HALLELUJAH

Llegué a mi despacho como cada lunes una hora antes de que se abriera la sucursal bancaria, y treinta minutos antes del resto del personal, salvo por Carmen, la limpiadora, que ya danzaba por ahí tarareando feliz sus canciones. No la soporto. Cerré mi puerta y encendí mi equipo de música.

¿Qué fuerza me impulsa cada inicio de semana a escuchar El Mesías de Handel? Supongo que los posos del domingo, sus excesos reflexivos, la necesidad de reencontrarme con Dios, ese dios que pudiendo haber hecho cualquier cosa, nos hizo a nosotros. Ese mismo que creyó necesario crucificar a su Hijo. Ese dios, que sin duda es el ser más solitario del universo. Luego, a poca distancia, me hallo yo.

Mientras ordenaba el escritorio y me preparaba para un inicio de mes donde debemos mejorar las ventas de nuestro paquete estrella, «los mejores putos bonos del mercado», según el lameculos que vino a imponérmelos hace un mes, y cuya letra pequeña los convierte, bajo contratiempos más que plausibles, en rayanos a la usura, presté atención al Recitativo de Malaquías en el inglés de la época de Handel que tanto me ha costado captar, y que aquí ahorraré eligiendo la traducción “… y sacudiré los cielos, y la tierra, y el mar, y la tierra seca, y haré temblar a todas las Naciones…”. Dios siempre tan dulce, aún no sé cómo fue posible que se me rompiera el puente que me unía a él en candoroso amor. Por suerte para la especie, siempre habrá genios tocados por la divinidad que asegurarán la fe, y con ello la reproducción.

Me recliné en la silla con las manos entrelazadas a la parte posterior de mi cabeza, estiré las piernas, y sentí el único reino del que gozaré jamás: el aquí y el ahora. María no tardará en llegar. En los últimos días me gusta recibirla de esta facha despreocupada. María, sensual a su manera, paliducha, descarada y tímida al tiempo, alta, rubia, rolliza, agradable en la cama, aburrida fuera de ella, teatral, perdida en el juego de vivir, y supongo que al paso que va, derrotada sin mucha demora.

Como era previsible, María atravesó la puerta del banco con la intención de atravesar la puerta de mi despacho con la intención una vez más, de acercarse a mi corazón. Ella ya debería saber a estas alturas que yo carezco de él. La pobre ya no sabe qué intentar. Llegó aquí hace cinco meses y medio como becaria, y aunque se ha esforzado mucho conmigo, en veinte días se marchará sin conseguir el puesto fijo que nunca estuvo a su alcance.

−Ya estás con esa música, Lázaro –me dice, mitad pregunta retórica, mitad reproche−, no te pega nada.

Sonrío. No opino nada y hago un esfuerzo por no mirar su generoso escote. Sin duda lo lleva para mí. Debe odiarme y me pregunto si lo hará más, menos, o igual, que en el resto de los momentos de nuestra relación. Espera a que yo diga algo.

−Un café, manchado, con hielo –y vuelvo a mis papeles. María se cansa de esperar a que añada algo más y se marcha a por el café.

¿Cerró la puerta de un portazo?  La escena tiene tan poco que ver con nuestros inicios. Ya en los primeros días yo me mostré lascivo ante sus conductas recatadas; aposté a que esa veinteañera ejercía una pose y acerté de pleno. A las dos semanas ella ya se mostraba coqueta mientras que yo reculé a posiciones menos directas, y me conformé con jugar a insinuaciones pícaras. No había transcurrido un mes cuando nos citamos fuera, y esa misma noche nos acostamos. Entonces ella empezó con su espectáculo.

