,
habrá un terrible Nombre, que la esencia
cifre de Dios y que la Omnipotencia
guarde en letras y sílabas cabales.

Adán y las estrellas lo supieron
en el Jardín. La herrumbre del pecado
(dicen los cabalistas) lo ha borrado
y las generaciones lo perdieron.

Los artificios y el candor del hombre
no tienen fin. Sabemos que hubo un día
en que el pueblo de Dios buscaba el Nombre
en las vigilias de la judería.

No a la manera de otras que una vaga
sombra insinúan en la vaga historia,
aún está verde y viva la memoria
de Judá León, que era rabino en Praga.

Sediento de saber lo que Dios sabe,
Judá León se dio a permutaciones
de letras y a complejas variaciones
y al fin pronunció el Nombre que es la Clave,

la Puerta, el Eco, el Huésped y el Palacio,
sobre un muñeco que con torpes manos
labró, para enseñarle los arcanos
de las Letras, del Tiempo y del Espacio.

El simulacro alzó los soñolientos
párpados y vio formas y colores
que no entendió, perdidos en rumores
y ensayó temerosos movimientos.

Gradualmente se vio (como nosotros)
aprisionado en esta red sonora
de Antes, Después, Ayer, Mientras, Ahora,
Derecha, Izquierda, Yo, Tú, Aquellos, Otros.

(El cabalista que ofició de numen
a la vasta criatura apodó Golem;
estas verdades las refiere Scholem
en un docto lugar de su volumen.)

El rabí le explicaba el universo
«esto es mi pie; esto el tuyo, esto la soga.»
y logró, al cabo de años, que el perverso
barriera bien o mal la sinagoga.

Tal vez hubo un error en la grafía
o en la articulación del Sacro Nombre;
a pesar de tan alta hechicería,
no aprendió a hablar el aprendiz de hombre.

Sus ojos, menos de hombre que de perro
y harto menos de perro que de cosa,
seguían al rabí por la dudosa
penumbra de las piezas del encierro.

Algo anormal y tosco hubo en el Golem,
ya que a su paso el gato del rabino
se escondía. (Ese gato no está en Scholem
pero, a través del tiempo, lo adivino.)

Elevando a su Dios manos filiales,
las devociones de su Dios copiaba
o, estúpido y sonriente, se ahuecaba
en cóncavas zalemas orientales.

El rabí lo miraba con ternura
y con algún horror. ‘¿Cómo’ (se dijo)
‘pude engendrar este penoso hijo
y la inacción dejé, que es la cordura?’

‘¿Por qué di en agregar a la infinita
serie un símbolo más? ¿Por qué a la vana
madeja que en lo eterno se devana,
di otra causa, otro efecto y otra cuita?’

En la hora de angustia y de luz vaga,
en su Golem los ojos detenía.
¿Quién nos dirá las cosas que sentía
Dios, al mirar a su rabino en Praga?

Sociedades

Los exámenes se me amontonan encima de la mesa pero no los toco, no puedo dejar de pensar en Simón. Miro otra vez su número, y antes de decidir si llamarle o no, me digo que se confirman al tiempo las tres hipótesis con las que me torturo cada día más; quiere volverme loca, quiere seducirme, y quiere reírse de mí. El problema es que tengo casi cuarenta años, él dieciséis recién cumplidos, y puede conseguir todo lo anterior. Además, está su historia.

He decidido acabar con las incógnitas que rodean este asunto, y eso me obliga a terminar lo que quiera que escriba en apenas una hora. Ese es el tiempo que me he dado para llamarle, o para…

Si la historia que transcribiré fuese verdad, todo comenzó en el tren que traía a Simón camino del instituto como otro día cualquiera. Si es mentira, supongo que todo es fruto de su imaginación; una genial excusa para justificar sus retrasos y, conseguir el mejor cuento de los que leí nunca a mis alumnos, y a muchos otros. En cualquier caso, la primera parte de su relato coincide en el tiempo con el trabajo que encargué a mis chicos de 1º de Bachillerato: escribir una historia ficticia como si fuese real.

En concreto, Simón me entregó tarde y escrito a mano con su letra feísima lo que sigue.

 

Cuando subí al tren apestaba a gente y no quedaba un asiento libre. Me senté en el suelo y saqué a Benedetti. Pensé en sus últimos años, encamado, y lloré. Lloro por auténticas mierdas así que por qué no iba a hacerlo por una cosa así. En la siguiente parada subieron dos tacones y una minifalda que desde mi perspectiva me hicieron ruborizarme. Creo que ella me miró desde arriba, desde sus veintimuchos, y me prohibió que me perdiera en sus piernas. Yo la hubiera hecho caso… de no ser por aquella llamada.

−Salve, ubi es? –dijo ella al segundo tono de su móvil.

¿Había escuchado bien? Me concentré en lo que la chica pudiera volver a decir por teléfono. Levanté un tanto la vista del libro. El poeta me lo perdonaría.

−Lam venit? –entendí a la perfección.

Joder, lamenté no prestar más atención a las clases de Carmen. En Literatura la adoraba, con Lengua hacía un esfuerzo, pero en Latín… latín es un bodrio. Un bodrio que acababa de escuchar por primera vez en mi vida fuera de las clases. Una lengua muerta, usada por una morena muy viva y despampanante.

¿Qué coño podía significar lo que acababa de ocurrir? Por asuntos menores seguro que otros mundos se habían colapsado.

