Mirada alternativa a la Revolución del Bonobús

“Revolution and Citizenship”; “La revolución que desmantela corruptelas y hace soñar”; “Triumph des Bonobus Rèvolution”; “El pueblo se puso de acuerdo y ganó la guerra sin necesidad de sangre”; “Die Buss-Pass in dem Himmel”…

He ahí algunas de las portadas históricas, aunque ninguna sobrepase los ocho meses de antigüedad, de diversos periódicos nacionales e internacionales que empapelan la cafetería donde comienzo a escribir. Todas hablan sobre La Revolución del Bonobús y no seré yo quien me pare a analizar sus causas, su desarrollo, y sus logros. Sin embargo, sí que creo que pueda aportar una mirada bastante nueva y veraz sobre su genealogía, o mejor, sobre su precursor, Ramón Piedra. Un precursor olvidado y tal vez bien olvidado, pero precursor al fin y al cabo.

Seré sincero, aún no me explico, a pesar de tanta explicación vertida sobre el tema, cómo a partir de un bonobús hemos logrado cambiar tantas cosas. Pero más extraño me resulta que de tal revolución fuera el detonante Ramón Piedra, un tipo individualista y descreído, por describirle afectuosamente. Pero qué más da lo que yo piense, y empecemos de una vez.

A pesar de las dudas que se han levantado recientemente quiero confirmarlo, en efecto se llama Ramón Piedra y no ha cumplido los cuarenta años. De hecho, su primer viaje llegó a los pocos días de cumplir los treinta y ocho, supongo que fruto del cóctel psicológico de juntársele un despido más, otro fracaso sentimental, y la cercana crisis del cambio de década. Sin embargo, dejaré claro que ese, “supongo”, se trata tan solo de mi hipótesis, porque él jamás dijo ni escribió nada en esta línea.

Sea como fuere, tenemos que Ramón Piedra inició sus viajes tras comprarse un bonobús mensual de cara a recorrer la ciudad, bajo la optimista idea de encontrar pronto un nuevo trabajo. Y los primeros días así lo hizo con autobuses para arriba, metros para abajo, calles a izquierda y derecha, ETT´s a mansalva y, puertas cerradas, una tras otra. A veces con sonrisa y un lo siento, pero la mayoría sin paño caliente alguno: «¡No! Por baja cualificación para el puesto»; «¡No! Por escasa experiencia», «¡No! Porque nos sobran candidatos mejor que usted», «¡No! Porque me disgusta su cara», y «¡No! Porque no le debo ninguna explicación».

Queda dicho que fueron los primeros días tras comprar el bonobús, cuando Ramón Piedra persiguió la búsqueda de un trabajo con verdadero afán, pero como con todo en su vida, pronto perdió interés y tras una semana de cumplimiento espartano, falló en acudir a la enésima ETT programada en busca de fortuna, en un país donde precisamente tal cosa no se prodiga.

Ocurrió que como hiciera durante la semana anterior, Ramón madrugó, tomó su café en su minúsculo apartamento, se vistió, se dijo frente al espejo que esta vez sí, sonrío ante la idea de que aún conservaba cierto aire embaucador, y se marchó para subir al autobús que le llevaría a su cita con la ETT de turno. Lo que no ocurrió igual en esta ocasión fue que apretara el botón de parada cuando debía, ni que se bajara del autocar, ni tampoco, que se arrepintiera de su debilidad como en tantas otras ocasiones y, empezara a reprocharse su vida de crápula por la que había devorado sus talentos.

Lo que sí ocurrió en cambio aquel ya lejano 12 de junio, fue que Ramón Piedra permaneció en el asiento sin bajarse en la parada prevista, para que poco después llegaran los sociólogos a postular que tal gesto había sido un acto revolucionario de alguien antirrevolucionario, llegaran los periodistas a encumbrar su nombre a base de repetirlo, y llegaran los viejos políticos a ponerse nerviosos y a querer desacreditar a Ramón. Pienso que todos hicieron el ridículo, pero sigamos.

