Que la Gran Vía sea un absoluto desierto, parece tan sólo posible gracias al cine, sin embargo, a aquellas horas y en aquellas fechas, a la altura de la Casa del Libro, la soledad era cuanto menos aceptable. Soledad que empezó a truncarse con aquella misteriosa hoguera (las llamas crepitaban sonoras y el azul se alzaba hasta los tres metros), y su artífice. La gente empezó a arremolinarse en torno al peregrino espectáculo, unos, preguntándose quién era esa enjuta figura que hablaba sola y supuestamente alimentaba el fuego, otros, que con qué coño lo alimentaba, pues no veían combustible alguno. Nadie, extrañados como estaban, se acercó para alejar al individuo del peligro, ante el que se plantaba peligrosamente cerca, apenas al pie de la hoguera.
Al sonar de una sirena aún lejana, el extraño se arrancó, sin podernos explicar aún cómo, una careta que era más que una careta, era su piel, con la cual, las llamas ganarían todavía un metro más. Susurraría entonces, perfectamente audible -Tanto esfuerzo y al fin, mi última máscara arrojada al fuego. ¡Arded, mascaradas seculares!- gritó ahora frenético, para finalmente serenarse con un -Hora es de hollar libertad. El horizonte nos pertenece.
La policía llegó inmediatamente, arrestó, mudados la cara, al loco, y al ponerse de frente a nosotros, pudimos contemplar horrorizados que en su rostro se esculpía la nada.
Al sonar de una sirena aún lejana, el extraño se arrancó, sin podernos explicar aún cómo, una careta que era más que una careta, era su piel, con la cual, las llamas ganarían todavía un metro más. Susurraría entonces, perfectamente audible -Tanto esfuerzo y al fin, mi última máscara arrojada al fuego. ¡Arded, mascaradas seculares!- gritó ahora frenético, para finalmente serenarse con un -Hora es de hollar libertad. El horizonte nos pertenece.
La policía llegó inmediatamente, arrestó, mudados la cara, al loco, y al ponerse de frente a nosotros, pudimos contemplar horrorizados que en su rostro se esculpía la nada.