La conversación fue corta y no entendí nada más, pero no parece que pasaran del saludo y de quedar en algún sitio. Yo disimulaba cuanto podía e intentaba no mirar a la chica, pero cuando el tren paró y ella se bajó, mandé a la mierda mis clases (donde por cierto ni siquiera había hecho el relato para Carmen), y también bajé.

La parada era un polígono industrial. No pegaba ni con un adolescente como yo, ni con una pija como ella. Pero iba a intentar seguir a esos tacones y a esa melena que caía hasta la mitad de la espalda.

Poco a poco la gente se fue desperdigando hacia sus respectivas fábricas y naves industriales. De repente me vi a mí mismo como un sujeto sospechoso de las peores intenciones. Me distancié en la persecución cuanto pude. Tras diez minutos de camino en los que ella no miró ni una sola vez para atrás, pendiente como iba de su móvil, llegó frente a un edificio sin terminar, levantado en mitad de un solar a cuyos lados, se erigían los cimientos de varios bloques abandonados a su suerte.

Ni siquiera se lo pensó. La chica entró en el edificio por una puerta a medio hacer.

Me quedé pasmado en mi posición de prudente acechador. Reflexioné por un momento: había seguido a una desconocida; la desconocida hablaba en latín; la desconocida se había metido en un edificio sin terminar.

¿Qué carajo iba yo a hacer en la situación más extraña de mi vida?

−Tengo dieciséis putos años –me dije−. Y no pienso desperdiciar una aventura como esta.

Miré a mi espalda, a los lados, hacia el cielo. Me di una bofetada en la cara. Fui hacia el edificio. Por fuera era uno más de los muchos que se veían por todas partes. Se había construido su esqueleto, se había acabado la pasta… y fin de la historia.

Y una mierda fin de la historia. En cuanto entré con toda la cautela de la que fui posible, lo flipé.

Sé que «flipar» no es una palabra digna para una historia, pero tal vez consiga añadir verosimilitud. Después de todo, es una palabra muy de mi edad, esa que cuando se me lee no aparento, y muy de la calle, esa que se aleja de los libros. O al menos de algunos libros, porque joder, nada más entrar pensé en los escritores que juegan a romper los límites de la ficción, y me dije que si ya era el friki del instituto, si abría la boca al respecto de lo que veía, iría directo al «loquero», que era como llamaban los idiotas de mi clase al idiota del orientador. Pero al grano, que no soy muy de paja… Bueno, mejor dejemos el tema, y mejor eliminen todo este párrafo.

Lo flipé porque el edificio era una farsa. O mejor dicho, la fachada era una farsa. O aún mejor, por dentro todo estaba perfectamente terminado, o al menos, lo que yo podía ver; el vestíbulo, el ascensor, la garita del conserje donde por suerte no había nadie. Todo era… pero en ese momento escuché unos pasos.

Pensé en escabullirme dentro de la garita, pero resultó que quien venía era el conserje, y si no me descubrió fue porque iba café en mano abstraído en un periódico. Pude salir sin que me viera.

Eran las nueve de la mañana. No llegaría al instituto ni a primera ni a segunda. Decidí no llegar a ninguna. Busqué un lugar cercano donde poder leer, pensar, tal vez escribir, y con seguridad, espiar las entradas y salidas del misterioso edificio.

−Por si nos sirve de algo− me dijo Simón al tiempo que me tiraba sobre la mesa los dos folios y medio donde había escrito lo anterior.

¿A qué venía esa mirada después de una semana sin aparecer por clase, a qué ese «nos», a qué la sonrisa de suficiencia? No le contesté nada, pero tampoco él esperó a que yo lo hiciera. Se marchó a su pupitre, al fondo de la clase. Le odié como nunca había odiado a ningún alumno. De inmediato me sentí sucia.

Al principio de curso había tenido un incidente con Simón que no me podía quitar de la cabeza. Me encontraba explicando gramática cuando advertí un movimiento extraño del más extraño (eran mis primeros días con él pero ya acarreaba toda una leyenda de cursos anteriores) de mis alumnos. Simón acababa de esconder algo debajo del libro de texto. Pensé que debía tratarse de una revista de coches, o de pornografía, y reconozco que deseé humillarle ante el resto de compañeros. Me acerqué hasta su mesa, le hice levantar el libro de texto, y apareció El profesor del deseo, de Philip Roth.

Creo que me ruboricé, creo que Simón se dio cuenta. Yo no había conocido a Roth hasta que pasé la treintena, ni siquiera en la universidad me lo habían enseñado, y el mocoso este se dedicaba a leerlo con pósits incluidos. La humillación no salió como había previsto.

Poco después supe otras hazañas suyas. Por ejemplo que a finales del curso pasado le habían partido la cara y varios dientes al defender a un alumno que sufría bullyng; o que mi mejor alumna (guapa, inteligente, aplicada), le había pedido salir, y este la rechazó porque, según cuentan, dijo que no iba a estar con alguien que tuviera a Paulho Coello entre sus escritores favoritos; o lo que pasó con el director… Pero volvamos a centrarnos.

Esa tarde leí el relato que con tanta suficiencia me había arrojado, y le odié un poco más. Simón tenía una letra difícil de descifrar, pero ya escribía mejor que yo. Ese niñato de dieciséis años parecía saber donde tenía que apuñalarme. Faltó al día siguiente y entonces me descubrí pensando con angustia, que podía volver a pasar una semana sin que le viera.