El caso es que tenemos a Piedra en el asiento del autobús con un gesto de negación y rechazo, más consigo mismo que contra el mundo, como él mismo reflejó en su diario. No es la primera vez que intenta poner orden en su vida, ni que  fracasa para hundirse de golpe en el alcohol y en otras sustancias menos espiritosas. Pero al quedarse sentado pareciera que reniega de su habitual balanza, de su típica montaña rusa, y lo que más bien ocurre, es que se aferra a ese asiento. Y tampoco se baja en la siguiente parada, plenamente consciente de que se ha pasado de largo, y tampoco en la siguiente, ni en la siguiente, ni en las que vendrían luego. Y es en ese mismo autocar de línea circular donde pasará las horas muertas, hasta bajarse ya de noche en una parada que ni conoce.

Ramón Piedra durante esas horas que con el tiempo vendrían a cambiarlo todo, no dijo absolutamente nada, apenas si pensó algo, y lo único que supo cuando se bajó del autobús junto a su estómago vacío, es que andaba lejos de casa, y que paradójicamente debía coger un taxi para regresar a ella. Nada más llegar anotaría en su diario: «no he entendido nada de lo que me ha ocurrido hoy… pero mañana voy a repetir».

Y así lo hizo. Buscó entender a través de la repetición. Repitió con otras líneas y trayectos que le tuvieron más de doce horas dentro de distintos autocares. Y lo mismo ocurrió al día siguiente, y al siguiente, y al siguiente… en jornadas en las que quemaba interminables paradas mientras se hacía las preguntas de por qué y para qué, bajo las miradas cada vez más hostiles de unos conductores que pronto le ficharon, y cuya suspicacia pasó de la extrañeza a la desconfianza, y de considerarle un loco inocente, a uno que daba miedo a causa de su contumacia sin sentido.

Pero cuando Javier Pesquisas (seudónimo con el que bauticé al conductor que  fue más allá de las miradas desconfiadas de sus compañeros) se atrevió a preguntar a Ramón por qué hacía lo que hacía, Piedra ya había elaborado una respuesta a la que él mismo no sabía si darle mucho crédito, pero que en ese momento, le resultaba la mejor y la más significativa que ofrecerse, y que ofrecer, ahora que también se la pedían:

−Lo hago porque sencillamente me enganché. Subo y me galvanizo de un modo extraño. No sé si será la tranquilidad, el contemplar las calles, los edificios, los rostros de los transeúntes. O por cómo disfruto cuando analizo a los viajeros que se suben, buscando en sus expresiones sus historias, sus miserias y sus triunfos. O tal vez sea sencillamente que por alguna extraña razón encontré entre parada y parada, la rutina y la calidez que siempre me faltó… O por qué no, tal vez lo que estoy haciendo −terminó de decir con una sonrisa más bien triste− es un acto revolucionario contra mí mismo, una queja frontal a mi vida.

Javier Pesquisas escuchó atento todo lo que Ramón Piedra le dijo, y tras murmurar muy bajo “lunático”, siguió con su ruta. Me pregunto qué habría ocurrido si Pesquisas hubiera dejado precisamente tranquilo al lunático.

Y no es que Javier volviera a hablar nuevamente con Ramón, o que le prohibiera subir a su autobús cuando volvieron a coincidir, sino que no dejó de dar vueltas a la respuesta que Piedra le diera. Lo comentó con sus compañeros, con su novio y con su familia, y por supuesto con amigos y conocidos, dando lugar casi siempre a enconados debates. Así es como tras varias semanas encontramos a Lucía, una conocida de un conocido de un amigo de Pesquisas, que vino a prendarse de las palabras de Piedra, y que durante los días posteriores a saber de la existencia de este, le buscó con cierta monomanía entre autobús y autobús hasta que por fin dio con él.

