Gritos

Si no tienen pan –dijo la reina− que coman pasteles

I

Antes de la entrevista vi una vez más las imágenes en youtube donde la mujer, aún sin identificar, cometió el intento de magnicidio que conocemos. Me afané por escuchar lo que dijo, pero no entendí nada más allá de un alarido que reflejaba el desquicie de la desgraciada. Una semana después de los hechos todo el mundo se preguntaba quién era la mujer y por qué intentó degollar al presidente del Gobierno.

Apagué el portátil y acudí al bar de las afueras donde habíamos quedado. Cuando llegué los clientes se ponían al día con la televisión, que informaba del entierro de la magnicida, muerta tras siete días de coma, y de las protestas de la tarde y la noche anterior. Yo no conocía al tipo que me había llamado horas antes, pero la seguridad y la ternura con la que habló brevemente de la mujer recién fallecida, me convencieron para presentarme en busca de la exclusiva.

Un hombre sentado al fondo me hizo gestos con la mano y me fui hacia él. Tomaba una cerveza. Quise romper el hielo.

−¿No es un poco temprano para beber?

Su mirada hizo que me arrepintiera de inmediato. Su desaliño, el temblor de las manos, la gabardina raída, la bolsa de viaje… Se trataba sin duda de un mendigo, o de un alcohólico, o de ambas cosas.

−Desde lo que ocurrió –me dijo− he recaído en mi fantasma y desde ayer no quiero luchar más. Así al menos no estoy solo.

No sé si para redimirme o para confirmar mi idiotez pedí dos cervezas cuando se acercó la camarera, más pendiente de las noticias del televisor que de hacer su trabajo. Como todos, estaba inquieta ante lo que podía venir.

−No hace falta emborracharme para que hable, tengo intención de contar su historia…  nuestra historia.

A punto de justificarme, me callé. Saqué mi cuaderno y la grabadora. Él terminó su primera cerveza y dejó el vaso.

−Esta ciudad es un vertedero y por eso me siento cómodo, soy basura. Rosa estuvo a punto de sacarme del fango, pero su derrota ha sido también mi derrota.

Lo que acababa de oír era enrevesado y le pedí que empezara por el principio, por su nombre. Yo apunté el de Rosa en mi cuaderno, era la primera vez que escuchaba cómo se llamaba la magnicida. Tampoco lo sabía ningún medio informativo, tenía delante una gran oportunidad.

−Está bien. Me llamo Leo y Rosa es el nombre de la mujer de quien todos hablan, aunque nadie salvo yo conocía. Ayer murió una persona maravillosa y he decidido que se sepa. Su historia merece la pena, más que su intento de… crimen.

El bar comenzó a llenarse, la televisión seguía dando cuenta de los disturbios en las ciudades del país. Se comentaba y se daba la opinión sobre lo que tenía que ocurrir. Leo siguió con lo suyo, traté de no interrumpirle.

−Desde que comencé a vivir en la calle hace ya demasiados años, no me importaba dónde caerme muerto cada noche, pero hace dos años encontré mi hogar al regresar a esta ciudad que me vio nacer. O al menos, cuando encontré la casa abandonada donde vivo desde entonces. Para llegar desde aquí solo hay que seguir el curso del río hacia el sur, cruzar el Puente de Otoño y atravesar la arboleda. Allí la conocí a ella hace seis meses.

Se quedó con la mirada fija en el vaso, contuve la lengua, ya preguntaría más tarde. Continuó.

−Encontré la casa por casualidad en una de mis borracheras. Creo que si la casa no hubiera estado allí esa noche habría acabado en el fondo del río. Reconozco que nunca la cuidé y que con el paso del tiempo se convirtió en una pocilga. En la casa había una habitación pintada de rojo. La habitación tenía vistas al río a través de una ventana rota, pero solo durante la mitad del año, porque durante el invierno la tapaba con maderos y cartones para protegerme del frío, y a mediados de la primavera la volvía a destapar para ventilar los fuertes olores. Fue en esa habitación, al destapar la ventana a primeros de mayo, cuando me di cuenta que alguien había estado en la casa en mi ausencia durante el día.  No era la primera vez que ocupaban la casa ocupada por mí, y como las otras veces pensé que debía evitar que se repitiese. Pintar las paredes con símbolos satánicos, ensuciarla todavía más y arrojar jeringuillas al suelo eran los recursos que antes había utilizado. Sin embargo en esta ocasión me quedé extrañado y tuve mis dudas porque el intruso había puesto algo de orden en la habitación pintada de rojo, y sin saber muy bien por qué, decidí que la noche siguiente no me emborracharía.