Apareció sin embargo al día siguiente. Cuando sonó el timbre con el que terminaba la clase, me enfrenté a él y le llamé a mi mesa.

−No sé si te a servir de algo para aprobar mi asignatura, pero para la próxima semana quiero la continuación de tu relato.

Para mi sorpresa no se mofó de mí. Para mi sorpresa dijo:

−No se trata de ningún relato, estoy recabando información, y es posible que falte algunos días más al instituto. Lo siento.

Y faltó durante dos semanas. A su regreso me entregó lo que sigue, de nuevo escrito a mano.

 

Hacer de espía sienta bien, como una pelea, como hacer puenting, como todo lo que te da un subidón de adrenalina… Pero no quiero engañar a nadie, y los hombres y mujeres que entran y salen a diario del edificio misterioso, no tienen pinta de ser precisamente peligrosos.

Todos me caen bien, de la guapa latinista al más viejete, de los trajeados a los hipsters, de los que aparentan lo que deben ser, a los que no sé muy bien qué aparentan. Todos me caen bien, repito, salvo el conserje. Pero esto es porque me impide averiguar desde su puesto de vigilante, más sobre todo este tinglado.

Los dos párrafos anteriores es todo lo que avancé durante trece días de cara a mi conocimiento directo del edificio. En ese tiempo, demostré que se puede ser adolescente y tener algo de paciencia.

Tras mi período de observación; tras seguir a varios de sus miembros desde el tren hasta las cercanías del edificio, sin repetir nunca para no levantar sospechas; tras establecer horarios de entrada y salida de cada uno de ellos… Aposté por el todo o nada e intenté entrar, a la hora en el que el conserje se fumaba su pitillo de las doce del mediodía.

Fue el martes dos de abril cuando me escabullí y entré, tras marchar pegado a la pared opuesta en la que el conserje celebraba su cigarro. Era la mejor hora, hasta la una no aparecían los del tercer turno, hasta las tres, nadie se había marchado nunca.

Dentro del vestíbulo me sacudí el polvo que la fachada había regalado a mis vaqueros y a mi camiseta. Luego volví a fliparlo.

Por fuera el edificio sin terminar, por dentro, no solo estaba perfectamente rematado, sino que con más tiempo que en la primera ocasión pude apreciar que tenía un aspecto futurista. El ascensor era por entero de cristal, las luces led, los colores vivos, la decoración minimalista… Debía reaccionar y poner en funcionamiento mi plan. Me abofeteé y esto era todo lo que tenía pensado: rezar para que nadie usara las escaleras, intentar ver lo máximo sin que me descubrieran moviéndome de una planta a otra, y pirarme.

En ese momento me asusté al pensar en cosas que no se me habían ocurrido. Y si había cámaras, y si existía un equipo de seguridad, y si no estaba tratando con buena gente. De hecho, por qué narices había sido tan cándido cuando… El conserje regresaba a su garita. Dejé de pensar y me esfumé por la escalera. Mi plan siguió en marcha.

En una suma y en una multiplicación, el orden de los factores no altera el producto, pero supongo que en todos los demás mundos posibles sí lo hace. Escribo la anterior mierda matemática porque imagino que el edificio, de cuatro plantas de altura, se ordena por un criterio, digamos, profundo, salvo que los cerebritos que lo ocupan se hayan dedicado a dejar algo al azar, cosa que dudo.

Pero voy a dejarme de reflexiones y voy a contar lo que encontré en cada una de las cuatro plantas del edificio (que por cierto y desde fuera aparenta al menos ocho), una vez que subí y bajé, y tras atreverme a salir en alguna ocasión, de mis posiciones de retaguardia, y casi hasta de trinchera, que me ofrecían las escaleras.

Primera planta. La base de la paranoia pensé al principio. Allí se encontraba mi latinista. El único cartel que encontré fue una plaquita que colgaba sobre el flamante ascensor de cristal, decía: Literatura, Lengua, Filosofía.

Se trataba de una biblioteca con las estanterías colocadas en forma de triángulos equiláteros, dispuestos unos dentro de otros, hasta que solo quedaba en el centro el espacio para una mesa también triangular. Por suerte había pasillos y huecos por donde espiar lo que hacían unas diez personas en torno a esa mesa que por supuesto, me hacía pensar en una logia, secta, o cualquier palabra que conllevara que como me descubrieran, la había cagado.

Decir lo que vi es fácil, ahora bien, entenderlo es otra cosa.

Si no se dedicaban a hablar en latín, lo hacían en griego clásico (supuse), y tampoco descarto el arameo (ni idea sobre este idioma, pero es la única otra lengua muerta de la que he oído hablar, y allí se habló al menos de tres modos distintos); no me extrañaría que estuvieran a vueltas con la piedra filosofal.

Temo que lo que cuento se vuelva contra mí, y me convierta en personaje de tres al cuarto por inverosímil, y no en el Simón de vida real que tenía que estar en el instituto, en lugar de en aquella escena tan improbable. Pero ante las dudas que a mí mismo me entran, recuerdo la gota de sudor que bajaba por mi frente, temeroso de ser descubierto, mientras pegaba mi cara a uno de los huecos de las estanterías, para ver a mi latinista y a sus compinches.