Cuando el conductor de turno, exasperado como muchos de sus compañeros porque ya había dos pirados que se pasaban las horas muertas de autocar en autocar, le dijo a Lucía que sí que estaba, que era el alto y delgado del pelo canoso que se sentaba atrás, a ella se le desbocó el corazón.

Lucía entró a quemarropa con sus preguntas, y Ramón Piedra, quien andaba más preparado que cuando le preguntara Javier, y quien ante la mirada de aquella incipiente treintañera sintió un inmediato deseo, vino a esforzarse por colorear su actitud y explicar su extraña rutina.

Ramón Piedra puede ser acusado de cínico, pero no de engañarse así mismo, y al observar la mirada algo rendida de Lucía, su cara bonita, y la posibilidad de acostarse con ella, de inmediato se esforzó en mostrar su disgusto, no ya consigo mismo como hiciera cuando empezó sus viajes, sino con el mundo. Así que hizo hincapié y un repaso poético de los males de nuestra sociedad, haciendo ver la cantidad de lobos que nos acechan, demostrando una excelente retórica cuando pasó a hablar de sus viajes en autobús durante esas maratonianas jornadas sin aparente sentido, buscando un más allá que no encontraba en el más acá por mucho que lo hubiera intentado.

Una vez más por si aún quedaran dudas, Piedra, incitado por la ligera humedad y el titileo en los ojos de la cándida Lucía, rayó la metafísica cuando habló de la profundización y lectura que hacía de los corazones de los pasajeros que analizaba, rayó la mística cuando expuso su nuevo modo de contemplar la ciudad, sus males y sus escasos bienes, y tocó la utopía más inspirada cuando sin saber muy bien cómo, se le ocurrió que lo que hacía, sería socialmente revolucionario si la gente le siguiera en masa y pudiera entender el significado real de lo que estaba haciendo.

Las consecuencias más imprevisibles se estaban conjugando, pero antes de todo ello, la siguiente pregunta no podía resultar más evidente.

−Y cuál es ese significado profundo –inquirió Lucía sintiéndose plena por primera vez en mucho tiempo, ya que la conversación le habían devuelto una fe renqueante, la ilusión, y el sentido−.

−Pues la reconquista del espacio público –comenzó a decir Piedra sintiendo que no iba a ser ni demasiado concreto ni demasiado original− que nos han robado. Una reconquista a través de un acto que los mismos ladrones no podrían prever, y que reabre el horizonte a nuevas vías que a su vez generarán nuevos espacios de posibilidad para llegar a una sociedad mejor.

Y ante tales palabras, la arrobada Lucía reaccionó de un modo harto confuso para el ladino Piedra. Ella le dio un espontáneo beso en la boca… y de inmediato presionó el botón de parada para bajarse del autobús lo más rápido que pudo, dejando a Ramón con un palmo de narices. Piedra esbozó entonces una sonrisa amarga, y esa noche recogería en su diario: «…de pronto sentí que los edificios a través del ventanal del bus retornaban al gris, que las caras de los viajeros volvían a ser anodinas, y que una retorcida desilusión comenzaba a inundar mis viajes».

            Con todo, una rutina es una rutina y no muere fácilmente. Mientras, una revolución tiende a ser como la explosión de un polvorín que se ha ido cargando poco a poco durante un largo período de tiempo. Y la rutina y la revolución llegaron a convivir.

Resultó que Lucía la cándida no lo era tanto, sino más bien una experta en redes sociales que estaba inmersa en todos los múltiples y deshilvanados movimientos que apostaban por el cambio en nuestro país, y que actuó como una gran caja de resonancia de las palabras de Ramón. Así, llevó a internet lo dicho por Piedra, y la red se incendió en pocas horas. Pocas horas más tarde de esas horas se produjo un masivo incremento en la compra de bonobuses mensuales por todo el país, y no se necesitó de mucho más tiempo para que todo se volviera una locura. Una locura sobre las pesadas ruedas de los autobuses urbanos.

