Vísperas del desaliento

Las paredes me piden que consigne la fecha de mi arribo: 1981. Con el año basta. Por lo que respecta al lugar, es indiferente, pues si la fecha nos sirve de orientación a las víctimas para saber cuántos y cuándo hemos podido caer a lo largo de los siglos, el lugar, de bien poco sirve; estas líneas son el último consuelo, nunca nadie ha salido de aquí, ni vivo ni muerto, y yo no seré el primero.
Tras largas horas de arrastrarme por la angosta gruta de acceso pude enderezar mi cuerpo a unos cuantos metros de esta estancia, antes anhelada, ya maldita, ahora mi tumba. Entre este hecho y mi anterior sonrisa triunfal, se extiende un pasillo a cuyos lados hay horadadas una serie horizontal de cavidades de unos 40X10 centímetros, guardando distancia entre ellas de un palmo escaso. Los primeros huecos, tanto a un lado como a otro, estaban vacíos, pero llegado aproximadamente a la mitad encontré la razón de los mismos: ser depositarios de hachas. Luego de coger y despojar una de su abundante capa de polvo, pude observar su magistral decoración a base de extrañas filigranas. Así las cosas, -pensé- con una exigua luz de procedencia desconocida, mi linterna y ahora este hacha, se me garantizaba suficiente defensa contra la factible oscuridad futura.
Se acabó el pasillo y detrás del umbral de la gloria que supuse, percibí majestuosos dorados, pero fue poner un pie en la estancia y una enorme losa cayó tras de mí sellando herméticamente la sala y cegando el brillo de las paredes. El siguiente quizá nos llame locos, pero tanto yo como aquellos que lo escribieron y he sabido traducir, juramos que a la piedra le acompañaron estentóreas carcajadas.
Aterrado, esclavo, irritado con mi propia estupidez, sin apenas víveres más que para unos pocos días, y con la escasa luz de mis trebejos, la desesperación comenzó a adueñarse de mí. Ésta, por si no bastara, se acrecentaba cada vez que alumbraba uno de los muchos cadáveres, esqueletos más bien, que ocupaban el escaso espacio. Lo que de ellos me sigue dando miedo no son sus podridos harapos o sus visibles expresiones de horror en las que calculé víctimas más recientes, lo que en verdad me infunde terror es su solo presencia -la prueba irrefutable de que acabaré como ellos.
Las primeras horas las pasé penando con el rostro en las rodillas y el cuerpo inmóvil, no así el corazón que latía desenfrenado, como mi aorta, como mis párpados, como mi sien. Con el tiempo una relativa calma regresó, y aunque histérica, redescubrí la risa. Y tras aceptar tan crueles hados, decidí conocer mi tumba.
Se trata de un cuadrado perfecto en su base, de unos veinte metros cuadrados. En cuanto a la altura, es un abismo insoportable -prefería aquella lejana gruta de sabor a tierra. El suelo es perfectamente liso y negro como debe, quizá basalto. Y qué decir de las paredes, éstas son magníficas y a la luz del hacha ciertamente resplandecen doradas, o más bien lo hacen los textos que ellas contienen. Hasta siete son las lenguas que adornan los muros. Tres que conozca; griego, latín y arameo. Tres que intuyo; persa, escritura jeroglífica y chino mandarín. Y Una que desconozco absolutamente, es la única que aparece siempre la más arriba de todas, ya que el resto turnan su orden a cada lado. Cualquier filólogo mataría por verla aunque yo tengo la sensación de que moriré por ella, pues me quedan pocas dudas al respecto de que quienes construyeron este infierno hablaban esta lengua. Y si cuando muera, mi fantasma permanece eternamente encerrado en estas paredes, como así me anuncian, estoy seguro de que mis compañeros convendrán conmigo en que es la escritura de los Dioses.
Digo que tres son las lenguas que conozco, si bien con una me hubiera bastado, pues todas dicen lo mismo. Lo cual me hace suponer que en aquellas cuya procedencia vislumbro, ocurre igual. En cuanto a la que me condena, fantaseo con la posibilidad de que si la conociera, si pronunciara correctamente tan sólo uno de sus signos, esta trampa, estos muros, este horror, se harían ceniza. Nunca ocurrirá.
Apenas he manuscrito un par de páginas de mi libreta (lejos del desvencijado cuasi tratado en francés de uno de mis compañeros, miserere terriblemente insoportable, más aún que el mío) pero dos han sido los días que me ha costado, y no aguantaré mucho más, por lo que apremia traducir lo que los muros cuentan, no vaya a ser que el próximo arqueólogo, buscador de fortuna, o infeliz cualquiera, desconozca siete de siete, o aún las muchas lenguas que todos los que hemos caído hemos usado. Y es que otra cosa quizá no haya, pero solidaridad en esta jaula no falta: cada uno de nosotros nos hemos afanado a través de nuestras notas en transmitir la esencia de este lugar: la pérdida de toda esperanza.