Segunda planta. Destinada a la Economía. Allí tuve que arrastrarme. Se trataba de un espacio mucho más abierto que la primera, y me exigió más riesgos para que me enterara de algo. Conté nueve hombres y seis mujeres con la media de edad más alta (a saber si fui preciso) de todo el edificio. Me resultaron personas estiradas, tirantes, nerviosas, como si fueran a robarles la cartera mientras explicaban sin parar sus teorías económicas, cada uno machacando con la suya. Hablaban un español muy clarito, lo reconozco, pero les entendí casi tan poco como a los de abajo.

Mis dieciséis años se me hicieron horribles. Entendí cuánto me faltaba para saber en profundidad de cualquier cosa. Se me cayó  el ánimo al culo.

Mi curiosidad es grande, pero sin años, sin dedicación, y sin talento, no hay nada. Quizá fue esta intuición la que me hizo a los economistas antipáticos. Después de todo, ellos tan solo, eso sí que lo entendí, querían salvar a su modo la sociedad.

Tercera planta. Encontré el futuro dentro del futuro. Un cartel situado en el mismo lugar donde se situaban los de las otras plantas señalaba: Ciencia, Tecnología, Diseño.

No iba siquiera a poder arrastrarme una vez que abandonara la cómoda frontera de las escaleras. Se trataba de un espacio diáfano y bañado en una luz blanca un tanto antinatural, donde había veinte personas, mitad mujeres y mitad hombres, y donde el mobiliario era realmente escaso aunque sobraban ordenadores portátiles y otros cachivaches tecnológicos, a los cuales sabía poner nombre en algún caso, pero en otros no.

Las mujeres y los hombres se mezclaban en pequeños grupos de trabajo en torno a pequeñas mesas y sillas de diseño. Tuve la fortuna de poder oír a los que quedaban cerca de mi posición, pero no puedo decir que les entendiera demasiado. Hablaron de unificar no se qué; de construir las cosas no sé cómo; y sin duda discutían sobre quién era el más listo de la clase. Yo al menos siempre he sido de los más pillos, y tomé prestado un cubo rubik de doce caras pentagonales que estaba tirado muy cerca de mí.

Cuarta planta. Nada más llegar me di cuenta de que me encontraba agotado. No por los esfuerzos que había hecho para que no me descubrieran, o por las cosas que me habían dejado con la boca abierta, sino por la frustración de no entender una mierda allá donde pusiera mi oreja, por más atención que prestara.

Pensé con optimismo que en Medio Ambiente, a lo que se dedicaban allí según rezaba el cartel de turno, iba a cambiar mi suerte y podría enterarme de algo. Así fue.

No es que hablaran sencillo. Eran veinticinco personas (más mujeres que hombres) que se daban cita en un espacio repleto de grandes macetas con plantas muy verdes, y enormes acuarios llenos de peces tropicales, que contrastaban con la decoración fría y metálica de casi todo el edificio. Y sin duda tenían distintos puntos de vista muy sesudos. Pero aquí el mensaje me quedaba claro: somos una especie dañina, caminamos hacia el desastre, y la cuestión para ellos radicaba en saber el ritmo de nuestros pasos.

Eran las 14:45. Casi tres horas de riesgo y asombro resumidas de un plumazo nada dignos, pero es de lo que soy capaz. Quedaban quince minutos para que un tercio de todos los presentes en el edificio, desfilaran. Cinco para el cigarro del conserje. Debía marcharme.

Sin embargo cuando me disponía a hacerlo escuché el ascensor en funcionamiento. Supongo que por el cansancio me puse a temblar. Representantes de las otras tres plantas aparecieron al abrirse la puerta de cristal que aunque lo pareciera, no era transparente. El lugar en apenas dos minutos pareció sufrir un calentamiento global. Pegué la oreja bien agazapado, sin ver nada, y fuera del alcance de nadie.

−Pasado mañana –dijo una mujer que quise imaginar fuese la latinista− tenemos reunión general a las 17:00. Será en la primera planta. Debemos tomar la decisión definitiva.

No sé si cometí la mayor de las estupideces, pero tras escapar, al día siguiente regresé a mi puesto de espía de escalera. Todavía me frotaba de vez en cuando la cabeza, como si no me creyera lo que estaba viviendo, o como si me llamara estúpido por arriesgarme inútilmente, consciente de que lo gordo tendría lugar en unas horas. Estupidez o no, tampoco me descubrió nadie y yo no descubrí nada nuevo.

Estaba a punto de asistir a la reunión definitiva de una sociedad secreta en una especie de edificio imposible. Y todo ello, en la periferia de un Madrid muy real.

Ahora bien, ¿soy tan buen espía como me creo?

 

Cuando le vi entrar al terminar la clase, lo primero que pensé fue, «bendito bribón». Era jueves, todos los alumnos se marchaban para casa después de los exámenes de la segunda evaluación, y él venía hacia mí tras dos semanas sin aparecer, con una sonrisa y una caja de zapatos dentro de una bolsa de Mercadona. Fue cuando me entregó su segunda parte de la historia que acabo de transcribir. Fue cuando me dijo:

−Carmen, dentro de la caja también encontrarás una tarjeta con mi número de teléfono. Tendrás que wasapearme o llamar si quieres saber cómo acaba esto, aunque tal vez no te atrevas, o a lo mejor yo no lo cuento.

Fue cuando se marchó tal cómo había llegado, con aire de triunfo pero sin la caja. Fue cuando yo la abrí y me guardé la tarjeta en el bolso. Fue cuando saqué los folios escritos a mano. Fue cuando vi el cubo de rubik de doce caras pentagonales. Fue cuando con cara de completa idiota, me perdí en contemplar media docena de fotos, de un polígono que reconocí y situé a las afueras de Madrid, de la fachada de un edificio en apariencia abandonado que tendría unas ocho alturas; y de unos  interiores borrosos y de aspecto extraño. Fue cuando pensé que todo aquello no demostraba nada. Fue ayer.