Hay que reconocer que el país estaba roto antes de que Ramón Piedra comenzara a pasar sus días en los autocares. Y con la misma rotura andaba por tanto, cuando Lucía volcó la historia de Ramón en la imprevisible red. Pero debe reconocerse también, que no sería justo el negar a Piedra el hecho de que sus palabras y su acción se mostraran como el catalizador común de los distintos coletazos de rabia que gravitaban en torno a la crítica situación. Así que sí, admito que el exitoso movimiento nacional e internacional que pasó a denominarse La Revolución del Bonobús, no habría adquirido la forma y la magnitud que han alcanzado, sin la figura de Ramón Piedra. De hecho es más que probable que no hubiera existido nunca, o no al menos no de esa forma, sino de cualquier otra.

El caso es que en apenas siete días desde que Lucía colgara en internet la conversación con Piedra, dejó de haber autobuses urbanos que circularan en cualquier momento de su servicio, sin ir abarrotados, y sin tener una ingente ebullición de ideas. Pero este solo fue el primer milagro. El que lo resume todo es el de que la gente no tomó pacíficamente las calles como se venía reclamando desde hacía tanto tiempo, sino que tomó los buses, como comenzó a decirse, para cambiar las cosas, y entonces llegó el verdadero milagro: ¡Las ha cambiado!

Pero todo eso es ya historia viva que queda y quedará reflejada y analizada en los libros, los periódicos, los debates… sin ser yo ni el más indicado ni el más versado para seguir hablando de ello. Y sin embargo, de lo que sí puedo hablar breve pero con algo de crédito, es de lo que ocurrió con Ramón Piedra.

Durante un mes fue un ídolo encumbrado y el símbolo anhelante de tanto ciudadano perdido, pero eso ya lo sabe todo el mundo. Luego, tampoco esto es precisamente nuevo, fue cayendo en el descrédito más absoluto, poco a poco pero sin perder ritmo, gracias a sus tremendas meteduras de pata, a su libido, y a una biografía cargada de errores. Vamos, que nadie pudo desacreditarle mejor que él a sí mismo.

Cada día se hacía historia y Ramón Piedra era un insignificante grano en el culo para todos. No daba más de sí para los defensores de La Revolución del Bonobús, pero tampoco para sus detractores, así que se le olvidó. Le olvidaron los periódicos que tanto le reclamaran, los estudiosos que ya le habían estudiado lo suficiente, los pseudoamigos que proliferaron con su éxito y se marcharon en cuanto su fama se torció, y Lucía, a la que había tratado de conquistar primero con su labia revolucionaria, después con un alegato del me debes y debéis, y finalmente con el mismo éxito nulo que con las otras estrategias, a través de la lástima. En fin, que mientras su idea cambiaba la Historia, él no dejaba de fracasar.

−Mi vida ha sido siempre un cuento de hadas con las alas rotas −me confesó en nuestra charla de hace unos días−, y no hay derrota que me coja de improviso, o que me tumbe del todo.

Ramón no está muerto como se ha rumoreado, y se alegró de que su madre me contratara a mí, detective privado, para dar con su paradero, preocupada y mucho como estaba de que hubiera hecho una última tontería. Lo cierto es que no le vi mal sino más bien tranquilo, y me hizo esbozar una sonrisa cuando le conté la angustia de su madre, y me pidió que le dijera a esta, que no se preocupara, que no pensaba morirse antes que ella, que aspiraba tan solo a no darle ese disgusto, ya que le había dado todos los demás.

No hay mucho más que rescatar del encuentro que tuvimos, salvo que no guarda rencor, ni a la revolución ni a sus resultados, salvo que me legó para mi sorpresa, su diario del que he sacado algunas de las ideas que dejo escritas, y salvo que pienso, que no es tan mal tipo como al final le han retratado unos y otros, sino que simplemente no estuvo a la altura de su idea, y ni siquiera estuvo cerca. ¿Pero quién lo hace, si no es mintiendo descaradamente?