Leo me resultaba sincero a pesar de tener el discurso algo ensayado, de momento no le iba a exigir más y seguí escuchándole.

−Al despertar no cambié mi rutina, me marché temprano a la catedral y fui luego al ayuntamiento. Mendigaba durante horas y regresaba al caer la tarde o la noche, después de comprar algo de comida y mucho de alcohol con lo que hubiera sacado de pedir. Ese día fue mal, cada día en realidad iba peor, y al regresar comprobé de nuevo que alguien había estado en la casa. La habitación roja estaba aún más ordenada. Esa noche tampoco bebí. A la mañana siguiente me levanté temprano y antes de salir empecé a recoger la pocilga donde vivía.

Me acabé mi primera cerveza, él la segunda. Cada vez que Leo paraba de contar su historia daba cuenta de la mitad de su vaso. Le pedí otra.

−En menos de un mes la casa cambió por completo. Yo recogía por las mañanas, la otra persona lo hacía antes de que volviese. Regresaba cada día un poco antes pero siempre se había marchado ya. Desaparecieron los cartones y las botellas. Borré lo mejor que pude las pintadas de las paredes y una tarde, mi ocupa misteriosa había pintado parte de la casa con bastante destreza. Barrimos, fregamos, colocamos los muebles de una manera armoniosa y hasta desbrozamos las malas hierbas que rodeaban la casa. Quería que se tratara de una mujer, de una mujer dulce. Tenía que ser así. Pero me resistía a dejar una nota, o peor aún, a aparecer de improviso. Por fin, cuando la casa parecía habitable (sin agua corriente ni electricidad, eso sí), me atreví a dejar en el salón una margarita y El Principito. Ese día regresé temblando y comido por los nervios.  Lo que me encontré fue una nota que decía: «Me llamo Rosa y tu libro siempre nos ha parecido sobrevalorado, pero me gustó la flor y tu gesto. Un beso. Lo siento, no estoy preparada para conocerte». Tal vez no fuera tan dulce como había imaginado, el «nos» me dejó a cuadros. Que no quisiera conocerme me entristeció profundamente.

El bar se llenó. La gente parecía imantada a la televisión. El vicepresidente iba a dar una rueda de prensa. Esperé a que Leo retomara su historia, había hecho otro alto para beber. No hicimos caso a la tensión que se comenzaba a respirar.

−Por las tardes no paraba de releer la nota. Sin duda se trataba de una mujer con carácter y quise demostrar que yo tenía el mío. Decidí regalarle un libro cada semana. En una librería de viejo conseguí comprar MomoLa historia interminable, y las dos Alicias. A lo largo de cuatro semanas ella me dejó comentarios breves y mordaces. Y una orquídea y un cactus. Ya no podía decirse que la casa estuviera abandonada, ni ocupada, ni tampoco que fuera mía. Era nuestra y era nuestro hogar. Fue el primer viernes de julio cuando me atreví a dar otro paso, en el salón dejé una nota donde la citaba ese domingo para una cena en la habitación roja. Me marché de casa y a la vuelta encontré su respuesta: «Sí». Llegó el domingo, me vestí lo mejor que pude y me marché a mendigar. En las horas de espera me sentí afortunado. Yo, me sentí afortunado… De regreso compré una pizza para llevar y temí encontrarme con Rosa en el camino, que se perdiera la magia. No fue así. Al llegar pensé que no estaría, que finalmente no iba a aparecer. Tampoco fue así. Me esperaba en la habitación.

II

Pedimos más cerveza.

