Enciendo la pipa y sonrío, ahí estás con tus ojos bajos de domingo. Para verte mejor el alma me rodeo del saludable humo que desprende mi vida, y por supuesto, no lo dudes, te compadezco, o mejor, nos compadecemos. Pero bien sabes que con este juego pierdes tú más que yo, pues al fin y al cabo tengo los límites más marcados, y con romperlos de vez en cuando tengo suficiente, mientras que tú no sabes que hacer con tanta desbordante libertad. Que no eres el único no es un consuelo, o lo es pero para andar por casa, y el mundo comprende demasiado espacio, ¿verdad?
No hay nada peor que la certidumbre de tu impotencia contra ti mismo. Te dices, «si quisiera sería un dios», pero no puedes con tanto sacrificio, y sufres el infierno con la indolencia de tu sangre. Eterna herida que no sanará nunca, porque la espada de la contradicción te atraviesa cada año, cada mes, cada semana, cada día, cada hora. Y sangras, sangras profusamente, y en esa sangre está el tiempo de tu vida. Y la contemplas, sufriente o estoico, a veces incluso divertido, las más pesaroso, pero siempre, absolutamente siempre, desde la inacción o la acción obligada. Temes las riendas, porque te alejan de la certidumbre, de la insana felicidad, y hasta cuando has levantado una mano para acercarte a ellas, fuiste obligado. Hasta que no ames el abismo no serás capaz de arrojarte a él. Bien sabes que morirás sin dar el salto, y te consumirás en una fácil felicidad de la que reniegas en sueños pero a la que te aferras con cada uno de tus inermes dedos.
Eres inteligente, porque ser valiente es una estupidez cuando no sabes lo que significa, cuando sólo tienes una imagen borrosa, nada saludable por cierto, y ajena a tu vida dichosa. Sólo anhelas arrojarte por curiosidad, y por decir, «fui capaz de hacerlo», «soy un estúpido absoluto porque he querido serlo, porque lo he elegido». Pero es un anhelo con olor a vacío, a huero, y en definitiva, no es sino la exigencia de tu espíritu de estar disconforme con lo divino lo humano y lo demoníaco, con la necesidad y el azar, contigo y conmigo, con todo.
El humo se disipa y te oscureces, te veo borroso, te alejas, pero aún te oigo susurrar una última palabra: «todavía»