Alborada

La cortina blanca de seda comenzó a filtrar sobre el dormitorio el amanecer de un sábado primaveral que se preveía hermoso y lleno de luz. María, desvelada desde hacía un rato, se acurrucó junto al cuerpo desnudo que le daba la espalda y lo abrazó con fuerza. Abrió entonces los ojos, y comenzó a besar con suavidad el hombro tatuado de su compañera dormida. Poco después cesó en su mimo y se incorporó hasta apoyar la espalda contra el cabecero de la cama, mientras seguía contemplando deleitada, las voluptuosas curvas de su amante bajo la luz del alba. Decidió dejar dormir un rato más a aquel diablo que había puesto su vida patas arriba. Se estiró hasta la mesilla de noche y alcanzó el libro sobre la obra de Velázquez que andaba leyendo. No tardó en volver a dejarlo en el mismo sitio, pues fue incapaz de concentrarse ante la sensación que erizaba su piel, y prefirió fundirse dentro de ese estremecimiento mientras contemplaba sucesivamente a la alborada, y a su compañera.
            
          Cuando unos treinta minutos más tarde la durmiente Lilith se desperezó, María todavía seguía transida de la placentera sensación que le embargaba de feliz armonía. Las cortinas, a esa altura de la mañana, retenían la suficiente claridad del Sol como para no tener que bajar la persiana subida hasta arriba, pero dejando al descubierto y sin sombras cada rincón del dormitorio, acogedor, cálido, amplio. La recién desvelada, incluso pudo apreciar el brillo de los ojos que destellaban de su esbelta pareja cuando se puso a su altura sobre la cama, para despojarla del camisón marfil con el que había dormido, para besarle lúbricamente los sonrosados pezones que de inmediato se erizaron, para preguntarle sonriendo:
¿Qué te ocurre preciosa, que tienes ya cara de orgasmo nada más amanecer?

−Solo saboreo mi suerte –contestó María mirando arrobada a los ojos de su compañera−, y pienso en las últimas palabras de Fausto, cuando exclama justo antes de morir, Entonces podría decir al fugaz momento: <.

−¡Tan bien te comí ayer el coño! –Exclamó rompiendo a reír Lilith, provocando que María se indignara sin excesiva convicción a juzgar por su rostro risueño, y a pesar de que atizara a su amante con las palabras de, “soez”, y “bruta” por un lado, y por otro, con un almohadón que en la guerra de la noche anterior, había permanecido sobre la cama.

El duelo pareció terminar en una lluvia de besos mutuos, pero María aún no quiso abandonar la batalla, y agarrando la media melena rubia de Lilith, tiró de su pelo hacia atrás hasta curvar la cabeza de su presa, acercándola en un arco contra la espalda. Reteniendo a su amante en esa difícil posición, María retomó sus palabras:

−Cariño, te hablo en serio, me haces tan feliz, que quisiera poder detener el tiempo, o por lo menos dilatar el instante hasta el infinito. Entiéndeme, no quiero poner un pie fuera de esta cama, basta de alejarme de ti, quiero congelar este amanecer con nosotras dentro, para siempre.

−Vaya con mi preciosa y bella intelectual –comenzó a decir Lilith tras darse unos segundos, y tras hacer un escorzo que le permitió abandonar la difícil postura para quedar de nuevo frente a María, ambas de rodillas encima de la cama, ambas mirándose a los ojos y a los labios alternativamente­−, si se me ha convertido en todo un candor de romanticismo. ¡Pero oye! Si tú pasas a ser la apasionada, ¿qué papel me queda a mí? ¡Yo no sirvo para recitar versos ni para deleitarme en conciertos de música clásica! ¡Devuélveme mi papel, ladrona!

−¿Tú la romántica de las dos? Venga ya cariño, no me hagas reír, y menos aún recordar tus clásicos piropos de camionera.

