Gracias a Tolstoi


Confesaré que levanté la vista del periódico asqueado de tanta mala noticia, y que fue entonces cuando la encontré, frente a mí, en el otro andén. Y no me hizo falta nada más que un instante para presentir que quería suicidarse.  

A pesar de la distancia pude leer en sus ojos caídos. Leí el miedo y la desesperación, pero también el arrojo para saltar.  No tuve dudas de su decisión pero, cómo decirle, cómo gritar sin parecer un chiflado, que no debía tirarse a las vías del metro, que era un acto inútil. ¿Y si me equivocaba?

Los dos estábamos mucho más cerca del andén de lo debido, en la boca por donde entrarían los vagones. Sentí frío a pesar de la fecha y el calor agobiante. Decidí llamar su atención con gestos pero no hubo suerte. No parecía ver nada ni a nadie. Su metro resonó por el túnel, se escuchó un silbato. La chica dejó caer las manos, en la izquierda llevaba un libro. Logré ver el título.

Grité estúpida e instintivamente: “¡Ana, no lo hagas! ¡Piensa en tu hijo Sergio, en tu hijita…  en Vronski!”

El metro entró en la estación a toda velocidad llevándose algo por delante. Se escucharon algunas maldiciones. Mi corazón volvió a latir cuando todos los vagones pararon y se abrieron las puertas. Allí estaba ella, seguía en el otro andén. Muchos metros más adelante, Ana Karenina quedaba destrozada bajo los vagones.

Luego vino el jaleo, las explicaciones, que si ella en ningún momento iba a suicidarse, que si mi presentimiento era un asco, que si se le cayó el libro del susto con mis gritos, que si sentíamos mucho el espectáculo que habíamos montado, que si un café…

Y así es como conocí a mi esposa, gracias a Tolstoi.

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