Ahora es viernes y toca terminar de cuadrar esta locura.

A las 15:00 tomé la decisión de escribir cuanto he escrito hasta hace un par de párrafos. Terminé sobre las 16:00 y entonces llamé al número. En cuanto lo hice me sentí ridícula, humillada, con el orgullo pisoteado.

No ocurrió absolutamente nada porque nadie contestó. Me sentí todavía peor. A las 17:00 seguía sin haber cambios. Media hora más tarde el teléfono me anunciaba un wasap, apenas si recibo alguno y me dio un vuelco al corazón. Era un archivo de audio. Lo transcribo:

Todos estamos de acuerdo en lo esencial [habla una voz dulce de mujer] el mundo es un asco… y nosotros podemos cambiar el mundo. La pregunta por tanto es, ¿estamos dispuestos a implicarnos, o elegimos como hasta ahora nuestra torre de marfil?

 María [voz de hombre, parece segura, él debe de ser mayor que ella], ya podías haber cambiado de imagen, tantos libros y tantas lenguas como atesoras, y recurres a lugar tan común como la…

Déjate de crítica literaria [una tercera voz, de hombre, tal vez mayor que el anterior], y ciñámonos a la pregunta. Creo además hablar en nombre de todos cuando añado que las dos respuestas son legítimas.

[Hay unos segundos de silencio hasta que la misma voz continúa].

Tanto si decidimos dar un paso al frente, un puñetazo en la mesa, mancharnos las manos, como si nos quedamos refugiados de modo confortable en nuestros conocimientos, sin asumir riesgos que no tenemos por qué asumir, porque ni nos lo han pedido ni probablemente sirva para nada bueno como nos enseña la Historia, estaremos en nuestro derecho y cumpliremos con la más alta exigencia ética.

Permíteme Juan [una cuarta voz, de mujer], que te ponga en duda la afirmación anterior, pues no todos compartimos esa postura negativista sobre la influencia perniciosa de la implicación histórica…

Un momento [de nuevo habla la dulce María, pero ahora tiene una inflexión dura en la voz]. Perdonad que interrumpa pero se nos olvidaba un tema ¿Qué es lo que vamos a hacer con nuestro incauto merodeador que ahora mismo se agazapa en algún lugar de las escaleras, quien sabe si grabándonos o haciendo fotos como la última vez. ¿Le azotamos el culo, le invitamos a que nos dé su opinión, le sacamos los ojos y le arrancamos los tímpanos por lo que ha visto y oído?

[Me asusto del tono de la mujer pues a pesar de la ironía que quiero interpretar, se me impone un toque siniestro en sus palabras. El giro brusco, los murmullos, la tensión, una respiración agitada que ahora domina el audio… me descubro temblando, a punto de llorar. La cosa se enreda un poco más].

Todos tenemos claro [una quinta voz, estoy tan nerviosa que no sé decir si de hombre o de mujer] que el chaval no va a salir de aquí. Al menos de momento. Ayer lo acordamos cuando se marchó. Va a entregarse a nosotros, va a confesarnos lo que ha visto, va a confirmarnos a quién se lo ha contado, y va a hacer que todos los que conozcan este edificio, vengan hasta aquí lo antes posible. Sabemos lo de la profesora, veremos si hay más. Y si no se presentan pronto, sí que vamos a tener un problema ético.

Simón, ¿a qué esperas para salir de tu escondite, a qué para reunirte con nosotros?

El audio se corta.

Estoy histérica, no sé qué pensar. Me quiero convencer de que Simón es un… de que es un maldito…

Encontraré el edificio.

Blasfemia B(l)oom

 

A Harold B., y a los gatos.

 

Como cada mañana Ivan K. llegaba puntual al Instituto con su libro fetiche bajo el brazo, dispuesto a impartir Historia de la Literatura a sus alumnos de secundaria. A las ocho en punto todos los estudiantes de su primera clase ya se encontraban sentados, habían apagado los móviles, las tablets, y habían desconectado las gafas inteligentes de última generación. Aguardaban impacientes el inicio de la clase con su emérito profesor, quien además era su profesor favorito.

Ivan K. dejó El canon occidental en el lugar de la mesa donde siempre lo hacía, junto al pequeño ordenador, e incitó a los alumnos para que pronunciaran la cita habitual.

−Los que van a leer –dijeron todos en coro−, te respetan.

Tras el saludo, el profesor preguntó a quién le correspondía su derecho al fragmento con el que comenzar la clase, y un alumno, bajo, rechoncho, con el pelo castaño, se puso de pie con alegría y dijo que le tocaba a él.

−Y bien Sancho, ¿con qué nos vas sorprender esta vez?

−Elegí un fragmento de En el camino, de Kerouac –Sancho leyó:

«−Y naturalmente ahora nadie puede decirnos que Dios no existe. Hemos pasado por todo. Sal, ¿te acuerdas de cuando vine a Nueva York por primera vez y quería que Chad King me enseñara cosas de Nietzsche? ¿Te acuerdas de cuánto tiempo hace? Todo es maravilloso, Dios existe, conocemos el tiempo. Todo ha sido mal formulado de los griegos para acá. No se consigue nada con la geometría y los sistemas de pensamiento geométricos. ¡Todo se reduce a esto!. –Hizo un corte de mangas; el coche seguía marchando en línea recta−. Y no sólo eso sino que ambos comprendemos que yo no tengo tiempo para explicar por qué sé y tú sabes que Dios existe».