Y un nuevo cuerpo a cuerpo tuvo lugar, aunque esta vez los besos se alargaron, las manos llegaron a los sexos, y no hubo paz hasta que exhaustas se rindieron, la una en los brazos de la otra.

La mañana siguió su curso inexorable pero ninguna de las dos mujeres abandonó aquel reino mullido de cuatro patas, no fuese a romperse el hechizo. La primera vez que evitaron descender al suelo fue porque la noche anterior habían dejado una jarra de agua en la mesilla de Lilith, y pudieron saciar la sed sin abandonar su cielo. La segunda, porque sacrificaron el desayuno. La tercera, porque María pudo encender con el mando a distancia la cadena de música. Cuando Vivaldi comenzó a sonar en sus conciertos para laúd, guitarra y mandolina, los recuerdos afloraron en la pareja. Fue María quien pidió a Lilith que rememorara su primer encuentro, dos años atrás.

−Está bien preciosa, pero ya sabes que no podré contener mi lenguaje soez –y al decirlo, introdujo su dedo índice en el sexo húmedo de su amante, sacándolo con cierta malicia tras varios jadeos de María.  

«Cuando llegué al Real –comenzó a narrar de inmediato Lilith aún con la mirada lúbrica−, arrastrada por un favor concedido a mi amiga Elena, quien tenía dos entradas para el concierto y nadie con quien ir, preví una noche larga y aburrida de una música que lo siento, pero no me apasiona como a ti. La cantidad de aburridos almidonados que rondaban el lugar reafirmó mi previsión, pero entonces te descubrí, tan alta, tan morena, tan bella, y tan bien embutida en ese espectacular traje de fiesta negro que aún conservas. Aunque eso sí, de la mano de un semental casi tan atractivo como tú.


«Recuerdo a Elena entusiasmada por el lujo y verborreica total ante tanta pompa y ante tantas caras conocidas… para ella, y a mí, diciéndole que “sí” a todo, que sí era precioso, que sí me sonaba aquel tipo, que sí le agradecía el haberme llevado… mientras en realidad te devoraba con la mirada con todo el descaro del que era capaz. Ya sabes que soy una zorra blasfema, y te aseguro que no dejaba de rezar para que te fijases en mí aunque fuese por unos segundos. Si conseguía ruborizarte, pensaba pérfida de mí, podría dar la noche por válida.
«Ya sabes que pensé que fracasaría, pues a pesar de mi insistente indecencia durante el cóctel previo al concierto, y a que era el centro de atención de los demás con cuchicheos sobre mi vestimenta indecorosa, tú parecías negarte a prestarme atención, cosa que desde luego no hacía tu pareja, quien no paraba de posar sus ojos en mis tetas y en mis tatuajes, incomodándome como yo quería hacer contigo. Por suerte, justo antes de encaminarnos hacia las butacas nuestras miradas se encontraron, y no pude sino sonreírte, y guiñarte un ojo. 

−Aunque tú digas que no lo notaras –interrumpió María acariciando el vientre blanco de Lilith−, me ruboricé por completo, y durante la primera parte del concierto le pregunté en más de una ocasión a mi expareja, si él creía que tú estabas loca, mientras me juraba una y otra vez que no sabía de qué chica le hablaba.

−Fue una suerte –retomó la narración Lilith− que yo no notara tu rubor, pues con eso me habría conformado y casi seguro, no me habría preocupado desde mi butaca, de buscarte obsesiva por todo el teatro, pues fue agotador, preciosa. Y por supuesto tampoco te habría seguido al baño durante el entreacto. Pero ya ves, lo hice, y mientras te retocabas el maquillaje frente al espejo, me presenté, y las dos nos reímos de la casualidad de que nos llamásemos María, y después de hablar y demostrarte que no era un ogro, ni una loca, ni una inculta total, te entregué la tarjeta de mi tienda con la idiota esperanza de volver a verte, y cuando me marchaba y sin saber aún qué, me susurraste algo que te niegas a confesar, dos años después. Y tal vez por esas misteriosas palabras sigo aquí contigo, a la espera de derrumbar tu muralla, y acceder a tu secreto, mi villana intelectual.