Su novio no era un buen novio, su condición de becaria no era una buena condición, su vida era una mierda. A mí, una mierda era lo que me importaba todo lo anterior. Ella pasó de ser algo fresco y sin pretensiones a un muermo lacrimógeno, donde lo peor eran sus malas interpretaciones, porque tenía claro su objetivo, y pensaba que de ese modo lo conseguiría. Aún nos seguimos acostando un mes más, pues María no carecía de gracia en la cama, y hasta tuve dos momentos en los que rayé la empatía, o algo parecido.

En el primero María me acariciaba el pelo mientras no dejaba de mirarme con dulzura.

−Lo siento pero yo no puedo hacer nada para que consigas esa plaza fija –le dije en un acceso de sinceridad−. Soy el director de la sucursal, sí, pero esa decisión no es mía.

−Pero tú mismo me dijiste que tu puesto lo habías logrado gracias a tu padre, que no hay directores tan jóvenes, que todo es…

−Tú no eres mi hermana –le corté−, si lo fueses, ya estarías colocada.

Su cara de asco, no sé si por imaginarse el incesto (dudo de esta hipótesis por su falta de imaginación), o porque pensó que le mentía, fue un mal poema que tuvo su epílogo; que si me empeñaba mínimamente le conseguiría el puesto, que si… Allí comenzaron mis silencios.

La segunda vez que traté de ser bueno con María, llegó después de que me hiciera una estupenda felación. Tras varios encuentros aburriéndome con la cantinela de lo infiel que era su novio, le dije con todo el cariño del que soy capaz, y con una sonrisa que pretendía ser tierna, que a lo mejor ella debería replantearse su relación, pues ninguno parecía tener muy claras las cosas. Su respuesta fue una indignación calculada que le quedó ridícula y le salió peor. Soy capaz de prescindir del sexo cuando las escenas previas y posteriores me aburren sobremanera, y su actuación de reproches insípidos lo logró. Desde entonces no hemos vuelto a follar a pesar de sus reiteradas insinuaciones, que he respondido con un desdén de burla y recato.

La escena cuatro de El Mesías con su, La anunciación a los pastores, estaba sonando cuando María entró con mi café. Me pregunté si habría escupido en él mientras sonreí como un idiota. Sus ojos ardían y hasta un ciego vería el odio que siente hacia mí. Sin embargo aún espera que cambie de opinión, que le consiga el puesto y que volvamos a la cama. Si no es así, no puedo entender que hace unos días me soltara que piensa casarse con su novio, quedarse embarazada y formar una familia. No puedo entender tales anuncios sino desde la estrategia de la última carta. Una última carta que conmigo lo es seguro y no le servirá de nada, y que con ella misma, también lo parece. Pero allá cada uno con sus miserias y sus soledades, yo ya tengo bastante con las mías.

Esta vez María se marchó del despacho sin dejar lugar a la duda: cerró con un portazo. Un portazo en toda regla que atrajo la mirada del resto, incluyendo al primer cliente del día. Por fin se mostró osada y sincera, lástima que mi excitación por ella muriera sin posibilidad de resurrección. El coro canta “Glory to God in the highest”.   

La mañana transcurre densa, pesa cada segundo. Pongo en orden algunas cuentas y temas de facturación, pero sobre todo me recreo en la sensación subjetiva de la laxitud del tiempo.

De repente una voz se eleva por encima del soprano y me saca de mis cavilaciones. En una de las mesas, un cliente, de pie, reclama algo con total brusquedad. Está de espaldas a mí, es bajo, calvo, raya la tercera edad si no sobrepasó ya el límite, y rechaza la invitación de calma que se le ofrece. Parece dispuesto a montar un escándalo. Me desperezo, me visto con mi mejor semblante y voy hacia la escena.

Según me acerco descubro su perfil y este me permite reconocer a Roberto Sagre, uno de esos clientes de toda la vida cuya historia conocemos todo el mundo porque en este país la desgracia tiene la lengua muy larga.