−Me esperaba en la habitación roja con vistas al río, sentada a la mesa que dejé lista antes de marcharme. Nos sonreímos con timidez y serví la pizza. Me sentí ridículo. Durante la cena apenas hablamos. La situación, lo confesaríamos tiempo después, nos llenaba de vergüenza al sentir que el otro merecía más que una casa abandonada, esa cena y esa compañía. Nos sorprendió descubrir que ambos teníamos estudios universitarios, que los dos tuvimos nuestra oportunidad familiar (ella incluso había estado casada), y que asumíamos nuestras miserias sin responsabilizar a terceros. Rosa tenía treinta y ocho años, siete menos que yo, y me resultó imposible no preguntarme cómo podía existir una mirada tan cansada, una mirada cargada con tantas ojeras  en un rostro tan repleto de arrugas para no haber cumplido los cuarenta. Tal vez en su día fuera bonita… El tiempo me haría ver que sus estragos físicos  no se debían, como en mi caso, al abuso del alcohol ni de las drogas, y aunque como yo vivía en la calle, su desgaste era fruto de batallas que yo terminaría por conocer. Al acabar la cena pensé que había decepcionado a Rosa como había hecho a lo largo de mi vida con todo el mundo.

−Debo irme, Leo –me dijo ella con tristeza−. Hemos hecho como La dama y el vagabundo pero sin dama.

−Y al decir la última palabra se rió. Pareció sentirse en paz consigo misma y yo supe que no podía dejar que se marchara sin más, que éramos nuestra última oportunidad y que entre nosotros había magia, tal vez extraña y rota, pero magia al fin y al cabo.

−No puedes irte –le dije, y con torpeza añadí: −llevo tanto tiempo durmiendo solo.

−Soy mala compañera de cama –contestó Rosa ruborizándose− y de sexo mejor ni hablar.

−Perdona, no quería decir…, no pretendía…

Leo agachó todavía más la cabeza. Le di tiempo sin decirle nada. La historia era triste, tenía su miga, pero de momento nada que ver con la noticia que podía cambiar el país. No mostré prisa.

−Al final se quedó a dormir. Rosa no paró de agitarse y de hablar entre sueños durante toda la noche. Cuando la intenté calmar con un abrazo o con susurros todavía fue peor, temblaba. Al levantarnos por la mañana me dio un beso en la mejilla. Nos caíamos de sueño. Apenas habíamos dormido ninguno. Era lunes. No teníamos nada. Y sin embargo a partir de ese momento y durante cuatro meses fuimos felices. Todo lo felices que podíamos ser. Luego su enfermedad venció.

El vicepresidente del Gobierno por fin comenzó la rueda de prensa. En el bar se apagaron todas las discusiones, se acabaron todos los murmullos. Incluso Leo prestó atención.

III

El vicepresidente dio el parte médico, dijo que el presidente permanecía estable, fuera de peligro y que pronto pasarían a retirarle el coma inducido. Luego informó de las protestas y calificó a los manifestantes de terroristas. Dio un paso más y creyendo tener el micrófono apagado añadió: «Estos idiotas se creen que van a lograr algo». El bar rugió indignado. Miré a Leo, regresé a su historia. En esa historia estaba la mujer que había puesto patas arriba el país. Como muchos decían, que nos había despertado.

−Rosa pronto me reveló su secreto, si se podía llamar así. Fue la quinta noche que pasamos juntos. Lo hizo para calmarme y para evitar que me emborrachara. Unos críos me habían pegado y robado a las puertas del mismo ayuntamiento. Rosa ofreció contarme su vida si yo desistía de mi intención de acabar con una botella de vodka. Accedí entre lágrimas. Me contó que era esquizofrénica de tipo paranoide desde hacía doce años. Me dijo que la enfermedad le vino a los veintiséis, después de un año de feliz matrimonio y embarazada de su primer y único hijo. Que una noche en su sexto mes de embarazo comenzó a escuchar voces dentro de su cabeza, que le murmuraban cosas de su marido y de su bebé. Me dijo que consiguió dar a luz sin acudir a ningún especialista por miedo a que le recetaran medicación que afectara al embarazo. Se vino abajo y comenzó a llorar cuando contó que al tener a su niño las voces no se marcharon sino que se hicieron más frecuentes y violentas. A partir de ese momento nunca volvió a dormir bien.