Iván K. se revolvió un segundo, apoyado sobre la mesa.

−Me gusta tu elección Sancho –el profesor se quitó sus viejas gafas de gruesas lentes, se frotó sus ojos pequeños, se masajeó las ojeras− pero, ¿querrías decirnos por qué esas líneas?

−Por supuesto maestro. Lo hice porque destilan mucha ironía para los tiempos que vivimos, y ya sabe cómo apreciamos en esta clase la ironía.

El profesor se quedó callado y por un momento su rostro dibujó un gesto de desconcierto, incluso miró con desconfianza hacia Sancho. Todo fue muy rápido y descartó la mala fe en uno de sus mejores alumnos, aunque fuese porque no podía saber lo que no debía saber. Iván borró su fugaz gesto de embarazo.

−Bien, continuemos. Supongo que todos realizaríais la tarea que os encomendé para casa, dejad el trabajo sobre el flujo de conciencia en El Ulises, encima del pupitre, que en breve lo recogeré.

−Maestro… −Una alumna con dos coletas, pecosa, bonita, se levantó de su silla.

−¿Sí? Beatriz.

−Lo siento mucho pero yo no pude acabar, no tuve tiempo…

−¿De nuevo La Divina Comedia tuvo la culpa?

−Sí, maestro, ya sabe, Dante… −Beatriz hablaba al cuello de su camisa, su cara colorada, las manos a la espalda, balanceaba su pie izquierdo con picardía. Al profesor le resultaba encantadora.

−Está bien Beatriz, tienes hasta mañana, pero haz el favor de replantearte tu identificación, el cielo dantiano donde acabarás no es muy divertido, y renegarías pronto de él. Siéntate anda.

Beatriz le hizo caso. El profesor se sentó también, encendió su ordenador personal, le dijo una frase, y el aparato la proyectó holográficamente en la pizarra: Veintitrés de abril del dos mil veinticuatro.

−Antes de continuar donde lo dejamos ayer, quisiera que alguno de vosotros nos recordarais a los demás qué aniversario se cumple hoy.

Todos los alumnos levantaron la mano. Iván K. obvió el pupitre vacío que se encontraba al fondo de la clase. Finalmente preguntó a un niño de manos grandes, estrábico, feo. Se llamaba Juan Pablo S. y contestó con aplomo y orgullo.

−Hoy, veintitrés de abril del año dos mil veinticuatro, conmemoramos el día de la Literatura, pero en especial, los episodios que cada década desde hace cuatro, se han venido sucediendo. Así, se cumplen cuarenta años desde que la ONU alertada por la novela 1984 de Orwell, decidió reunirse y comenzar a cambiar la Historia, por una vez para bien.

«Un día como hoy de hace cuatro décadas, los países se dieron cuenta que el mundo distópico que presagiara el escritor británico allá en 1949, fecha real de la publicación de la novela, se hacía realidad a cada paso, y las Naciones Unidas decidieron llevar a cabo una Asamblea de Urgencia donde se tomaron una serie de resoluciones con verdadera voluntad política, que dieron comienzo a la Edad Literaria. Aunque claro, por entonces no se sabía que acabaríamos en ella.

«Las consecuencias más inmediatas fueron el acuerdo por el desarme nuclear de las dos grandes potencias, así como la disolución de la llamada Guerra Fría. Diez años más tarde, en 1994, vería la luz El canon occidental, la obra guía que adoptaría la ONU para desarrollar un nuevo y avanzado sistema educativo basado en la centralidad de la literatura, y que fue implantado en todos los países por unanimidad a partir del año 2004, tras limarse ciertas problemáticas religiosas y culturales que se habían venido arrastrando hasta ese momento.

«Finalmente, también el veintitrés de abril, pero del año dos mil catorce, las Naciones Unidas, en una Resolución imposible siquiera de soñar unas décadas atrás, decidió que la literatura quedara por encima de los intereses políticos, de la ciencia, y de la economía, como el mejor de los modos para garantizar la justicia, y la libertad de los pueblos.

«Así que hoy, maestro, como todas y todos sabemos y agradecemos, cumplimos diez años desde esa Resolución de la ONU. Y cuarenta desde que se comenzara la última de las revoluciones que nos ha legado este mundo de literatura, paz, y prosperidad.

«Para acabar quisiera recordar lo que usted escribiera en uno de sus discursos más recordados, cuando nos legó que: “en el Hágase la luz bíblico, luz y palabra van de la mano, y hasta que no fuimos conscientes de modo explícito de que su unión por medio de la literatura era el mejor de los modos para sacar lo mejor de una y de otra, pero también para hallar lo mejor de las sombras y del silencio, no empezamos a cambiar esencialmente nuestras vidas”. Y hoy, por suerte, ya somos todos plenamente conscientes de lo que la literatura es capaz de hacer por nosotros.