Su nariz enorme, aguileña en un ángulo casi imposible, se adueña por completo del resto de su rostro cuando me sitúo frente a él. Parece cansado, su ira retrocede ante el timbre de mi voz que le trata con familiaridad y respeto. Apenas me mira, no creo que me reconozca porque solo hemos hablado una vez antes de este momento, por mucho que él sepa de mí que allí decido yo, por mucho que yo sepa de él, al dedillo el estado de sus cuentas, nada difícil por otra parte porque los números rojos son fáciles de contar. Roberto acepta la invitación de pasar a mi despacho.

Los empleados del banco no dan crédito a que yo haya asumido tal responsabilidad, los clientes muestran en sus rostros estar defraudados, un posible espectáculo se acaba de esfumar, aunque algunos aún guardan esperanzas.

Si no me equivoco cuando entramos al despacho nos recibe el coro en la escena cinco de la parte dos.

−Vaya blasfemia –dice Roberto al entrar− música sacra en un banco.

No le contesto que estoy de acuerdo, que quizá por eso me deleita tanto escucharla. Le invito a sentarse y a que me cuente su problema, mientras trato de no bostezar y de no obsesionarme con la curva de su nariz.

−No pretendo dar pena –me dice recobrando sus nervios de hace unos minutos, su tono de voz es alto, sin llegar al grito, de momento−, y odio tener que hablar de mis miserias. Pero lloriquear es lo único que nos dejáis hacer una vez que nos lo habéis quitado todo.

No le interrumpo, no le pido que evite generalizaciones o matice, tampoco me muestro condescendiente, le dejo hablar, incluso le presto atención. Por una vez me gano el sueldo. Tal vez porque Roberto Sagre me cae simpático, no porque sea un cascarrabias o un luchador, sino porque es lo contario a mí y no esconde nada.

No cuenta sino lo que ya más o menos sé de él y de tantos otros. Que si toda una vida trabajando para acabar con una pensión de mierda; que si a los reveses siempre les contestó de cara y que así la tiene de partida; que si por él fuese en lugar de arrastrarse de banco en banco para conseguir un crédito, lo que haría sería prenderles fuego; pero que si la promesa a su mujer para que descanse en paz; pero que si la enfermedad de uno de sus hijos; pero que si la adicción de otro; pero que si su nieta…

Logro no bostezar y para mi sorpresa una idea inesperada comienza a rondarme. Roberto sigue con sus recuerdos, en cualquier momento puede explotar y lanzárseme al cuello. Lleva dos meses de banco en banco pidiendo un crédito que le negamos. Su primera opción fuimos nosotros, su banco de toda la vida. Aquí piensa acabar de un modo u otro. Su agresividad me estimula.

Tras escucharle, con el estado de sus cuentas frente a la pantalla del ordenador, las imprimo para enseñárselas. El hallelujah suena por todo el despacho. Pongo la hoja recién impresa sobre la mesa, delante de sus narices. Contrasto el resultado con la cantidad que solicita, le echo una rápida cuenta por encima. Llevo a Roberto al límite con un simple ejercicio de aritmética, él promete lleno de crispación vivir ciento diez años si es preciso, buscar un trabajo que sumar a su pensión, robar un banco… pero sus hijos, su nieta, su promesa.

Yo le miro impertérrito. Él va a explotar. Tengo la decisión más que tomada desde hace minutos. Me lo voy a permitir porque me lo puedo permitir.

−Está bien –le digo.

Roberto no comprende. No espera mi tono y me mira de hito en hito. Comienzo a preparar unos papeles.

−¿Qué es lo que está bien? –pregunta al fin.

−Su crédito y sus condiciones –digo, y añado−, aunque rebajaré los intereses. Voy a darle una posibilidad para poder cumplir su palabra.

Su odio hacia mí nunca fue tan grande pues piensa que me burlo de él. Nunca estuvo tan cerca de agredirme con esas manos grandes y callosas. En parte lo deseo, sería la guinda y además no cambiaría de opinión. Me apetece tocar los cojones ahí arriba, ver hasta qué punto mi puesto está garantizado, y sobre todo quiero oír bramar a mi padre, que me diga una vez más lo inútil que soy, vapulear de nuevo el sagrado apellido familiar.