La camarera se pasó por nuestra mesa pero ninguno queríamos nada más.

−Acudió entonces a un psiquiatra, le diagnosticó la esquizofrenia y le recetó la medicación con la que podría llevar una vida, le dijo, normal. Pero las voces no desaparecieron. Cuando pensó que su hijo y su marido podían estar en peligro por culpa suya, la que desapareció fue ella. Sin explicaciones, sin un adiós, para siempre. Rosa abandonó su ciudad y se mudó a la capital donde por un golpe de fortuna comenzó a trabajar de profesora en un municipio cercano. Aguantó durante dos años las voces que no paraban de hablar de sus alumnos y de sus compañeros. Me contó que el primer año no le fue mal, que incluso creyó que podría someter a las voces a través de su voluntad y de la medicación. Las distintas personas que hablaban dentro de su cabeza no desaparecieron, pero se volvieron menos audibles y violentas. El segundo año sin embargo la enfermedad se agravó, las voces se multiplicaron y dejaron de hablar entre ellas para dirigirse directamente a Rosa. Los mensajes dejaron de ser críticas maliciosas para exigir sangre la mayoría de las veces. Rosa, al contármelo, pronunció la palabra «sangre» con tal intensidad que no pudo seguir. Rompió a llorar y esa noche se durmió en mis brazos sin apenas temblores.

El escándalo que se había formado en el bar por las palabras a supuesto micrófono cerrado del vicepresidente, amainó hasta generar una calma tensa. La tensión se respiraba. Algo estaba a punto de ocurrir, desbordarse.

−Al día siguiente regresé pronto a casa. Ella no había salido. Nada más verla le miré a los ojos y le dije lo que pensaba. Le dije que era una heroína, que un héroe no es quien hace grandes cosas por tener grandes capacidades, sino quien se rebela contra sus demonios y evita hacer el mal por mucho que se le empuje hacia él. Esa noche me besó por primera vez. Lo hizo como nadie me había besado nunca, con una mezcla de agradecimiento y derrota. Después del beso terminó de contarme cómo había llegado hasta la casa. La situación al finalizar el primer trimestre de su segundo año se hizo insoportable. Su lucha diaria contra las voces llenó su rostro de ojeras y arrugas. Pronto la mirada se le empezó a torcer. Los rumores entre los alumnos y entre sus propios compañeros terminaron por hacer que se marchara. Pocos meses más tarde perdió la casa y solo le quedó la calle. La calle y las voces. Unas voces fuera de control que solo conseguía dominar a base de gritos. Comenzó así a alejarse de la ciudad a diario, a recorrer el solitario río y a llenar con sus gritos la arboleda y el abandonado Puente de Otoño. Hasta que dio con la casa, hasta que me encontró a mí. Y no es que al conocerme dejara de gritar, sino que me confesó que lo hacía durante horas mientras yo estaba fuera, que cuando llegaba ella se encontraba tan agotada que podía ignorar las voces.

El final de la historia de Rosa llegaba, el principio de algo propiciado por ella con su intento de magnicidio daba comienzo. La televisión informaba con urgencia de manifestaciones espontáneas por todo el país, de mareas tranquilas pero indignadas, de policías que en muchos casos se unían a los manifestantes. El bar comenzó a vaciarse. Solo quedamos nosotros y la camarera.

−Rosa nunca me lo confesó pero creo que intentó matar al presidente porque las voces le pedían que acabara conmigo. Las últimas semanas apenas durmió, temblaba más y comenzó a gritar también en sueños. Dos días antes del suceso le dije que no tenía miedo, que me imaginaba lo que le exigían las voces y que no me separaría de ella. Intentamos hacer el amor por primera y última vez. Fue un desastre… hermoso. ¿Por qué eligió al presidente? Es posible que yo tuviera la culpa. Cada día le llevaba periódicos para que se evadiera lo máximo posible de su tortura. El país era una ruina y las voces supongo que también le pidieron que acabara con el máximo responsable de esa ruina. Lo que creo es que contra esa petición no pudo, o no quiso, seguir gritando. Tal vez aceptara hacerlo porque era el modo de salvarme a mí, o tal vez porque así acallaría de una vez las malditas voces. No sé, no me lo dijo. Solo sé que Rosa fue mi último hogar.