El alumno se sentó con un gesto teatral, la clase rompió a aplaudir, e Iván K. se quedó desconcertado y con la mirada clavada en el pupitre del fondo. Esta vez no pudo escapar de esa pequeña mesa y de esa silla vacía, donde vislumbró la imagen del alumno Miguel C., llamándole «falso», «traidor», «hacedor de pedantes». El profesor logró romper el desagradable hechizo justo cuando acabaron los aplausos:

−Vaya, muchas gracias Juan Pablo, si hubiera sabido que ibas a incluirme en el panegírico de nuestro aniversario… Por esta vez te salvas de que te acuse de pelota, pero que no se repita.

Los alumnos rieron. Todo parecía sincero pero a Iván le sonó forzado y cercano a la arcada. Se volvió a quitar las gafas y se frotó de nuevo los ojos. Controló sus emociones.

−Bien, continuemos donde lo dejamos el último día. Vayamos con la angustia de la influencia que ejerció Tolstoi en la piel de Dostoievski…

Durante el tiempo que restó de clase, los alumnos demostraron agudeza, entusiasmo. Pero lo que a Iván K. le satisfacía antes, a esas alturas le causaba desazón y desasosiego. El timbre llegó en su ayuda como no lo hizo el dinero con Raskolnikov antes de su crimen. Los alumnos despidieron a su profesor. Y a la espera de la siguiente materia, Los Números en la Literatura, la mayoría consultó su móvil, intercambió archivos multimedia, o aprovechó esos pocos minutos para leer.

Cuando Iván K. salía de la clase con su inseparable Canon en las manos para ir a su siguiente curso, se detuvo ante el pupitre que le martirizaba, y visionó cómo su alumno más brillante desde que había decidido dejar la enseñanza en la Universidad para impartir clases de secundaria (al considerar a esta enseñanza el escalafón más importante de su rutilante carrera de crítico literario y activista político), le entregaba una carta el mismo día que comunicaban a ese alumno, a Miguel C., su expulsión definitiva después de sus reiterados y sonoros escándalos subversivos. La escena fantasmagórica apenas duró un segundo de tiempo real. Y solo él una vez más, fue consciente de su angustia.

Cinco horas más tarde acababan las clases, y desde los altavoces del centro escolar así lo anunciaban con su característico: “Los que vais a entrar, perded toda esperanza… Ah no, que de aquí sí se sale”. Pocos minutos se necesitaban entonces para que alumnos y profesores abandonaran en desbandada feliz, el instituto. Iván K. no fue una excepción, pero lo hizo tal como había llegado, sin felicidad alguna.

Decidió caminar hasta su casa en lugar de tomar como tenía por costumbre el transporte público tubular, que resultaba cómodo y rápido. No le apetecía pensar, pero necesitaba hacerlo, y caminar siempre le había inspirado.

Llegó a su barrio sin haber sacado nada en claro salvo que tenía la nevera vacía, por lo que entró a su carnicería habitual a comprar la cena. Ya que no podía calmar la angustia que le estrujaba el estómago, al menos calmaría el hambre. Dentro del establecimiento dos señoras, las únicas clientas, discutían acaloradamente.

−Que no, que no, y que no –dijo una mujer de unos sesenta años a otra de unos treinta−, no puedo aceptar que digas que Virginia Woolf era antes que esteta, feminista. Tú puedes citarme Una habitación propia, pero yo recurriré a La señora Dalloway

La señora mayor se expresaba con ardor, la joven parecía dispuesta para el contraataque en cuanto viera la menor oportunidad. El carnicero intervino con intención de poner paz.

−Un momento señoras, miren quién acaba de entrar, nuestro ilustre Profesor, seguro que él puede inclinar la balanza.

−Javier M. no me vengas con estas –la mujer joven al reconocer al famoso crítico le miró con descaro libidinoso, la mujer mayor no le fue a la zaga; por suerte para Iván, era incapaz de ruborizarse−. Señoras, no me pongan entre la espada y la pared, porque la pared siempre me aplasta y la espada siempre me atraviesa. Ambas tienen razón, qué más da que haya un pequeño porcentaje mayor de esteta que de feminista, o viceversa, o por qué no considerar que gracias a lo primero, alcance lo segundo, o de nuevo viceversa. Mientras se trate de preferencias en sus juicios, y no de sacrificios, todo está bien.

Las dos mujeres aceptaron las palabras del profesor, firmaron la paz, y le dieron sus números de teléfono, pues sabían que el crítico se había separado hacía dos años de la que fuera su mujer, la reputada crítica, y fracasada escritora, Salomé L.

−Me apasiona hablar –le dijo la mujer joven mientras le escribía su teléfono en una postal poema− sobre los años de lucha literaria histórica, en los que usted, a pesar de tener tan solo cuarenta años, ¿verdad?, ha sido pieza clave.

−Mi sobrina –le dijo la mujer mayor con total desparpajo mientras anotaba dos  números en una servilleta con aforismos impresos− siempre me dice que su miopía, y esa barriguita, y las entradas que tiene a lo Borges, le hacen irresistible. Luego me confiesa colorada que ella es, lo que usted necesita para recuperar la sonrisa. Entonces yo le digo que se equivoca, que yo le vendría mejor. Con estos teléfonos podrá elegir.

Iván K. compró cuarto y mitad de pollo. Mientras el carnicero preparaba el pedido, las clientas, que no tenían prisa por marcharse, eligieron hablar sobre el Sturm und Drang, y la figura de Goethe. El crítico declinó con amabilidad participar, alegó tener prisa, se guardó en su libro los números que le habían pasado, y se marchó.