Estampo mi firma. Mi cliente no deja de mirarme, su desconfianza no termina de disiparse. Quiere entender lo que no puede entender. También firma.

Yo le sonrío. Él no me da las gracias y yo agradezco que no lo haga. Incluso aún no he perdido la esperanza de recibir un puñetazo.

El coro canta su amén.

Lázaro.

Yo no soy bueno

Tras ocho horas de sonrisas forzadas desde la mesa de la sucursal bancaria donde trabajo, llego a la estación con la vejiga a punto de reventar. En unos minutos podré mear en el baño del tren y será el mejor momento del día. El andén a estas horas no está abarrotado, pero hay más gente de la que desearía… siempre hay más gente de la que deseo allá donde vaya.

A los lados de la puerta que escupe a los pasajeros que se bajan, nos amontonamos los que queremos subir. He visto que el baño está cerca y una sensación de alivio recorre mi cuerpo. Me contemplo en la ventana y me atraviesa cierta desazón; tengo mi traje impoluto, la corbata perfecta, mi pelo engominado y rojo en su sitio, y sin embargo la mirada está triste, cansada, abatida. La metáfora de lo que soy parece cumplirse en el reflejo del ventanal: mi cáscara brilla, mi interior son tinieblas.

De improviso irrumpen voces, me doy la vuelta para saber el motivo y el asco me inunda. Son tres chicos y tres chicas que difícilmente llegan a los dieciocho años, y que bajan gritando y a todo correr las escaleras mecánicas. La palabra “choni” les define a la perfección. Sus ropas deportivas chillonas y sus pelos ceniceros en ellos, y sus tatuajes horteras, sus oros falsos, y el emperifollaje de ellas, me hacen daño a los ojos. Se agolpan en la puerta con unas voces innecesarias donde esperamos el resto. Cruzo una primera mirada poco amistosa con el que parece el líder de esa chusma.

A base de groserías y sin respetar el orden entran antes que los que llevamos más tiempo esperando. Se plantan alrededor de la zona del baño y uno de ellos se mete dentro al grito de, ¡Voy a descargar, Johny! mientras el aludido, que es con quien crucé la mirada, le soba descaradamente el culo a la chica más guapa (o menos cutre) del grupo, a quien su amiga le dice, ¡Qué suerte tiene tu coño, Jenny!, pero esta no parece prestarle atención, y lo que hace es mirarme a mí descaradamente. Me siento a escasos metros de todos ellos y me digo que esta historia acabará mal. Mi vejiga me punza y me exige aliviarla.

La particular jauría, con sus voces y comentarios, exaspera a todos los viajeros que estamos cerca, desde el melenas que se sienta frente a mí con cierto aire de superioridad tratando de leer al francés Houllebecq, pasando por la gorda que no deja de escribir nerviosa en el móvil, y llegando al negro cincuentón que decide levantarse y alejarse de allí, como si huyera de la tensión que se empieza a cocinar. El choni del baño no termina, y tras un eructo asqueroso del rey de esa fauna, cruzo una segunda mirada con este, ya de claro desafío.

A partir de entonces Jhonny me lanza periódicas miradas, aunque no con la insistencia de Jenny. Yo también miro hacia los dos a cada poco, y en cuanto el baño quede libre iré hacia ellos y que ocurra lo que tenga que ocurrir. ¡Mira Jhonny! dice de pronto el tercer integrante masculino de aquel circo, y agarra la barra de sujeción paralela al techo, ¡Ma´go más que tú! Y comienza a hacer flexiones de brazo sujeto a la barra. Jhonny no tarda en picarse y se pone a competir a ver quién de los dos demuestra ser más idiota.

