Cosa extraña resulta esto de la felicidad. Uno se pregunta qué es lo que convierte a una mañana más, tranquila y rutinaria, en un torrente de dicha incontrolable y que te hace ir por la calle sonriendo como el más idiota de los idiotas. Quizá haya sido el texto de Borges ,»Historia de los ecos de un nombre», que me ha llevado a mis años adolescentes más arcanos; quizá la canción de Reincidentes, «En blanco», que mientras mataba el gusanillo de echarme a la calle a correr, escuchaba y entendía mal al transformar «pido que no, pido que nunca me abandone la puta que sangra mi corazón», en, «pido que no, pido que nunca me abandone la tinta que sangra mi corazón»; quizá el haber vencido al reloj y a la pereza por segundo día; quizá por ser viernes. Pero qué más da, estas cosas pasan, y si adivinas el por qué, quizá dejen de ocurrir.
Lo único claro es que hay que descender de esa cima de dicha, para que no se convierta en algo trivial, y para que volver a ascender tenga sentido. Lo único claro en su contrapartida, es que ese ascenso y esa permanencia no sirve para escribir sino arrebatos, y ese no es el camino de mis textos, aunque sí la adrenalina de mis días.