El corto trayecto a su apartamento fue doloroso. Ya tenía suficiente con pensar en lo que le dijera y le escribiera su ex alumno Miguel C., como para que también le hubiesen levantado las costras de su ex mujer. Además alcanzó la certeza tras la carnicería, de que si miraba supurar las heridas, lo que iba a encontrar era el mismo dolor: la pérdida de la fe. «Y qué más triste para un profeta –se dijo frente a la puerta de su portal con una sonrisa que se reflejó en el cristal−, que haber perdido la fe».

Ya dentro del portal, Iván K. se dirigió al ascensor. Mientras esperaba, el conserje y el administrador discutían dentro de la cabina del primero, sin haberse percatado de la presencia del crítico, al respecto de una vieja polémica muy debatida desde hacía años.

−Puede que no te falte razón –dijo el primero al segundo−, puede que sólo haya pose en el hecho de seguir acentuando «sólo» de «solamente», puede que haya que hacer caso a los académicos y cargarse esa tilde, pero…

El ascensor llegó y a Iván le interesó poco el resultado de la discusión. Al abrir la puerta de su apartamento, su gato le miró con languidez por un segundo para regresar al siguiente a la indiferencia. Dormitaba encima de los últimos libros que el crítico arrojara al suelo. Había muchos más ejemplares en el parquet que colocados sobre las estanterías.

Los libros de filosofía habían sido los segundos en caer, siguió la historia y la antropología. La novela tardó en derrumbarse, «cómo pensar que Cortázar, Shakespeare, Vila-Matas… –se decía a menudo y desde unos meses a esta parte, con lágrimas en los ojos− no bastarían para sanarme, y lo que es peor, que serían el virus de mi enfermedad». Resistía la poesía; la primeros libros que empezaron a besar el suelo eran los últimos en caer porque los mejores poetas resistían. ¿Por cuánto tiempo?

Dejó las llaves en la cerradura, la compra en la cocina. Esquivó libros y al gato para llegar a su sillón, en la mesita de centro dejó El canon. Se dejó caer.

−Mi Dorado en ruinas –dijo repantigándose en el sofá mientras echaba una mirada a su apartamento−. Aquí he leído tanto,  amé tanto a Salomé, escribí tan lleno de esperanza, alcancé tantas victorias, ayudé a cambiar la Historia para que tomara un rumbo que nadie en su sano juicio habría siquiera concebido…

El gato le miró molesto por perturbar su sueño con aquellas palabras. Iván K. no se amedrentó como otras veces, y continuó:

−… Una Historia buena que sin embargo se me ha venido abajo de un día para otro, sin una explicación que pueda comprender… o que quiera comprender.

Se reincorporó en el sofá, se quedó mirando a la mesita de centro plagada de papeles y libros, se estiró hasta El canon occidental. Tras mirarlo por un momento, lo abrió. Sus hojas estaban en blanco.

Se trataba del último regalo que le hiciera Salomé antes de marcharse, solo en la primera página había algo escrito con boli. En ella, Iván K. leyó lo que solía leer al menos diez veces al día:

“Desde que la literatura a través de su canon lo es todo, el resto somos un chiste mal contado. No hay posibilidad de subversión. Prefiero la lucha al éxito. A nosotros se nos ha privado de esa lucha, y por eso necesito marcharme allá donde pueda encontrarla”.

El gato bufó harto de que perturbaran su sueño. Iván K. dejó que las páginas en blanco del libro corrieran entre sus dedos. Por la mitad, un sobre hizo su aparición. Lo abrió sin dificultad, dentro se encontraba la carta que le legara Miguel C. el día que fue expulsado. La leyó por enésima vez:

“La literatura ha muerto. Ella lo sabía y por eso le abandonó a usted. Yo lo sé y por eso se me expulsa. Usted lo sabe… y antes o después tendrá que afrontarlo”.

−La literatura ha muerto –dijo Iván K. maquinalmente; el gato y él cruzaron sus miradas; el crítico ignoró al animal y siguió hablando.

«Sus virtudes perdieron sus sentidos cuando se convirtió en nuestro faro absoluto. Ahora que todo es literatura, ya nada lo es. Y yo, que tanto hice por lograr esto, he sido por tanto uno de sus asesinos. El cadáver pronto comenzará a oler, y entonces el muerto hará lo posible por seguir ocupando su puesto… Es verdad, mi alumno y su expulsión han sido el ejemplo de lo que se avecina.

El gato bostezó, cansado y harto de escuchar. Iván calló. Ambos se durmieron al poco, uno sobre los libros, el otro en el sofá.

Esa noche Iván K. por fin logró descansar y dormir bien tras muchos días sin hacerlo. Soñó con el silencio. Despertó tarde. No llegaría puntual a su primera clase, y le importó poco. Desayunó con una media sonrisa, barruntaba su revolución. Bajo la ducha terminó de forjar la idea. Se vistió, echó al gato del apartamento entre maullidos, rebuscó por el suelo y encontró a Nietzsche. Le colocó en la estantería, por la tarde el resto recuperarían su lugar. Tenía mucho trabajo por delante, después de haber centralizado la literatura, asumía el reto de descentralizarla. Atacar el canon sería el modo de devolver a la vida aquello que había muerto. Se marchó al instituto.

En el portal Iván K. se cruzó con el portero, este le preguntó.

−Profesor, ¿cuál de los siete volúmenes de El tiempo perdido es el imprescindible?

−El octavo –contestó con seguridad y una sonrisa Iván K.− El que no escribió Proust, el que debemos escribir nosotros para recobrar nuestro tiempo.