El melenas que tengo enfrente deja de leer y contempla la absurda lid choni. Me pregunto cuántos prejuicios tendrá él, si llegará a la mitad de los míos, si se acercará a la cantidad que tenga Jhonny, si se acostaría con Jenny o si le diría que no, a causa de los principios que interpreto en sus ojos, a pesar de que ella no desprende tanto tufo a vulgaridad como el resto de la manada. Ella por su parte sigue centrada en mí, es la única que no ha hablado (o berreado) todavía, y me desconcierta por completo ¿Qué busca, la bronca conmigo, huir de su universo, se plantea acaso qué es lo que hemos hecho con nuestras posibilidades como especie para generar tantos submundos? Dejo mis divagaciones ante el ultimátum que me da la vejiga: mear o reventar. Entonces escucho correr el agua de la cisterna del baño; me sorprende que el choni haya tirado de la cadena, y pienso de inmediato que solo falta que también se lave las manos tras la meada, para que el mundo se colapse ante el asombro.

Jhonny sigue con sus flexiones y con sus miradas, no se ha olvidado de mí. Si Jenny me desconcierta, él sencillamente resulta primario, tosco, imbécil, y a todas luces violento. En su absurdez da un paso más. Insatisfecho con su particular número circense convierte la competición de flexiones en una especie de juego de artes marciales, y a cada flexión le acompaña una patada al aire y un alarido. Solo me cabe desearle con todas mis fuerzas que se caiga y se abra la cabeza… pero lo que se abre por fin es la puerta del baño. Me levanto de inmediato, debo pasar por donde Jhonny suelta sus patadas, cada vez más escandalosas y risibles. Juraría que las pupilas de Jenny se han abierto desmesuradamente, tal vez por miedo.

Con mi primer paso hacia el baño, la gorda que aún seguía escribiendo en su móvil deja de hacerlo como si hubiera olido la tensión, el melenas me hace un gesto de cabeza que debe significar algo parecido a, no vayas, y Jenny les dice a los suyos con una inflexión en la voz de mandato, ¡Parad! Pero Jhonny no hace caso (el otro sí) y da una nueva patada al aire, más agresiva aún que las anteriores, al tiempo que me mira. Y tal vez por el sudor, o por contorsionar demasiado el cuerpo que pone casi paralelo al techo, o por tener demasiada confianza en sí mismo, o por mis deseos, o por justicia divina, o por lo que sea, pero el caso es que las manos de Jhonny resbalan de la barra y este se golpea la cabeza brutalmente contra el suelo.

Todos escuchamos el crujido, el silencio más sepulcral llega momentos antes de que aparezca la sangre, y de que vuelvan los gritos de los chonis, esta vez con un cariz de preocupación y dolor. Jhonny está inconsciente y de su cabeza brota la vida, Jenny se agacha temblorosa, su cara es el reflejo del miedo. De pronto vuelve a mirarme, con odio, con rabia, y comienza a gritar, ¡Has sido tú, tú tienes la culpa, tú lo has hecho! Yo aguanto paralizado su mirada y sus reproches. La chica del móvil vuelve nerviosa a sus mensajes, el melenas saca un cuaderno y se pone a escribir compulsivamente en él, el resto de chonis que no entienden nada tratan de tranquilizar a Jenny y que Jhonny vuelva en sí. Finalmente me doy media vuelta y me alejo de ese vagón de locos. Ella sigue gritándome, me cruzo con dos seguratas y con otros curiosos que se acercan a ver qué diablos ha ocurrido, y cuando estoy a cierta distancia, caigo en la cuenta de que se me han pasado por completo las ganas de mear.