−¿Y si cuando te lo cuente –María bajó la cabeza de su compañera y la llenó de besos en su pálida nariz roma, al tiempo que le hacía las preguntas− se rompe el hechizo que nos envuelve? ¿Y si te lo cuento y comienzas a odiar la eternidad que comenzó en este instante, porque en realidad no era para tanto lo que te susurré, sino que más bien era una de mis cosas, literarias?

−Venga ya preciosa –Lilith pareció algo exasperada−, en estos dos años te he emborrachado, te he hecho chantaje emocional, te he suplicado, te he follado… y nada. ¡Cuéntamelo de una vez, regálamelo en este día! Al fin y al cabo, yo ya casi he perdido el miedo a que mi linda e interesante cabecita rubia deje de parecértelo, convirtiéndose en el típico tópico tonto, o que mi lenguaje soez pase a resultarte mera mala educación, o que ya no me quieras llamar más Lilith, sino cualquier otro nombre insufrible de tu biblioteca. Anda, sé buena, y termina de desnudarte para mí ¡Cuéntame tu susurro!

María se hizo de rogar. La luz de la mañana seguía inundándolo todo cuando se detuvo con su boca en el ombligo de Lilith, lo besó al tiempo con ternura y pasión, y le propinó mordisquitos sobre la roja llama que quedaba tatuada en torno a él. Volvió entonces hasta los labios de su pareja, y tomando con su boca el labio inferior de su amada, dijo con una voz entrecortada y algo ridícula:

−Está bien cariño, te voy a confesar mi susurro, ya verás que es una bobada, pero te prohíbo totalmente que dejes de amarme.

−Preciosa, espero que el secreto merezca mi sacrificio.

−Ya sabes que has sido mi primera chica –comenzó a decir María después de recostarse en la cama, separarse un poco de Lilith, y adoptar un tono serio−. Y que cuando te conocí estaba en plena crisis de identidad sexual y esas cosas. Pues bueno, siempre comentas que te gustó mi traje de fiesta, pero la verdad es que a mí tu short y tu camiseta recortada me quitaron el hipo, y cuando en el lavabo estábamos hablando, no pude dejar de advertir esa llamita de tu ombligo, y eso me hizo recordar una frase de uno de mis libros preferidos… y simplemente eso es lo que te susurré.

Lilith esperó en absoluto silencio a que María dijera la frase, y finalmente lo hizo.

Las mariposas vuelan hacia la llama, dice el protagonista de “Crimen y castigo”, y la verdad es que yo, ya en aquel lavabo, y más aún cuando hecha un manojo de nervios me presenté en tu tienda de ropa, me sentía como una desvalida mariposa que consciente pero incapaz de evitarlo, marchaba directa hacia unas llamas que quemarían toda mi vida pasada para purificarme, o destruirme. Y ocurrió que bendito fuego.

−¡Vaya, preciosa, qué alto me pones siempre el listón, no tenía bastante con lo de Lilith, y ahora esto!

Ambas rompieron a reír, y al acabar se dieron un cálido beso.

La música de Vivaldi se había apagado hacía tiempo, la jarra de agua estaba vacía, las dos mujeres tenían hambre y ganas de orinar a la vez, y el Sol alcanzaba un cénit por el que las cortinas se mostraban insuficientes para no cegarlas. Así que no hubo más remedio que romper el reino, el hechizo, el instante no tan fugaz, y descender a suelo firme, con la esperanza de volver a elevarse en breve, para detener aunque no fuese a perpetuidad, el desgaste del tiempo.

De hadas y unicornios

A pesar de mi adicción a la soledad debo reconocer que en ocasiones, la curiosidad por la rara especie que somos, me vence, y me acerco entonces a las personas de una manera o de otra.