Solo supe decirle que Rosa era de verdad una heroína y que el país iba a vivir las consecuencias.

 Resultado de imagen de esquizofrenia

Mirada alternativa a la Revolución del Bonobús

“Revolution and Citizenship”; “La revolución que desmantela corruptelas y hace soñar”; “Triumph des Bonobus Rèvolution”; “El pueblo se puso de acuerdo y ganó la guerra sin necesidad de sangre”; “Die Buss-Pass in dem Himmel”…

He ahí algunas de las portadas históricas, aunque ninguna sobrepase los ocho meses de antigüedad, de diversos periódicos nacionales e internacionales que empapelan la cafetería donde comienzo a escribir. Todas hablan sobre La Revolución del Bonobús y no seré yo quien me pare a analizar sus causas, su desarrollo, y sus logros. Sin embargo, sí que creo que pueda aportar una mirada bastante nueva y veraz sobre su genealogía, o mejor, sobre su precursor, Ramón Piedra. Un precursor olvidado y tal vez bien olvidado, pero precursor al fin y al cabo.

Seré sincero, aún no me explico, a pesar de tanta explicación vertida sobre el tema, cómo a partir de un bonobús hemos logrado cambiar tantas cosas. Pero más extraño me resulta que de tal revolución fuera el detonante Ramón Piedra, un tipo individualista y descreído, por describirle afectuosamente. Pero qué más da lo que yo piense, y empecemos de una vez.

A pesar de las dudas que se han levantado recientemente quiero confirmarlo, en efecto se llama Ramón Piedra y no ha cumplido los cuarenta años. De hecho, su primer viaje llegó a los pocos días de cumplir los treinta y ocho, supongo que fruto del cóctel psicológico de juntársele un despido más, otro fracaso sentimental, y la cercana crisis del cambio de década. Sin embargo, dejaré claro que ese, “supongo”, se trata tan solo de mi hipótesis, porque él jamás dijo ni escribió nada en esta línea.

Sea como fuere, tenemos que Ramón Piedra inició sus viajes tras comprarse un bonobús mensual de cara a recorrer la ciudad, bajo la optimista idea de encontrar pronto un nuevo trabajo. Y los primeros días así lo hizo con autobuses para arriba, metros para abajo, calles a izquierda y derecha, ETT´s a mansalva y, puertas cerradas, una tras otra. A veces con sonrisa y un lo siento, pero la mayoría sin paño caliente alguno: «¡No! Por baja cualificación para el puesto»; «¡No! Por escasa experiencia», «¡No! Porque nos sobran candidatos mejor que usted», «¡No! Porque me disgusta su cara», y «¡No! Porque no le debo ninguna explicación».

Queda dicho que fueron los primeros días tras comprar el bonobús, cuando Ramón Piedra persiguió la búsqueda de un trabajo con verdadero afán, pero como con todo en su vida, pronto perdió interés y tras una semana de cumplimiento espartano, falló en acudir a la enésima ETT programada en busca de fortuna, en un país donde precisamente tal cosa no se prodiga.

Ocurrió que como hiciera durante la semana anterior, Ramón madrugó, tomó su café en su minúsculo apartamento, se vistió, se dijo frente al espejo que esta vez sí, sonrío ante la idea de que aún conservaba cierto aire embaucador, y se marchó para subir al autobús que le llevaría a su cita con la ETT de turno. Lo que no ocurrió igual en esta ocasión fue que apretara el botón de parada cuando debía, ni que se bajara del autocar, ni tampoco, que se arrepintiera de su debilidad como en tantas otras ocasiones y, empezara a reprocharse su vida de crápula por la que había devorado sus talentos.