LÁZARO

Espejos

Mi reflejo empezó a hablarme sin que le diera permiso, estábamos en un tugurio, borrachos y a punto de perder la escasa dignidad que nos quedaba.
−No lo hagas –me dijo.
Cerré los ojos por un momento. Tal vez me dormí. Una eternidad más tarde seguíamos frente a frente. Pensé en romperle la cara, no por lo que me había dicho sino por callarse. Al final volvió a abrir la boca. Le escuché con atención.
−El escritor está condenado, la felicidad no está hecha para él, su deber es recorrer los recovecos profundos del alma, asomarse a los precipicios, paladearlos, arrojarse a ellos si es preciso. A cambio será suya la intensidad. La intensidad que otros solo conocerán en el amor o en el desamor, y en otras mentiras de más baja estofa, pero que nosotros tendremos al alcance de la mano, a diario, y en ambos extremos de la cuerda, cuando rebozados en el fango nos sacuda un verso, una frase, una idea y nos elevemos hasta tocar el cielo.
Confundí el cielo con el espejo y comencé a tocarlo con la mano. Entonces llegaron los golpes en la puerta. Todo estaba borroso. Sentí que el reflejo quería continuar hablando, que iba a pontificar sobre lo que debía hacer cuando saliera del servicio. Puse mi frente contra su frente, y le dije:
 −Shhh…
Al salir sonreí al impaciente que me miró perdonándome la vida. Llegué a base de empujones hasta mi vaso de vodka, lo agarré con fuerza y me dispuse a zanjar la cuestión. Ni siquiera supe si hacía caso al del espejo, o a mí.
Resultado de imagen de alcohol y literatura

Anhelo

Sí, me gustaría tener el mal de Montano. Sí, quiero estar enfermo de literatura, ver todos los aspectos de la vida desde un prisma literario. Y a fe que hago esfuerzos por enfermar, pero sé que mis defensas son fuertes, y al menos hasta hoy, estoy mucho más sano de lo que quisiera.

41. Voluntad de poder

Escribo atravesando las dificultades, lo hago a pesar de tu trabajo, de tu ocio, de tu sueño, de nuestra falta de tiempo. Lo hago a pesar de las lecturas, de la vida, del amor. Escribo mientras vivo, mientras esté en las entrañas,y seguiré escribiendo una vez que hayamos muerto.

La aventura del trabajo

Una, dos, tres, ¿son palabras o puñaladas lo que estás recibiendo? La obsesión te circunda y por eso acudo en tu ayuda, tanta obsesión que me haces escribir aún cuando ella ya no roe, solamente ronda. Es divertido que analicemos juntos cómo un comentario que se deja caer, es recogido y viviseccionado por delante y por detrás, por arriba y por abajo, luego se extraen las tripas de las peores consecuencias y finalmente se devuelve con una sonrisa en la boca, o con un asentamiento de cabeza. Luego luego creerán en su buen hacer, pero ahí quedan guardadas todas las pústulas y la hiel. Me regodeo porque el desprecio es nuestra victoria. Y somos injustos, y no medimos adecuadamente, y juzgamos mal sabiéndolo, y lo mejor de todo, por un segundo, te crees ese irracionalismo que ya ves como se escapa, como me marcho dejándote sólo hasta que otra palabra-puñalada te recuerde que tú y yo somos parte del mismo costal, y que si me dejas suelto por un rato largo, puede no haber marcha atrás allá donde me liberes.
Salúd, que la necesitarás, y ya sabes donde estoy