Por lo tanto, antes de que el tiempo me rompa definitivamente, traduzcamos lo mejor que sepa. No estoy arrojando dudas sobre mi capacidad para ello, sino reflejando un hecho; el de la gran dificultad de encontrar paralelismos para lo que aquí se dice entre mi lengua y las que aparecen, e incluso, entre ellas mismas. Mi traducción en cualquier caso tendrá por base la griega, viéndose ayudada en momentos realmente penosos por el latín y el arameo. Como penúltima advertencia, digámoslo, no seré literal sino narrativo; el sentido se conserva pero la fidelidad no.
Tres serán las partes claramente distinguibles. La primera es un panegírico autocomplaciente sobre el logrado mecanismo de la trampa (razón por la cual me inclino a pensar que esta obra está del lado divino más que del demoníaco, pues mientras Dios siempre fanfarronea de sus frutos, el Diablo se limita a hacerlos -claro es asimismo que uso terminología anacrónica ya que en los tiempos de esta creación dudo que existiera la distinción tardo occidental entre númenes moralmente buenos y malos). Lo más destacable de ésta no son los kilométricos y minúsculos conductos a través de los cuales llega, este aire extrañamente puro en un lugar por poco herméticamente cerrado, y esta luz trémula que ciega toda promesa. Ni tampoco lo serán sus relativamente numerosas formas de acceso, ya que el pasillo por el que vine, según está escrito, no es el único. ¿Qué entonces? Si tuviera que destacar un elemento de esta obra de arte me quedaría con su funcionalidad: hecha para matar, mata. Y tal éxito se debe al supremo ingenio que he comprobado intacto después de tantos siglos, según el cual el acceso estuvo libre en los albores de su inmaculada concepción a la espera de su primer holocausto. Al entrar éste en la sala, la losa caería por primera vez y entonces un complejo dispositivo situado afuera de la estancia contará un mes lunar, pasado éste, otro dispositivo conjuntado con el anterior abrirá de nuevo la trampa en paciente espera, en acecho perfecto. Hay que reconocerlo, los gráficos explicativos que acompañan a este panegírico muestran un genio superior al de la antigüedad conocida, y por tanto, es muy superior al nuestro.
La segunda estructura textual es una descripción profética, tanto de los afortunados que contemplarán estos dorados trazos (al menos así ocurre en mi caso y en el del mítico y desaparecido -ya sé donde- arqueólogo alemán del siglo XIX que yace en una esquina; apenas queda de él una momia huesuda pero esto es más que suficiente ya que permanece aferrado, a la altura de la caja torácica, a cuatro tibias -huelga decir que ninguna de ellas suya-, donde se puede leer tallado obsesivamente su nombre, debió pensar que el olvido era el cobro definitivo de nuestra maldición, nada que objetarle, quizá en todo caso, un gusto tan truculento), como del relato de nuestro destino. Aquí se anuncia que aquellos megalómanos afanados en la búsqueda del Gran Tesoro, «la Vida y Gloria eterna en la Tierra», encontrarán numerosas señales por las que hollar el camino correcto que les conduzca hasta aquí, donde su sueño se cumplirá, condenados a vagar eternamente, primero los cuerpos luego los espíritus, por los confines gloriosos que marcan los límites de esta habitación. Cuando la celda se abre, -continúa el texto- las infelices almas nos arrojaremos prestas a escapar, pero seremos impedidas por la inexorable sabiduría arcana constructora de este sempiterno imperio. Finalmente, cansados de intentarlo, terminaremos por esperar la llegada de nuevos vanidosos que serán saludados por la risa de los vivos desesperados.
La tercera y última parte del tríptico comienza exhortándonos a dejar constancia de la fecha de nuestra llegada. Supongo que su vanidad es casi tan grande como la nuestra, o quizá sea realmente por lo que ellos dicen: para que sepamos aún vivos cuantos hermanos conviviremos juntos en esta inmortal tumba. Continua con un breve compendio de la sabiduría de esta cultura desconocida, mas hacedora de nuestra prisión. Si bien, qué nos importa ya a nosotros saber cuál sea la esencia y el verdadero color del tiempo, la justa llave de la felicidad, la forma de potenciar al máximo la sexualidad de los cuerpos, o la faz de Dios. Si todavía albergara esperanzas de sobrevivir afuera quizá… pero basta. El texto concluye del modo siguiente: «Aquel que venza al tiempo, aquel que no perezca por hambre, sed o miedo, aquel que sobreviva y vuelva al Sol y a la Luna, será igualmente maldito si no advierte a cada hombre de cada estrella sobre este lugar, pues hemos fracasado, y merecemos la maldición que sobre vosotros hemos conjurado».
Tengo la impresión de que los que aquí estamos somos todos y cada uno de los que hasta ahora hemos caído a lo largo de los tiempos. Los artífices pueden respirar tranquilos, y yo ya dejar de hacerlo. Aún queda el último aliento, aún falta mi nombre sobre estas líneas apenas inteligibles… pero no, aceptar mi terrible destino es tener la suma certeza de que aquí donde voy a estar de nada sirve un nombre.

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