Lo que sí ocurrió en cambio aquel ya lejano 12 de junio, fue que Ramón Piedra permaneció en el asiento sin bajarse en la parada prevista, para que poco después llegaran los sociólogos a postular que tal gesto había sido un acto revolucionario de alguien antirrevolucionario, llegaran los periodistas a encumbrar su nombre a base de repetirlo, y llegaran los viejos políticos a ponerse nerviosos y a querer desacreditar a Ramón. Pienso que todos hicieron el ridículo, pero sigamos.

El caso es que tenemos a Piedra en el asiento del autobús con un gesto de negación y rechazo, más consigo mismo que contra el mundo, como él mismo reflejó en su diario. No es la primera vez que intenta poner orden en su vida, ni que  fracasa para hundirse de golpe en el alcohol y en otras sustancias menos espiritosas. Pero al quedarse sentado pareciera que reniega de su habitual balanza, de su típica montaña rusa, y lo que más bien ocurre, es que se aferra a ese asiento. Y tampoco se baja en la siguiente parada, plenamente consciente de que se ha pasado de largo, y tampoco en la siguiente, ni en la siguiente, ni en las que vendrían luego. Y es en ese mismo autocar de línea circular donde pasará las horas muertas, hasta bajarse ya de noche en una parada que ni conoce.

Ramón Piedra durante esas horas que con el tiempo vendrían a cambiarlo todo, no dijo absolutamente nada, apenas si pensó algo, y lo único que supo cuando se bajó del autobús junto a su estómago vacío, es que andaba lejos de casa, y que paradójicamente debía coger un taxi para regresar a ella. Nada más llegar anotaría en su diario: «no he entendido nada de lo que me ha ocurrido hoy… pero mañana voy a repetir».

Y así lo hizo. Buscó entender a través de la repetición. Repitió con otras líneas y trayectos que le tuvieron más de doce horas dentro de distintos autocares. Y lo mismo ocurrió al día siguiente, y al siguiente, y al siguiente… en jornadas en las que quemaba interminables paradas mientras se hacía las preguntas de por qué y para qué, bajo las miradas cada vez más hostiles de unos conductores que pronto le ficharon, y cuya suspicacia pasó de la extrañeza a la desconfianza, y de considerarle un loco inocente, a uno que daba miedo a causa de su contumacia sin sentido.

Pero cuando Javier Pesquisas (seudónimo con el que bauticé al conductor que  fue más allá de las miradas desconfiadas de sus compañeros) se atrevió a preguntar a Ramón por qué hacía lo que hacía, Piedra ya había elaborado una respuesta a la que él mismo no sabía si darle mucho crédito, pero que en ese momento, le resultaba la mejor y la más significativa que ofrecerse, y que ofrecer, ahora que también se la pedían:

−Lo hago porque sencillamente me enganché. Subo y me galvanizo de un modo extraño. No sé si será la tranquilidad, el contemplar las calles, los edificios, los rostros de los transeúntes. O por cómo disfruto cuando analizo a los viajeros que se suben, buscando en sus expresiones sus historias, sus miserias y sus triunfos. O tal vez sea sencillamente que por alguna extraña razón encontré entre parada y parada, la rutina y la calidez que siempre me faltó… O por qué no, tal vez lo que estoy haciendo −terminó de decir con una sonrisa más bien triste− es un acto revolucionario contra mí mismo, una queja frontal a mi vida.

Javier Pesquisas escuchó atento todo lo que Ramón Piedra le dijo, y tras murmurar muy bajo “lunático”, siguió con su ruta. Me pregunto qué habría ocurrido si Pesquisas hubiera dejado precisamente tranquilo al lunático.

Y no es que Javier volviera a hablar nuevamente con Ramón, o que le prohibiera subir a su autobús cuando volvieron a coincidir, sino que no dejó de dar vueltas a la respuesta que Piedra le diera. Lo comentó con sus compañeros, con su novio y con su familia, y por supuesto con amigos y conocidos, dando lugar casi siempre a enconados debates. Así es como tras varias semanas encontramos a Lucía, una conocida de un conocido de un amigo de Pesquisas, que vino a prendarse de las palabras de Piedra, y que durante los días posteriores a saber de la existencia de este, le buscó con cierta monomanía entre autobús y autobús hasta que por fin dio con él.