La consumación de la Trinidad

Desde hace años ese útero antinatural al que acoges rebuye en silencio tratando de alumbrar, aún antes que a mí, al heterónimo Karl. Yo, más fácil de parir para tu conciencia que él, llegué en su día con la fuerza de un huracán, como todo en nosotros, tan sólo a veces azoto.
Y ahora que nace él, ¿completará la siempre incompleta obra de modo que nos lanzará a un abismo creativo, o seguiremos esperando, ahora tres, a que un rayo nos parta o nos divinice o nos amplie?
¿En esta Trinidad qué representa él? Si tú eres tú, allá contigo, y yo soy tú elevado a la máxima exageración posible, él será esa esencia de acción que pulsiona por salir a la luz y que tu escepticismo cargado de apatía macabramente autofagiza. Karl detiene tu bocado, rompe tus dientes y revierte tu mandíbula. Ahora él se alza sobre lo peor de ti, tu viscosa incapacidad para apasionarte, la pisa y clama:
«He llegado para quedarme, para arriesgarte y para sacarte de esas oscuridades a las que voluntariamente te sometes. Estoy aquí para ampliar tus principios, para que lo social se una a la acción, para que tu compromiso se cumpla realmente, para que traiciones a tu incompromiso, para que pises parásitos propios y ajenos, para que te muevas de los antros que te encadenan, para que veas y alumbres, para todo eso y más. En definitiva, para que seamos más completos».
Te damos la bienvenida Karl, y aunque sospecho que tú y yo no nos llevaremos bien, y peor aún nos trataremos, me alegra saber que tengo un hermano.

Buscando metáforas

El rumor de la lluvia golpea tus paredes, quieres salir ahí fuera pero ellas te oprimen. Notas su aliento con cada estertor, cada vez más cerca, cada vez más blancas, cada vez más altas. El techo hace tiempo que estalló de la presión, pero el plomo vino a sustituirlo. Sólo el resuello de una metáfora te saca de la habitación y te insufla fuerzas. Tu cabeza se enfrenta a las pétreas paredes y las martilleas hasta sangrar.
La rutina de siempre, tu desgana contra tus ganas. El eterno ciclo: ahí asoma la sanguinolenta victoria, tu cara se empapa y lava el rojizo fracaso de tu mediocre quietud. La lluvia te purifica y seca, pero toca andar, y el camino te conducirá hacia nuevas depresivas paredes.
Un rumor con sabor a pregunta te indigesta: «¿por qué me paro entre paredes tanto tiempo, y por qué me gusta tan poco andar, cuando es lo que me satisface? Soy masoca o idiota».
O quizá simplemente, necesites crecer hacia la infancia para zambullirte de pleno en ese espacio creativo que te hace decir: hoy mereció la pena.
Hoy Yo he sido tu bastón, mañana seré tu zancadilla, así que procúrate valerte por ti mismo, y sangra si has de sangrar, pero rompe siempre paredes.

Caminos hacia la inmortalidad

Tú, insensato, margina tu felicidad y ábrete bien los oídos porque a uno de tus descuidos te arrebataré ese cerebro insípido que supuestamente te guía. Y es que, ¿hace cuánto que no piensas en tu eternidad?, ¿y acaso tienes derecho a esa dejadez? Cualquiera con un grado aceptable de conciencia la tiene a ella por primera obligación.
Balbuceas y me reprochas -«¿qué es aquí aceptable?». Aceptable eres tú, el resto a mí es todo indiferencia. Después de todo, fuiste capaz de concebirme: ya que has alcanzado tan altas cotas, no te dejes despeñar sin más.
Recuerdo que recuerdas, mal y oscuro -como siempre-, los caminos que trazó Unamuno; las inmortalidades por los hijos, la obra, o la fama: ínfimas a todas luces. Así, no pudo sino acogerse al cristianismo y su promesa de resurrección de la carne. Pero tú y Yo no tenemos ni creemos en tanta pasión, por lo que la vía de la cruz la soterramos con las otras.
¿Qué nos queda entonces? Quisimos ser dios, uno cualquiera con tal de inmortales, pero aquel sueño ya acabó. Rechazamos del mismo modo, desilusionados y abatidos, retornos circulares, cielos e infiernos, sectas y logias, y un sinfín de promesas que consabemos vacuas.
Tan desolador es el panorama, que pareces conformarte al festín del gusano con tal de llegarle sonriendo. Pero Yo, unigénito y voraz, no me cansaré nunca de instigar el camino hacia la inmortalidad. Cuando lo encuentre, y sospecho como, quizá te espere, y tú, pasarás a ser entonces mi parásito consentido. Mientras, me eres útil tal cual.