Hacía frío. De cuando en cuando soplaban ráfagas de aire. Pensé que si nevaba lo haría en nuestro honor. Ella fumaba con verdadero encanto. Tras caminar sin rumbo por las calles de Madrid, llegamos a un escaparate que nos imantó.
Nos conocíamos desde hacía tres horas, unas pocas cervezas, y una larga conversación centrada en literatura. Yo todavía no salía de mi asombro; valiente como nunca, encarnado en personaje que vence su vergüenza, me había atrevido a hablar con ella sin conocerla de nada.
Ocurrió en la librería “Tres rosas amarillas”. Tal vez fue por la colección de cuentos de Chejov que ella ojeaba, puede que por su peinado rebelde, quizá por mi actitud de enfrentarme a muerte con mi timidez. En cualquier caso, para mi propio asombro la invité a una cerveza bajo una frase medianamente ingeniosa. Que ella dijera «sí», supuso el inicio de una partida que nos cogió a ambos desprevenidos.
Nos habíamos parado frente a una joyería. Nuestras miradas no se perdieron en los collares de oro blanco, ni en los relojes rolex, ni en pendientes o pulseras, sino que ambos contemplábamos embobados el hermosísimo ajedrez de plata y cuarzo que dominaba el centro del escaparate.
Hablar conllevaba su riesgo. De manera tácita habíamos acordado que si rompíamos el silencio, era porque merecía la pena. Durante tres horas huimos de lugares comunes y de informaciones superfluas, y no quería ser yo quien estropeara el hechizo. Encontré el modo de mantenerlo gracias a Borges y su poema sobre el ajedrez. Por suerte mi memoria no me falló y recité alguno de sus versos tras decir: «pobres piezas»:
«No saben que la mano señalada
del jugador gobierna su destino
no saben que un rigor adamantino
sujeta su albedrío y su jornada».
Ella me dijo desconocer el poema. Yo le conté que lo más interesante no estaba en la imagen de unas piezas vivas manejadas por nosotros sin que ellas lo supieran. Y ni siquiera en que la comparación la llevase Borges hasta nosotros y Dios, sino en el salto genial con el que acababa el poema. Me acerqué a ella hasta rozarla y con la mirada clavada en el ajedrez, recité:
«Dios mueve al jugador, y éste la pieza,
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonía?»
El silencio nos envolvió por unos segundos. Luego ella se giró hacia mí y me dijo: «jaque». El movimiento quedó rematado por los copos de nieve que nos cayeron. Ella se apretó contra mi cuerpo. Nos miramos… Sin embargo no supe rematar la partida.
Por pudor, por estupidez, por mis eternas dudas, por lo que fuese, no me atreví a besarla y me alejé del jaque mate. No arriesgué mis labios y me puse a rodear con palabras la partida que iniciáramos horas atrás en la librería. El momento se escurrió de entre nosotros, los copos desaparecieron, el frío nos heló.
Nos alejamos del ajedrez. No es que a partir de entonces fuese un desastre, pero la magia se nos había escapado y no volvería al menos esa noche. El silencio en algún momento resultó incómodo y lo rellenamos con los lugares de los que hasta entonces habíamos logrado escapar. Nos despedimos en una boca de metro tras intercambiar nuestros números de móvil, la promesa de volver a vernos, y unos sonoros besos en las mejillas con sabor agridulce.
De camino a casa reflexioné sobre el concepto de «tablas», pero al abrir la puerta de mi apartamento y toparme con la orquídea blanca medio marchitada, la sensación de derrota se apoderó de mí. Tuve que recurrir a Rilke y su:
«¿Quién habla de victorias?
Sobreponerse es todo»
para no viajar más allá de esa noche y no enfangarme en mis recuerdos. Y no me fue del todo mal, hasta el punto de descubrirme frente al espejo con una sonrisa perfilada, bajo la idea borgiana de que tal vez Dios también llora y sufre derrotas, y de que tanto a Él, como a vosotros, como a mí, siempre nos quedará la posibilidad de volver a jugar mientras la mano que nos rija no nos haga rodar por el tablero.