Cuando el conductor de turno, exasperado como muchos de sus compañeros porque ya había dos pirados que se pasaban las horas muertas de autocar en autocar, le dijo a Lucía que sí que estaba, que era el alto y delgado del pelo canoso que se sentaba atrás, a ella se le desbocó el corazón.

Lucía entró a quemarropa con sus preguntas, y Ramón Piedra, quien andaba más preparado que cuando le preguntara Javier, y quien ante la mirada de aquella incipiente treintañera sintió un inmediato deseo, vino a esforzarse por colorear su actitud y explicar su extraña rutina.

Ramón Piedra puede ser acusado de cínico, pero no de engañarse así mismo, y al observar la mirada algo rendida de Lucía, su cara bonita, y la posibilidad de acostarse con ella, de inmediato se esforzó en mostrar su disgusto, no ya consigo mismo como hiciera cuando empezó sus viajes, sino con el mundo. Así que hizo hincapié y un repaso poético de los males de nuestra sociedad, haciendo ver la cantidad de lobos que nos acechan, demostrando una excelente retórica cuando pasó a hablar de sus viajes en autobús durante esas maratonianas jornadas sin aparente sentido, buscando un más allá que no encontraba en el más acá por mucho que lo hubiera intentado.

Una vez más por si aún quedaran dudas, Piedra, incitado por la ligera humedad y el titileo en los ojos de la cándida Lucía, rayó la metafísica cuando habló de la profundización y lectura que hacía de los corazones de los pasajeros que analizaba, rayó la mística cuando expuso su nuevo modo de contemplar la ciudad, sus males y sus escasos bienes, y tocó la utopía más inspirada cuando sin saber muy bien cómo, se le ocurrió que lo que hacía, sería socialmente revolucionario si la gente le siguiera en masa y pudiera entender el significado real de lo que estaba haciendo.

Las consecuencias más imprevisibles se estaban conjugando, pero antes de todo ello, la siguiente pregunta no podía resultar más evidente.

−Y cuál es ese significado profundo –inquirió Lucía sintiéndose plena por primera vez en mucho tiempo, ya que la conversación le habían devuelto una fe renqueante, la ilusión, y el sentido−.

−Pues la reconquista del espacio público –comenzó a decir Piedra sintiendo que no iba a ser ni demasiado concreto ni demasiado original− que nos han robado. Una reconquista a través de un acto que los mismos ladrones no podrían prever, y que reabre el horizonte a nuevas vías que a su vez generarán nuevos espacios de posibilidad para llegar a una sociedad mejor.

Y ante tales palabras, la arrobada Lucía reaccionó de un modo harto confuso para el ladino Piedra. Ella le dio un espontáneo beso en la boca… y de inmediato presionó el botón de parada para bajarse del autobús lo más rápido que pudo, dejando a Ramón con un palmo de narices. Piedra esbozó entonces una sonrisa amarga, y esa noche recogería en su diario: «…de pronto sentí que los edificios a través del ventanal del bus retornaban al gris, que las caras de los viajeros volvían a ser anodinas, y que una retorcida desilusión comenzaba a inundar mis viajes».

            Con todo, una rutina es una rutina y no muere fácilmente. Mientras, una revolución tiende a ser como la explosión de un polvorín que se ha ido cargando poco a poco durante un largo período de tiempo. Y la rutina y la revolución llegaron a convivir.

Resultó que Lucía la cándida no lo era tanto, sino más bien una experta en redes sociales que estaba inmersa en todos los múltiples y deshilvanados movimientos que apostaban por el cambio en nuestro país, y que actuó como una gran caja de resonancia de las palabras de Ramón. Así, llevó a internet lo dicho por Piedra, y la red se incendió en pocas horas. Pocas horas más tarde de esas horas se produjo un masivo incremento en la compra de bonobuses mensuales por todo el país, y no se necesitó de mucho más tiempo para que todo se volviera una locura. Una locura sobre las pesadas ruedas de los autobuses urbanos.