 

Esa curiosidad es la que me embargó hace dos mañanas, la que hizo que cambiara de mesa en el bar donde acostumbro a desayunar antes de irme a dormir, después de salir de mi turno de noche.

 

Era la hora del sol y sombra para muchos obreros, del café para los chóferes, de mi vaso de leche y mi bollo en la mesa del rincón, la más alejada del bar. Una hora en definitiva, rutinaria para un polígono industrial, pero extraña para las dos figuras discordantes que entraron al bar, y se sentaron cerca de la barra.

 

Se trataba de una madre y de su hija. Era demasiado temprano para una pareja así, y estaban demasiado lejos de un hospital, o de un colegio, o de lo que sea, a donde puedan ir una madre y una hija juntas y a las siete de la mañana. No lograría resolver el misterio, pero cuando iba a marcharme camino de mi mesa del fondo, escuché:  

 

−Porque cuando vayas a la universidad…

 

No entendí el final de la frase, pero la consideré extraña teniendo en cuenta que la niña no tendría más de seis años, y sí, me senté lo más cerca posible de ellas.

 

De frente me quedó la pequeña, bebía con gesto aburrido un zumo poleo, de espaldas la madre, con una coca light a su lado. Reconozco que me había intrigado aún más que la frase, el tono. Necesitaba escuchar más de aquello, necesitaba confirmar aquel sinsentido.

 

Y lo confirmé. La madre resultó ser una cotorra insufrible. Por mi parte, en lugar de desayunar me puse a doblar una servilleta para no perderme detalle de las perlas que la señora soltaba con un tono tan cargante, que a punto estuvo de hacerme rebufar con frases como:

 

−Porque esa profesora tuya es una mala pedagoga y su sistema de enseñanza bla, bla, bla

−No debes jugar con esos niños tan pequeños, son unos críos para ti bla, bla, bla

−Siéntate más recta; no hagas ruido al beber;  límpiate cada vez con la servilleta bla, bla, bla.

 

Terminé mi figura de papel y me puse con el desayuno. Entonces la niña, como si luchara por conservar un arresto de inocencia, dijo con la dulzura que le faltaba a su madre,

 

−Hoy he escrito en mi cuaderno que, “la hada vendrá a visitarme si…”

 

Pero no pudo terminar la frase puesto que la madre saltó como un resorte:

 

−No se dice “la hada”, sino “el hada”, pues hay una figura retórica en lingüística que nos dice cómo debemos hacerlo para bla bla bla.

 

Y tan satisfecha de sí misma, la madre se terminó la coca al poco, se levantó, y le dijo a la niña que le esperase ahí quietecita porque iba a comprar tabaco antes de que se fueran.

 

Yo no cabía en mí de asombro, y sopesé rápidamente varias posibilidades; esperar al regreso de la madre y decirle que era una pedante insufrible; levantarme y darle al pésame a la cría por la suerte que le había tocado; o sencillamente callarme, sin duda mi mejor opción. Pero no opté por ninguna de esas.

 

Me levanté con mi figurita de servilleta, anduve los pocos pasos que me separaban de la niña, y cuando llegué a su lado le dije:

 

−Lo importante no es cómo escribas ni digas “hada”, sino que creas en ellas para que te visiten.

 

Y ante su mirada le regalé mi unicornio de papiroflexia.

 

La madre, que me vio hablar con la niña, regresó rauda a su mesa y nuestros ojos se cruzaron por un instante cuando me dirigí a pagar para marcharme. Su mirada me declaró culpable de los peores cargos. Y llegué a escuchar que preguntaba con inquietud a su hija qué le había dicho yo. La niña le contestó que algo muy raro, con una voz muy adulta.

 

Pensé que había perdido la batalla, pero por el rabillo del ojo, aún tuve tiempo de ver antes de irme, que la niña se guardaba el unicornio bien lejos de su madre.