Hay que reconocer que el país estaba roto antes de que Ramón Piedra comenzara a pasar sus días en los autocares. Y con la misma rotura andaba por tanto, cuando Lucía volcó la historia de Ramón en la imprevisible red. Pero debe reconocerse también, que no sería justo el negar a Piedra el hecho de que sus palabras y su acción se mostraran como el catalizador común de los distintos coletazos de rabia que gravitaban en torno a la crítica situación. Así que sí, admito que el exitoso movimiento nacional e internacional que pasó a denominarse La Revolución del Bonobús, no habría adquirido la forma y la magnitud que han alcanzado, sin la figura de Ramón Piedra. De hecho es más que probable que no hubiera existido nunca, o no al menos no de esa forma, sino de cualquier otra.

El caso es que en apenas siete días desde que Lucía colgara en internet la conversación con Piedra, dejó de haber autobuses urbanos que circularan en cualquier momento de su servicio, sin ir abarrotados, y sin tener una ingente ebullición de ideas. Pero este solo fue el primer milagro. El que lo resume todo es el de que la gente no tomó pacíficamente las calles como se venía reclamando desde hacía tanto tiempo, sino que tomó los buses, como comenzó a decirse, para cambiar las cosas, y entonces llegó el verdadero milagro: ¡Las ha cambiado!

Pero todo eso es ya historia viva que queda y quedará reflejada y analizada en los libros, los periódicos, los debates… sin ser yo ni el más indicado ni el más versado para seguir hablando de ello. Y sin embargo, de lo que sí puedo hablar breve pero con algo de crédito, es de lo que ocurrió con Ramón Piedra.

Durante un mes fue un ídolo encumbrado y el símbolo anhelante de tanto ciudadano perdido, pero eso ya lo sabe todo el mundo. Luego, tampoco esto es precisamente nuevo, fue cayendo en el descrédito más absoluto, poco a poco pero sin perder ritmo, gracias a sus tremendas meteduras de pata, a su libido, y a una biografía cargada de errores. Vamos, que nadie pudo desacreditarle mejor que él a sí mismo.

Cada día se hacía historia y Ramón Piedra era un insignificante grano en el culo para todos. No daba más de sí para los defensores de La Revolución del Bonobús, pero tampoco para sus detractores, así que se le olvidó. Le olvidaron los periódicos que tanto le reclamaran, los estudiosos que ya le habían estudiado lo suficiente, los pseudoamigos que proliferaron con su éxito y se marcharon en cuanto su fama se torció, y Lucía, a la que había tratado de conquistar primero con su labia revolucionaria, después con un alegato del me debes y debéis, y finalmente con el mismo éxito nulo que con las otras estrategias, a través de la lástima. En fin, que mientras su idea cambiaba la Historia, él no dejaba de fracasar.

−Mi vida ha sido siempre un cuento de hadas con las alas rotas −me confesó en nuestra charla de hace unos días−, y no hay derrota que me coja de improviso, o que me tumbe del todo.

Ramón no está muerto como se ha rumoreado, y se alegró de que su madre me contratara a mí, detective privado, para dar con su paradero, preocupada y mucho como estaba de que hubiera hecho una última tontería. Lo cierto es que no le vi mal sino más bien tranquilo, y me hizo esbozar una sonrisa cuando le conté la angustia de su madre, y me pidió que le dijera a esta, que no se preocupara, que no pensaba morirse antes que ella, que aspiraba tan solo a no darle ese disgusto, ya que le había dado todos los demás.

No hay mucho más que rescatar del encuentro que tuvimos, salvo que no guarda rencor, ni a la revolución ni a sus resultados, salvo que me legó para mi sorpresa, su diario del que he sacado algunas de las ideas que dejo escritas, y salvo que pienso, que no es tan mal tipo como al final le han retratado unos y otros, sino que simplemente no estuvo a la altura de su idea, y ni siquiera estuvo cerca. ¿Pero quién lo hace, si no es mintiendo descaradamente?